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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Me estremecí involuntariamente y me agarré con más fuerza a mi amo ciego y querido, que sonrió.

—¿Es verdad, Jane? ¿Es esta la verdadera situación entre tú y Rivers?

—Totalmente, señor. ¡No sea celoso! Solo pretendía bromear un poco con usted para que olvidase sus penas, creyendo que la ira le sentaría mejor que el dolor. Pero si quiere que lo ame, si viera cuánto lo amo, estaría orgulloso y satisfecho. Todo mi corazón es suyo, señor, le pertenece y quiere quedarse con usted aunque el destino exilie el resto de mi ser para siempre.

Al besarme, pensamientos dolorosos oscurecieron su rostro.

—¡Mi vista perdida! ¡Mi fuerza mermada! —murmuró apesadumbrado.

Lo acaricié para que se serenase. Sabía en qué pensaba y quería hablar por él, aunque no me atrevía. Cuando volvió un momento la cara, vi asomarse una lágrima en el ojo cerrado y deslizarse por su mejilla varonil. Me atravesó el corazón.

—No soy mejor que el viejo castaño partido por el rayo de la huerta de Thornfield —comentó poco después—. ¿Qué derecho tiene esta ruina de pedir a una lozana enredadera que cubra su podredumbre con su frescura?

—Usted no es ninguna ruina, señor, ningún árbol partido por un rayo, sino joven y vigoroso. Lo quiera o no, sus raíces se cubrirán de plantas que busquen su generosa sombra, y, al crecer, se inclinarán hacia usted y se enredarán en su tronco por el sostén y seguridad que les ofrecerá su fuerza.

Sonrió otra vez, consolado por mis palabras.

—¿Hablas de amistad, Jane?

—Sí, de amistad —contesté, algo dudosa, porque quería decir algo más que amistad, sin saber qué otra palabra emplear.

—¡Vaya, Jane, pero yo quiero una esposa!

—¿De veras, señor?

—Sí, ¿es que no lo sabías?

—Claro que no; no lo había mencionado antes.

—¿Te alegra saberlo?

—Depende de las circunstancias, señor, y de su elección.

—Elegirás tú por mí, Jane. Respetaré tu decisión.

—Entonces, señor, elija a la que más lo ame.

—Por lo menos elegiré a la que más amo. Jane, ¿quieres casarte conmigo?

—Sí, señor.

—¿Con un pobre ciego, al que tendrás que llevar de la mano?

—Sí, señor.

—¿Con un tullido, veinte años mayor que tú, a quien tendrás que cuidar?

—Sí, señor.

—¿De verdad, Jane?

—De verdad, señor.

—¡Oh, amor mío, que Dios te bendiga y te recompense!

—Señor Rochester, si he hecho alguna buena obra en mi vida, si he tenido algún pensamiento bueno, si he rezado sincera y desinteresadamente, si alguna vez he deseado algo justo, ahora tengo mi recompensa. Ser su esposa es, para mí, ser lo más feliz que se pueda en esta tierra.

—Porque te encantan los sacrificios.

—¡Sacrificio! ¿Qué es lo que sacrifico? El hambre por los alimentos, la felicidad por las esperanzas. Tener el privilegio de rodear con mis brazos al que más aprecio, posar mis labios sobre el que más amo, apoyarme en quien más confío, ¿es hacer un sacrificio? Si es así, me encantan los sacrificios.

—¿Y soportar mis enfermedades, Jane, y tolerar mis defectos?

—Que para mí no existen, señor. Lo amo más ahora que puedo serle útil que cuando era orgulloso e independiente, y despreciaba cualquier papel que no fuese el de dador y protector.

—Hasta ahora odiaba que me ayudasen o me guiasen, pero creo que, a partir de ahora, no me va a molestar. No me gustaba poner mi mano en la de un asalariado, pero me agrada sentirla rodeada por los pequeños dedos de Jane. Prefería la soledad más absoluta a los cuidados constantes de los criados, pero los suaves cuidados de Jane serán una felicidad perpetua. Jane me conviene, pero ¿la convengo yo a ella?

—Hasta la última fibra de mi ser, señor.

—Si ese es el caso, no hay ningún motivo por el que debamos esperar: casémonos enseguida.

Hablaba con vehemencia, como si hubiera recuperado su impetuosidad de antes.

—Debemos convertirnos en uno solo sin demora, Jane; únicamente hemos de conseguir la licencia y entonces… nos casamos.

—Señor Rochester, acabo de darme cuenta de que el sol ha bajado bastante del meridiano y que Pilot se ha ido a casa a cenar. Déjeme ver su reloj.

—Fíjalo a tu cinto, Janet, y quédatelo a partir de ahora, pues a mí no me sirve.

—Son casi las cuatro de la tarde, señor. ¿No tiene hambre?

—Nos tenemos que casar de hoy en tres días, Jane. Olvidémonos de ropa fina y de joyas ahora, que no valen nada.

—El sol ha secado las gotas de lluvia, señor. No sopla ni una brisa, y hace bastante calor.

—¿Sabes, Jane? En este momento llevo tu collar de perlas alrededor de mi cetrino cuello bajo la corbata. Lo llevo desde el día en que perdí a mi tesoro, como recuerdo de ella.

—Volveremos a casa cruzando el bosque, que será el camino más corto.

Él siguió con su propio razonamiento, sin hacerme caso.

—Jane, seguro que crees que soy un perro sin religión, pero en este momento se me llena el corazón de gratitud al Dios generoso de esta tierra. Él ve, no como el hombre, sino más claramente, y juzga, no como el hombre, sino con más sabiduría. Hice mal: hubiera mancillado mi flor inocente, manchado de culpabilidad su pureza, pero el Omnipotente me la arrebató. Con mi rebeldía empedernida, casi maldije su designio divino y, en lugar de doblegarme ante su mandato, lo desafié. La justicia divina siguió su curso y me colmó de desgracias; me vi obligado a pasar por el valle de la sombra de la muerte. Los castigos de Él son tremendos, y el que me correspondió a mí me ha humillado para siempre. Sabes que estaba orgulloso de mi fortaleza, y ya ves en lo que ha quedado, que tengo que depender de la ayuda ajena como un niño indefenso. Hace poco, Jane, hace muy poco, he empezado a ver y reconocer la mano de Dios en mi desgracia. He comenzado a sentir remordimientos y compunción y el deseo de reconciliarme con el Creador. Me he puesto a rezar a veces, con plegarias breves aunque sinceras.

»Hace unos días, no, puedo ser más específico, hace cuatro días, pues fue el lunes pasado, me sobrevino un estado peculiar, donde la pena reemplazó el frenesí, y el pesar el malhumor. Hacía tiempo que creía que, como no podía encontrarte, debías de estar muerta. Muy tarde aquella noche, quizás entre las once y las doce, antes de retirarme para el descanso merecido, pedí a Dios, si le complacía, que se me llevara pronto de esta vida y me admitiera en el mundo venidero, donde esperaba reunirme con Jane.

»Me encontraba en mi propia habitación, sentado junto a la ventana abierta. Me tranquilizaba sentir el bálsamo del aire nocturno, aunque no podía ver las estrellas y solo una luminosidad brumosa me señalaba la presencia de la luna. ¡Cómo te añoraba, Jane! ¡Te añoraba con todo mi cuerpo y toda mi alma! A la vez humilde y angustiado, le pregunté a Dios si no llevaba bastante tiempo desolado, afligido y atormentado para merecer probar de nuevo el éxtasis y la paz. Reconocí que me merecía todo lo que me había sucedido y le dije que no podía soportar mucho más, y el principio y el fin de mi angustia salió involuntariamente de mis labios para formar las palabras: «¡Jane, Jane, Jane!».

—¿Dijo usted esas palabras en voz alta?

—Sí, Jane. Si alguien me hubiera oído, me habría considerado loco por la fuerza rabiosa con la que las pronuncié.

—¿Y fue la noche del pasado lunes, alrededor de la medianoche?

—Sí, pero la hora no tiene importancia; lo curioso es lo que sucedió después. Creerás que soy supersticioso —algo de supersticioso hay en mí y siempre lo ha habido, pero esto es la verdad— lo que voy a relatar es la verdad.

»Cuando exclamé «¡Jane, Jane, Jane!», oí una voz, no sé de dónde procedía, pero sí sé de quién era, que decía: «¡Voy; espérame!» y un momento después, susurradas en el viento, las palabras: «¿Dónde estás?».

»Te diré, si puedo, la idea, la imagen que sugirieron a mi mente estas palabras, aunque será difícil expresarlo. Ferndean está enterrada, como sabes, en un tupido bosque donde los sonidos caen debilitados, apagándose sin eco. Me pareció que las palabras «¿Dónde estás?» fueron dichas entre montañas, pues un eco como de montañas repitió las palabras. En ese momento pareció refrescarse también el viento y se me antojó que nos encontrábamos Jane y yo en algún paraje solitario y agreste. Sin duda tú estabas durmiendo profundamente a esa hora, y quizás saliera tu alma de su celda para consolar a la mía, ¡pues era tu voz, lo juro por mi vida, era tu voz!

Lector, fue el lunes por la noche, alrededor de medianoche, cuando yo recibí la extraña llamada, y esas eran las palabras exactas con las que respondí. Escuché las revelaciones del señor Rochester, sin desvelarle yo nada. La coincidencia me pareció demasiado espantosa e inexplicable para comunicarla o discutirla. Si le contaba algo, el relato era tal que era inevitable que impresionara profundamente la mente del oyente, y esa mente, aún propensa a la melancolía por sus grandes sufrimientos, no se beneficiaría con saber los detalles de esta experiencia sobrenatural. Por lo tanto, guardé estas cosas y las medité en mi corazón.

—No puede sorprenderte —continuó mi amo—, que, cuando llegaste tan inesperadamente anoche, me costase creer que no eras una simple aparición, algo que iba a esfumarse totalmente, tal como habían desaparecido el susurro de medianoche y el eco de entre montañas. Ahora, ¡gracias a Dios! sé que no es así. ¡Le doy las gracias a Dios!

Me apartó de su regazo, se levantó, se quitó reverentemente el sombrero, dirigió los ojos invidentes a la tierra y se sumió en una plegaria muda. Solo pude oír las últimas palabras de su oración.

 

—Le doy las gracias a mi Creador que, en medio del juicio, ha recordado la piedad. Pido humildemente a mi Redentor que me dé fuerzas para vivir en adelante una vida más pura que antes.

Alargó la mano para que lo guiase. Cogí la mano amada y la mantuve un momento en mis labios antes de pasarla por mi hombro. Como era mucho más baja que él, le servía a la vez de soporte y de guía. Nos adentramos en el bosque y emprendimos el camino de regreso a casa.

Capítulo XII. Conclusión

Me casé con él, lector. Tuvimos una boda discreta: él y yo, el párroco y el sacristán fuimos los únicos asistentes. Cuando regresamos de la iglesia, fui a la cocina de la casa, donde Mary preparaba la comida y John limpiaba los cuchillos, y les dije:

—Mary, me he casado con el señor Rochester esta mañana.

Tanto el ama de llaves como su marido eran de esa clase de personas flemáticas a las que puedes comunicar sin problemas y en cualquier momento una noticia extraordinaria sin temer que te destrocen los oídos con exclamaciones estridentes y te aturdan después con un torrente de admiración farragosa. Mary levantó la vista y me miró y, de hecho, el cazo con el que regaba un par de pollos que asaba en la chimenea quedó unos tres minutos suspendido en el aire y, durante el mismo espacio de tiempo, John dejó de sacarles brillo a los cuchillos, pero después Mary, inclinándose de nuevo sobre los pollos, dijo simplemente:

—¿De veras, señorita? ¡Pues, vaya!

Poco después prosiguió:

—Ya la he visto salir con el amo, pero no sabía que iban a la iglesia para casarse —y continuó regando su asado. Cuando miré a John, vi que tenía una sonrisa de oreja a oreja.

—Ya le dije a Mary lo que iba a pasar —dijo—, sabía lo que iba a hacer el señor Edward —John era un viejo criado y había conocido a su amo cuando aún era un niño, por lo que lo llamaba a menudo por el nombre de pila—, sabía lo que iba a hacer el señor Edward, y estaba seguro de que no iba a esperar mucho tiempo, y creo que ha hecho muy bien. ¡Le deseo mucha felicidad, señorita! —haciéndome una reverencia.

—Gracias, John. El señor Rochester me ha dicho que les dé esto a usted y a Mary —y le puse en la mano un billete de cinco libras. Sin esperar más, salí de la cocina y, al pasar por la puerta de este sanctasanctórum un poco más tarde, oí las palabras:

«Seguro que le conviene más que alguna de aquellas grandes damas». Y «Si no es la más guapa, tampoco es fea, y tiene buen corazón; y cualquiera puede ver que, a sus ojos, es guapísima».

Escribí inmediatamente a Moor House y a Cambridge para contarles lo que había hecho y explicarles el porqué. Diana y Mary aprobaron sin reservas. Diana me comunicó que me concedería el tiempo justo para pasar la luna de miel antes de venir a verme.

—Más vale que no espere tanto —dijo el señor Rochester cuando le leí la carta de Diana—, porque si lo hace, no vendrá nunca, ya que nuestra luna de miel nos va a durar toda la vida, y solo se acabará con tu muerte o la mía.

No tengo forma de saber la reacción de St. John a la noticia, pues no contestó a la carta donde se lo anuncié; sin embargo, me escribió seis meses después, sin mencionar el nombre del señor Rochester ni la boda. Era una carta serena y amable, aunque seria. Desde entonces, mantiene conmigo una correspondencia regular aunque no frecuente, y dice que espera que sea feliz y confía en que no sea de los que viven en este mundo sin Dios, solo pensando en las cosas terrenales.

No te habrás olvidado de la pequeña Adèle, ¿verdad, lector? Yo no la había olvidado, sino que pedí permiso al señor Rochester para ir a visitarla a la escuela donde la había internado. Me conmovió muchísimo su alegría loca al verme. Estaba pálida y delgada y me dijo que no era feliz. Me pareció que las normas del establecimiento eran demasiado rigurosas para una niña de esa edad, y los estudios demasiado exigentes, por lo que me la llevé a casa. Pretendía volver a ser su institutriz, pero no me fue posible porque había otro que reclamaba todo mi tiempo y todos mis cuidados: mi marido. Así que busqué una escuela que siguiera un sistema más tolerante y que estuviera lo bastante cerca como para ir a visitarla a menudo y traerla a casa de vez en cuando. Cuidé de que nunca le faltase nada que pudiera contribuir a su bienestar, y pronto se adaptó a su nueva residencia, donde fue muy feliz e hizo grandes progresos con los estudios. Al hacerse mayor, la sólida educación inglesa contribuyó en gran medida a corregir sus defectos franceses, y cuando terminó en la escuela, resultó ser una compañera agradable y servicial para mí, dócil, de buen humor y buenos principios. Con sus atenciones para conmigo y los míos, hace tiempo que me ha pagado cualquier amabilidad que haya podido dispensarle.

Se está acabando mi historia; solo una palabra sobre mi experiencia como casada, y sobre la suerte de aquellos cuyos nombres salen más a menudo en esta narrativa, y habré terminado.

Llevo casada diez años. Sé lo que significa vivir enteramente con y para lo que más quiero en esta vida. Me considero más afortunada de lo que puedan expresar las palabras, porque soy la vida de mi marido tan completamente como él lo es mía. Ninguna mujer jamás ha sido más hueso de su hueso ni carne de su carne de su marido que yo. No me canso de la compañía de mi Edward, ni él de la mía, de la misma manera que no nos cansamos de las pulsaciones del corazón único que late en nuestros pechos. Estamos siempre juntos, lo que significa para nosotros estar tan libres como si estuviéramos solos y tan contentos como si estuviéramos en sociedad. Creo que hablamos todo el santo día, pues para nosotros hablar es simplemente una forma más animada y audible de pensar. Le doy toda mi confianza, y él a mí, y como estamos tan bien compenetrados, el resultado es una concordia perfecta.

El señor Rochester siguió siendo ciego durante dos años después de nuestra boda. Quizás fuese esta circunstancia lo que nos unió tanto, pues yo era entonces sus ojos, como soy aún su mano derecha. Era literalmente lo que me llamaba muchas veces: la niña de sus ojos. Él veía la naturaleza y leía libros a través de mis ojos, y no me cansaba de mirar por él ni de plasmar en palabras la belleza del paisaje que se extendía ante nosotros, con sus campos, árboles, pueblos, ríos, nubes y rayos de sol, ni del tiempo que nos rodeaba, imprimiendo en su oído con los sonidos lo que la luz ya no podía imprimir sobre su retina. Nunca me cansaba de leerle, ni de llevarle adonde quisiera ir, ni de hacer por él cualquier cosa que pidiera. Y estos servicios encerraban un placer exquisito y pleno, a pesar de lo triste, porque los pedía sin vergüenza ni humillación. Me amaba tanto que no vacilaba en aprovecharse de mis cuidados; él sabía que lo quería tanto que atenderlo era satisfacer mis deseos más anhelantes.

Una mañana, al cabo de los dos años, al escribir una carta que él me dictaba, se acercó, se inclinó sobre mí y preguntó:

—Jane, ¿llevas algo brillante al cuello?

Llevaba una cadena de reloj de oro, y se lo dije.

—¿Y llevas un vestido azul celeste?

Lo llevaba. Me dijo que desde hacía algún tiempo imaginaba que la nube que cubría uno de sus ojos se hacía menos densa, pero que ahora estaba seguro de ello.

Nos fuimos a Londres para que lo reconociera un especialista eminente, y finalmente recuperó la vista de ese ojo. No ve muy bien, no puede leer ni escribir mucho rato, pero puede ir de allá para acá sin que se le lleve de la mano. El cielo ya no es una página en blanco para él ni la tierra un vacío. Cuando le pusieron en los brazos a su primogénito, pudo ver que había heredado sus mismos ojos, tal como fueron una vez, grandes, negros y lustrosos. En aquella ocasión, volvió a reconocer emocionado que Dios había suavizado su sentencia con la piedad.

Mi Edward y yo somos felices, pues, y más aún por saber que son también felices los que más queremos. Diana y Mary Rivers están casadas, y nos alternamos en visitarnos cada año, viniendo ellas un año y yendo nosotros al siguiente. El marido de Diana es capitán de la armada, un oficial distinguido y un buen hombre. El de Mary es clérigo, amigo del colegio de su hermano, y digno de ella por sus logros y sus principios. Tanto el capitán Fitzjames como el señor Wharton aman a sus esposas, y ellas les corresponden.

En cuanto a St. John Rivers, abandonó Inglaterra para la India, donde emprendió el camino que él mismo se había trazado. Lo sigue aún, y nunca ha habido pionero más resuelto o incansable luchando entre los peligros. Constante, fiel y devoto, lleno de energía y celo, lucha por sus semejantes, despejándoles el sendero estrecho de la perfección, arrasando cual gigante los prejuicios de clase y creencias que lo obstaculizan. Puede que sea austero, exigente e incluso ambicioso todavía, pero es la austeridad del guerrero Greatheart, que protege a sus peregrinos del ataque de Apollyon[64]. Su exigencia es la del apóstol que habla en el nombre de Cristo cuando dice: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»[65]. Su ambición es la del espíritu puro que quiere ocupar un lugar en la primera fila de los redimidos de la tierra, que se presentan libres de pecado ante el trono de Dios que comparten las últimas grandes victorias del Cordero, que son llamados y elegidos y se mantienen fieles.

St. John no se ha casado, y ya no se casará. Hasta ahora, él ha bastado para su lucha, pero esta lucha se acerca a su fin, llega el ocaso de su sol glorioso. La última carta suya que recibí me hizo saltar las lágrimas humanas a la vez que colmó mi corazón de júbilo divino, pues ya espera su recompensa, su corona incorruptible. Sé que la próxima carta vendrá de un extraño, para decir que el siervo bueno y fiel ha sido llamado por fin a la gloria del Señor. ¿Por qué debo llorar? La última hora de St. John no estará empañada por el miedo a la muerte, su mente estará despejada, su corazón impávido, su esperanza firme, su fe inmutable. Sus propias palabras lo indican:

«Mi Señor —dice—, me ha avisado. Cada día me anuncia más claramente: “Si yo vengo enseguida” y yo le contesto cada hora: “Amén. ¡Ven, Señor Jesús!”»[66].


CHARLOTTE BRONTË (Thornton, Inglaterra, 1816 - Haworth, Inglaterra, 1855). Tercera hija de Patrick Brontë y María Branwell. En 1820 el padre fue nombrado vicario perpetuo de la pequeña aldea de Haworth, en los páramos de Yorkshire, y allí pasaría Charlotte casi toda su vida. Huérfanos de madre a muy corta edad, los cinco hermanos Brontë fueron educados por una tía. En 1824, Charlotte, junto con sus hermanas Emily, Elizabeth y María, acudió a una escuela para hijas de clérigos; Elizabeth y María murieron ese mismo año, y Charlotte siempre lo atribuyó a las malas condiciones del internado. Estudiaría posteriormente un año en una escuela privada, donde ejerció asimismo como maestra; fue luego institutriz, y maestra de nuevo en un pensionado de Bruselas, donde en 1842 estuvo interna con Emily. De vuelta a Haworth, en 1846 consiguió publicar un volumen de Poesías con sus hermanas Emily y Anne, con el pseudónimo, respectivamente, de Currer, Ellis y Acton Bell. Su primera novela, El profesor, no encontró editor, y no sería publicada hasta 1857. Pero, como Currer Bell, publicó con éxito Jane Eyre. En 1848, mientras morían a su alrededor Emily y Anne y su hermano Branwell, escribió Shirley, que sería publicada al año siguiente. Su última novela fue Villette (1853). Charlotte se casó con el reverendo A. B. Nicholls un año antes de morir en 1855.