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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Capítulo XI

La casería de Ferndean era un edificio bastante antiguo de buen tamaño, sin grandes pretensiones arquitectónicas, enterrada en medio de un bosque. La había oído nombrar antes, ya que el señor Rochester la mencionaba a menudo, y a veces la visitaba. Su padre había comprado la hacienda por la caza, y la habría querido alquilar, pero no encontraba inquilinos a causa de su ubicación poco saludable. Por lo tanto, estaba vacía y sin amueblar, con excepción de unas dos o tres habitaciones preparadas para el hospedaje del hacendado cuando iba allí en la temporada de caza.

Llegué a la casa al anochecer, en una tarde marcada por un cielo grisáceo, un viento frío y una llovizna persistente. Recorrí a pie la última milla del camino, después de despedir al cochero con el pago doble que le había prometido. Incluso cuando faltaba muy poco para llegar, no se veía la casa, que estaba oculta por el espeso bosque que la rodeaba. Una puerta de hierro entre columnas de granito señalaba la entrada y, al traspasarla, me encontré envuelta en la penumbra de los tupidos árboles. Una senda cubierta de maleza se abría camino en el bosque, circundada por los troncos nudosos y cubierta por una arcada de ramas. La seguí, creyendo que me conduciría enseguida a la casa, pero se extendía, serpenteando interminablemente, sin llevarme ni a la casa ni al jardín.

Pensé que me había equivocado de camino y me había extraviado. Las sombras del crepúsculo y del bosque me envolvían, y busqué otro camino, pero no lo encontré. Todo eran tallos entretejidos, troncos como pilares y la espesa frondosidad del verano, sin una sola brecha.

Continué y por fin se despejó el camino, ralearon los árboles y divisé primero unas rejas y después la casa, apenas discernible entre la arboleda por el color verde mohoso de sus húmedas paredes. Pasando por una puerta cerrada solo con pasador, me hallé en medio de un terreno abierto, rodeado por un semicírculo de árboles. No había arriates ni flores, solo un ancho camino de gravilla que circundaba una extensión de césped dentro del oscuro marco del bosque. La fachada de la casa ostentaba dos aleros puntiagudos, unas angostas ventanas con celosías y una puerta también angosta, con un escalón delante. El conjunto tenía el aspecto de ser «un lugar bastante desolado», como había dicho el posadero del «Rochester Arms». Estaba tan silencioso como una iglesia un día entre semana, el único sonido audible era el golpeteo de la lluvia sobre las hojas del bosque.

—¿Es posible que haya vida aquí? —me pregunté.

Sí, algún tipo de vida había, pues oí moverse algo: se abría la estrecha puerta principal y una forma se disponía a salir de la casa.

Se abrió lentamente y salió al crepúsculo una figura que se quedó de pie en el escalón. Era un hombre sin sombrero, que extendió la mano como para ver si llovía. A pesar de la oscuridad, lo reconocí. No era otro que mi amo, Edward Fairfax Rochester.

Detuve mis pasos y casi mi aliento y me puse a mirarlo, a examinarlo sin ser vista y, por desgracia, invisible para él. Era un encuentro repentino, en el que el dolor empañaba el éxtasis. No me fue difícil callar la exclamación de mi voz ni frenar el avance de mis pies.

Su cuerpo tenía la misma silueta fuerte y robusta que siempre, su porte era aún erguido, su cabello aún negro como el azabache. Sus rasgos tampoco estaban cambiados ni hundidos. En el espacio de un año, ningún dolor había podido domar su fortaleza atlética ni marchitar su vigorosa plenitud. Pero detecté un cambio en su semblante, donde se dibujaba una mirada de tristeza y desespero que me recordó algún animal salvaje maltratado y encadenado, peligroso por su tenebroso infortunio. Un águila enjaulada cuyos ojos dorados hubiesen sido cegados por la crueldad podría tener el mismo aspecto que este Sansón invidente.

Bien, lector, ¿crees que tenía miedo de su ferocidad ciega? Si es así, es que me conoces poco. Se mezcló con mi pena la dulce anticipación de posar un beso sobre su frente granítica y sus párpados tan firmemente cerrados, pero no me atrevía todavía. Aún no lo iba a abordar.

Bajó por el peldaño y avanzó despacio a tientas en dirección al césped. ¿Qué había sido de sus intrépidas zancadas? Se quedó parado, como si no supiera hacia dónde encaminarse. Levantó la cabeza y abrió los ojos, esforzándose por mirar, sin ver, el cielo y el anfiteatro formado por los árboles, y era evidente que para él todo era oscuridad vacía. Extendió la mano derecha (mantuvo oculto en su seno el brazo izquierdo mutilado) como queriendo tocar y reconocer lo que tenía alrededor, pero no encontró nada, pues los árboles estaban a algunas yardas de él. Renunció al intento, cruzó los brazos y permaneció quieto y mudo bajo la lluvia, que caía persistente sobre su cabeza descubierta. En ese momento se le acercó John desde algún lugar.

—¿Quiere usted cogerme del brazo, señor? —dijo—, va a caer un buen chaparrón, ¿no debería entrar?

—Déjame solo —fue la respuesta.

Se retiró John sin verme. El señor Rochester intentó pasear, pero sin éxito, pues le faltaba seguridad. Volvió a tientas a la casa y cerró la puerta tras de sí.

Ahora me acerqué yo y llamé. Abrió Mary, la mujer de John.

—Mary —dije—, ¿cómo está?

Se sobresaltó como si hubiera visto un fantasma, pero la tranquilicé.

—¿De verdad es usted, señorita, a estas horas y en este lugar solitario? —preguntó bruscamente, y contesté cogiéndole la mano. La seguí a la cocina, donde estaba sentado John junto a un buen fuego. Les expliqué en pocas palabras que me había enterado de todo lo sucedido desde mi partida de Thornfield y que estaba allí para ver al señor Rochester. Pedí a John que fuera a la casa de portazgo, donde me había dejado la silla, para recoger el baúl que había dejado allí. Después de quitarme el sombrero y el chal, pregunté a Mary si podían alojarme esa noche en la casa y, al descubrir que, aunque difícil, no sería imposible, le comuniqué que me quedaría. En ese momento sonó la campanita del salón.

—Cuando vaya —le dije—, dígale a su amo que hay una persona que quiere hablar con él, pero no le diga mi nombre.

—No creo que quiera recibirla —respondió—; se niega a ver a nadie.

Cuando regresó, le pregunté qué había dicho él.

—Que diga usted su nombre y lo que pretende —contestó, y se puso a llenar un vaso de agua, que colocó en una bandeja, junto con algunas velas.

—¿Eso es lo que ha pedido? —pregunté.

—Sí, siempre pide que le lleve velas al anochecer, aunque está ciego.

—Deme la bandeja: yo se la llevaré.

La cogí de sus manos y me señaló la puerta del salón. La bandeja tembló en mis manos, derramándose el agua del vaso. Mi corazón latía furiosamente contra mis costillas. Mary me abrió la puerta, y la cerró a mi espalda.

El salón tenía un aspecto lúgubre. Ardía un fuego descuidado en el hogar e, inclinado sobre él, la cabeza apoyada en la alta repisa anticuada, estaba el ocupante ciego de la habitación. Su viejo perro, Pilot, yacía sobre un costado, apartado de él y encogido, como si temiera que lo pisara inadvertidamente. Pilot aguzó las orejas cuando entré y se levantó de un salto para abalanzarse aullando sobre mí, casi tirando la bandeja. Coloqué esta sobre la mesa y después lo acaricié y le dije suavemente, «¡Abajo!». El señor Rochester se giró para ver qué ocurría, pero como no pudo ver nada, suspiró simplemente.

—Dame el agua, Mary —dijo.

Me acerqué con el vaso solo medio lleno, seguida por Pilot, aún agitado.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¡Abajo, Pilot! —dije otra vez. Comprobó el agua antes de llevársela a los labios, e hizo ademán de escuchar. Bebió y dejó el vaso.

—Eres tú, Mary, ¿verdad?

—Mary está en la cocina —contesté.

Alargó la mano en un rápido gesto pero, al no ver dónde estaba yo, no me tocó.

—¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó, procurando ver con aquellos ojos invidentes en un intento inútil y angustioso—. ¡Contésteme! ¡Vuelva a hablar! —ordenó, con voz fuerte e imperiosa.

—¿Quiere tomar un poco más de agua, señor? He derramado la mitad de lo que había en el vaso —dije.

¿Quién es? ¿Qué es? ¿Quién habla?

Pilot me conoce, y John y Mary saben que estoy aquí. He llegado esta misma tarde —respondí.

—¡Santo Dios! ¿Qué quimera es esta? ¿Qué dulce locura me embarga?

—Ninguna quimera, ninguna locura. Su mente, señor, es demasiado fuerte para las quimeras y su salud demasiado robusta para la locura.

—¿Y dónde está la que habla? ¿Solo es su voz? ¡Dios! No puedo ver, pero debo tocar, o se me detendrá el corazón y me estallará el cerebro. Sea lo que sea, sea quien sea, ¡déjeme tocarla o no podré vivir!

Extendió la mano, que atrapé entre las mías.

—¡Son sus mismos dedos! —gritó—. ¡Sus pequeños y frágiles dedos! Si es así, debe de estar el resto.

Soltó su mano musculosa y me cogió del brazo, del hombro, del cuello, de la cintura… me envolvió en un abrazo y me estrechó contra sí.

—¿Eres Jane? ¿Qué eres? Tienes su forma, tienes su tamaño…

—Y tengo su voz —añadí—. Estoy entera, incluyendo el corazón. ¡Dios lo bendiga, señor! Me alegro de estar tan cerca de usted de nuevo.

—¡Jane Eyre, Jane Eyre! —fue lo único que acertó a decir.

—Mi querido amo —contesté—, soy Jane Eyre. Lo he encontrado, he vuelto a usted.

—¿De veras? ¿En carne y hueso? ¿Mi Jane, viva?

—Usted me está tocando, señor, me está abrazando con fuerza. No estoy fría como un cadáver ni soy vaporosa como el aire, ¿verdad?

 

—¡Mi amada vive! Desde luego, son estas sus extremidades y estos sus rasgos, pero no es posible semejante bendición después de tanto sufrimiento. Es un sueño, como los de algunas noches, cuando la he estrechado una vez más contra mi corazón, igual que ahora, y la he besado, así, y he creído que me quería y he confiado en que no me dejaría.

—Y nunca lo haré, señor, a partir de este momento.

—Que nunca lo hará, dice la aparición. Pero siempre he despertado para encontrar que era una burla hueca y me he quedado desolado y abandonado, mi vida solitaria sin esperanza y en tinieblas, mi alma sedienta sin tener dónde beber, mi corazón hambriento sin tener dónde comer. Dulce, tierna quimera, que te acurrucas ahora en mis brazos, tú también huirás, como lo han hecho antes tus hermanas. Pero bésame antes de marcharte, abrázame, Jane.

—¡Uno, señor, y otro!

Apreté los labios contra sus ojos antaño brillantes y ahora sin luz, aparté el cabello de su frente y le besé ahí también. De pronto hizo ademán de despertar y darse cuenta de la veracidad de todo lo que estaba sucediendo.

—¿Eres tú? ¿eres Jane? ¿Has vuelto conmigo, entonces?

—Sí.

—¿Y no yaces muerta en alguna zanja o algún arroyo? ¿No eres una desterrada añorante entre extraños?

—No, señor. Soy una mujer independiente ahora.

—¡Independiente! ¿Qué quieres decir, Jane?

—Que ha muerto mi tío de Madeira, dejándome cinco mil libras.

—¡Oh, esto sí es real! —gritó—, nunca soñaría algo así. Además, es su voz peculiar, tan animosa y conmovedora además de dulce; alegra mi corazón marchito y lo llena de vida. Entonces, Jane, ¿eres una mujer independiente? ¿una mujer rica?

—Bastante rica, señor. Si no me deja vivir con usted, puedo construir mi propia casa junto a la suya, y puede venir a sentarse en mi salón cuando quiera compañía por las tardes.

—Pero ya que eres rica, Jane, sin duda tendrás amigos que cuidarán de ti y no permitirán que te dediques a un inválido ciego como yo.

—Le he dicho que soy independiente, señor, además de rica. Soy mi propia dueña.

—¿Y te quedarás conmigo?

—Por supuesto, a no ser que le moleste. Seré su vecina, su enfermera, su ama de llaves. Está solo; yo seré su compañera, le leeré, pasearé con usted, le haré compañía, le serviré, seré sus manos y sus ojos. No ponga esa cara melancólica, mi querido amo, no volverá a estar solo mientras yo viva.

Se quedó serio y abstraído y no contestó; solo suspiró y abrió la boca como si fuese a hablar, pero la cerró de nuevo. Me sentí algo avergonzada. Quizás me hubiera mostrado demasiado solícita al ofrecerle mi compañía y mi ayuda; quizás hubiera actuado con imprudencia al hacer caso omiso del convencionalismo, y él, como St. John, considerase impropia mi irreflexión. Desde luego, mi propuesta se basaba en el hecho de que él querría que fuese su esposa, pues la firme esperanza de que me reclamara como tal me había animado, aunque él no hubiese expresado este deseo. Pero, como no decía nada a ese efecto y se le ponía el semblante cada vez más sombrío, se me ocurrió de pronto que quizás estuviese equivocada del todo y estuviese haciendo el ridículo, por lo que empecé a soltarme suavemente de su abrazo; pero él, ansioso, me apretó más fuerte.

—No, no, Jane, no debes marcharte. No, ya te he tocado, te he oído, me he consolado con tu presencia, he disfrutado de la dulzura de tal consuelo, y no puedo renunciar a estos goces. De mí queda ya poco, debo tenerte a ti. Que se ría el mundo y me llame absurdo y egoísta, no me importa. Mi alma te reclama, y deberá conseguirte o se vengará horriblemente en mi cuerpo.

—Pero, señor, me quedaré con usted, ya lo he dicho.

—Sí, pero lo que tú entiendes por quedarte conmigo y lo que entiendo yo son dos cosas diferentes. Tú podrías conformarte con revolotear alrededor de mí y cuidarme como una enfermera bondadosa, pues tienes un corazón afectuoso y un espíritu generoso que te animan a sacrificarte por los que te inspiran lástima, y eso debería bastarme a mí, también. Supongo que solo debería alimentar sentimientos paternales hacia ti, ¿no te parece? Anda, dímelo.

—Me parecerá lo que usted quiera, señor. Me contentaré con ser su enfermera, si usted cree que es lo mejor.

—Pero no puedes ser mi enfermera para siempre, Janet. Eres joven, debes casarte algún día.

—No me importa casarme o no.

—Debería importarte, Janet. Si yo fuera lo que fui, procuraría hacer que te importase, pero… ¡un leño invidente!

Volvió a caer en la tristeza, mientras que yo me animé y me armé de más coraje. Sus últimas palabras me sugirieron cuál era el problema y, como para mí no era tal, me sentí libre de la vergüenza anterior. Empecé a conversar sobre temas más alegres.

—Ya es hora de que alguien haga algo para volverlo humano otra vez —dije, cogiendo un mechón de su abundante melena larga—, pues veo que se está convirtiendo en león, o algo parecido. Tiene usted un faux air a Nabucodonosor en el campo de batalla desde luego. Su cabello me recuerda las plumas de las águilas, y aún no me he fijado si sus uñas también han crecido como las garras de los pájaros.

—En este brazo, no tengo ni mano ni uñas —dijo, sacando de su seno el brazo mutilado para enseñármelo—. Solo es un muñón, ¡una visión espantosa! ¿No te parece, Jane?

—Da lástima verlo, y también verle los ojos, y la cicatriz de su frente, y lo peor es el peligro de amarlo demasiado por todo ello y mimarlo en consecuencia.

—Creía que te daría asco, Jane, verme el brazo y la cara marcada.

—¿De verdad? No me lo diga, pues tendré que decirle la mala opinión que me merece su discernimiento. Ahora, lo voy a dejar un momento, para que arreglen un poco el fuego y limpien la chimenea. ¿Lo nota usted cuando hay un buen fuego?

—Sí, con el ojo derecho veo un brillo rojizo y nebuloso.

—¿Y puede ver las velas?

—Muy borrosas, como si cada una fuera una nube luminosa.

—¿Me ve a mí?

—No, hada mía, pero me alegro de oírte y sentirte.

—¿A qué hora cena?

—No ceno nunca.

—Pues esta noche sí. Tengo hambre, y estoy segura de que usted también la tiene, aunque se le olvide.

Llamé a Mary, y la habitación adquirió enseguida un aspecto más ordenado. Mientras tanto, le preparé una colación respetable. Me sentía exaltada y conversé con él plácidamente y a gusto durante la cena y largo rato después. No había ninguna molesta rémora ni represión de alegría y vivacidad con él, porque me sentía a mis anchas, sabiendo la afinidad que existía entre nosotros, y consciente de que todo lo que yo decía lo consolaba y reanimaba. ¡Maravillosa compenetración! Animó y vivificó todo mi ser, pues en su presencia yo vivía plenamente, como él en la mía. A pesar de su ceguera, su cara se iluminaba con sonrisas, su ceño de desfruncía y sus rasgos se suavizaban y se enternecían.

Después de cenar, comenzó a hacerme preguntas sobre dónde había estado, qué había hecho y cómo lo había encontrado, pero solo le contesté en parte, porque ya era tarde para dar detalles aquella noche. Además, no quería tocarle ninguna fibra sensible ni abrir un nuevo pozo de emociones en su corazón. Mi único objetivo en aquel momento era animarlo. Y animado estaba, como ya he dicho, pero solo a ratos. Si la conversación se interrumpía un momento por el silencio, se volvía inquieto, me tocaba y murmuraba «Jane».

—¿Eres totalmente humana, Jane? ¿Estás segura de ello?

—Lo creo realmente, señor Rochester.

—Entonces, ¿cómo has podido aparecer en mi solitario hogar esta noche oscura y triste? Extendí el brazo para coger de manos de una criada un vaso de agua y me lo diste tú. Hice una pregunta, esperando que me contestara la mujer de John, y sonó tu voz en mi oído.

—Porque vine con la bandeja, en lugar de Mary.

—Y hay un hechizo en este mismo momento que paso contigo. ¿Quién puede saber qué vida más tenebrosa, triste y desesperada vivía desde hace meses? Sin hacer ni esperar nada, sintiendo solo frío, cuando dejaba apagarse el fuego, hambre, cuando se me olvidaba comer y una pena incesante y, a veces, un verdadero delirio de deseo de ver una vez más a mi Jane. Sí, he añorado recuperarte más que mi vista perdida. ¿Cómo puede ser que Jane esté conmigo y diga que me quiere? ¿No se marchará tan de repente como ha aparecido? Me temo que mañana ya no esté aquí.

Estaba segura de que lo mejor para aplacar sus temores sería una respuesta trivial y práctica, lejos del hilo inquietante de sus pensamientos. Le pasé un dedo por las cejas, comentando que estaban chamuscadas y que les pondría un remedio para que crecieran tan negras y fuertes como antes.

—¿Para qué sirve que me mejores de alguna manera, espíritu del bien, si en cualquier momento fatídico me dejarás de nuevo, desapareciendo como una sombra, cómo y adónde no lo sé ni podré descubrirlo después?

—¿Tiene peine, señor?

—¿Para qué, Jane?

—Para peinar esta negra melena enmarañada. Asusta usted un poco, cuando lo miro de cerca. Dice que soy un hada, pero yo creo que es más probable que sea usted un duende.

—¿Estoy horroroso, Jane?

—Mucho, señor, pero siempre lo ha estado.

—¡Hmm! Donde quiera que hayas estado, no han conseguido quitarte tu malicia.

—He estado con gente muy buena, mucho mejor que usted, cien veces mejor; gente con ideas y opiniones como jamás las ha tenido usted, mucho más refinadas y elevadas.

—¿Con quién demonios has estado?

—Si se retuerce de esta manera, le voy a arrancar el cabello, y en ese caso supongo que dejará de tener dudas sobre mi corporeidad.

—¿Con quién has estado, Jane?

—Esta noche no me lo va a sonsacar, señor, debe esperar a mañana. Sabe que dejar mi historia a medias es una especie de garantía de que vaya a presentarme ante usted en el desayuno para acabarla. A propósito, debo acordarme de no presentarme con solo un vaso de agua, sino que traeré un huevo, por lo menos, sin hablar del jamón frito.

—¡Cómo te burlas de mí, hada criada por los humanos! Me haces sentir como no me he sentido en doce meses. Si Saúl te hubiera tenido a ti en lugar de David, habría podido exorcizar el espíritu del mal sin la ayuda del arpa[63].

—Ya está, señor, está aseado de nuevo. Ahora lo dejaré, pues llevo tres días viajando y estoy realmente cansada. ¡Buenas noches!

—Solo una palabra, Jane. ¿Había solo señoras en la casa donde has estado?

Me reí y me escabullí, riendo aún mientras subía la escalera. «¡Qué buena idea! —pensé encantada—, veo que tengo la forma de conseguir que olvide su melancolía durante algún tiempo».

Muy temprano a la mañana siguiente, lo oí deambular de una habitación a otra. En cuanto bajó Mary, lo oí preguntarle: «¿Está aquí la señorita Eyre?». Y después: «¿En qué cuarto la has puesto? ¿Estaba bien oreado? ¿Se ha levantado? Ve a preguntarle si necesita algo, y pregúntale cuándo baja».

Bajé en cuanto creí que estaría preparado el desayuno. Entré sigilosa en el salón para verlo bien antes de que supiera que estaba allí. Era bien triste ver aquel espíritu vigoroso subyugado por dolencias corporales. Estaba sentado en su silla, quieto aunque no descansando, claramente expectante, los fuertes rasgos marcados por su tristeza ahora habitual. Su semblante recordaba una lámpara apagada a la espera de que volvieran a encenderla, pero, por desgracia, no dependía de él prender la chispa de la expresión animada, ¡ese servicio dependía de otra persona! Yo pretendía estar alegre y desenfadada, pero la impotencia del hombre fuerte me llegó al alma. Sin embargo, lo abordé con toda la vivacidad de la que pude armarme:

—Hace una mañana alegre y soleada, señor —dije—. Ha cesado la lluvia y se ha ido y ha dejado la mañana luminosa, así que daremos un paseo dentro de un rato.

Había reavivado su chispa: su rostro emitía rayos de felicidad.

—¿Conque estás ahí de verdad, alondra mía? Ven aquí. ¿No te has esfumado? He oído a uno de los tuyos hace una hora, cantando en el bosque, pero su canción no tenía música para mí, ni el sol naciente tenía rayos. Toda la melodía de la tierra se concentra para mis oídos en la lengua de mi Jane, y me alegro de que no sea muda por naturaleza, y solo puedo sentir los rayos del sol en su presencia.

Las lágrimas me saltaron al oír este juramento de dependencia, como si un águila real, encadenada a una rama, tuviera la necesidad de hacerse alimentar por un gorrión. Pero como no quise ponerme a llorar, enjugué las lágrimas y me afané en preparar el desayuno.

 

Pasamos la mayor parte de la mañana al aire libre. Lo conduje del bosque mojado y silvestre hacia unos campos alegres, cuyo brillante verdor le describí y le hablé del aspecto fresco de las flores y los setos y del azul límpido del cielo. Le busqué asiento en un lugar recóndito y precioso, el tocón seco de un árbol, y no me negué a sentarme sobre sus rodillas. ¿Por qué había de hacerlo, si ambos estábamos más felices juntos que separados? Pilot yacía a nuestro lado, y todo era silencio. Teniéndome cogida entre sus brazos, gritó de repente:

—¡Desertora cruel! ¡Oh, Jane, lo que sufrí cuando me di cuenta de que habías huido de Thornfield y no pude encontrarte en ninguna parte! ¡Cuando busqué en tu habitación y vi que no te habías llevado nada de dinero, ni nada de valor! ¡El collar de perlas que te había regalado yacía intacto en su estuche, tus baúles estaban cerrados y atados tal como los dejaras para el viaje de novios! Me pregunté qué iba a ser de mi amada, desamparada y sin dinero. ¿Y qué hiciste? Cuéntamelo ahora.

Ante su insistencia, comencé a narrarle mis experiencias del último año. Suavicé considerablemente la parte relativa a los tres días que vagué hambrienta, porque contárselo hubiera sido hacerlo sufrir innecesariamente, pero, aun así, lo poco que le conté hirió su fiel corazón más de lo que hubiera querido.

No debí dejarlo de aquella forma, dijo, sin medio de sustento; debí decirle mis intenciones. Debí confiar en él, que nunca me habría obligado a convertirme en su querida. Por violento que le hiciera parecer el desespero, me quería demasiado para imponer su voluntad sobre la mía. Me habría dado la mitad de su fortuna sin pedir ni un beso a cambio antes de permitirme lanzarme sin recursos al mundo cruel. Estaba seguro de que había soportado más de lo que quería reconocer.

—Bien, fueran cuáles fuesen mis sufrimientos, duraron poco —contesté, y le conté cómo me habían recogido en Moor House, cómo me había convertido en maestra de escuela y todo lo demás. Siguió a su debido tiempo la narración del advenimiento de la herencia y el descubrimiento de mis familiares. Naturalmente salió a la luz con frecuencia el nombre de St. John Rivers en el curso del relato, y cuando acabé, me preguntó enseguida por él.

—Entonces, ¿este St. John es tu primo?

—Sí.

—Lo has nombrado muchas veces. ¿Te agrada?

—Es un hombre muy bueno, señor, y no podía menos que agradarme.

—¿Un hombre bueno? ¿Quiere decir eso que es un hombre respetable y decente de cincuenta años? ¿O qué quiere decir?

—St. John tiene solo veintinueve, señor.

Jeune encore, como dicen los franceses. ¿Es bajo, flemático y feo? ¿Es una buena persona por carecer de vicios, más que por abundar en virtudes?

—Es incansable, y dedica su vida a realizar grandes obras.

—¿Y su inteligencia? ¿Tiene el cerebro reblandecido? ¿Tiene buenas intenciones pero es un orador indiferente?

—Habla poco, señor, pero lo que dice es siempre oportuno. Tiene una gran inteligencia, no impresionable sino vigorosa.

—Entonces, ¿es un hombre cabal?

—Absolutamente cabal.

—¿Bien instruido?

—Es un gran erudito con mucho talento.

—Pero creo que has dicho que sus modales no son de tu gusto. ¿Es fatuo y pedante?

—No he mencionado sus modales, pero tendría muy mal gusto si no los aprobara, pues son brillantes, serenos y caballerosos.

—Su aspecto, olvido qué has dicho de su aspecto. ¿Es una especie de vicario novato, medio ahogado con su alzacuello y encaramado en unas botas de suela gruesa?

—St. John viste bien. Es un hombre guapo: alto, rubio, de ojos azules y un perfil griego.

(Aparte).

—¡Maldito sea!

(Dirigiéndose a mí).

—¿Lo apreciabas, Jane?

—Sí, señor Rochester, lo apreciaba, pero ya me ha preguntado eso.

Me di cuenta, por supuesto, adónde quería ir a parar mi interlocutor. La serpiente de los celos había hecho presa en él y lo mordía, pero de forma saludable, pues su picazón le hacía olvidar la melancolía, por lo que no quise domarla enseguida.

—Quizás prefiera usted no quedarse más tiempo sentada sobre mis rodillas, señorita Eyre —fue su siguiente comentario algo inesperado.

—¿Por qué no, señor Rochester?

—El cuadro que acaba de pintar sugiere un contraste demasiado abrumador. Sus palabras han dibujado muy eficazmente un Apolo bellísimo, que sigue presente en su memoria como «alto, rubio, de ojos azules y perfil griego». Sus ojos contemplan ahora a un Vulcano: un verdadero herrero, moreno, fornido y, por si fuera poco, ciego y tullido.

—No se me había ocurrido, pero realmente se parece a Vulcano, señor.

—Bien, pues puede usted marcharse, señora, pero, antes de irse —reteniéndome con un abrazo aún más fuerte—, me hará el favor de contestar a un par de preguntas. —Hizo una pausa.

—¿Qué preguntas, señor Rochester?

Siguió el siguiente interrogatorio:

—¿St. John te hizo maestra de escuela de Morton antes de saber que erais primos?

—Sí.

—¿Lo veías a menudo? ¿Visitaba la escuela muchas veces?

—Todos los días.

—¿Aprobaba tus trabajos, Jane? Sé que serían buenos, pues eres una criatura de talento.

—Sí, los aprobaba.

—¿Encontró muchas cualidades en ti que no esperaba encontrar? Algunas cualidades tuyas son poco corrientes.

—Eso ya no lo sé.

—Tenías una casita junto a la escuela, dices. ¿Iba alguna vez a visitarte?

—De vez en cuando.

—¿Por las tardes?

—Una o dos veces.

Una pausa.

—¿Cuánto tiempo viviste con él y sus hermanas después de averiguar que eran tus primos?

—Cinco meses.

—¿Pasaba Rivers mucho tiempo con las damas de la familia?

—Sí, el salón de atrás nos servía de estudio a él y a nosotras. Él se sentaba junto a la ventana y nosotras alrededor de la mesa.

—¿Estudiaba mucho?

—Muchísimo.

—¿Qué?

—El indostaní.

—¿Y qué hacías tú mientras tanto?

—Al principio aprendía alemán.

—¿Te enseñaba él?

—Él no habla alemán.

—¿No te enseñaba él nada?

—Algo de indostaní.

—¿Que Rivers te enseñaba indostaní?

—Sí, señor.

—¿Y a sus hermanas también?

—No.

—¿Solo a ti?

—Solo a mí.

—¿Le pediste que te lo enseñase?

—No.

—¿Fue él quien quiso enseñártelo?

—Sí.

Otra pausa.

—¿Por qué lo quiso? ¿De qué te podía servir a ti saber indostaní?

—Pretendía que fuera a la India con él.

—¡Ajá! Ya llegamos a la raíz del asunto. ¿Quería que te casaras con él?

—Me pidió que me casara con él.

—Eso es una invención descarada para fastidiarme.

—Siento decirle que es la pura verdad. Me lo pidió más de una vez y con tanta insistencia como usted hubiera podido mostrar.

—Señorita Eyre, le repito que puede usted levantarse. ¿Cuántas veces he de decirle lo mismo? ¿Por qué se empeña en quedarse en mi regazo, cuando le he dicho que se levante?

—Porque estoy muy cómoda.

—No, Jane, no estás cómoda, porque tu corazón no está conmigo, sino con tu primo, con este St. John. ¡Hasta este momento pensé que mi pequeña Jane era toda mía! Creía que me amaba incluso cuando me abandonó, lo que suponía un grano de dulzura dentro de la amargura. Durante nuestra separación tan larga, mientras lloraba tu ausencia, nunca pensé que pudieras querer a otro. Pero no sirve de nada lamentarse, Jane, déjame; ve a casarte con Rivers.

—Tendrá que tirarme o empujarme, porque no pienso irme por propia voluntad.

—Jane, me gusta aún tu tono de voz, cuya sinceridad me llena de esperanza. Oírla me transporta un año atrás. Olvido que tienes un nuevo compromiso. No soy imbécil, ve…

—¿Adónde he de ir, señor?

—Siguiendo tu propio camino, con el marido que has elegido.

—¿Y quién es?

—Ya lo sabes, este St. John Rivers.

—No es mi marido y nunca lo será. No me ama a mí ni yo a él. Ama, a su manera, no como ama usted, a una joven bellísima que se llama Rosamond. Solo quería casarse conmigo porque pensaba que sería una buena esposa de misionero, al contrario que ella. Es bueno y un gran hombre, pero muy riguroso y, en mi opinión, frío como el hielo. No se parece a usted, señor, ni soy feliz en su presencia. No me tiene cariño, ni ve nada atractivo en mí, ni siquiera mi juventud. Solo aprecia algunas de mis virtudes intelectuales. Entonces, ¿debo dejarlo a usted, señor, para irme con él?