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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Capítulo X

Llegó el día. Me levanté con el alba y me mantuve ocupada durante un par de horas arreglando los cajones y el armario de mi habitación para dejarlos como debían estar durante una breve ausencia. Mientras tanto, oí a St. John abandonar su cuarto. Se paró ante mi puerta, y temí que fuera a llamar, pero no, solo deslizó una hoja de papel por debajo de la puerta. La recogí y leí las siguientes palabras:

«Me dejó demasiado de repente anoche. Si se hubiera quedado un poco más, habría puesto la mano sobre la cruz cristiana y la corona de ángel. Espero una decisión clara cuando regrese de hoy en quince días. Mientras tanto, vele y ore, para que no caiga en la tentación. El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil. Yo rezaré por usted cada hora.

Atentamente,

St. John».

«Mi espíritu —contesté mentalmente— está dispuesto a hacer lo correcto, y mi carne, espero, es bastante fuerte para cumplir la voluntad del cielo, una vez esta me sea revelada. En cualquier caso, será bastante fuerte para indagar y buscar a tientas una salida de esta nube de dudas y encontrar el cielo abierto de la verdad».

Era el primero de junio, pero la mañana estaba nublada y fresca y la lluvia golpeaba fuertemente contra mi ventana. Oí abrirse la puerta principal, y salió St. John. Mirándolo por la ventana, lo vi cruzar el jardín y adentrarse en los páramos brumosos en dirección a Whitcross, donde cogería el coche.

«Dentro de unas horas, te seguiré por el mismo sendero, primo —pensé—, pues yo también tengo un coche que coger en Whitcross. Yo también tengo que ver a algunas personas en Inglaterra, antes de partir para siempre».

Como faltaban todavía dos horas para el desayuno, las ocupé paseando silenciosa por mi cuarto y reflexionando sobre la visitación que había hecho que mis planes tomaran los derroteros actuales. Evoqué la sensación que había experimentado en mi interior, porque la recordaba, a pesar de toda su singularidad indescriptible. Recordé la voz que había oído, y volví a preguntarme de dónde procedería, pero con tan poco éxito como antes, aunque me parecía que venía de mi interior y no del mundo externo. «¿Fue una impresión nerviosa, una ilusión?» me pregunté, pero no podía creerlo, ya que más me había parecido una inspiración. La sacudida prodigiosa había llegado como el terremoto que hiciera temblar los cimientos de la cárcel de Pablo y Silas[62], abriendo las puertas de la celda de mi alma y soltando sus ligaduras, despertándola del sueño del que emergió temblorosa, alerta y espantada; después, tres veces vibró aquel grito en mis oídos aterrados y mi corazón sobrecogido, atravesando mi espíritu, que no se asustó ni se estremeció, sino se regocijó por el éxito jubiloso del esfuerzo que había tenido el privilegio de hacer, independiente del pesado cuerpo.

«Dentro de unos días —me dije al terminar de cavilar—, tendré noticias de aquel que pareció llamarme anoche. Las cartas no han servido de nada, así que las reemplazaré con indagaciones personales».

En el desayuno, comuniqué a Diana y Mary que iba a emprender un viaje y que estaría ausente durante cuatro días por lo menos.

—¿Sola, Jane? —preguntaron.

—Sí; es para ver o tener noticias de un amigo que me preocupa desde hace algún tiempo.

Habrían podido decir, como sin duda pensaban, que creían que no tenía más amigos que ellos, puesto que así se lo había dado a entender muchas veces. Pero con su delicadeza natural, se abstuvieron de hacer ningún comentario, salvo que Diana me preguntó si estaba segura de encontrarme con suficientes fuerzas para viajar. Dijo que estaba muy pálida, pero repliqué que lo único que me afligía era la inquietud que esperaba aliviar en breve.

Me resultó fácil seguir con los preparativos, ya que ellas no me incomodaron con preguntas ni conjeturas. Una vez les hube explicado que no me era posible ser explícita sobre mis planes, aceptaron con bondad y sabiduría mi reserva, concediéndome el mismo privilegio de libertad de acción que yo, en circunstancias análogas, les hubiera concedido a ellas.

Salí de Moor House a las tres de la tarde y poco después de las cuatro me encontraba al pie del poste indicador de Whitcross, esperando la llegada del coche que me habría de llevar al lejano Thornfield. En medio del silencio de aquellas carreteras solitarias y las colinas desiertas, lo oí acercarse desde una gran distancia. Era el mismo vehículo del que me había apeado una tarde de verano un año atrás en el mismo lugar, ¡desolada, sin esperanzas ni propósito! A un gesto mío, se detuvo. Subí, sin necesidad en esta ocasión de desprenderme de toda mi fortuna para pagar el viaje. Una vez más rumbo a Thornfield, me sentía como una paloma mensajera de camino a casa.

El viaje duró treinta y seis horas. Había dejado Whitcross un martes por la tarde y el jueves por la mañana temprano se detuvo el coche para abrevar los caballos en una posada al borde del camino, situada en un paisaje cuyos verdes setos, grandes campos y bajas colinas de pastoreo me saltaron a la vista como los rasgos de un rostro antaño conocido. (¡Qué suave y verde era todo, comparado con los austeros páramos de Morton!). Me era familiar aquella campiña; estaba segura de que estábamos cerca de mi destino.

—¿A qué distancia está Thornfield de aquí? —pregunté al palafrenero.

—A solo dos millas, señora, a campo traviesa.

«Se ha terminado mi viaje», pensé para mí. Me bajé del coche y entregué al palafrenero una valija que llevaba para que me la guardase hasta que mandara recogerla, pagué y di propina al cochero y me puse en camino. La luz creciente del día se reflejaba en el rótulo de la posada, donde leí en letras doradas «Rochester Arms». Pegó un salto mi corazón, pues me hallaba ya en las tierras de mi señor, pero volvió a decaer con el siguiente pensamiento:

«Puede que tu señor esté al otro lado del Canal de la Mancha, por lo que tú sabes. Y, si está en Thornfield Hall, adonde te diriges tan deprisa, ¿quién más está allí? Su esposa lunática, y tú no tienes nada que ver con él, no debes atreverte a hablarle ni buscar su compañía. Has perdido el tiempo; más vale que no sigas adelante —aconsejó mi amonestador—. Pregunta a los de la posada, que te podrán decir todo lo que quieres saber para aclarar tus dudas. Acércate a ese hombre y pregúntale si el señor Rochester se encuentra en casa».

Era una sugerencia sensata, pero no fui capaz de seguirla, pues temía muchísimo una respuesta que me hundiera en la desesperación. Prolongar la duda era prolongar la esperanza, y quería ver la casa una vez más bajo el rayo de su estrella. Vi la valla ante mí, y los campos que atravesara ciega, sorda y enloquecida, perseguida y acosada por una furia vengativa, el día que huí de Thornfield. Antes de saber cuál iba a ser mi proceder, estaba en medio de ellos. Anduve deprisa, comiendo a ratos. ¡Cómo deseaba ver los bosques familiares! ¡Con qué sentimiento saludaba los árboles conocidos y la vista fugaz de los prados y las colinas!

Por fin se alzaron los bosques y la grajera oscura, de donde unos graznidos estridentes rompieron el silencio de la mañana. Me colmó un extraño júbilo y seguí apresuradamente. Crucé otro campo, atravesé otro camino y allí estaban los muros del patio y las dependencias traseras, la casa aún oculta por la grajera.

«Mi primera vista será de la fachada principal —decidí—, donde destacan las nobles almenas y pueda ver la ventana del cuarto de mi señor. Quizás esté él allí, pues se levanta temprano, o quizás esté paseando en la huerta o sobre el pavimento. ¡Si pudiera verlo, aunque fuese un momento! En ese caso, ¿estaría tan loca como para acercarme corriendo a él? No lo sé; no estoy segura. Y si lo hiciera, ¿qué ocurriría entonces? ¡Dios lo bendiga! ¿Qué ocurriría entonces? ¿A quién haría daño yo si probara una vez más la vida que me inspiraba una mirada suya? Deliro. En este momento puede que esté viendo la salida del sol sobre los Pirineos, o las aguas sin marea del sur».

Había bordeado el muro de la huerta y doblado la esquina, donde había un portillo que daba al prado entre dos columnas coronadas con bolas de piedra. Desde detrás de una columna podía mirar a hurtadillas la fachada de la mansión. Asomé con precaución la cabeza, ansiosa por averiguar si había alguna persiana levantada en los dormitorios. Almenas, ventanas y fachada: todo estaría a la vista desde aquel puesto recóndito.

Quizás me viesen los grajos que volaban en lo alto mientras preparaba mi inspección. Me pregunto qué pensarían. Debieron de pensar que al principio actué con mucho cuidado y timidez, haciéndome poco a poco más atrevida y temeraria. Me asomé, miré fijamente y después salí de mi escondite para adentrarme en el prado, deteniéndome de pronto frente a la gran mansión para contemplarla largo y tendido. «¿Por qué fingiría timidez al principio? —podrían preguntarse—, ¿y por qué demuestra indiferencia ahora?».

Escucha esta explicación, lector.

Un amante encuentra a su amada dormida en un lecho de musgo, y quiere contemplar su bello rostro sin despertarla. Avanza sigiloso por la hierba, cuidando de no hacer ruido. Se para, creyendo que se mueve, y se retira, temeroso de ser visto. Todo está inmóvil; avanza de nuevo, se inclina sobre su rostro cubierto por un fino velo, que levanta, y se inclina más, los ojos anticipándose a la hermosa visión, cálida, lozana, preciosa con el sueño. Su primera mirada es rápida, pero, al fijar la vista, se sobresalta. De repente coge en sus brazos con fuerza la forma que hace un minuto no se atrevía a tocar con el dedo. Grita su nombre, la deja caer y la contempla enloquecido. La agarra, grita y mira, no teme ya despertarla con ningún sonido, con ningún movimiento. ¡Creía que dormía pacíficamente su amada, y la encuentra muerta como una piedra!

 

Yo miré con tímido júbilo una mansión: lo que vi fue una ruina ennegrecida.

No hacía falta esconderse tras una columna ni mirar a hurtadillas las ventanas por si alguien se movía dentro. No hacía falta escuchar por si se abría alguna puerta, ni imaginar pisadas en el pavimento o la gravilla. El césped, todo el jardín estaba devastado, la casa vacía. La fachada era, tal como una vez la viera en sueños, una mera cáscara, alta y frágil, horadada por los huecos de las ventanas sin cristales, sin tejado, sin almenas, sin chimeneas: todo derrumbado.

Estaba envuelta en un silencio de muerte y una soledad total. No era de extrañar que las cartas dirigidas aquí no recibieran respuesta; habría dado lo mismo enviarlas a la cripta de una iglesia. La negrura siniestra de las piedras delataba la causa de la caída de la mansión: un incendio. Pero ¿cómo ocurrió? ¿Qué historia habría tras este desastre? ¿Qué pérdidas causaría, además de la de la argamasa, el mármol y la madera? ¿Se habrían perdido vidas, además de bienes? ¿Y qué vidas? Tremenda pregunta, y nadie había para contestarla, ni una señal muda, ni un signo tácito.

Deambulando por los muros destrozados y el interior despedazado, me convencí de que la calamidad no había sido reciente. Aquel arco vacío, pensé, había sido traspasado por las nieves del invierno, y las ventanas huecas zarandeadas por las lluvias hibernales, porque la primavera había favorecido la vegetación en medio de los húmedos montones de desperdicios, dejando brotes de hierba y maleza aquí y allá entre las piedras y las vigas caídas. ¿Y dónde estaría, mientras tanto, el infortunado dueño de estas ruinas? ¿En qué tierras, bajo qué auspicios? Mi vista se posó involuntariamente en la aguja gris de la iglesia de la entrada, y me pregunté, «¿Estará compartiendo refugio con Damer de Rochester en su angosta cripta de mármol?».

Debía hallar la respuesta a estas preguntas, y no había mejor lugar para buscarla que la posada, adonde regresé poco después. El mismo posadero me llevó el desayuno al salón, y le pedí que cerrase la puerta y se sentase, ya que tenía algunas preguntas que hacerle. Pero cuando consintió, apenas sabía cómo empezar, por el miedo que me inspiraban sus posibles respuestas. Sin embargo, la escena de devastación que acababa de dejar me había preparado en gran medida para oír una historia penosa. El posadero era un hombre de mediana edad de aspecto respetable.

—Conoce usted Thornfield Hall, por supuesto —acerté a decir por fin.

—Sí, señora. Viví allí una temporada.

—¿De veras? —«No en la misma época que yo —pensé—, pues no te conozco».

—Fui el mayordomo del difunto señor Rochester.

¡Difunto! Era como recibir de lleno el golpe que pretendía eludir.

—¿El difunto? —farfullé—. ¿Se ha muerto?

—Me refiero al padre del actual caballero, al padre del señor Edward —explicó. Comencé a respirar de nuevo y la sangre volvió a fluir por mis venas. Totalmente satisfecha por sus palabras de que por lo menos seguía con vida el señor Edward, mi señor Rochester (¡Que Dios lo bendijera, donde quiera que estuviese!), el «actual caballero» (¡felices palabras!), estaba dispuesta a oír el resto, por tremendo que fuera, con relativa serenidad. Ya que no estaba bajo tierra, pensé que podría soportar enterarme de que estaba en las antípodas.

—¿El señor Rochester reside actualmente en Thornfield Hall? —pregunté, aun a sabiendas de la respuesta que iba a recibir, pero queriendo diferir la pregunta directa sobre su paradero.

—¡Oh, no, señora! Allí no vive nadie. Supongo que es usted forastera en esta parte, porque, si no, se habría enterado de lo que ocurrió allí el pasado otoño. Thornfield Hall está totalmente en ruinas. Se quemó en la época de la siega, ¡qué calamidad! Tanta propiedad valiosa completamente destruida, pues apenas salvaron algunos muebles. Estalló el incendio muy entrada la noche y, antes de que llegaran los bomberos de Millcote, toda la casa ardía como una tea. Fue un espectáculo horrendo, que yo mismo presencié.

—¡Entrada la noche! —murmuré, ¡siempre la hora fatídica en Thornfield!—. ¿Se supo cómo se originó? —pregunté.

—Lo supusieron, señora; es más, creo que se comprobó sin ninguna duda. Quizás sepa usted —continuó, acercando un poco más su silla a la mesa y hablando con voz queda— que había una señora, una loca, viviendo en la casa.

—Algo he oído al respecto.

—Se la mantenía bien encerrada, señora. Durante años, la gente no sabía a ciencia cierta si existía realmente. Nadie la había visto, pero había rumores sobre la existencia de tal persona en la casa, aunque era difícil imaginar quién sería. Decían que el señor Edward la había traído del extranjero, y algunos pensaban que había sido su querida. Pero hace un año, ocurrió una cosa extraña, muy extraña.

Temí que me fuera a contar mi propia historia, por lo que intenté hacerlo volver al acontecimiento principal.

—¿Y esta señora?

—¡Esta señora resultó ser la esposa del señor Rochester! Se descubrió de la forma más peculiar. Había una joven, institutriz en la casa, y el señor Rochester se enamoró…

—¿Y el incendio? —sugerí.

—Ya llego, señora… el señor Edward se enamoró de ella. Los criados dicen que nunca han visto a nadie más enamorado que él de ella: la perseguía constantemente. Lo vigilaban, como tienden a hacerlo los criados, señora, y vieron que la quería más que nada, aunque nadie más que él la consideraba guapa. Era muy poca cosa, casi una niña, dicen. Personalmente, nunca la vi, pero he oído hablar de ella a Leah, la doncella, que la apreciaba mucho. El señor Rochester tenía unos cuarenta años, y la institutriz no llegaba a los veinte. Y ¿sabe usted? cuando los caballeros de esta edad se enamoran de una jovencita, están como hechizados, y este se empeñó en casarse con ella.

—Puede usted contarme esta parte de la historia en otra ocasión —dije—; ahora me interesa especialmente saber los detalles del incendio. ¿Sospecharon que la lunática, la señora Rochester, tenía algo que ver?

—Ha dado en el clavo, señora: se sabe que fue ella y nadie más que ella quien lo provocó. Tenía una mujer para cuidarla, que se llamaba la señora Poole, una mujer capacitada, a su manera, y muy de fiar, excepto por un defecto, bastante corriente entre las enfermeras y las matronas: tenía siempre con ella una botella de ginebra, y de vez en cuando tomaba más de la cuenta. Se le puede perdonar, pues era una vida muy dura, pero, así y todo, era peligroso, porque cuando se dormía la señora Poole, repleta de ginebra con agua, la loca, astuta como una bruja, le cogía las llaves del bolsillo, salía de su cuarto, y se ponía a vagar por la casa, haciendo todas las diabluras que le pasaban por la cabeza. Dicen que una vez casi quema vivo a su marido mientras dormía, pero no sé nada de eso. Sin embargo, aquella noche, prendió fuego primero a las tapicerías del cuarto que lindaba con el suyo; después fue al piso de abajo y se dirigió al dormitorio que había sido de la institutriz, como si supiera de alguna forma lo que había ocurrido y le guardara rencor, y prendió fuego a la cama, pero afortunadamente no había nadie durmiendo allí. La institutriz se había escapado dos meses antes, y, por mucho que la buscara el señor Rochester como si fuese la cosa más valiosa que tenía en el mundo, nunca supo una palabra de ella, y se puso furioso, enloquecido de desilusión. Nunca fue un hombre apacible, pero se volvió peligroso después de perderla a ella. Quiso estar a solas, por lo que envió lejos a la señora Fairfax, el ama de llaves, con unos familiares, pero se comportó con liberalidad, asignándole una pensión vitalicia, que esta merecía, por otra parte, pues era muy buena mujer. La señorita Adèle, una pupila suya, fue enviada a la escuela. Cortó sus relaciones con sus amigos acomodados y se encerró en la casa como un ermitaño.

—¡Qué! ¿No se marchó de Inglaterra?

—¿Marcharse de Inglaterra? ¡Válgame Dios, no! No quería cruzar el umbral de la casa, salvo por la noche, cuando paseaba como un fantasma por el jardín y la huerta como si hubiera perdido el juicio, que, en mi opinión, era cierto, porque antes de que la mosquita muerta de la institutriz lo fastidiara, no puede usted imaginarse un caballero más intrépido o de más carácter, señora. No era un hombre al que le diera por la bebida, las cartas o las carreras de caballos, como algunos, y tampoco era muy guapo, pero tenía valor y voluntad propia como pocos. Verá usted, lo conozco desde que era niño y, por mi parte, más de una vez habría deseado que se hubiera hundido en el mar la señorita Eyre antes de venir a Thornfield Hall.

—Entonces, ¿se hallaba en casa el señor Rochester cuando se declaró el incendio?

—Sí, desde luego que sí, y subió al ático en medio del fuego para sacar a los criados de la cama y ayudarlos a bajar, y después subió de nuevo para sacar a su esposa loca de su celda. Y luego le gritaron que ella estaba en el tejado, donde agitaba los brazos sobre las almenas, gritando de manera que se la oía a una milla de distancia: yo la vi y la oí con mis propios ojos. Era una mujer grande con el pelo largo y negro, que vimos ondular contra las llamas. Yo vi, con varios más, cómo subió por la claraboya al tejado el señor Rochester, y lo oímos gritar «¡Bertha!». Lo vimos acercarse a ella y luego ella chilló y pegó un salto y un minuto después quedó aplastada contra el suelo.

—¿Muerta?

—¿Muerta? Sí, tan muerta como las piedras salpicadas con sus sesos y su sangre.

—¡Santo Dios!

—Ya puede usted decirlo, señora; ¡fue espantoso!

Se estremeció.

—¿Y después? —insistí.

—Bien, señora, la casa se quemó hasta los cimientos, y solo quedan unos trozos de pared.

—¿Se perdieron más vidas?

—No, aunque quizás habría sido mejor.

—¿Qué quiere usted decir?

—¡El pobre señor Edward! —exclamó—, nunca pensé ver nada igual. Algunos dicen que se llevó su merecido por mantener en secreto su primer matrimonio y querer casarse con otra mientras vivía su mujer, pero yo lo compadezco, desde luego.

—¿Ha dicho usted que vive? —exclamé.

—Sí, sí, está vivo, pero muchos piensan que estaría mejor muerto.

—¿Por qué? ¿Cómo? —se me helaba la sangre otra vez—. ¿Dónde está? —pregunté—. ¿Está en Inglaterra?

—Sí, está en Inglaterra; ya no puede marcharse de Inglaterra, me figuro, está clavado aquí.

¿Qué sufrimiento era este, que el hombre se empeñaba en prolongar?

—Está ciego como un topo —dijo por fin— sí, ciego como un topo, el señor Edward.

Había temido algo peor. Había temido que se hubiera vuelto loco. Hice acopio de fuerzas para preguntar por la causa de esta desgracia.

—Todo se debe a su valor, y se podría decir a su bondad, en cierta manera, señora. Se negó a abandonar la casa hasta que todos los demás hubieran salido. Al bajar finalmente por la gran escalera, después de tirarse de las almenas la señora Rochester, hubo un gran estruendo y se cayó todo. Lo sacaron de entre las ruinas, vivo pero malherido; había caído una viga, que lo protegió en parte, pero perdió un ojo y tenía una mano tan destrozada que el señor Carter, el cirujano, se vio en la necesidad de amputarla enseguida. Se infectó el otro ojo, y lo perdió también. Ahora está indefenso, ciego y mutilado.

—¿Dónde está? ¿Dónde vive ahora?

—En Ferndean, una casería que tiene en una granja, a unas treinta millas de aquí, un lugar un poco desolado.

—¿Quién está con él?

—El viejo John y su mujer; no quería a nadie más. Está bastante abatido, dicen.

—¿Tiene usted algún tipo de vehículo?

—Tenemos una silla de posta, señora, una silla muy hermosa.

—Que me la preparen enseguida, y si su cochero me puede llevar a Ferndean antes de que oscurezca hoy, les pagaré a ambos el doble del precio que suelen cobrar.