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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Había terminado. Volviéndome la espalda, una vez más

miró el río, miró la colina[59].

Pero esta vez todos sus sentimientos fueron confinados a su corazón, pues yo no era digna de oírlos. Caminando a su lado de vuelta a casa, supe leer en su férreo silencio lo que opinaba de mí: la decepción de una naturaleza austera y despótica, que ha encontrado resistencia donde esperaba encontrar sumisión, la desaprobación de un criterio frío e inflexible, que ha detectado en otra persona sentimientos y opiniones con los que no puede simpatizar. En resumen, como hombre, hubiera querido obligarme a obedecerle y solo como cristiano sincero aguantó con tanta paciencia mi perversidad y me dio un plazo tan largo para reflexionar y arrepentirme.

Aquella noche, después de besar a sus hermanas, decidió olvidarse incluso de darme la mano y salió en silencio de la habitación. A mí, que, aunque no lo amaba, lo quería como amigo, me hirió su omisión, y se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Veo que tú y St. John os habéis peleado, Jane —dijo Diana—, durante vuestro paseo por los pantanos. Ve detrás de él, que se ha quedado rezagado en el pasillo esperándote para hacer las paces.

No soy muy orgullosa en estos casos, y siempre le doy más importancia a la felicidad que a la dignidad, por lo que fui corriendo tras él y lo encontré al pie de la escalera.

—Buenas noches, St. John —dije.

—Buenas noches, Jane —contestó tranquilamente.

—Démonos la mano, pues —añadí.

¡Qué apretón más frío imprimió en mis dedos! Estaba hondamente disgustado por los acontecimientos de aquel día, y ni la cordialidad ni las lágrimas habían de conmoverlo. No iba a haber ninguna reconciliación, ni sonrisa alentadora, ni palabra de ánimo. Mas el cristiano en él se mantuvo aún paciente y plácido y, cuando le pregunté si me perdonaba, respondió que no era su costumbre alimentar el rencor y que no había nada que perdonar, puesto que no lo había ofendido.

Y con esta respuesta, me dejó. Habría preferido que me hubiera derribado de un golpe.

Capítulo IX

No salió para Cambridge al día siguiente como había dicho. Aplazó una semana entera su partida, y durante ese tiempo me mostró el castigo tan severo que es capaz de infligir un hombre bueno, austero, concienzudo e implacable a los que lo han ofendido. Sin una manifestación abierta de hostilidad ni una palabra de reproche, consiguió comunicarme que me había desterrado de su amistad.

Y no es que St. John abrigara un espíritu vengativo poco cristiano, ni tampoco me habría tocado un pelo aunque hubiera estado en su mano hacerlo. Tanto por naturaleza como por principios, era contrario a la mezquina gratificación de la venganza. Me había perdonado por decir que lo despreciaba a él y su amor, pero no había olvidado mis palabras, ni las olvidaría mientras viviéramos los dos. Su mirada, cuando me la dirigía, me indicaba que estaban escritas siempre en el aire que mediaba entre él y yo; cada vez que hablaba yo, mi voz se las recordaba, y su eco condicionaba cada respuesta suya.

No dejó de conversar conmigo, incluso me llamaba como siempre para que me uniera a él en su escritorio, y siento decir que el hombre vil que había dentro de él se recreaba con un placer no compartido por el buen cristiano, que consistía en anular de cada acto y cada frase, con gran habilidad, actuando y hablando aparentemente como siempre, el espíritu de interés y aprobación que antes dotara sus modales y su lenguaje de cierto encanto austero. Para mí, ya no era de carne, sino de mármol; sus ojos eran gemas frías, brillantes y azules; su lengua, un instrumento para hablar… y nada más.

Todo esto suponía para mí una tortura refinada y persistente, que mantenía vivo el lento fuego de la indignación y la mortificación temblorosa de la pena, que me hostigaba y aplastaba. Intuía que, si fuese su esposa, este buen hombre, puro como un manantial profundo y oscuro, no tardaría en matarme sin extraer ni una sola gota de sangre de mis venas ni mancillar su conciencia cristalina con la más mínima mancha criminal. Sentía esto especialmente en mis intentos por apaciguarlo, a los que correspondía con indiferencia a mi ternura. A él no le hacía sufrir nuestro distanciamiento ni buscaba la reconciliación, y, a pesar de las muchas veces que mis lágrimas abundantes rociaban la página sobre la que nos inclinábamos ambos, no le afectaba más que si tuviese realmente el corazón de piedra o de metal. Mientras tanto, para aumentar el contraste, era algo más amable que antes con sus hermanas, como si temiera que su simple frialdad no bastara para convencerme de que estaba totalmente desterrada y proscrita. Estoy segura de que hacía esto por principio, no por malicia.

La noche antes de marcharse de casa, casualmente lo vi pasear por el jardín a la hora del ocaso y, recordando al mirarlo que una vez este hombre, ahora tan ajeno a mí, me salvó la vida y que era pariente próximo, sentí el impulso de intentar por última vez recuperar su amistad. Salí y me acerqué adonde se hallaba apoyado en la cancela y fui directamente al grano:

—St. John, estoy apenada porque aún está enfadado conmigo. Seamos amigos.

—Espero que ya seamos amigos —fue la respuesta impasible, mientras siguió contemplando la salida de la luna, tal como hacía cuando me aproximé.

—No, St. John, no somos amigos como antes, ya lo sabe.

—¿Ah, no? Eso está mal. Yo, por mi parte, no le deseo ningún mal, sino todo lo mejor.

—Le creo, St. John, porque estoy segura de que es incapaz de desearle mal a nadie; pero, como miembro de la familia, me gustaría recibir algo más de afecto en lugar de esa especie de filantropía general que ofrece usted a los simples desconocidos.

—Por supuesto —dijo—; es un deseo razonable, y estoy muy lejos de considerarla una desconocida.

Todo esto, dicho con un tono tranquilo y frío, era bastante humillante y desconcertante. De hacer caso a lo que me indicaban el orgullo y la ira, lo habría dejado plantado allí, pero había dentro de mí algo con más fuerza que estos sentimientos. Reverenciaba de veras el talento y los principios de mi primo, valoraba su amistad y me apenaba mucho perderla, por lo que no quise renunciar a mi intento de reconquistarla.

—¿Debemos separarnos de esta manera, St. John? Cuando se vaya a la India, ¿me dejará así, sin una palabra más amable que hasta ahora?

Se giró para mirarme, dando la espalda a la luna.

—Cuando me vaya a la India, Jane, ¿voy a dejarla atrás? ¿Qué? ¿No viene a la India?

—Dijo que no podía si no me casaba con usted.

—¿Y no se casará conmigo? ¿Se mantiene firme al respecto?

Lector, ¿conoces, como yo, con qué terror las personas frías pueden llenar el hielo de sus preguntas? ¡Cómo se parece su ira a la caída de un alud! ¡Cómo se parece su disgusto a un mar de hielo!

—No, St. John, no me casaré con usted; mantengo mi decisión.

El alud se agitó y se deslizó hacia adelante, pero aún no se cayó.

—¿Por qué se niega otra vez?

—Antes le contesté que porque no me quería, y ahora le digo que porque casi me odia. Si me casara con usted, me mataría. Me está matando ahora.

Sus labios y su rostro se volvieron totalmente blancos.

—¿Que la mataría, que la estoy matando? Esas son palabras que no se deben usar, violentas, inciertas y poco femeninas. Delatan un aciago estado mental y merecen severa censura, serían imperdonables si no fuera el deber del hombre perdonar a sus semejantes hasta setenta y siete veces.

¡Lo había acabado de arreglar! Al intentar borrar de su mente la huella de mi ofensa anterior, había hecho una impresión mucho más honda, con letras de fuego, en esa superficie inmutable.

—Ahora sí que va a odiarme —dije—. Es inútil intentar hacer las paces; ya veo que lo he convertido en enemigo eterno.

Estas palabras le infligieron otra herida, más dolorosa por rozar la verdad. Los labios exangües se estremecieron con un espasmo momentáneo. Me di cuenta de la ira acerada que había provocado y me sentí afligida.

—Interpreta mal mis palabras —dije, cogiéndole la mano—; no quiero hacerle daño, desde luego que no.

Sonrió con gran amargura y retiró su mano de la mía.

—Y supongo que ahora romperá su promesa, y no irá a la India después de todo —dijo, después de una larga pausa.

—Sí iré, como ayudante suya —contesté.

Siguió un silencio larguísimo. No sé qué lucha se libró dentro de él entre la Naturaleza y la Gracia, pero centellearon extrañas luces en sus ojos y pasaron extrañas sombras por su cara.

—Ya le he demostrado lo absurdo que sería que una mujer soltera de su edad se propusiera acompañar al extranjero a un hombre soltero de la mía, y se lo demostré con unos términos que, pensé, evitarían que volviese a mencionar tal propuesta. Siento, por usted, que lo haya hecho.

Le interrumpí, pues notar un reproche me colmaba de valor al instante.

—Hable con sentido común, St. John; lo que dice raya en lo absurdo. Pretende escandalizarse por lo que he dicho. No está realmente escandalizado porque, con su inteligencia superior, no puede ser ni tan torpe ni tan creído como para interpretar mal mis palabras. Lo vuelvo a decir: seré su vicario, pero nunca su esposa.

Otra vez se puso lívido, y otra vez controló perfectamente su pasión. Respondió enfática aunque serenamente:

—Un vicario femenino que no fuera mi esposa no me serviría. Parece ser entonces que no puede ir conmigo, pero si su ofrecimiento es sincero, hablaré con un misionero casado, cuya esposa necesita una colaboradora. Por su fortuna propia, será independiente de la ayuda de la Sociedad, de modo que aún se salvará del deshonor de romper su promesa y dejar la tropa con la que se comprometió a alistarse.

 

Ahora bien, como sabe el lector, yo nunca hice una promesa formal ni me comprometí a nada, por lo que sus palabras eran demasiado duras y despóticas para la ocasión. Respondí:

—No existe tal deshonor, ni incumplimiento de promesa ni deserción. No tengo ninguna obligación de ir a la India, y menos con extraños. Con usted, me hubiese atrevido, porque lo admiro, confío en usted y lo amo como una hermana, pero estoy convencida de que, fuera cuando y con quien fuese, no duraría mucho tiempo en aquel clima.

—Tiene miedo por usted misma —dijo, frunciendo el labio.

—Lo tengo. Dios no me ha dado la vida para que me desprenda de ella, y hacer lo que usted pretende, empiezo a creer, sería casi lo mismo que suicidarme. Además, antes de decidirme a dejar Inglaterra definitivamente, he de saber si no seré más útil quedándome aquí que marchándome.

—¿Qué quiere decir?

—Sería inútil intentar explicarme, pero hay una cuestión sobre la que hace tiempo albergo dudas dolorosas, y no puedo marcharme hasta que se disipen estas dudas de alguna forma.

—Sé dónde tiene el corazón y a qué se aferra. El interés que profesa es licencioso e inmoral y hace tiempo que debió reprimirlo, así que debería darle vergüenza aludir a él. ¿Piensa en el señor Rochester?

Era verdad y mi silencio lo confirmó.

—¿Va a buscar al señor Rochester?

—Debo averiguar lo que ha sido de él.

—Entonces solo me queda —dijo— recordarla en mis oraciones y pedirle a Dios con toda diligencia que no permita que se convierta en náufraga. Me pareció reconocerla como una de los elegidos, pero Dios ve las cosas de manera diferente de los hombres, y se hará su voluntad.

Abrió la cancela, salió y se fue paseando por el valle. Pronto lo perdí de vista.

Al entrar de nuevo en la sala, encontré a Diana de pie en la ventana con aspecto muy pensativo. Diana era mucho más alta que yo: puso la mano en mi hombro y, agachándose, me escudriñó el rostro.

—Jane —dijo—, últimamente estás siempre agitada y pálida. Estoy segura de que ocurre algo; dime qué asuntos tenéis entre manos St. John y tú. Hace media hora que os observo por la ventana; debes perdonarme por espiaros, pero hace tiempo que me imagino no sé qué cosas. St. John es un ser extraño…

Hizo una pausa, yo no dije nada, y poco después prosiguió:

—Este hermano mío tiene algunas ideas extrañas sobre ti; hace tiempo que te dispensa un interés que jamás ha mostrado hacia otra persona, pero ¿con qué fin? ¡Ojalá te amara! ¿Es así, Jane?

Puse su fresca mano sobre mi frente ardiente:

—No, Die, nada en absoluto.

—Entonces, ¿por qué te sigue tanto con los ojos, siempre está a solas contigo y te mantiene tanto tiempo a su lado? Mary y yo hemos llegado a la conclusión de que quiere que te cases con él.

—Es verdad, me ha pedido que sea su esposa.

Diana batió las palmas.

—¡Es exactamente lo que esperábamos! Y te casarás con él, ¿verdad, Jane? ¿Y él se quedará en Inglaterra?

—Nada más lejos de la realidad, Diana: su único propósito al proponerme matrimonio es conseguir una colaboradora para sus labores de la India.

—¡Qué! ¿Pretende que vayas a la India?

—Sí.

—¡Es una locura! —exclamó—. No sobrevivirías ni tres meses allí, estoy segura. No irás. ¿No habrás dicho que sí, Jane?

—Me he negado a casarme con él…

—¿Y por lo tanto le has disgustado? —sugirió.

—Profundamente. Me temo que nunca me perdonará; sin embargo, me he ofrecido a acompañarlo como hermana.

—Eso ha sido una insensatez, Jane. Piensa en la tarea a la que te comprometías, con fatigas incesantes, fatigas que matan incluso a los más fuertes, y tú eres débil. Conoces a St. John, y sabes que te instaría a hacer lo imposible, no habría reposo durante las horas de más calor y, por desgracia, he observado que lo que él exige, tú te obligas a cumplirlo. Me asombra que tuvieras el valor de negarte a casarte con él. ¿No lo quieres, pues, Jane?

—No como esposo.

—Sin embargo, es un hombre guapo.

—Y yo soy tan fea, Die, que no haríamos buena pareja.

—¿Tú, fea? ¡En absoluto! Eres demasiado bonita y demasiado buena para asarte viva en Calcuta —y volvió a recomendarme que olvidara la idea de irme con su hermano.

—Debo hacerlo, desde luego —dije—, porque cuando he reiterado hace un rato mi ofrecimiento de servirle de diácono, se ha mostrado escandalizado por mi falta de pudor. Parece creer que he cometido una impropiedad al proponer acompañarlo sin estar casados, como si desde el primer momento no hubiese esperado encontrar en él a un hermano y no lo considerase siempre como tal.

—¿Qué te hace pensar que no te ama, Jane?

—Tendrías que oírle hablar sobre el tema. Ha dicho una y otra vez que no es para sí mismo, sino para su ministerio, que quiere desposarse. Me ha dicho que estoy hecha para el trabajo, no para el amor, y sin duda tiene razón. Pero, en mi opinión, si no estoy hecha para el amor, tampoco estoy hecha para el matrimonio. ¿No sería raro, Die, encadenarte de por vida a un hombre que solo te considerase una herramienta útil?

—¡Insoportable, antinatural e impensable!

—Además —proseguí—, aunque de momento solo siento por él un cariño fraternal, si me obligara a ser su esposa, imagino que me sería posible concebir por él una extraña especie de amor inevitable y atormentador, porque tiene mucho talento y a menudo se llenan su aspecto, su comportamiento y su conversación de cierta grandeza heroica. En tal caso, ¡qué suerte tan desdichada sería la mía! Él no querría que lo amase y, si se lo mostrara, sé que me haría ver que era un sentimiento superfluo que él no buscaba y que a mí no me favorecía.

—Y sin embargo, St. John es un buen hombre, Jane.

—Es un buen hombre y un gran hombre, pero olvida sin piedad los sentimientos y las necesidades de las personas anodinas al perseguir sus propios fines elevados. Por lo tanto, es mejor que los insignificantes nos mantengamos fuera de su camino por si, al avanzar, nos pisotea. ¡Aquí viene! Te dejo, Diana. —Y, al verlo entrar al jardín, subí apresurada al piso de arriba.

Pero tuve que verlo de nuevo en la cena, durante la cual parecía estar tan sereno como de costumbre. Pensé que apenas me dirigiría la palabra y que habría olvidado los planes matrimoniales, pero me equivocaba en ambos puntos. Habló conmigo de manera normal o, mejor dicho, de la manera en la que últimamente me hablaba, con una cortesía escrupulosa. Sin duda había invocado al Espíritu Santo para reprimir la ira que yo había despertado en él y ahora creía que me había perdonado una vez más.

Para la lectura de las oraciones vespertinas, eligió el capítulo veintiuno del Apocalipsis. Siempre era agradable oír de sus labios las palabras de la Biblia; su voz nunca parecía tan dulce y plena, su porte nunca se veía tan impresionante por su noble sencillez como cuando recitaba los oráculos divinos, y aquella noche, rodeado de todos los miembros de su casa, su voz adoptó un tono más solemne y su porte una importancia mayor (casi no hacía falta la luz de la vela, pues la luna de mayo brillaba a través de la ventana sin cortinas). Estuvo ahí sentado, inclinado sobre la vieja Biblia, describiendo la visión del nuevo cielo y la nueva tierra, y diciendo que Dios vendría a vivir con los hombres y que les enjugaría las lágrimas de los ojos, y prometió que ya no habría más muerte ni penas ni llanto ni dolor, porque las cosas de antes habían desaparecido.

Las siguientes palabras me emocionaron de forma extraña cuando las pronunció, especialmente porque pensé, por un cambio ligero e indescriptible de tono, que posaba su vista sobre mí.

—«El vencedor heredará estas cosas y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Pero —leyó lenta y deliberadamente— los cobardes, los incrédulos, etc. tendrán su herencia en el estanque ardiente de fuego y de azufre: esta es la segunda muerte».

A partir de ese momento, supe la suerte que St. John temía para mí.

Su declamación de los últimos versículos de ese capítulo estuvo marcada por un triunfo tranquilo y cauto, mezclado con un ansia vehemente. Él creía que su nombre estaba ya escrito en el libro del Cordero y anhelaba la hora en que sería admitido a la ciudad adonde llevan su gloria y su honor los reyes de la tierra, que no necesita del sol ni de la luna para iluminarla porque la alumbra la gloria de Dios, cuya luz es el Cordero.

En la oración que siguió a este capítulo, se concentró toda su energía y se despertó todo su celo austero: se hallaba realmente luchando con Dios y empeñado en ganar. Pidió fortaleza para los débiles de corazón, gobierno para los descarriados, contrición de última hora para los que habían dejado el camino de la rectitud por las tentaciones del mundo y de la carne. Pedía, instaba, reclamaba la dádiva de «un tizón salvado de un incendio»[60]. El ansia siempre es solemne y, al principio de escuchar su oración, me maravilló la suya; después, cuando siguió y se acentuó, me conmovió y, finalmente, me impresionó. Sentía con tanta sinceridad la grandeza y la bondad de su misión que los que lo oíamos orar por ella no podíamos menos que compartir su sentimiento.

Después de las oraciones, nos despedimos de él, ya que se marchaba a primera hora de la mañana. Diana y Mary lo besaron y salieron de la habitación, obedeciendo, según creo, unas indicaciones susurradas por él. Yo le tendí la mano y le deseé un feliz viaje.

—Gracias, Jane. Como ya he dicho, volveré de Cambridge dentro de quince días, así que le queda ese tiempo para la reflexión. Si hiciera caso del orgullo humano, no volvería a hablar de su matrimonio conmigo, pero hago caso del deber y no pierdo de vista mi objetivo principal, que es hacer todas las cosas por la gloria de Dios. Mi Señor fue paciente, y yo lo seré también. No puedo abandonarla a la perdición por un acceso de cólera: arrepiéntase, que aún está a tiempo. Acuérdese de que se nos manda trabajar mientras es de día porque se nos advierte que viene la noche cuando nadie puede obrar. Acuérdese de la suerte de Dives[61], que disfrutó de las cosas buenas en esta vida. ¡Que Dios le dé fuerzas para escoger la parte mejor, que no se le quitará!

Me puso la mano en la cabeza mientras decía estas últimas palabras. Había hablado con entusiasmo y docilidad; su mirada no era la de un amante que mira a su amada, sino la de un pastor que llama a sus ovejas descarriadas, o mejor, de un ángel de la guarda que vigila el alma que está bajo su cuidado. Todos los hombres de talento, tengan o no tengan sentimientos, sean fanáticos, aspirantes o déspotas, siempre que sean sinceros, tienen su momento sublime, en el que subyugan y dominan. Yo sentí veneración por St. John, una veneración tan fuerte que su ímpetu me llevó directamente al punto que había rehuido durante tanto tiempo. Me sentí tentada a dejar de luchar con él y deslizarme por el torrente de su voluntad hasta el golfo de su existencia, perdiendo la mía. Me sentí casi tan acosada por él ahora como lo fui por otro en otra ocasión y de otra manera. Fui tonta en ambas ocasiones. Ceder entonces habría sido un error de principio, ceder ahora sería un error de juicio. Así lo veo ahora, mirando hacia atrás en el tiempo. En aquel momento, no era consciente de cometer una locura.

Me quedé inmóvil bajo la mano de mi hierofante. Olvidé mis negativas, vencí mis temores, frené mis luchas. Lo Imposible, es decir, mi matrimonio con St. John, se estaba convirtiendo rápidamente en lo Posible. Todo estaba cambiando totalmente, de un solo golpe. La Religión me reclamaba, los Ángeles me llamaban, Dios me invocaba; la vida se enrollaba como un pergamino, se abrían las puertas de la muerte, para revelar la eternidad al otro lado. Me parecía que, para procurar la seguridad y el éxtasis de allí, se podría sacrificar todo lo de aquí en un segundo. La habitación oscura se había llenado de visiones.

—¿Puede decidir ahora? —preguntó el misionero, con un tono tierno, y me estrechó, también tiernamente, en sus brazos. ¡Oh, esa ternura, más poderosa que la fuerza! Podía resistirme a la cólera de St. John, pero su amabilidad me volvía doblegable como un junco. Sin embargo, era consciente de que, si cedía ahora, algún día él me haría arrepentirme de mi rebeldía anterior. Una hora de rezos solemnes no cambió su naturaleza, solo la exaltó.

 

—Decidiría si no tuviese dudas —contesté—, si estuviera convencida de que es la voluntad de Dios que me case con usted, lo prometería ahora mismo, pasara lo que pasara después.

—¡Mis oraciones han sido oídas! —exclamó St. John. Apoyó con más firmeza la mano en mi cabeza, como reclamándome, me rodeó con el brazo, casi como si me quisiera (digo casi, pues conocía la diferencia, habiendo sentido lo que era ser amada; pero, al igual que él, había olvidado ya el amor y solo pensaba en el deber). Luché con las tinieblas de mi discernimiento interior, ensombrecido por las nubes. Anhelaba sincera y fervientemente hacer lo correcto y nada más. «¡Muéstrame el camino!» supliqué al cielo. Nunca antes me había sentido tan emocionada, y si lo que ocurrió después fue consecuencia de esa emoción o no, que lo decida el lector.

La casa estaba silenciosa, ya que todos se habían retirado a descansar excepto St. John y yo. La única vela se agotaba y la luz de la luna alumbraba el cuarto. Mi corazón latía deprisa y podía oír sus latidos. De repente se paró por una sensación indescriptible que lo conmovió, haciéndome estremecer luego la cabeza y las extremidades. La sensación no era como una sacudida eléctrica, pero era igualmente aguda, extraña y alarmante. Actuó sobre mis sentidos como si su mayor actividad hasta ese momento hubiera sido un simple adormecimiento del que ahora debían despertar y salir. Se levantaron expectantes, los ojos y los oídos alerta, la carne vibrante hasta la médula.

—¿Qué es lo que ha oído? ¿Qué es lo que ve? —preguntó St. John. No veía nada, pero había oído gritar una voz en algún lugar:

«¡Jane, Jane, Jane!» y nada más.

—¡Dios mío! ¿Qué es? —pregunté jadeante.

Habría dado lo mismo preguntar «¿dónde está?», porque no parecía proceder de la habitación, la casa o el jardín; no procedía del aire, ni de bajo tierra ni del cielo. ¡Lo había oído, pero nunca sabría de dónde procedió! Fue la voz de un ser humano, una voz recordada, familiar y amada, la de Edward Fairfax Rochester, que habló con dolor y pena, enloquecida, pavorosa y urgente.

—¡Voy! —grité—. ¡Espérame, que ya voy! —corrí a la puerta y busqué en el pasillo, pero estaba a oscuras. Corrí al jardín, pero estaba vacío.

—¿Dónde estás? —exclamé.

De las colinas del otro lado de Marsh Glen llegó la débil respuesta: «¡Dónde estás!». Escuché el viento suspirar suavemente entre los abetos; el único otro sonido era el silencio de medianoche de los páramos solitarios.

—¡Fuera superstición! —grité, al ver alzarse su espectro negro junto al tejo negro de la entrada—. Esto no ha sido un engaño ni un hechizo tuyo, sino obra de la naturaleza, que ha despertado para hacer no un milagro, sino lo mejor que ha podido.

Me aparté de St. John, que me había seguido para detenerme. Ahora me tocaba a dominar; mis poderes estaban en juego con toda su fuerza. Le dije que se abstuviera de hacer preguntas o comentarios, le pedí que me dejara, ya que quería y debía estar sola. Cuando se da una orden con suficiente energía, nunca dejan de obedecerla. Subí a mi cuarto, me encerré, me hinqué de rodillas y recé a mi manera, una manera distinta de la de St. John, pero igualmente eficaz. Me pareció detectar muy cerca un Espíritu Poderoso, a cuyos pies depositó mi alma su gratitud. Me levanté tras esta acción de gracias, tomé una resolución y me tumbé en la cama, iluminada y sin miedo, deseosa de que llegara el día.