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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Una tarde, sin embargo, conseguí permiso para quedarme en casa, porque estaba realmente resfriada, por lo que sus hermanas se marcharon a Morton en mi lugar. Yo estaba sentada leyendo a Schiller y él estaba ocupado descifrando sus complicados pergaminos orientales. Al dejar la traducción para hacer un ejercicio, miré casualmente en su dirección para darme cuenta de que me observaba con sus siempre vigilantes ojos azules. No sé cuánto tiempo llevaría escudriñándome, pero era una mirada tan aguda y a la vez tan fría que me entró un escalofrío supersticioso, como si compartiera la habitación con un ser sobrenatural.

—Jane, ¿qué hace?

—Estudio alemán.

—Quiero que deje el alemán y aprenda el indostaní.

—No hablará en serio.

—Tan en serio que insisto en ello, y le diré por qué.

Me explicó que el indostaní era el idioma que estudiaba él mismo en esos momentos y que, al hacer progresos, tendía a olvidar los principios, y que le ayudaría enormemente tener a una alumna con quien poder repasar lo básico, para fijarlo indeleblemente en su mente; dijo que durante algún tiempo no se decidía entre yo y sus hermanas, pero que me había elegido a mí por creer que era la que más tiempo resistía haciendo una misma actividad. Preguntó si le haría este favor, y dijo que no me tendría que sacrificar durante mucho tiempo porque faltaban solo tres meses para su partida.

St. John no era un hombre a quien se podía negar algo a la ligera, pues daba la sensación de que todas las impresiones buenas o malas se le quedaban grabadas permanentemente. Cuando regresaron Diana y Mary y aquella vio que su alumna la había abandonado a ella por su hermano, se rio, y ambas estuvieron de acuerdo en que a ellas nunca las hubiera persuadido St. John a dar semejante paso. Contestó este con voz baja:

—Lo sabía.

Resultó ser un maestro muy paciente e indulgente pero también muy exigente. Esperaba mucho de mí y, cuando satisfacía sus expectativas, expresaba plenamente su aprobación a su manera. Poco a poco fue adquiriendo sobre mí una influencia que me privaba de la libertad de pensamiento; sus alabanzas me sujetaban más que su indiferencia. Ya no era capaz de hablar o reír libremente cuando se hallaba cerca, porque un instinto molesto e inoportuno me recordaba que le disgustaba la vivacidad (por lo menos en mi caso). Era consciente de que solo aceptaba un humor y unas ocupaciones serias y de que era inútil intentar seguir cualquier otro tipo de actividad en su presencia. Caí bajo un hechizo paralizador. Cuando él decía «vaya», yo iba; cuando decía «venga», venía; cuando decía «haga eso», lo hacía. Pero no me gustaba esta servidumbre. Muchas veces deseé que hubiera seguido ignorándome.

Una noche a la hora de acostarnos, cuando sus hermanas y yo nos acercamos a él para darle las buenas noches, las besó a ellas y a mí me dio la mano, como era su costumbre. Diana, que estaba de humor juguetón (porque ella no estaba bajo el control doloroso de su voluntad, ya que la suya era igualmente férrea), exclamó:

—St. John, solías llamar a Jane tu tercera hermana, pero no la tratas como a tal. Deberías besarla también a ella.

Y me empujó hacia él. Me pareció muy provocadora Diana, y me sentí confusa e incómoda, y mientras me hallaba presa de estos sentimientos, St. John agachó la cabeza, puso su rostro de estatua griega a un nivel con el mío, me interrogó con ojos penetrantes y me besó. No existen besos de mármol ni besos de hielo; de lo contrario, diría que el beso de mi eclesiástico primo pertenecía a una de estas categorías. Pero puede que existan besos experimentales, y este era uno de ellos. Después de darlo, me contempló para ver el resultado, que fue poco notable. Estoy segura de que no me ruboricé, pero quizás palideciera un poco, porque aquel beso me pareció un sello para fijar mis grilletes. Después nunca abandonó esta ceremonia, y parecía encontrarle cierto encanto, gracias a la seriedad e inmovilidad con las que yo la sufría.

Yo, por mi parte, cada día tenía más deseos de agradarlo, pero, para conseguirlo, debía renunciar a la mitad de mi naturaleza, ahogar la mitad de mis facultades, arrancar mis gustos de sus tendencias naturales y obligarme a realizar actividades por las que no sentía ninguna inclinación natural. Pretendía elevarme a unas alturas que jamás podría alcanzar y me atormentaba constantemente querer aspirar al nivel que él señalaba. Era tan imposible como intentar moldear mis facciones irregulares según su modelo clásico perfecto, o teñir mis ojos verdes del azul de mar lustroso y solemne de los suyos.

Sin embargo, no solo su dominio me esclavizaba en esos momentos. Últimamente me era muy fácil poner cara triste, pues un mal corrosivo me llenaba el corazón y me privaba de la felicidad en su misma fuente: el mal de la ansiedad.

Quizás creas, lector, que me había olvidado del señor Rochester entre tantos cambios de lugar y de fortuna. Ni por un momento. Su recuerdo estaba aún conmigo, pues no era un vapor que el sol pudiera dispersar ni una efigie de arena que las tormentas pudieran borrar, sino un nombre grabado en una lápida, destinada a durar tanto tiempo como el mármol donde estaba escrito. El ansia de saber lo que había sido de él me seguía a todas partes. Cuando estaba en Morton, cada tarde entraba en mi casa para pensar en él, y ahora, en Moor House, cada noche acudía a mi dormitorio para reflexionar sobre él.

En el transcurso de mi correspondencia forzosa sobre el asunto del testamento con el señor Briggs, le había preguntado si sabía algo del paradero actual y el estado de salud del señor Rochester, pero, tal como había supuesto St. John, ignoraba todo lo referente a él. Después escribí a la señora Fairfax, pidiéndole informes sobre el particular. Había contado con que este paso daría frutos, y estaba convencida de recibir una respuesta puntual. Me sorprendió mucho que pasaran quince días sin que recibiera ninguna contestación, pero después de transcurrir dos meses y ver que día tras día llegaba el correo sin traerme nada, caí presa de una gran ansiedad.

Volví a escribir, por si la primera carta se había perdido. Siguieron nuevas esperanzas a este nuevo intento, intensas durante algunas semanas, pero después se desvanecieron como la primera vez, al no recibir ni una línea. Cuando pasó medio año de decepción, se extinguió totalmente la esperanza y me sentí muy pesimista.

Llegó una espléndida primavera, que yo era incapaz de disfrutar, y se acercaba el verano. Diana procuraba animarme, y quería acompañarme a la costa, pues decía que tenía mal aspecto. St. John se opuso a este plan, diciendo que no necesitaba diversiones sino ocupaciones, que mi vida actual carecía de objetivos y que me hacía falta tener un propósito. Además, supongo que para suplir estas deficiencias, aumentó las lecciones de indostaní y se hizo más exigente en su cumplimiento, y yo, tonta de mí, no pensé en hacerle frente, ni era capaz de oponerme a él.

Un día me puse a estudiar con menos entusiasmo que de costumbre, con un desánimo provocado por una desilusión intensa. Por la mañana, Hannah me había dicho que había una carta para mí y, cuando fui a recogerla, casi segura de que contendría las noticias tanto tiempo anheladas, encontré solo una nota sin importancia del señor Briggs sobre asuntos económicos. El desengaño me arrancó algunas lágrimas, y mientras estudiaba las letras enmarañadas y los tropos rimbombantes de un escriba indio, se me saltaron otra vez.

Me llamó St. John junto a él para leer y, al intentar hacerlo, se me quebró la voz y las palabras se ahogaron en sollozos. Él y yo éramos los únicos ocupantes del salón; Diana tocaba música en la sala y Mary trabajaba en el jardín, pues era un día magnífico de mayo, despejado, soleado y con una brisa agradable. Mi compañero no delató sorpresa por mi emoción, ni me preguntó por su causa, sino que dijo simplemente:

—Esperaremos unos minutos, Jane, hasta que se sosiegue.

Y mientras reprimí lo más deprisa que pude mi arrebato, él se quedó tranquilo, apoyado en la mesa con el aspecto de un médico que vigila con interés científico una crisis esperada y comprensible de la enfermedad de su paciente. Habiendo ahogado mis sollozos, enjugado mis lágrimas y farfullado unas insinuaciones sobre no encontrarme muy bien esa mañana, reanudé mi tarea y conseguí acabarla. St. John guardó mis libros y los suyos, cerró su cajón y dijo:

—Ahora, Jane, dará usted un paseo conmigo.

—Llamaré a Diana y a Mary.

—No, solo quiero a una acompañante esta mañana y ha de ser usted. Abríguese, salga por la puerta de la cocina y vaya por el camino hacia Marsh Glen; yo me reuniré con usted enseguida.

No conozco, y nunca he conocido, un término medio en mi trato con las personas de personalidad categórica y dura, opuesta a la mía, entre la sumisión total y la rebeldía audaz. Siempre he observado fielmente la primera hasta el momento de estallar, algunas veces con una fuerza volcánica, en la segunda. Y como las circunstancias actuales no justificaban la rebeldía ni mi talante me impulsaba a ella, obedecí al pie de la letra las instrucciones de St. John, y, diez minutos más tarde, me encontraba caminando por la tosca rodada del valle a su lado.

Soplaba una brisa del oeste, que venía por encima de las colinas trayendo aromas de brezo y juncos; el cielo era de un azul inmaculado; el regato que bajaba por el barranco, henchido por las lluvias primaverales, fluía lleno y cristalino, reflejando los destellos dorados del sol y los tintes zafirinos del cielo. Al avanzar, salimos de la rodada y anduvimos sobre la suave turba cubierta de musgo de color verde esmeralda, moteada de unas florecillas minúsculas y rutilante con unos pimpollos amarillos en forma de estrella. Las montañas nos rodeaban por todas partes, pues las vueltas del valle se adentraban hasta su mismo corazón.

 

—Descansemos aquí —dijo St. John, cuando alcanzamos las primeras rocas dispersas de un batallón que custodiaba una especie de desfiladero, al otro lado del cual caía en cascada un riachuelo. Un poco más allá, la montaña se había desprendido de la hierba y de las flores y se adornaba solo de brezo, tenía las rocas como sus únicas joyas, pasando de lo silvestre a lo salvaje, de la frescura a la bravura, en un lugar que custodiaba la débil esperanza de la soledad y el último refugio del silencio.

Tomé asiento, y St. John se quedó de pie a mi lado. Miró el desfiladero y el valle, dejó vagar la vista sobre el regato y contempló el cielo despejado que se reflejaba en él. Se quitó el sombrero, permitiendo que la brisa le revolviera el cabello y le acariciara la frente. Dio la impresión de comunicarse con el genio del lugar y de despedirse de alguna cosa.

—Lo volveré a ver —dijo en voz alta—, en mis sueños, cuando duerma en las orillas del Ganges y otra vez, más adelante, cuando me embargue un sueño más profundo, en las orillas de un río más oscuro.

¡Palabras extrañas para un amor extraño! ¡La pasión por su país de un austero patriota! Se sentó. Durante media hora no hablamos ninguno de los dos, y, después de ese intervalo, comenzó de nuevo:

—Jane, me marcho dentro de seis semanas; he reservado un camarote en un barco de la Compañía de las Indias Orientales, que zarpa el día veinte de junio.

—Dios lo protegerá, ya que va a hacer su obra —contesté.

—Sí —dijo—, esa es mi gloria y mi bienaventuranza. Soy el criado de un amo infalible. No me voy bajo la guía de un ser humano, sujeto a las leyes imperfectas y el control incierto de un débil gusano como yo mismo; mi rey, mi legislador, mi capitán es el Todopoderoso. Me sorprende que todos los que me rodean no ardan en deseos de alistarse bajo la misma bandera, de unirse a la misma empresa.

—No todos tenemos su fortaleza. Sería absurdo que los débiles pretendiesen marchar al lado de los fuertes.

—No hablo con los débiles, ni pienso en ellos. Hablo solo con los que son dignos de esta obra y competentes para realizarla.

—Son muy pocos y difíciles de encontrar.

—Tiene razón, pero cuando se encuentran, lo correcto es inflamarlos, instarlos a que se esfuercen, mostrarles cuáles son sus propios dones y para qué se les han dado, decirles al oído el mensaje divino y ofrecerles, en nombre de Dios, un lugar entre las filas de los elegidos.

—Si están realmente cualificados para la tarea, ¿no se lo comunicaría en primer lugar su propio corazón?

Sentí que se formaba y me envolvía un terrible hechizo, y temblé esperando oír la palabra fatal que plasmara el sortilegio y me cautivara.

—¿Y qué le dice a usted su corazón? —preguntó St. John.

—Mi corazón calla, mi corazón calla —contesté, estremecida.

—Entonces debo hablar por él —continuó la voz grave e implacable—. Jane, venga conmigo a la India, como compañera y colaboradora.

¡Dieron vueltas el valle y el cielo, giraron las colinas! Era como si hubiera oído una llamada del cielo, como si un mensajero visionario, como el de Macedonia, hubiera dicho, «¡Ven a ayudarnos!»[58]. Mas yo no era un apóstol, no podía mirar al mensajero ni recibir su llamada.

—¡Oh, St. John! —grité— ¡tenga piedad!

Apelaba a una persona que, en el desempeño de lo que consideraba su deber, no conocía ni la piedad ni la misericordia. Prosiguió:

—Dios y la naturaleza la han hecho para ser la esposa de un misionero. No le han dotado de talentos personales, sino mentales. Está hecha para el trabajo, no para el amor. Y la esposa de un misionero usted ha de ser: la mía. La reclamo, no para mi propio placer, sino para servir a mi Soberano.

—No soy apta para ello: no tengo vocación.

Él había contado con estos primeros reparos, y no lo irritaron. De hecho, al verlo apoyarse contra la roca que tenía detrás, cruzar los brazos y endurecer el semblante, me di cuenta de que estaba preparado para enfrentarse a una oposición larga y ardua, y de que se había armado de paciencia para luchar hasta el fin, un fin que sería, por supuesto, una victoria para él.

—La humildad, Jane —dijo—, es la base de las virtudes cristianas. Dice bien que no es apta para el trabajo. ¿Pero quién lo es? O, mejor dicho, ¿quién, con verdadera vocación, se cree digno de la llamada? Yo, por ejemplo, no soy más que polvo y cenizas. Como San Pablo, me reconozco como el mayor de los pecadores, pero no permito que este sentido de bajeza personal me desanime. Conozco a mi Señor, sé que es justo además de poderoso, y aunque ha elegido un débil instrumento para realizar una gran labor, del infinito depósito de su providencia sacará los medios necesarios para cumplir su fin. Piense como yo, Jane, confíe como yo. Le pido que se apoye en la Roca de los Tiempos, y no dude de que soportará el peso de su debilidad humana.

—No entiendo la vida del misionero y nunca he estudiado las tareas de las misiones.

—En ese punto, yo, insignificante como soy, puedo ofrecerle todo el apoyo que desee, le puedo dirigir el trabajo de hora en hora, respaldarle siempre y ayudarle en todo momento. Haría esto al principio, pero no tardaría mucho, conozco sus dotes, en ser tan fuerte y eficiente como yo mismo y no necesitaría mi ayuda.

—Pero ¿qué dotes tengo yo para semejante empresa? Yo no los siento. Cuando usted habla, no despierta ni invoca nada dentro de mí. No soy consciente de que se encienda una luz, nazca un sentimiento ni me aconseje una voz. ¡Ojalá pudiera hacerle ver cómo se asemeja mi mente en este momento a una mazmorra oscura, con un temor sutil encadenado en sus profundidades: el temor de que consiga persuadirme de que intente hacer lo que me es imposible cumplir!

—Tengo una respuesta para usted: escúchela. La vigilo desde que nos conocimos, la estudio desde hace diez meses, le he puesto diversas pruebas durante este periodo, y ¿qué resultados he observado? En la escuela de la aldea, vi que era capaz de llevar a cabo correcta y puntualmente un trabajo antipático para sus costumbres y gustos. La vi llevarlo a cabo con eficacia y tacto, pues conquistaba mientras controlaba. En su serenidad en el momento de saber que era rica de repente, vi una mente libre del vicio de Demas: la riqueza no tenía ningún poder sobre usted. En la presteza resuelta con que dividió en cuatro partes su fortuna, quedándose solo una y renunciando a las otras tres en nombre de una justicia abstracta, reconocí un alma que disfrutaba con la llama y la emoción del sacrificio. En la docilidad con la que, a instancias mías, abandonó los estudios que le interesaban para adoptar otros porque yo se lo pedía, en la tenacidad con la que ha perseverado en ellos, en la energía incansable y el talante constante que ha invertido en vencer sus dificultades, reconozco el complemento de las cualidades que busco. Jane, es usted dócil, diligente, desprendida, fiel, constante y valiente, muy dulce y muy heroica; deje de desconfiar de usted misma, yo confío en usted sin reservas. Como directora de una escuela india y colaboradora mía entre las mujeres indias, su ayuda me sería inestimable.

Se ciñó alrededor de mí la mortaja de hierro: la persuasión avanzaba con paso lento y seguro. Por mucho que cerrase los ojos, sus últimas palabras consiguieron despejar un camino que antes me pareciera bloqueado. Mi trabajo, que había parecido tan impreciso y difuso, se condensó mientras hablaba y fue tomando forma bajo sus manos. Esperaba una respuesta. Pedí un cuarto de hora para pensar antes de atreverme a contestarle.

—Con mucho gusto —respondió y, levantándose, se alejó un poco por el desfiladero, se tumbó sobre un lecho de brezo y se quedó quieto.

«Puedo hacer lo que él quiere, he de reconocerlo —medité—, es decir, si sigo con vida. Pero tengo la impresión de que la mía duraría poco bajo el sol de la India, y entonces, ¿qué? A él no le importaría; cuando llegara el momento, me abandonaría, con toda serenidad y santidad, al Dios que me creó. Veo el caso muy claramente. Al salir de Inglaterra, dejaría una tierra amada pero vacía, porque no está aquí el señor Rochester, y, aunque estuviera, ¿en qué me afectaría eso a mí? Mi cometido es vivir sin él de ahora en adelante, pues no hay nada más absurdo o más débil que arrastrarme de día en día, como si esperase algún cambio imposible de circunstancias que nos uniera de nuevo. Por supuesto (como dijo una vez St. John), debo buscar otro interés en la vida para ocupar el lugar del que he perdido. El trabajo que él me ofrece, ¿no es lo más glorioso que puede hacer el hombre o mandar Dios? ¿No es, gracias a su noble preocupación y sus resultados sublimes, el que mejor puede llenar el vacío creado por el cariño arrebatado y las esperanzas aniquiladas? He de decir que creo que sí, pero me hace estremecer. Por desgracia, si me uno a St. John, debo abandonar la mitad de mi ser. Si voy a la India, voy a una muerte prematura. ¿Y cómo llenaré el intervalo entre abandonar Inglaterra para la India, y la India para el sepulcro? Lo sé demasiado bien, tengo una visión clara de ello. Al esforzarme por satisfacer a St. John, conseguiré satisfacerlo, hasta el mismo centro y el último reducto de sus expectativas. Si me voy con él, si hago el sacrificio que quiere, lo haré de forma absoluta, entregándome por entero: corazón y entrañas, la víctima completa. Él nunca me amará, pero me aprobará, le mostraré energías que jamás haya visto y recursos que jamás haya sospechado. Sí, puedo trabajar tanto como él, y de buena gana.

»Es posible, entonces, ceder a su demanda, menos en un punto, un punto terrible. Me pide que sea su esposa, pero no siente más afecto por mí que la roca ceñuda y gigantesca por la que cae el riachuelo de aquel desfiladero. Me aprecia como un soldado aprecia una buena arma, y nada más. Si no me caso con él, esto no me podría doler, pero ¿puedo dejar que cumpla fríamente sus planes y siga adelante con la boda? ¿Puedo aceptar el anillo de novia de su mano y soportar todas las manifestaciones del amor (que sin duda cumpliría escrupulosamente), sabiendo que falta el espíritu de dicho amor? ¿Puedo soportar el saber que cada caricia es un sacrificio que hace por principios? No, tal martirio sería monstruoso y jamás me someteré a él. Como hermana, lo puedo acompañar, pero no como esposa, y así se lo diré».

Miré hacia la loma donde yacía como una columna postrada y él giró la cara para mirarme a mí, los ojos vigilantes y anhelantes. Se puso de pie y se acercó.

—Estoy dispuesta a ir a la India como persona libre.

—Su respuesta necesita una explicación —dijo—, no es clara.

—Hasta ahora ha sido usted mi hermano adoptivo y yo su hermana adoptiva. Sigamos así; más vale que no nos casemos usted y yo.

Negó con la cabeza:

—La fraternidad adoptiva no nos sirve en este caso. Si fuera realmente mi hermana, sería diferente, pues me la llevaría allí y no buscaría esposa. Pero, tal como están las cosas, nuestra unión debe ser consagrada y sellada por el matrimonio o no será factible, porque hay obstáculos prácticos a cualquier otro plan. ¿No lo ve, Jane? Piense un momento; su gran sentido común se lo hará ver.

Lo pensé y mi sentido común, por grande que fuese, solo me señalaba el hecho de que no nos amábamos como deben amarse un hombre y una mujer, y por lo tanto no deberíamos casarnos. Así se lo dije.

—St. John —le contesté—, le considero un hermano y usted me considera una hermana; sigamos así.

—No podemos, no podemos —respondió con una firmeza férrea—, no estaría bien. Ha dicho que iría conmigo a la India, recuérdelo, lo ha dicho.

—Condicionalmente.

—Bien, bien. A la cuestión principal, a partir conmigo de Inglaterra y colaborar en mis obras futuras, no pone reparos. Ya es como si hubiera puesto la mano en el arado, y es demasiado consecuente para echarse atrás. Solo tiene que tener en cuenta un objetivo: cómo cumplir mejor la obra que ha emprendido. Simplifique las complicaciones de sus intereses, sentimientos, ideas, deseos y objetivos, fusione todas las consideraciones para conseguir el mismo fin, el de cumplir eficaz y enérgicamente la misión de su gran Señor. Para hacer eso, debe tener un coadjutor; no un hermano, que es un vínculo sin fuerzas, sino un marido. Yo tampoco quiero una hermana, que podrían quitarme cualquier día. Quiero una esposa, la única compañera sobre la que pueda tener ascendencia en vida y retener hasta la muerte.

 

Me estremecí al oírlo, sintiendo en la médula su influencia y en las extremidades su dominio.

—Busque en otra parte, St. John, busque a una más apropiada.

—Quiere decir una que se apropie a mi propósito y a mi vocación. Vuelvo a decirle que no es el ser individual y particular, el mero ser humano, con el egoísmo propio de los hombres, que quiere casarse, sino el misionero.

—Y yo daré al misionero mis energías, que es todo lo que quiere, pero no a mí misma, que seria igual que añadir al grano el pellejo y la cáscara. Él no los necesita; yo los conservo.

—No puede, no debe. ¿Cree que Dios se contentará con media oblación? ¿Aceptará un sacrificio mutilado? Yo defiendo la causa de Dios, y la recluto bajo su bandera. No puedo aceptar en su nombre una lealtad dividida; debe ser entera.

—Yo daré mi corazón a Dios —dije—. Usted no lo quiere.

No voy a jurar, lector, que no hubiera una pizca de sarcasmo contenido tanto en el tono con el que pronuncié estas palabras como en los sentimientos que las acompañaron. Hasta aquel momento, había temido en silencio a St. John, por no comprenderlo. Me había mantenido en vilo, porque me tenía inmersa en un mar de dudas. Antes de aquel momento, no sabía hasta qué punto era un santo o un simple mortal, pero en esta conversación su naturaleza se reveló ante mis ojos para su análisis. Vi sus flaquezas, y las comprendí. Me di cuenta de que, allí donde me encontraba sobre el brezo con esa bella figura delante, me hallaba a los pies de un hombre tan falible como yo. Cayó el velo de su inflexibilidad y su despotismo. Habiendo notado la existencia de estas cualidades, conocí su imperfección, lo que me llenó de valor. Estaba en presencia de un semejante, uno con el que podía discutir y al que, si me parecía oportuno, me podía enfrentar.

Él se quedó callado después de mi última frase, y un rato después me arriesgué a mirarle a la cara. Su mirada, dirigida sobre mí, expresaba a la vez una grave sorpresa y un ávido examen. «¿Es sarcástica? —parecía decir—, ¿es sarcástica conmigo? ¿Qué significa esto?».

—No olvidemos que este es un asunto serio —dijo poco después— del que no debemos pensar ni hablar levemente sin pecar. Confío, Jane, en que sea usted sincera cuando dice que dará a Dios su corazón; no pido más. Arranque de los hombres su corazón para darlo a su Creador, y su recompensa y tarea principales serán la mejora del reino espiritual del Creador sobre la tierra, y estará preparada para hacer todo lo que favorezca ese fin. Verá el ímpetu que aportaría a nuestros esfuerzos nuestra unión física y mental en el matrimonio, la única unión que imprime en los destinos y designios de los seres humanos el carácter de conformidad permanente, e, ignorando todos los caprichos menores, las dificultades triviales y la delicadeza sentimental, todos los escrúpulos en cuanto al grado, tipo, fuerza o ternura de las inclinaciones personales, se apresurará a aceptar nuestra unión enseguida.

—¿Ah, sí? —dije brevemente, contemplándolo, bello por su armonía pero extrañamente formidable por su severidad inmóvil: su frente, dominante pero no abierta; sus ojos, brillantes, profundos e inquisitivos, pero nunca tiernos; su figura alta e imponente; y me imaginé como su esposa. ¡No era posible! Como ayudante y compañera, estaría bien. Como tal, cruzaría los mares con él, trabajaría bajo el sol de oriente y en los desiertos asiáticos en su ministerio, admirándolo y emulando su valor, su dedicación y su energía, me sometería serenamente a su dominio, sonreiría imperturbable ante su ambición desaforada, haría distinción entre el cristiano y el hombre, apreciando profundamente al primero y perdonando al segundo. Sin duda, sufriría a menudo, vinculada a él solo de esta manera. Mi cuerpo estaría bajo un yugo riguroso, pero mi corazón y mi mente estarían libres.

Aún podría buscar refugio en mi propio ser incólume y comunicarme con mis sentimientos independientes en los momentos de soledad. Habría recovecos solo míos en mi mente, a los que él no tendría acceso, donde nacerían los sentimientos frescos y protegidos, que su austeridad no podría mancillar ni su afán evangelizador someter. Pero como esposa suya, siempre a su lado, siempre refrenada y controlada, obligada a someter el fuego de mi naturaleza para que ardiese hacia dentro sin expresarse con la llama cautiva destruyéndome las entrañas: eso sería insoportable.

—¡St. John! —exclamé, en este punto de mis meditaciones.

—¿Bien? —preguntó, frío como el hielo.

—Repito que accedo a ir como misionera y compañera, pero no como esposa. No puedo casarme ni convertirme en parte de usted.

—Parte de mí deberá ser —contestó con firmeza—; si no, es inútil el resto. ¿Cómo puedo yo, un hombre de menos de treinta años, llevarme a la India a una muchacha de diecinueve sin estar casados? ¿Cómo podemos estar siempre juntos, a veces a solas y a veces en medro de las tribus salvajes, sin casarnos?

—Perfectamente —respondí cortante—, en las circunstancias, tan bien como si fuera su verdadera hermana o un hombre, clérigo como usted.

—Todos saben que no es mi hermana y no puedo presentarla como tal. Intentarlo sería atraer sospechas nocivas sobre los dos. Por lo demás, aunque tiene usted el cerebro vigoroso de un hombre, tiene el corazón de una mujer, y no estaría bien.

—Sí que estaría bien —afirmé algo desdeñosa—; estaría perfectamente. Tengo el corazón de una mujer, pero no en lo concerniente a usted. Para usted solo tengo la constancia del camarada, la franqueza, la fidelidad y la fraternidad de un soldado compañero, el respeto y obediencia de un neófito por su hierofante, y nada más, no se preocupe.

—Eso es lo que quiero —dijo a sí mismo—, es exactamente lo que quiero. Hay obstáculos en el camino, y hemos de deshacernos de ellos. Jane, no se arrepentiría de casarse conmigo, y convénzase de que tenemos que casarnos. Le repito, no hay otro camino, y seguramente vendría suficiente amor después del matrimonio para satisfacerla incluso a usted.

—Desprecio su idea del amor —no pude menos que decir, levantándome y colocándome delante de él con la espalda apoyada en la roca—. Desprecio el sentimiento espurio que me ofrece, y lo desprecio a usted por ofrecerlo, St. John.

Me miró fijamente, apretando los bien formados labios. No era fácil discernir si estaba airado o sorprendido, porque tenía un dominio total sobre su semblante.

—No esperaba oír esas palabras de su boca —dijo—; no creo que haya dicho o hecho nada para merecer el desprecio.

Me conmovió su tono suave y me intimidó su aspecto altivo y sereno.

—Perdóneme por las palabras, St. John, pero es culpa suya que me haya alterado para hablar tan indiscretamente. Ha sacado usted un tema sobre el que no estamos de acuerdo, un tema que no deberíamos discutir. La mera palabra «amor» es una manzana de discordia entre nosotros, ¿qué haríamos si necesitáramos el amor de verdad? ¿Cómo nos sentiríamos? Querido primo, abandone su idea del matrimonio, olvídela.

—No —dijo—, es un plan acariciado desde hace mucho tiempo y el único capaz de lograr mi gran fin, pero de momento no le insistiré más. Mañana parto hacia Cambridge, donde tengo muchos amigos de los que quiero despedirme. Estaré fuera quince días; utilice ese tiempo para considerar mi propuesta, y no olvide que, si se niega, no es a mí a quien rechaza, sino a Dios. A través de mí, Él le abre un noble camino, al que solo puede acceder como mi esposa. Niéguese a ser mi esposa, y se limitará para siempre a un camino de comodidad egoísta y yermo anonimato. ¡Échese a temblar por si acaba entre los que niegan la fe y son peores que los infieles!