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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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—Mi madre se llamaba Eyre, y tenía dos hermanos; uno era clérigo, y se casó con la señorita Jane Reed, de Gateshead, y el otro, el señor John Eyre, era marchante y vivía en Funchal, Madeira. El señor Briggs, en calidad de abogado del señor Eyre, nos escribió en agosto pasado para comunicarnos la muerte de nuestro tío y para decirnos que había dejado sus bienes a la hija huérfana de su hermano clérigo, pasándonos por alto a nosotros a causa de una riña nunca olvidada entre él y mi padre. Escribió otra vez hace unas semanas para decir que había desaparecido la heredera, y para preguntar si sabíamos algo de ella. Un nombre escrito al azar en un papel me ha servido para descubrirla. El resto, ya lo sabe. —Hizo otro intento de marcharse, pero le cerré el paso, poniendo la espalda contra la puerta.

—Déjeme hablar —dije—, déjeme un momento para recuperar el aliento y reflexionar. —Hice una pausa, mientras él siguió delante de mí, con el sombrero en la mano y aspecto tranquilo. Continué:

—¿Su madre fue hermana de mi padre?

—Sí.

—¿Mi tía, por lo tanto?

Asintió.

—¿Mi tío John era su tío John? ¿Usted, Diana y Mary son hijos de su hermana, igual que yo soy hija de su hermano?

—Sin duda.

—Entonces ustedes tres son mis primos; ¿la mitad de nuestra sangre tiene el mismo origen?

—Somos primos, sí.

Lo contemplé. Al parecer, había encontrado a un hermano del que podía estar orgullosa y al que podía querer, y dos hermanas, cuyos atributos eran tales que, cuando creía que eran extrañas, me inspiraron genuino afecto y admiración. Las dos jóvenes que yo contemplara con una mezcla amarga de fascinación y desesperación, arrodillada sobre el suelo mojado y mirando a través de la ventana baja, eran familiares cercanas, y el caballero elegante que me encontró casi moribunda en su umbral, era pariente consanguíneo. ¡Magnífico hallazgo para una infeliz solitaria! ¡Esto sí era riqueza! riqueza para el corazón, una mina de afectos puros y cordiales. Era una bendición viva y estimulante, no como un regalo de oro, muy bien recibido a su manera, pero imponente por su peso. Batí las palmas de alegría espontánea, el pulso acelerado, la sangre bulliciosa.

—¡Qué contenta estoy! —exclamé.

St. John se sonrió.

—¿No le he dicho que pasaba por alto los puntos esenciales para abstraerse con nimiedades? —preguntó—. Se ha quedado seria cuando le he dicho que tenía una fortuna, y ahora se emociona por una cuestión sin importancia.

—¿Qué quiere usted decir? Puede que no tenga importancia para usted, que ya tenía hermanas y no le hacía falta tener una prima. Pero yo no tenía a nadie, y de repente nacen, ya adultos, tres parientes en mi mundo, o dos, si usted no quiere que lo incluya. Vuelvo a decir: ¡qué contenta estoy!

Me puse a caminar deprisa por la habitación, pero me detuve, medio ahogada por los pensamientos que surgían tan rápido que no podía seguirlos, comprenderlos ni ordenarlos; pensamientos de lo que podría ocurrir, de lo que debía ocurrir y ocurriría dentro de poco. Miré la pared blanca, y se me antojó un cielo cuajado de estrellas ascendentes, cada una de las cuales me señalaba un propósito o un goce. Podía beneficiar a los que me habían salvado la vida, a los que hasta ahora había querido infructuosamente. Se hallaban bajo un yugo y yo podía liberarlos de él y unirlos de nuevo. La independencia y la afluencia que me pertenecían también podían pertenecerles a ellos. ¿No éramos cuatro? Veinte mil libras, divididas entre cuatro, darían cinco mil para cada uno, más que suficiente. Se haría justicia, procurando la felicidad mutua. Ya no me pesaba la riqueza, ya no era una herencia de dinero simplemente, sino un legado de vida, esperanza y goces.

No sé qué aspecto tenía mientras estas ideas irrumpieron en mi mente, pero me di cuenta de que el señor Rivers había colocado una silla detrás de mí y me instaba tranquilamente a que tomara asiento. También me aconsejaba que me serenase. Desdeñando su insinuación de que me encontraba desamparada y confusa, aparté su mano y continué caminando.

—Escriba usted mañana a Diana y a Mary —le dije—, y dígales que vengan a casa enseguida. Diana dijo que con mil libras se considerarían ricas, así que con cinco mil, estarán muy bien.

—Dígame dónde puedo encontrar un vaso de agua para usted —dijo St. John—, debe hacer un esfuerzo por tranquilizarse.

—¡Tonterías! ¿Y cómo lo afectará a usted la donación? ¿Conseguirá que permanezca en Inglaterra y se case con la señorita Oliver y eche raíces como un ser normal?

—Usted delira; tiene las ideas confusas. Le he comunicado demasiado bruscamente la noticia, y se he excitado más de la cuenta.

—¡Señor Rivers, me hace perder la paciencia! Yo razono perfectamente. Es usted el que no me comprende, o más bien finge no comprenderme.

—Quizás si se explica un poco mejor, la comprenderé.

—¡Explicar! ¿Qué hay que explicar? No puede menos que darse cuenta de que veinte mil libras, la cantidad en cuestión, si se dividen en partes iguales entre el sobrino y las tres sobrinas, nos darán cinco mil a cada uno. Lo que pretendo es que escriba usted a sus hermanas para contarles la fortuna que les ha correspondido.

—Quiere decir, que le ha correspondido a usted.

—Ya le he anunciado mi punto de vista del caso, y no pienso cambiar de opinión. No soy cruelmente egoísta, ni ciegamente injusta, ni perversamente ingrata. Además, me empeño en tener un hogar y una familia. Me gusta Moor House, y viviré allí; me agradan Diana y Mary, y quiero vincularme con ellas de por vida. Me complacería y me vendría muy bien tener cinco mil libras, mientras que tener veinte mil me oprimiría y atormentaría. Además, de justicia, el dinero no es mío, aunque legalmente lo sea. Por lo tanto, cedo a ustedes lo que me sobra a mí. No se oponga a ello, y no lo discutamos. Pongámonos de acuerdo, y zanjemos el asunto de una vez.

—Está obrando impulsivamente. Necesita unos días para meditar un asunto de tanta importancia antes de que le tomemos la palabra.

—Bien, si lo único que lo hace dudar es mi sinceridad, no me preocupa. Verá usted la justicia de lo que propongo.

—Es cierto que veo cierta justicia en ello, pero es una decisión inaudita. Además, la fortuna entera le pertenece por derecho, ya que mi tío la ganó honradamente y estaba libre de disponer de ella como más le placiera, y se la dejó a usted. Después de todo, la justicia le permite quedársela, así que puede considerarla suya con la conciencia tranquila.

—En mi caso —dije—, es cuestión no solo de conciencia, sino de sentimientos, y debo ceder a los míos, ya que tengo tan pocas ocasiones de hacerlo. Aunque usted argumente, ponga reparos y me discuta durante todo un año, no podría renunciar al placer delicioso que se me ha ocurrido: el de pagar en parte una enorme deuda, y ganarme su amistad para el resto de mi vida.

—Eso piensa ahora —respondió St. John—, porque no sabe lo que significa poseer y, en consecuencia, disfrutar de la riqueza. No puede hacerse una idea de la importancia que adquiría con veinte mil libras, de la posición que le daría en la sociedad, de las oportunidades que le proporcionaría, no puede…

—Y usted —interrumpí— no puede imaginarse lo que he añorado el cariño de unos hermanos. Nunca he tenido un hogar, ni hermanos. Ahora puedo tenerlos, y eso es lo que deseo. ¿No se resistirá a admitirme en su familia?

—Jane, seré su hermano, y mis hermanas serán sus hermanas sin que tenga que sacrificar sus derechos.

—¿Hermano? Sí, ¡a mil leguas de distancia! ¿Hermanas? Sí, ¡esclavas entre extraños! ¡Yo, rica, cubierta de oro que no he ganado y no me merezco! ¡Ustedes, sin un penique! ¡Vaya idea de la igualdad y la fraternidad! ¡Vaya unidad familiar y vínculos de sangre!

—Pero Jane, sus deseos de tener familia y felicidad doméstica pueden realizarse por otros medios que no son los que pretende: puede casarse.

—¡Más tonterías! ¿Casarme? No quiero casarme y nunca me casaré.

—Se precipita usted. Las decisiones aventuradas son una prueba de la excitación que la domina.

—No me precipito. Sé lo que pienso y la poca inclinación que tengo hacia el matrimonio. Nadie se casará conmigo por amor, y me niego a que me vean como un simple asunto de especulación. Y no quiero unirme a un ser extraño, ajeno y diferente de mí, sino a mis familiares, a los que me une la comunión de ideas. Repita usted que será mi hermano. Me he sentido feliz cuando lo ha dicho; dígalo de nuevo, si puede hacerlo con sinceridad.

—Creo que sí. Sé que siempre he querido a mis propias hermanas, y conozco la base de ese amor: el respeto por lo que valen y la admiración de sus méritos. Usted también tiene principios e inteligencia, sus gustos y sus costumbres se parecen a los de Diana y Mary, su presencia me resulta siempre agradable, y, desde hace algún tiempo, su conversación me proporciona un saludable solaz. Creo que puedo, sin dificultad, encontrar un hueco en mi corazón para usted, la tercera y más joven de mis hermanas.

—Gracias, con eso me doy por satisfecha esta noche. Ahora debe marcharse, porque si se queda más, volverá a provocarme con algún escrúpulo o recelo.

—¿Y la escuela, señorita Eyre? Debemos cerrarla, supongo.

—No. Seguiré en mi puesto de maestra hasta que encuentre una sustituta.

Sonrió con aprobación, nos dimos la mano y se despidió.

No hace falta que detalle las luchas que libré o las argucias que utilicé hasta dejar arreglado el asunto de la herencia según mis deseos. Fue una tarea ardua, pero como estaba decidida, y como se dieron cuenta al fin mis primos de que estaba absoluta e inmutablemente empeñada en dividir los bienes por igual entre los cuatro, y como en su fuero interno debían de pensar que mi intención era justa y debían saber que, en mi lugar, hubieran hecho exactamente lo que yo pretendía hacer, después de mucho tiempo consintieron en que se sometiera el asunto a arbitraje. Los jueces elegidos fueron el señor Oliver y un abogado competente. Ambos estuvieron de acuerdo conmigo y conseguí mi propósito. Se prepararon los documentos de transferencia, y St. John, Diana, Mary y yo entramos en posesión de nuestra fortuna.

 

Capítulo VIII

Se aproximaban las vacaciones de Navidad cuando se arregló todo. Cerré la escuela de Morton, cuidando de que no careciera de frutos, por mi parte, la despedida. La buena suerte tiene el don maravilloso de abrir la mano además del corazón, y dar un poco cuando hemos recibido mucho nos permite desahogar la inusitada exaltación de nuestros sentidos. Hacía tiempo que tenía la grata sensación de que me querían muchas de mis rústicas alumnas, y se confirmó esta impresión cuando nos despedimos, al expresar ellas clara y rotundamente su afecto. Me gratificó profundamente saber que ocupaba un lugar en sus sencillos corazones, y les prometí que no pasaría una semana a partir de entonces sin que fuera a visitarlas para impartir una hora de clase en la escuela.

Se acercó el señor Rivers cuando yo, tras ver salir desfilando las clases, que constaban ya de sesenta muchachas, y cerrar la puerta, estaba con la llave en la mano intercambiando unas palabras especiales de despedida con media docena de mis mejores alumnas, unas jóvenes tan honradas, respetables, modosas e instruidas como jamás existieran entre el campesinado británico. Y eso no es decir poco, porque los campesinos británicos son los mejor instruidos, los más educados y dignos de Europa. Desde aquellos tiempos, he tenido ocasión de ver a paysannes y Bäuerinnen, las mejores de las cuales me parecieron ignorantes, vulgares y embrutecidas cuando las comparaba con mis muchachas de Morton.

—¿Se considera recompensada por sus meses de esfuerzo? —me preguntó el señor Rivers cuando se hubieron marchado—. ¿No le complace saber que ha realizado una buena obra en su vida?

—Desde luego.

—¡Y solo ha trabajado unos cuantos meses! ¿No le parece que sería bueno dedicar una vida entera a la tarea de mejorar la raza?

—Sí —dije—, pero yo no podría seguir así para siempre. Quiero disfrutar de mis propias facultades además de cultivar las de los demás, y debo disfrutarlas ahora, así que no me recuerde la escuela, porque ya he terminado y estoy dispuesta a pasar unas largas vacaciones.

Adoptó un gesto serio:

—¿Ahora qué? ¿Qué es este entusiasmo repentino? ¿Qué piensa hacer?

—Ser tan activa como pueda. Y primero debo pedirle que deje libre a Hannah, y que se busque a otra que le sirva.

—¿Para qué la necesita?

—Para ir conmigo a Moor House. Dentro de una semana, Diana y Mary estarán en casa, y quiero tenerlo todo a punto para su llegada.

—Comprendo. Creía que se marchaba de excursión a algún lugar. Mejor así; Hannah la acompañará.

—Entonces, dígale que esté preparada mañana. Tenga la llave de la escuela; le daré la de la casa por la mañana.

La cogió.

—La deja usted muy alegremente —dijo—; no entiendo del todo su júbilo, puesto que no sé en qué empleo piensa ocuparse en lugar del que abandona. ¿Cuál es su objetivo, su propósito en la vida ahora?

—Mi primer propósito será limpiar de arriba abajo, ¿comprende usted lo que significa realmente?, limpiar de arriba abajo Moor House, desde los dormitorios hasta el sótano; el segundo, utilizar infinidad de trapos para darle cera y aceite, hasta que reluzca de nuevo; el tercero, colocar con precisión matemática cada silla, mesa, cama y alfombra; después, haré lo que pueda para arruinarlo comprando carbón y turba para encender un buen fuego en cada habitación, y, finalmente, los dos días anteriores a la llegada de sus hermanas, Hannah y yo nos dedicaremos a batir huevos, seleccionar frutos secos y rallar especias para elaborar pasteles de Navidad, picar fruta para hacer tartas, y celebrar otros ritos culinarios, todo lo cual se puede expresar con palabras pero ha de ser incomprensible para un profano como usted. Mi propósito, dicho de otro modo, es tenerlo todo perfectamente preparado para Diana y Mary el jueves próximo, y mi ambición es darles una bienvenida maravillosa cuando vengan.

St. John sonrió levemente; aún no estaba satisfecho.

—Eso está muy bien de momento —dijo—, pero, en serio, espero que, una vez haya pasado el primer impulso de euforia, se dedique a buscar algo más elevado que los placeres domésticos y los goces del hogar.

—¡Los mayores placeres del mundo! —interrumpí.

—No, Jane, no. Este mundo no es un lugar de complacencia, y no debe intentar que lo sea. Tampoco lo es de reposo, así que no se vuelva perezosa.

—Al contrario, pretendo estar muy ocupada.

—Jane, la perdono por ahora, le doy dos meses de gracia para que disfrute plenamente de su nueva posición y para que se regocije con los encantos de la familia hallada tardíamente, pero pasado este tiempo, espero que busque, más allá de Moor House, de la sociedad fraternal, la tranquilidad egoísta y la comodidad sensual de la afluencia civilizada. Espero que la fuerza de sus energías la inquiete.

Lo miré sorprendida.

—St. John —dije—, lo considero casi malvado por hablar de esta forma. Yo estoy dispuesta a estar tan contenta como una reina, y usted intenta provocar mi inquietud. ¿Qué pretende?

—Pretendo que utilice con provecho el talento que Dios le ha conferido, del que un día le pedirá cuentas, sin duda. Jane, la vigilaré estrecha y ansiosamente, se lo advierto, para intentar refrenar el fervor desmedido con que emprende los placeres comunes del hogar. No se agarre con tanta tenacidad a los vínculos de la carne. Guarde su constancia y su ardor para una causa adecuada, y no los gaste en objetivos triviales y efímeros, ¿me oye, Jane?

—Sí, como si me hablara en griego. Creo que tengo motivos suficientes para ser feliz, así que lo seré. ¡Adiós!

Estuve feliz en Moor House, y trabajé mucho, igual que Hannah, que estaba encantada de ver lo contenta que me puse yo entre el bullicio de la casa vuelta patas arriba, y de ver cómo cepillaba, frotaba, limpiaba y cocinaba. De hecho, después de un día o dos de la más terrible confusión, poco a poco hallamos placer en poner orden en el caos que nosotras mismas habíamos provocado. Antes había viajado a S… para comprar algunos muebles nuevos, pues mis primos me habían dado carta blanca para hacer los cambios que quisiera, y habíamos apartado una cantidad de dinero para ese fin. Dejé más o menos como estaban la sala y los dormitorios, consciente de que Diana y Mary se alegrarían más de ver de nuevo las sencillas mesas, sillas y camas que las innovaciones más elegantes. Sin embargo, algo novedoso sí había que buscar para dar a su regreso el acicate que yo pretendía, por lo que me hice con bellas alfombras y cortinas oscuras, una selección esmerada de figuras antiguas de porcelana y de bronce, tapicerías nuevas, espejos y neceseres para los tocadores, todo lo cual se veía fresco, sin ser llamativo. Amueblé enteros un salón y un dormitorio de invitados con caoba antigua y tapicería carmesí. Coloqué una estera en el pasillo y alfombras en la escalera. Cuando quedó terminado, me pareció Moor House en esa época tal modelo de bienestar y alegría por dentro como lo era de desolación invernal y lúgubre por fuera.

Llegó por fin el jueves ansiado. Las esperábamos al anochecer, por lo que encendimos las chimeneas de toda la casa antes del crepúsculo. La cocina estaba inmaculada, Hannah y yo estábamos vestidas y todo estaba listo.

Primero vino St. John. Le había rogado que no se acercase a la casa hasta que no estuviese todo dispuesto, y, efectivamente, la mera idea de la conmoción que tendría lugar, a la vez sórdida y trivial, bastó para mantenerlo alejado. Me encontró en la cocina, vigilando la cocción de algunos pasteles que estábamos preparando para el té. Al acercarse al fuego, me preguntó si me satisfacía el trabajo de criada, a lo que respondí con una invitación a acompañarme a inspeccionar el resultado de mis labores. Con alguna dificultad, conseguí que consintiera en hacer el recorrido de la casa. Simplemente se asomaba por las puertas que yo abría, y, después de vagar escaleras arriba y escaleras abajo, reconoció que debía de haberme molestado y cansado mucho para efectuar tales cambios en un espacio de tiempo tan corto, pero no pronunció ni una palabra de complacencia por el aspecto renovado de su hogar.

Su silencio me desanimó, y pensé que quizás los cambios hubiesen interferido con unos recuerdos valiosos para él. Le pregunté si era así, sin duda con un tono algo decepcionado.

Dijo que en absoluto, que se daba cuenta de que yo había respetado cada recuerdo, y que temía, por el contrario, que hubiera dado al asunto más importancia de la que tenía. Que cúantos minutos había dedicado a estudiar la distribución de tal habitación y si, a propósito, podía decirle dónde se encontraba tal libro.

Le mostré el volumen que buscaba, lo cogió de la repisa, se retiró a su lugar acostumbrado en el hueco de la ventana y se puso a leerlo.

Pero a mí esto no me gustaba nada, lector. St. John era un buen hombre, pero empecé a pensar que había dicho la verdad al describirse a sí mismo como una persona dura y fría. No lo atraían la humanidad, las comodidades ni los goces pacíficos de la vida. Vivía literalmente con el único fin de aspirar a lo más bueno y elevado, pero nunca descansaría ni permitiría que descansaran los que estuvieran a su alrededor. Al contemplar su alta frente, inmóvil y pálida como una piedra blanca, y las finas líneas de su cara fijas en la lectura, me di cuenta de pronto de que no sería un buen marido, que sería muy difícil ser su esposa. Comprendí, como por inspiración, la naturaleza de su amor por la señorita Oliver, y estuve de acuerdo con él en que era un amor de los sentidos únicamente. Comprendí que se despreciase a sí mismo por la influencia febril que ejercía sobre él y que quisiera ahogarlo y destruirlo, y también que desconfiara de que fuera a conducirlos a una felicidad permanente, ni a él ni a ella. Me di cuenta de que era del material del que la naturaleza forja a los héroes, cristianos o paganos: los legisladores, los estadistas y los conquistadores, un sólido baluarte para el apoyo de los grandes intereses; pero, junto al fuego del hogar, con demasiada frecuencia, una columna fría y pesada, lúgubre y fuera de lugar.

«Este salón no es su mundo —reflexioné—, le iría mejor la cordillera del Himalaya, la jungla de los cafres, o los pantanos infectos de la costa de Guinea. Con razón evita la paz de la vida doméstica, pues no es su elemento; sus facultades se estancan aquí, sin poder desarrollarse ni mostrarse ventajosamente. Solo en escenarios de lucha y peligro, donde se demuestra el valor y se necesita de energía y de fortaleza, se le podrá apreciar como caudillo y jefe. Un niño alegre le sacaría ventaja aquí en casa. Hace bien en elegir ser misionero, lo veo claro ahora».

—¡Ya vienen, ya vienen! —gritó Hannah, abriendo de golpe la puerta del salón. En el mismo momento se puso a ladrar de alegría el viejo Carlo. Salí corriendo. Era de noche, pero se oía el retumbar de ruedas. Hannah no tardó en encender una linterna. El vehículo se detuvo en la verja, el conductor abrió la cancela y se apearon, primero una figura familiar y después otra. Un minuto después, puse la cara bajo sus sombreros, haciendo contacto, primero, con la suave mejilla de Mary y, después, con los rizos abundantes de Diana. Se reían, me besaron a mí y después a Hannah, acariciaron a Carlo, que estaba loco de contento, y preguntaron ávidamente si todo iba bien y, al oír una respuesta afirmativa, se apresuraron a entrar en la casa.

Estaban entumecidas tras el traqueteo del largo paseo desde Whitcross, y heladas por la escarcha de la noche, pero sus rostros agradables se relajaron con la luz viva del fuego. Mientras el cochero y Hannah metían su equipaje en la casa, exigieron ver a St. John. En ese mismo momento, salió del salón, y ambas le rodearon el cuello con los brazos al mismo tiempo. Él besó serenamente a cada una, pronunció con voz queda unas palabras de bienvenida, se quedó hablando unos minutos y después, diciendo que suponía que se reunirían con él en el salón, se retiró allí como buscando refugio.

Yo tenía velas preparadas para que subieran a los dormitorios, pero Diana quiso primero ofrecer su hospitalidad al cochero, después de lo cual me siguieron arriba. Estaban encantadas de los cambios y la decoración de sus cuartos: expresaron generosamente su satisfacción por la tapicería y las alfombras nuevas y los jarrones de porcelana de espléndidos colores. Tuve el placer de sentir que lo que había hecho era exactamente lo que hubieran hecho ellas, lo que añadió un ingrediente más a la alegría de su regreso a casa.

 

Fue una velada encantadora. Mis primas, animadísimas, hicieron gala de tal elocuencia para comentarlo todo, que su locuacidad suplió la taciturnidad de St. John, quien se alegraba sinceramente de ver a sus hermanas aunque era incapaz de compartir sus manifestaciones de fervor y alegría. Le complacía el suceso del día, es decir, la llegada de Diana y Mary, pero lo irritaban los accesorios de ese suceso: el alboroto de felicidad y la alegría locuaz del encuentro. Me di cuenta de que deseaba que llegase el día siguiente con su mayor tranquilidad. En medio de la diversión de la noche, una hora después de tomar el té, se oyó una llamada a la puerta. Entró Hannah con la noticia de que «había llegado un joven desgraciado, a una hora tan intempestiva, para pedir al señor Rivers que fuera a ver a su madre, que se estaba muriendo».

—¿Dónde vive, Hannah?

—Nada menos que en Whitcross Brow, a casi cuatro millas, con pantanos y musgo por todo el camino.

—Dígale que iré.

—Estoy segura, señor, de que no debería. No hay peor carretera para viajar después del anochecer; no hay ni una rodada por toda la ciénaga. Y hace una noche desapacible, con el viento más cortante que jamás haya conocido. Mande usted decir, señor, que irá por la mañana.

Pero ya estaba en el pasillo poniéndose la capa, y se marchó sin una protesta ni un reparo. Eran las nueve, y no regresó hasta la medianoche. Aunque estaba helado y fatigado, tenía un aspecto más feliz que cuando se marchó. Había cumplido con su deber, se había esforzado, había sentido la facultad de conceder o negar y se sentía más satisfecho de sí mismo.

Me temo que toda la semana siguiente lo exasperó. Era la semana de Navidad, y no nos dedicamos a ninguna actividad concreta, sino que pasamos el tiempo en una especie de alegre disipación doméstica. El aire de los páramos, la libertad del hogar y el principio de la prosperidad actuaron sobre los espíritus de Diana y Mary como un elixir vivificante. Estaban alegres de la mañana al mediodía y del mediodía a la noche. Siempre estaban dispuestas a hablar y su conversación ingeniosa, concisa y original tenía tanto encanto para mí que prefería escuchar y compartirla a hacer cualquier otra cosa. St. John no nos reñía por nuestra vivacidad, pero la rehuía. Apenas estaba en la casa; su parroquia era grande y los feligreses estaban dispersos, y tenía ocupación cotidiana visitando a los enfermos y los pobres de las diferentes zonas.

Una mañana, a la hora del desayuno, Diana se quedó pensativa unos momentos y después le preguntó si no había cambiado aún sus planes.

—Sin cambios y sin posibilidad de cambios —fue la respuesta, y siguió diciendo que su partida de Inglaterra estaba fijada definitivamente para el año siguiente.

—¿Y Rosamond Oliver? —preguntó Mary, como si las palabras hubiesen escapado de sus labios sin querer, ya que hizo un gesto como de querer suprimirlas. St. John tenía un libro en la mano (tenía la costumbre poco sociable de leer en las comidas); lo cerró y levantó la vista.

—Rosamond Oliver —dijo— está a punto de casarse con el señor Granby, uno de los residentes mejor relacionados y más respetables de S…, nieto y heredero de sir Frederic Granby. Me lo comunicó ayer su padre.

Sus hermanas y yo nos miramos, y las tres lo miramos a él: estaba sereno como el cristal.

—La boda ha debido de decidirse apresuradamente —dijo Diana—: no puede hacer mucho tiempo que se conocen.

—Solo dos meses. Se conocieron en octubre, en un baile en S… Pero cuando no hay obstáculos a una unión, como en este caso, cuando la conexión es deseable desde todos los puntos de vista, la demora es innecesaria. Se casarán en cuanto esté preparada para la recepción la casa de S… Place, que les regala sir Frederic.

La primera vez después de esta revelación que encontré a St. John a solas, me sentí tentada de preguntarle si le afligía la noticia, pero se le veía tan poco necesitado de compasión que, en lugar de ofrecerle más, me sentí avergonzada al recordar cómo me había atrevido a hablarle en otra ocasión. Además, había perdido la costumbre de hablar con él, pues su reserva había vuelto a aparecer, congelando mi franqueza con su frialdad. No había mantenido su promesa de tratarme como a sus hermanas, sino que constantemente hacía distinciones entre nosotras, nimias pero desalentadoras, lo que no contribuía en absoluto al fomento de la cordialidad. Para resumir, ahora que me reconocía como familiar y vivía bajo el mismo techo que él, noté que la distancia que nos separaba era mayor que cuando me conocía solo como maestra de escuela. Cuando recordaba la confianza que antes depositara en mí, apenas acertaba a comprender su frialdad actual.

Así las cosas, me sorprendió bastante cuando de repente levantó la cabeza del escritorio donde se encontraba trabajando para decir:

—Ya ve, Jane, se ha librado la batalla y se ha ganado una victoria.

No contesté enseguida, sorprendida por su forma de hablarme; después de un momento de vacilación, respondí:

—Pero ¿está seguro de no hallarse en la situación de un conquistador cuyo triunfo le ha costado un precio demasiado alto? ¿Otro parecido no sería su ruina?

—Creo que no, y aunque así fuera, poco importa, porque nunca tendré que volver a luchar por otro igual. El resultado del conflicto es definitivo. Se me ha despejado el camino, por lo que doy gracias a Dios. —Con estas palabras, volvió a sus papeles y su mutismo.

Según se iba asentando nuestra felicidad mutua (es decir, la de Diana, Mary y mía), y cuando reemprendimos nuestras antiguas costumbres y nuestros estudios regulares, St. John empezó a quedarse más tiempo en casa. A veces permanecía en la misma habitación que nosotras durante horas seguidas. Mientras Mary dibujaba, Diana seguía un curso de lecturas enciclopédicas que había iniciado (con gran admiración por mi parte), y yo luchaba con el alemán, él se dedicaba a sus propios estudios místicos de una lengua oriental, cuyo aprendizaje consideraba necesario para sus proyectos.

Así ocupado, se le veía, sentado en su hueco acostumbrado, tranquilo y absorto, pero sus ojos azules tenían la costumbre de abandonar la gramática exótica para vagar en nuestra dirección, y fijarse a veces en sus compañeras de estudios con una mirada extrañamente intensa. Si lo sorprendíamos, desviaba enseguida dicha mirada, pero siempre volvía a nuestra mesa un rato después. Me preguntaba qué significaba esto, y me sorprendía la enorme satisfacción que nunca dejaba de exhibir por un hecho que a mí me parecía de poca importancia: mi visita semanal a la escuela de Morton. Me desconcertaba aún más cuando en estas ocasiones, si hacía mal día, con nieve, lluvia o viento, y sus hermanas me instaban a que no saliera, él se burlaba de su preocupación y me animaba a cumplir con la tarea sin hacer caso del tiempo.

—Jane no es tan endeble como vosotras creéis —decía—; ella aguanta tan bien como cualquiera de nosotros una ráfaga de viento, un chaparrón o unos cuantos copos de nieve. Tiene una constitución fuerte y flexible, que soporta mejor las variaciones climáticas que muchas personas más robustas.

Y cuando volvía, a veces muy fatigada y zarandeada por los elementos, no me atrevía a quejarme, porque sabía que le molestarían mis protestas. Le agradaba la fortaleza en todas las situaciones, y lo contrario lo irritaba sobremanera.