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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Mientras miraba ávidamente las páginas luminosas de Marmion[55] (pues de Marmion se trataba), St. John se agachó para examinar mi dibujo. Su alta figura se irguió sobresaltada, pero nada dijo. Lo miré, pero rehuyó mi mirada. Pude ver sus pensamientos y leer claramente en su corazón. En ese momento, me sentí más serena y fría que él, por lo que le llevaba ventaja, y decidí ayudarle si podía.

«Con toda su firmeza y autocontrol —pensé—, se esfuerza demasiado. Guarda en su interior todos sus sentimientos y sufrimientos, y no comparte ni confiesa nada. Estoy segura de que le haría bien hablar un poco de esta dulce Rosamond, con quien piensa que no debe casarse. Yo le haré hablar».

Primero dije:

—Tome asiento, señor Rivers —pero contestó, como hacía siempre, que no podía quedarse. «Muy bien —respondí mentalmente—, quédate de pie, si quieres, pero no permitiré que te vayas todavía, pues la soledad te hace tanto daño como a mí. Intentaré descubrir el resorte oculto de tu confianza, y encontrar un resquicio en tu pecho de mármol a través del cual te pueda echar una gota del bálsamo de la compasión».

—¿El retrato se parece? —le pregunté a bocajarro.

—¿Se parece a quién? No me he fijado mucho.

—Sí se ha fijado, señor Rivers.

Le sorprendió mi franqueza repentina y singular. Se me quedó mirando con asombro. «Esto todavía no es nada —murmuré para mí—. No me dejaré vencer por un poco de terquedad. Estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario».

Proseguí:

—Lo ha observado minuciosamente, pero no me importa que lo vuelva a observar —y me levanté para ponérselo en la mano.

—Un retrato bien ejecutado —dijo—, con colores suaves y claros y unas líneas correctas y llenas de gracia.

—Sí, sí, ya sé todo eso. ¿Pero qué me dice del parecido? ¿A quién se parece?

Vaciló un momento antes de responder:

—A la señorita Oliver, supongo.

—Por supuesto. Y ahora, señor, en premio a su acierto, prometo pintarle un duplicado cuidadoso y fiel de este mismo retrato, siempre que reconozca que le complacería este obsequio. No quiero desperdiciar mi tiempo y mi trabajo con un regalo que no aprecie.

Siguió contemplando el dibujo. Cuanto más lo miraba y más firmemente lo sujetaba, más parecía codiciarlo.

—¡Sí se parece! —murmuró—; los ojos están bien hechos, el color, la luz y la expresión son perfectos. ¡Sonríe!

—¿Tener un retrato similar le serviría de consuelo o de sufrimiento? Dígamelo. Cuando esté usted en Madagascar, o en El Cabo o en la India, ¿le consolaría poseer este memento? ¿O verlo le traería recuerdos dolorosos que le debilitarían?

Levantó subrepticiamente la vista para mirarme indeciso y turbado. Contempló nuevamente el retrato.

—Es cierto que me gustaría tenerlo. Si sería sensato o prudente, es otra cuestión.

Desde que me percatase de que Rosamond lo quería y de que no era probable que se opusiera su padre al matrimonio, yo, de ideas menos exaltadas que St. John, estaba resuelta a favorecer su unión. Me parecía que, si él poseyera la gran fortuna del señor Oliver, podría utilizarla para hacer el bien tan eficazmente como si se marchara a desperdiciar su talento y malgastar su fuerza bajo un sol tropical. Convencida de esto, le contesté:

—Por lo que yo veo, sería más sensato y prudente si se hiciera usted con el original enseguida.

Ya se había sentado y había colocado el retrato en la mesa ante sí y, con la cabeza apoyada en ambas manos, se dedicaba a estudiarlo amorosamente. Me di cuenta de que no estaba molesto ni ofendido por mi audacia. Incluso observé que haberle hablado francamente de un tema que él consideraba inabordable, y discutirlo libremente, le proporcionaba un nuevo placer y un alivio inesperado. Las personas reservadas muchas veces necesitan más que las expansivas hablar abiertamente de sus sentimientos y penas. Después de todo, incluso el estoico más firme es humano, e «irrumpir» con valor y buena voluntad en «el mar silencioso» de sus almas, a menudo supone hacerles el mayor favor.

—A ella le agrada usted, estoy segura —dije yo, de pie detrás de su silla—, y su padre le respeta. Además es una joven muy dulce, aunque un poco atolondrada, pero usted sería lo bastante sensato para los dos. Debería casarse con ella.

—¿Es verdad que le agrado? —preguntó.

—Desde luego, más que ningún otro. Habla constantemente de usted y no hay otro tema que le guste tanto o que mencione más a menudo.

—Es muy agradable oír esto —dijo—, mucho; siga usted durante un cuarto de hora más. —E incluso sacó el reloj y lo colocó sobre la mesa para medir el tiempo.

—¿Para qué sirve que siga —pregunté— cuando es probable que esté preparando usted algún golpe férreo en contra, o inventando una nueva cadena que le aprese el corazón?

—No imagine usted cosas tan severas. Es curioso que ceda y me deje llevar de esta forma, que el amor humano brote como un manantial en mi mente para inundar dulcemente todo el campo que he preparado con tanto cuidado y trabajo, sembrándolo con las semillas de las buenas intenciones y los planes de abnegación. Y ahora se aniega de una riada nectarina, los gérmenes se encharcan y se contaminan con la ponzoña deliciosa. Ahora me veo tumbado en una otomana en el salón de Vale Hall, a los pies de mi esposa Rosamond Oliver. Ella me habla con su dulce voz, mirándome con aquellos ojos que su mano ha sabido tan bien plasmar, sonriéndome con sus labios de coral. Es mía y soy suyo, esta vida y el mundo que pasa me bastan. ¡Chitón! No diga nada, mi corazón está repleto de goces, mis sentidos están embelesados; que pase pacíficamente el tiempo que he señalado.

Le complací, mientras transcurrían los minutos. Respiraba deprisa, y yo me callé. El cuarto de hora pasó en medio del silencio; se guardó el reloj, dejó el retrato, se levantó y se puso de pie al lado de la chimenea.

—Ya —dijo— hemos dedicado este pequeño espacio de tiempo al delirio y la fantasía. He descansado la frente sobre el seno de la tentación y he puesto voluntariamente el cuello bajo su yugo de flores, bebiendo en su copa. La almohada quemaba, había un áspid entre las flores y el vino tenía un sabor amargo. Sus promesas son huecas y falso su ofrecimiento. Lo veo y lo sé.

Lo contemplé asombrada.

—Es curioso —continuó— que ame a Rosamond Oliver con tal locura, con toda la intensidad del primer amor, cuyo objeto es exquisitamente bello, grácil y fascinante. Al mismo tiempo, tengo el convencimiento sereno y claro de que no sería buena esposa, que no es la pareja que me convenga y que descubriría esto al año de casarme con ella, y que, después de esos doce meses de éxtasis, sucedería una vida entera de lamentaciones. Todo esto, lo sé.

—¡Qué extraño! —no tuve más remedio que exclamar.

—Mientras algo dentro de mí —prosiguió— sucumbe ante sus encantos, hay algo más que conoce sus defectos, que son tales que no compartiría ninguna de mis aspiraciones ni cooperaría en ninguna de mis empresas. ¿Sufrir y esforzarse Rosamond, convertirse en un apóstol femenino? ¿Rosamond, la esposa de un misionero? ¡No!

—Pero no hace falta que sea misionero. Puede renunciar a ese proyecto.

—¡Renunciar! ¿A mi vocación? ¿A la gran obra? ¿A los cimientos sobre la tierra para mi mansión en el Cielo? ¿A mis esperanzas de contarme entre los que se dedican solo a mejorar la raza, a llevar los conocimientos al reino de la ignorancia, a sustituir la guerra por la paz, la esclavitud por la libertad, la superstición por la religión, el miedo al infierno por el deseo del Cielo? ¿Debo renunciar a todo esto? Me es más querido que la sangre que fluye por mis venas. Es todo lo que deseo en la vida.

Después de una larga pausa, dije:

—¿Y la señorita Oliver? ¿Su decepción y su pena no le importan?

—La señorita Oliver siempre está rodeada de pretendientes y aduladores; en menos de un mes, habrá borrado mi imagen de su corazón. Me olvidará, y probablemente se case con alguien que le haga mucho más feliz que yo.

—Habla usted con frialdad, pero le hace sufrir el conflicto. Se está consumiendo.

—No. Si estoy más delgado, es por la ansiedad por mi futuro, aún incierto, y por mi partida, siempre retrasada. Esta misma mañana, me he enterado de que mi sucesor, cuya llegada espero desde hace tanto tiempo, no puede reemplazarme hasta dentro de tres meses, y quizás los tres se conviertan en seis.

—Usted tiembla y se ruboriza cada vez que acude a la escuela la señorita Oliver.

De nuevo una expresión de sorpresa se dibujó en su rostro. No imaginaba que una mujer se atreviera a hablar de esta manera con un hombre. Yo, por mi parte, me encontraba a gusto en este tipo de conversación. Nunca podía acomodarme a la comunicación con las mentes fuertes, discretas y refinadas, fueran masculinas o femeninas, sin traspasar las defensas de la reserva convencional y cruzar el umbral de la confianza, ganándome un puesto en el mismo centro de su corazón.

—Usted es original, desde luego —me dijo—, y nada tímida. Hay algo valiente en su espíritu y algo perspicaz en su mirada, pero permítame decirle que interpreta mal en parte mis emociones. Las cree más profundas de lo que son. Me concede mayor ración de compasión de la que merezco. Cuando me ruborizo y tiemblo ante la señorita Oliver, no me compadezco, sino que desprecio mi debilidad. Sé que es innoble, una mera fiebre de la carne y no una convulsión del alma. Esta está fija como una roca, firme en las profundidades de un mar inquieto. Conózcame por lo que soy: un hombre frío e inflexible.

Sonreí incrédula.

—Me ha tomado al asalto la confianza —continuó—, y está a su servicio. Soy sencillamente, en estado natural, desprovisto de la túnica sangrienta con la que la cristianidad cubre las deformidades humanas, un hombre frío, duro y ambicioso. De todos los sentimientos, el único que posee un poder duradero sobre mí es el afecto natural. La Razón y no el Sentimiento es mi guía, tengo una ambición ilimitada y un deseo insaciable de elevarme por encima de los demás y superarlos. Venero la resistencia, la perseverancia, la industria y el talento porque son los medios con los que los grandes hombres logran grandes fines y consiguen la mayor eminencia. A usted le sigo la carrera con interés porque la considero un modelo de mujer diligente, ordenada y enérgica y no porque la compadezca por lo que ha sufrido o lo que sufrirá.

 

—Se describe a sí mismo como un simple filósofo pagano —dije.

—No. Hay una diferencia entre yo y los filósofos deístas: yo creo; y creo en el Evangelio. Ha errado el epíteto. Soy un filósofo cristiano, no pagano, seguidor de la secta de Jesús. Como discípulo suyo, adopto sus doctrinas puras, piadosas y benignas y las defiendo, porque he jurado propagarlas. En mi juventud me ganó la religión, que ha cultivado de esta manera mis cualidades originales: del minúsculo germen, el afecto natural, ha cultivado el árbol dominante de la filantropía. De la raíz silvestre y fibrosa de la rectitud humana, ha desarrollado el debido sentido de la justicia divina. De la ambición de ganar poder y renombre para mi ser miserable, ha formado la ambición de expandir el reino de mi Señor y lograr victorias para el estandarte de la cruz. Todo esto ha hecho la religión por mí, utilizando de la mejor manera las materias primas, podando y amaestrando la naturaleza. Pero no ha podido erradicar la naturaleza, ni podrá hacerlo «hasta que este mortal haya asumido la inmortalidad»[56].

Dicho esto, cogió el sombrero, que yacía sobre la mesa junto a mi paleta. Miró una vez más el retrato.

—Es preciosa —murmuró—. Le va bien el nombre de Rosa del Mundo, desde luego.

—¿Y puedo pintarte otro igual?

Cui bono?[57] No.

Cubrió el retrato con la hoja de papel de seda donde solía apoyar la mano al pintar para no manchar la cartulina. Lo que viera de pronto en esta hoja en blanco no puedo saberlo, pero alguna cosa atrajo su atención. La cogió apresuradamente, escudriñó el borde, me dirigió una mirada inenarrablemente extraña y totalmente incomprensible, una mirada que parecía tomar nota de cada detalle de mi cuerpo, rostro y ropas, pues lo traspasó todo, rápida y afilada como un rayo. Separó los labios, como para hablar, pero reprimió la frase que iba a pronunciar, fuera cual fuese.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Nada en absoluto —fue la respuesta, y, volviendo a colocar el papel, vi cómo arrancaba con destreza una tira estrecha del margen, que guardó en el guante. Con un rápido movimiento de cabeza, dijo—: Buenas tardes —y desapareció.

—Bien —exclamé, utilizando una expresión local— ¡es el colmo!

Yo, a mi vez, examiné el papel, pero no vi nada más que unas manchas oscuras de pintura, donde había probado los colores. Medité el misterio durante un minuto o dos, mas me pareció inexplicable, y, como estaba segura de que no tendría mucha importancia, lo aparté del pensamiento y pronto lo olvidé.

Capítulo VII

Cuando se marchó el señor St. John, empezaba a nevar, y continuó durante toda la noche. Al día siguiente, un viento cortante trajo nuevas nevascas, y antes del crepúsculo se cubrió el valle, haciéndose casi intransitable. Cerré las contraventanas, coloqué una alfombra junto a la puerta para evitar que pasara la nieve por debajo, y, tras atizar el fuego, me senté junto a él durante casi una hora escuchando la furia amortiguada de la tormenta. Después encendí una vela, cogí el Marmion y me puse a leer:

Cayó la noche sobre el castillo de Norham,

sobre el hermoso, ancho y profundo río Tweed

y las solitarias montañas de Cheviot.

La colosal ciudadela, la torre del calabozo,

y los muros que a su alrededor se extienden

brillaron con una luz dorada.

Pronto sus versos me hicieron olvidarme de la ventisca.

Oí un ruido que pensé sería el viento sacudiendo la puerta, pero no, era St. John Rivers, que, surgiendo del huracán de hielo y el aullido de la noche, levantó el pasador y se presentó ante mí, su alta figura envuelta en una capa tan blanca como un glaciar. Me desconcerté, pues no esperaba ninguna visita del valle bloqueado aquella noche.

—¿Hay malas noticias? —pregunté—. ¿Ha sucedido algo?

—No. ¡Qué fácil es asustarla! —contestó, quitándose la capa y colgándola de la puerta y volviendo a colocar la alfombra, apartada por su entrada. Pataleó para quitarse la nieve de las botas.

—Voy a manchar su suelo inmaculado —dijo—, pero debe perdonarme por esta vez. —Se acercó al fuego—. Me ha costado mucho trabajo llegar hasta aquí, se lo aseguro —comentó, mientras se calentaba las manos con las llamas—. En un sitio me he hundido hasta la cintura, pero afortunadamente está aún blanda la nieve.

—Pero ¿por qué ha venido? —no pude evitar preguntarle.

—Es una pregunta poco hospitalaria para hacerla a una visita, pero, puesto que me la hace, le diré que, simplemente, para hablar con usted, ya que me he cansado de mis libros mudos y mis habitaciones vacías. Además, desde ayer experimento la emoción de quien ha oído medio cuento y se impacienta por saber el resto.

Se sentó, y recordé su extraña conducta del día anterior, y empecé a temer que había perdido el juicio. Si estaba loco, sin embargo, era una locura muy controlada. Nunca me había parecido más de mármol tallado el hermoso rostro pálido que en esos momentos, iluminado por la luz del fuego mientras apartaba de la frente un mechón de cabello mojado por la nieve. Me entristeció notar en él una huella de dolor y preocupación claramente grabada. Esperé por si decía algo que me fuera siquiera comprensible, pero tenía la mano puesta en el mentón con un dedo sobre los labios: meditaba. Pensé que su mano, al igual que su cara, se veía demacrada. Me llenó el corazón un impulso de compasión, quizás inoportuno, que me llevó a decir:

—¡Ojalá Diana y Mary se vinieran a vivir con usted! No debería estar tan solo, pues descuida su salud.

—En absoluto —dijo—, me cuido cuando me hace falta. Ahora estoy bien. ¿Qué le preocupa de lo que ve en mí?

Dijo esto con una indiferencia abstraída, mostrando que mi inquietud era, por lo menos en su opinión, totalmente superflua. Guardé silencio.

Siguió pasándose el dedo por el labio superior y mirando soñador el fuego brillante. Sintiendo la necesidad de decir algo, pregunté si notaba una corriente fría desde la puerta que estaba detrás de él.

—No, no —contestó con un tono algo quisquilloso.

—Bien —comenté—, si no quiere hablar, no hable. Lo dejaré tranquilo y volveré con mi libro.

Así que despabilé la vela y reanudé mi lectura del Marmion. Poco después, un movimiento suyo atrajo mi atención; sacaba un billetero, del que extrajo una carta, que leyó en silencio; después, la dobló y guardó nuevamente, volviendo a sus meditaciones. Era inútil intentar leer con semejante figura inescrutable delante, y la impaciencia me impidió seguir callada. A riesgo de sufrir un desaire, le hablé:

—¿Ha tenido noticias de Diana y Mary últimamente?

—No desde la carta que le enseñé la semana pasada.

—¿Y no hay cambios en sus propios planes? ¿No se verá obligado a dejar Inglaterra antes de lo que esperaba?

—Me temo que no; no tendré tanta suerte.

Sintiéndome frustrada, decidí cambiar de táctica y hablarle de la escuela y mis alumnas.

—La madre de Mary Garrett se encuentra mejor, por lo que Mary ha vuelto a la escuela esta mañana, y vendrán cuatro chicas nuevas de Foundry Close la semana próxima; habrían venido hoy si no hubiera sido por la nieve.

—¿De veras?

—El señor Oliver paga los honorarios de dos de ellas.

—¿Sí?

—Piensa hacer una fiesta para toda la escuela en Navidad.

—Lo sé.

—¿Lo sugirió usted?

—No.

—¿Quién, entonces?

—Su hija, creo.

—Es típico de ella: tiene muy buen corazón.

—Sí.

Siguió otra pausa. Dieron las ocho en el reloj, lo que pareció despertarlo, porque descruzó las piernas, se irguió en la silla y se volvió hacia mí.

—Deje el libro un momento, y acérquese un poco más al fuego —me dijo.

Perpleja y desconcertada, le obedecí.

—Hace media hora —prosiguió—, hablaba de mi impaciencia por enterarme del final de un relato, pero, después de reflexionar, creo que el asunto funcionará mejor si adopto yo mismo el papel de narrador y usted se convierte en oyente. Antes de empezar, es justo advertirle que la historia le será demasiado familiar, pero los detalles repetidos a menudo adquieren frescura al ser contados por diferentes labios. Por lo demás, viejo o nuevo, es breve.

»Hace veinte años, un pobre párroco, cuyo nombre no importa en este momento, se enamoró de la hija de un hombre rico, que también se enamoró de él, y se casaron en contra de los consejos de sus familiares, que la desheredaron inmediatamente después de la boda. En menos de dos años, la pareja de imprudentes había muerto, y yacían juntos bajo la misma lápida. He visto su tumba, que forma parte del pavimento de un enorme cementerio que rodea la sombría catedral ennegrecida por el hollín, en una ciudad industrial del condado de… Dejaron una hija, que, en el momento de nacer, fue recibida por la Caridad en su gélido regazo, frío como la montaña de nieve que casi me ha atrapado esta noche. La Caridad transportó a la criatura desamparada a la casa de unos familiares ricos de su madre, donde fue recogida por una tía política, de nombre, pues ya hemos llegado a los nombres, la señora Reed de Gateshead. Se ha sobresaltado usted; ¿es que ha oído algo? Supongo que será una rata correteando por las vigas de la escuela, que fue un granero antes de que yo lo mandara reparar y reformar, y los graneros suelen cobijar a las ratas. Continuemos. La señora Reed se quedó diez años con la huérfana, y no me han contado si esta era feliz con ella o no, pero al cabo de este tiempo, la mandó a un lugar que usted conoce, nada menos que la escuela de Lowood, donde usted misma residió durante tanto tiempo. Parece ser que su paso por la institución fue honroso: de alumna, llegó a ser profesora, igual que usted, se me antoja que existen muchos puntos paralelos entre su historia y la de usted, y salió de allí para ser institutriz, un destino también análogo al suyo, y ponerse a instruir a la pupila de un tal señor Rochester.

—¡Señor Rivers! —interrumpí.

—Me imagino lo que siente usted —dijo—, pero conténgase un poco más. Escúcheme hasta el fin; acabo enseguida. Del carácter del señor Rochester, solo sé que le pidió en matrimonio honroso a esta joven, y que en el mismo altar se enteró ella de que tenía una esposa todavía viva, aunque loca. Lo que él hiciera o propusiera después son conjeturas, pero, cuando tuvo lugar un suceso que hizo necesario localizar a la institutriz, se descubrió que había desaparecido, y nadie sabía cuándo, cómo ni adónde se había ido. Salió de Thornfield Hall por la noche, y todos los intentos por encontrarla fueron en vano. Se la buscó por todas partes, mas no se hallaron vestigios de su paradero. Sin embargo, se ha hecho urgente que la encuentren; han aparecido anuncios en todos los periódicos, y yo mismo he recibido una carta de un tal señor Briggs, abogado, comunicándome los detalles que le acabo de relatar. ¿No es una historia curiosa?

—Dígame solo esto —dije—, ya que sabe tanto, estoy segura de que me lo puede decir, ¿qué ha sido del señor Rochester? ¿Cómo y dónde está? ¿Qué hace? ¿Se encuentra bien?

—Ignoro todo lo referente al señor Rochester. La carta solo lo menciona con relación al intento fraudulento e ilegal que he contado. Mejor sería que me preguntase el nombre de la institutriz y los motivos por los que se la busca.

—Entonces, ¿no ha ido nadie a Thornfield Hall? ¿Nadie ha visto al señor Rochester?

—Supongo que no.

—Pero ¿le habrán escrito?

—Por supuesto.

—¿Y qué ha respondido? ¿Quién ha recibido carta suya?

—El señor Briggs da a entender que la respuesta a sus indagaciones no procedía del señor Rochester, sino de una señora, pues está firmada «Alice Fairfax».

 

Me quedé fría y desanimada, porque esto confirmaba mis peores sospechas: era probable que se hubiera marchado de Inglaterra para precipitarse desesperado a algún antiguo refugio del Continente. ¿Y qué narcótico habría buscado para aliviar sus terribles sufrimientos? ¿Quién sería el objeto de su pasión desatada? No me atrevía a imaginarlo. ¡Mi pobre amo y casi esposo, a quien había llamado tantas veces «mi querido Edward»!

—Debe de ser un hombre perverso —comentó el señor Rivers.

—Usted no lo conoce, así que no opine sobre él —contesté acalorada.

—Muy bien —contestó tranquilamente—, y desde luego tengo otras preocupaciones aparte de él, pues he de acabar mi relato. Ya que no quiere preguntarme el nombre de la institutriz, debo decírselo yo. Espere, lo tengo aquí, siempre es mejor que los puntos importantes consten por escrito.

Y de nuevo sacó con parsimonia el billetero, lo abrió y rebuscó hasta encontrar en uno de sus compartimientos un sucio pedazo de papel, arrancado precipitadamente de algún sitio. Reconocí su textura y las manchas de color ultramarino, carmesí y bermellón: era el margen rasgado de la hoja que cubría el retrato. Se levantó y me lo acercó a los ojos, y pude leer, escritas con tinta china con mi propia letra, las palabras «JANE EYRE», obra indudablemente de un momento de distracción.

—Briggs me escribió sobre una tal Jane Eyre —dijo—; el anuncio buscaba a una tal Jane Eyre, y yo conocía a una Jane Elliott. Reconozco que sospechaba algo, pero hasta ayer por la tarde no lo supe con seguridad. ¿Asume usted el nombre y renuncia al seudónimo?

—Sí, sí, pero ¿dónde está el señor Briggs? Quizás él sepa más que usted sobre el señor Rochester.

—Briggs está en Londres, y dudo que sepa nada del señor Rochester, pues no es el señor Rochester quien le interesa. Mientras tanto, descuida usted lo importante preguntando por nimiedades. No me pregunta por qué la buscaba el señor Briggs o qué tenía que decirle.

—Bien, ¿qué quería?

—Simplemente comunicarle que su tío, el señor Eyre de Madeira, ha muerto, que le ha dejado todos sus bienes, y que es usted rica, simplemente eso.

—¿Yo, rica?

—Sí, usted rica, toda una heredera.

Hubo un silencio.

—Por supuesto que debe ratificar su identidad —comenzó de nuevo St. John un rato después—, un paso que no supondrá ningún problema. Después, puede recibir inmediatamente la herencia. Su fortuna está invertida en fondos ingleses. Briggs está en posesión del testamento y de los documentos necesarios.

¡La providencia había vuelto otra carta! Es una cosa espléndida, lector, pasar en un instante de la indigencia a la riqueza, una cosa realmente espléndida, pero es algo difícil de asumir, y más todavía de disfrutar, en un momento. Y existen otras suertes en la vida que son más emocionantes y conmovedoras. Este es un asunto sólido, del mundo real, nada ideal. Todo lo que se asocia con él es sólido y formal, al igual que sus manifestaciones. No saltamos de alegría, ni gritamos «¡hurra!» al enteramos de que tenemos una fortuna, sino que empezamos a pensar en las responsabilidades y meditar sobre los asuntos económicos; surgen consideraciones graves a pesar de la satisfacción, y nos contenemos y reflexionamos sobre nuestra felicidad con seriedad.

Además, las palabras legado y herencia se asocian con las palabras muerte y entierro. Me acababan de decir que había muerto mi tío, mi único pariente. Desde que me había enterado de que existía, había albergado la esperanza de conocerlo algún día, y ya no sería posible. Y este dinero era solo para mí; no para una familia que pudiera disfrutarlo, sino únicamente para mí. Era una bendición, sin duda, y la independencia sería maravillosa. Esta idea, la de ser independiente, me emocionaba realmente.

—Por fin deja de fruncir el ceño —dijo el señor Rivers—, pensé que Medusa la había mirado y la iba a convertir en piedra. ¿Quizás ahora me preguntará cuánto dinero ha heredado?

—¿Cuánto?

—¡Oh, una insignificancia! Nada importante, desde luego, creo que han dicho veinte mil libras. Casi nada, ¿verdad?

—¡Veinte mil libras!

Quedé aturdida otra vez, pues había calculado que serían cuatro o cinco mil. Esta noticia me dejó un momento sin aliento. El señor St. John, a quien nunca había oído reír, se rio de buena gana.

—Bien —dijo—, si hubiera cometido un crimen y yo le hubiera dicho que la habían descubierto, no tendría más aspecto de espanto.

—Es una cantidad muy grande. ¿No cree que hay algún error?

—No hay ningún error.

—Quizás se haya equivocado al leer la cifra, ¿no serían dos mil?

—Está escrito con letras, no cifras: veinte mil.

Me sentí como alguien de apetito moderado que se sienta para comer en una mesa preparada con un banquete para cien personas. El señor Rivers se levantó y se puso la capa.

—Si no fuera una noche tan desapacible —dijo—, mandaría a Hannah para hacerle compañía, ya que se la ve demasiado afectada para quedarse sola. Pero la pobre Hannah no sabría atravesar las montañas de nieve tan bien como yo, pues no tiene las piernas tan largas, así que no tengo más remedio que dejarla a solas con sus penas. Buenas noches.

Cuando hizo ademán de abrir la puerta, me asaltó una idea.

—¡Espere un minuto! —grité.

—¿Y bien?

—Me gustaría saber por qué le escribió el señor Briggs sobre mi caso, o cómo lo conocía a usted, o por qué se imaginó que usted, que vive en este lugar tan apartado, tendría los medios para ayudarle a encontrarme.

—Oh, soy clérigo —dijo—, y a los clérigos nos consultan a menudo sobre las cuestiones más extrañas. —Otra vez iba a abrir la puerta.

—¡No, su explicación no me convence! —exclamé, porque realmente había algo en su respuesta precipitada y perfunctoria que, en vez de aliviar mi curiosidad, más bien la excitó.

—Es un asunto muy curioso —añadí—, y debo saber más al respecto.

—En otra ocasión.

—No, ¡esta noche, esta noche! —me interpuse entre él y la puerta. Se le veía algo turbado.

—¡No se marchará usted antes de contármelo todo! —dije.

—Preferiría no hacerlo en este momento.

—Debe hacerlo.

—Preferiría que se lo contara Diana o Mary.

Naturalmente, estos reparos aumentaron sobremanera mi curiosidad; debía satisfacerla sin demora, y así se lo dije.

—Ya le advertí que era un hombre inflexible —dijo—, difícil de persuadir.

—Y yo soy una mujer inflexible, imposible de disuadir.

—Y además —continuó—, tengo frío. No me afecta su fervor.

—Mientras que yo soy acalorada, y el fuego derrite el hielo. Las llamas han quitado toda la nieve de su capa, convirtiéndola en agua que ha encharcado el suelo, de modo que parece una calle transitada. Si tiene usted la esperanza de que lo perdone alguna vez, señor Rivers, por el terrible delito de estropear el suelo de tierra de una cocina, dígame lo que quiero saber.

—Bien, entonces —dijo—, me rindo; no por su ansia, sino por su perseverancia, me rindo, de la misma manera en que se desgasta una piedra que se cae continuamente. Además, lo ha de saber algún día, así que ¿por qué no ahora? ¿Se llama usted Jane Eyre?

—Por supuesto, eso ya ha quedado claro.

—Puede que no sepa que soy su tocayo, que me bautizaron St. John Eyre Rivers.

—Desde luego que no. Ahora me acuerdo de haber visto la letra E escrita entre sus iniciales en los libros que me ha prestado en diferentes ocasiones, pero nunca me he preguntado lo que significaba. ¿Entonces? No me dirá…

Me detuve, incapaz de creer, y mucho menos expresar con palabras la idea que se me ocurrió de pronto, que tomó cuerpo y se convirtió un segundo más tarde en certeza. Las circunstancias se iban ligando, encajando y ordenando, y la cadena que antes yaciera en un amasijo informe de eslabones se desenmarañó, cada eslabón en su lugar, la conexión perfecta. Supe, por instinto, antes de que St. John pronunciase otra palabra, cuál era la situación, pero no puedo esperar que el lector tenga la misma percepción intuitiva, por lo que repetiré la explicación.