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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Después de esta explicación, dejó el tema, y ni el señor Rivers ni sus hermanas volvieron a mencionarlo. Al día siguiente, salí yo de Marsh End hacia Morton. Al otro día, Diana y Mary partieron hacia el lejano B… Una semana después, el señor Rivers y Hannah se dirigieron a la rectoría, y la vieja granja se quedó vacía.

Capítulo V

Mi hogar, entonces, ya que por fin tengo uno, es una casita rústica: una habitación con las paredes encaladas y el suelo de tierra, que contiene cuatro sillas pintadas y una mesa, un reloj y un armario con dos o tres platos y fuentes de porcelana y un juego de té. Arriba, un dormitorio de las mismas dimensiones que la cocina, una cama de pino y una cómoda pequeña, aunque demasiado grande para mi guardarropa, que es escaso, a pesar de estar algo incrementado por la generosidad de mis amables amigas.

Ha llegado la tarde y he despedido, con una naranja en pago de sus servicios, a la huerfanita que me hace las veces de criada. Estoy sentada sola junto al fuego. Esta mañana he abierto la escuela, y he tenido veinte alumnas. Solo tres de ellas saben leer y ninguna sabe escribir o sumar. Varias saben hacer calceta y unas cuantas saben coser. Hablan con el acento áspero de la región, por lo que tenemos dificultades a la hora de entendernos. Algunas son bastas, toscas y hurañas, además de ignorantes, pero otras son dóciles, con ganas de aprender y un talante que me complace. No debo olvidar que estas campesinas mal vestidas son tan de carne y hueso como los vástagos de la mejor cuna, o que tienen tantas posibilidades de albergar en su corazón los gérmenes de la bondad, refinamiento, buenos sentimientos e inteligencia naturales como las de la genealogía más elevada. Es mi deber cultivar estos gérmenes, y estoy segura de que hallaré placer en el desempeño de este cometido. No espero disfrutar mucho de la vida que se me presenta, pero no dudo de que me brindará bastantes satisfacciones cotidianas si controlo debidamente mi mente y utilizo bien mis talentos.

¿Me he sentido alegre y contenta durante las horas pasadas en la humilde y desnuda escuela esta mañana y esta tarde? Para no engañarme, he de decir que no, que me he sentido muy triste. Me he sentido —sí, sé que soy idiota— pero me he sentido degradada. Dudaba si el paso que había dado me elevaba o hundía en la escala social. Me desconcertaban la ignorancia, la pobreza y la vulgaridad de lo que he oído y visto a mi alrededor. Pero será mejor que no me desprecie demasiado por estos sentimientos, porque sé que son erróneos, lo que supone un paso adelante, y me esforzaré por superarlos. Mañana, espero, los dominaré en parte, y dentro de unas semanas, quizás, los habré eliminado del todo. Dentro de unos meses, es posible que la felicidad de ver el progreso y la mejora de mis alumnas sustituya la repugnancia por la gratificación.

Mientras tanto, me haré una pregunta: ¿Qué es mejor: rendirme a la tentación, hacer caso a la pasión, no esforzarme ni luchar, sino dejarme atrapar por el cepo de seda y dormirme entre las flores que lo rodean; despertar en un país del sur, entre los lujos de una villa de recreo; encontrarme viviendo en Francia, la querida del señor Rochester, loca con su amor, porque me habría amado durante algún tiempo? Me ha querido como no me volverá a querer nadie. Nunca más conoceré el tributo pagado a la belleza, la juventud y el encanto, porque para nadie más tendré estos atributos. Él me tenía afecto y estaba orgulloso de mí, lo que no volverá a ocurrir con otro hombre. Pero desvarío, ¿qué es lo que digo? y, sobre todo, ¿qué es lo que siento? Me pregunto si será mejor ser esclava de una felicidad engañosa en Marsella, febril de éxtasis delusoria durante una hora y ahogada de remordimiento y vergüenza la siguiente, o ser maestra de escuela, libre y honrada, en un rincón de las montañas del salubre corazón de Inglaterra.

Ahora siento que hice bien al escoger los principios y la ley, despreciando y rechazando los locos impulsos de un momento de frenesí. Dios me señaló el camino correcto, y le doy las gracias por su ayuda.

Habiendo llegado a este punto de mis meditaciones vespertinas, me levanté, me acerqué a la puerta y me puse a contemplar la puesta de sol de aquel día de siega, y los tranquilos campos de delante de mi casa, que, como la escuela, distaba media milla de la aldea. Los pájaros cantaban sus últimas notas.

«El aire era suave, el rocío, bálsamo».

Mientras miraba, me consideraba feliz, y me sorprendió darme cuenta de que lloraba. ¿Por qué? Por la condenación que suponía separarme de mi amo, a quien no iba a ver más; por la pena desesperada y la furia desatada, consecuencia de mi partida, que podían llevarlo a desviarse tanto del camino de la rectitud que jamás pudiera tener esperanza de salvación. Con este pensamiento, aparté la mirada del precioso cielo de la tarde y el solitario valle de Morton, y digo solitario, porque en la parte que se extendía ante mis ojos no se veían más edificios que la iglesia y la rectoría, medio ocultas por los árboles, y, en el otro extremo, el tejado de Vale Hall, donde vivía el acaudalado señor Oliver con su hija. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el quicio de piedra de la puerta, pero enseguida me llamó la atención un ruido que procedía de la valla que separaba mi pequeño jardín del prado. Un perro, el viejo Carlo, perdiguero del señor Rivers, empujaba con la nariz la puerta, y St. John se apoyaba allí con los brazos cruzados, el ceño fruncido y una mirada seria, casi airada, fija en mí. Le invité a pasar.

—No, no puedo quedarme. He venido solo a traerle un paquete que han dejado mis hermanas para usted. Creo que contiene acuarelas, lápices y papel.

Fui a cogerlo, pues era un regalo muy bien recibido. Al acercarme a él, examinó mi semblante con austeridad; sin duda las huellas del llanto eran aún evidentes.

—¿El primer día de trabajo ha sido más duro de lo que esperaba? —preguntó.

—No, no, al contrario, creo que con el tiempo me llevaré muy bien con mis alumnas.

—Entonces, ¿su casa o sus muebles la decepcionan? Desde luego, son escasos, pero…

Lo interrumpí:

—Mi casa está limpia y me protege de la intemperie; los muebles son suficientes y cómodos. Me siento agradecida por todo lo que veo, no decepcionada. No soy tan tonta y hedonista como para echar de menos una alfombra, un sofá y unos adornos de plata. Además, hace cinco semanas era una paria, una mendiga y una vagabunda, mientras que ahora tengo amigos, un hogar y un empleo. Me maravilla la bondad de Dios, la generosidad de mis amigos y mi buena fortuna. No me quejo.

—Pero ¿le oprime la soledad? ¿Encuentra oscura y vacía su casita?

—Apenas he tenido tiempo para disfrutar de la tranquilidad, y mucho menos impacientarme por la soledad.

—Muy bien. Espero que esté tan contenta como dice. En cualquier caso, su sentido común le indicará que es muy pronto para dejarse llevar por los temores y las dudas de la mujer de Lot. Por supuesto que no sé lo que dejó usted atrás antes de conocerla yo, pero le aconsejo que se resista con firmeza a las tentaciones de mirar atrás. Siga con empeño su trabajo actual, por lo menos durante algunos meses.

—Es lo que pienso hacer —respondí.

Continuó St. John:

—Es un trabajo arduo controlar las inclinaciones y doblegar las propensiones de la naturaleza, pero sé por experiencia que puede hacerse. Dios nos ha dado, hasta cierto punto, el poder de forjar nuestro propio destino. Cuando nuestra energía parece exigir un sustento imposible de conseguir, cuando nuestra voluntad se inclina hacia un camino que no podemos seguir, no tenemos que morirnos de hambre ni desesperarnos sin reaccionar. Solo tenemos que buscar otro alimento para la mente, tan nutritivo como las viandas prohibidas que anhelábamos probar, y quizás más puro, y labrar para los pies inquietos un camino tan recto y ancho, aunque más rugoso, como el que nos ha construido la Fortuna.

»Hace un año, yo mismo me encontraba muy desdichado, porque creía que me había equivocado al hacerme sacerdote; las obligaciones monótonas me aburrían mortalmente. Anhelaba una vida más activa, las labores más estimulantes de un escritor, un pintor o un orador, cualquier cosa excepto la vida del clérigo. Bajo mi sobrepelliz latía el corazón de un político, un soldado, un partidario de la gloria, la fama y el poder. Meditaba mucho, mi vida era tan desgraciada que tenía que cambiarla o me moriría. Después de una temporada de lucha y tinieblas, se hizo la luz y llegó el alivio. Mi existencia confinada se expandió de pronto hasta una llanura sin límites, oí una llamada del cielo ordenándome que me levantara, hiciera acopio de fuerza, extendiera las alas y emprendiera el vuelo hasta alturas desconocidas. Dios tenía una misión para mí, y para realizarla necesitaría habilidad y fuerza, valor y elocuencia, las mejores cualidades del soldado, del político y del orador: las dotes del buen misionero.

»Decidí hacerme misionero. Desde ese momento, cambió mi talante. Los grilletes se desprendieron de mis facultades, sin dejar más huellas que el dolor de su rozadura, que solo el tiempo puede curar. Mi padre se opuso a mi decisión, por cierto, pero desde su muerte, no existe obstáculo legítimo a mis fines. Una vez ponga en orden unos asuntos, encuentre un sucesor para Morton, deshaga los nudos de un enredo sentimental, el último conflicto con la debilidad humana que sé que he de vencer porque he jurado que lo vencería, parto de Europa hacia Oriente.

Dijo esto con su tono peculiar, reprimido pero enfático, y, cuando acabó de hablar, no me miró a mí, sino el sol poniente, que contemplaba yo también. Ambos estábamos de espaldas al sendero que iba del campo a la valla. No oímos pasos en el camino cubierto de hierba. El único sonido sedante a esa hora y en ese paraje era el murmullo del agua del valle, por lo que nos sobresaltamos cuando oímos exclamar una voz alegre, clara como una campanita:

 

—Buenas tardes, señor Rivers y buenas tardes a ti también, viejo Carlo. Su perro es más rápido en detectar a los amigos que usted, señor; ha empezado a aguzar las orejas y menear la cola cuando aún me hallaba en el otro extremo del campo, y usted aún me da la espalda.

Era cierto. Aunque el señor Rivers se sobresaltó al empezar a oír los sones musicales, como si un trueno hubiera estallado en una nube encima de su cabeza, estaba aún, cuando terminó de hablar, en la misma posición que al principio, con el brazo apoyado en la valla y el rostro mirando al oeste. Se volvió por fin, con deliberación estudiada. A su lado había surgido lo que se me antojó una aparición: una figura vestida de blanco níveo, joven y elegante, armoniosa y esbelta a la vez. Cuando se irguió después de inclinarse para acariciar a Carlo y echó hacia atrás el largo velo, floreció ante nuestros ojos un rostro de una belleza perfecta. La belleza perfecta es una expresión fuerte, pero no me retracto ni la modifico. El término se justifica, en este caso, con unos rasgos tan dulces como jamás se vieran en el clima templado de Albión, unos tintes tan puros de rosa y lirio como jamás crearan sus húmedas galernas y sus cielos brumosos. No faltaba ningún encanto, ni se detectaba ningún defecto. La joven tenía unas facciones regulares y delicadas, ojos de forma y color como en los más bellos retratos: grandes, pardos y expresivos, tiernos y fascinantes, rodeados por unas pestañas largas y oscuras. Tenía las cejas bien dibujadas en una frente blanca y lisa, serena entre tantos colores suaves. Las mejillas eran redondas, frescas y suaves, los labios, también frescos, rojos y bien formados, los dientes regulares y brillantes, la barbilla pequeña con hoyuelo en medio, el cabello lustroso y abundante; en otras palabras, reunía todas las ventajas que configuran el ideal de la belleza. Me quedé maravillada contemplando a aquella joven hermosa, a la que admiré de corazón. La Naturaleza estaría de buen humor cuando la creó, y, olvidándose de los dones frugales que, como madrastra, solía repartir, la dotó con la liberalidad de una abuela.

¿Qué opinaba St. John Rivers de este ángel terrenal? Naturalmente me hice esta pregunta cuando lo vi volverse hacia ella y naturalmente busqué la respuesta a la pregunta en su semblante. Pero ya había apartado la mirada del hada, y contemplaba unas humildes margaritas que crecían junto a la cancela.

—Precioso atardecer, pero algo tarde para que ande usted sola por ahí —dijo, aplastando con el pie las níveas cabezas de las florecillas.

—Pues he vuelto de S… —mencionó el nombre de una ciudad a unas veinte millas de distancia— esta misma tarde. Papá me dijo que había abierto su escuela y que había llegado la nueva maestra, así que, después de tomar el té, me he puesto el sombrero para venir corriendo a conocerla. ¿Es ella? —preguntó, señalándome.

—Sí —dijo St. John.

—¿Cree que le va a gustar Morton? —me preguntó, con un tono de una sencillez agradable, directo e ingenuo, pero algo infantil.

—Espero que sí. Existen muchos incentivos para que así sea.

—¿Ha encontrado a sus alumnas tan aplicadas como esperaba?

—Totalmente.

—¿Le gusta su casa?

—Mucho.

—¿La he amueblado a su gusto?

—Lo ha hecho muy bien.

—¿Y aprueba usted la elección de Alice Wood como ayudante?

—Del todo. Está deseosa de aprender y es muy útil. (Entonces, pensaba, esta es la señorita Oliver, la heredera, ¡favorecida por la fortuna, además de por la naturaleza! Me preguntaba qué feliz combinación de planetas presidiría su nacimiento).

—Vendré a veces para ayudarla a enseñar —añadió—. Será un cambio para mí visitarla de cuando en cuando y me agradan los cambios. Señor Rivers, me lo he pasado muy bien durante mi estancia en S… Anoche, o mejor dicho, esta mañana, bailé hasta las dos. El regimiento… está estacionado allí desde los disturbios, y los oficiales son los hombres más agradables del mundo, que dejan en mal lugar a todos nuestros afiladores de cuchillos y vendedores de tijeras.

Me dio la impresión de que se le torcieron un poco los labios a St. John. Desde luego comprimió la boca y adoptó una expresión más severa y rígida que de costumbre al darle la joven esta información. También apartó la vista de las margaritas y la dirigió a ella, con una mirada seria, inquisitiva y significativa. Ella se rio de nuevo, y le favorecía esta risa, realzando su juventud, sus colores, sus hoyuelos y sus ojos vivos.

Como él permaneciera callado y serio, ella se puso a acariciar otra vez a Carlo.

—El pobre Carlo me quiere —dijo—. Él no se muestra serio y distante con sus amigos, y, si pudiera hablar, no callaría.

Cuando se agachó a acariciar la cabeza del perro, inclinándose con elegancia innata ante el joven y austero amo de este, vi que a él le tiñó el rostro un rubor, los ojos se le iluminaron con un fuego súbito, lleno de una emoción irreprimible. Ruborizado y encendido de esta manera, tenía una belleza masculina casi a la par con la hermosura femenina de ella. Se le henchió el pecho, como si se le hubiera dilatado el corazón contra su voluntad, en un afán por alcanzar la libertad, cansado de una constricción despótica. Pero lo controló, tal como un jinete resuelto controla un corcel encabritado. No respondió ni con palabras ni con gestos a las dulces provocaciones de ella.

—Dice papá que nunca viene a vernos ahora —continuó la señorita Oliver, mirándolo—. Es usted un extraño en Vale Hall. Él está solo esta noche y no se encuentra muy bien. ¿Volverá usted conmigo para visitarlo?

—No es una hora prudente para molestar al señor Oliver —respondió St. John.

—¡Que no es una hora prudente! Ya lo creo que sí. Es la hora en la que más le gusta a papá tener compañía, cuando la fábrica está cerrada y no tiene negocios que atender. Por favor venga, señor Rivers. ¿Por qué es tan tímido y tan sombrío? —y llenó el vacío del silencio de él con su propia respuesta.

—Se me olvidaba —exclamó, sacudiendo su preciosa cabeza llena de rizos, como horrorizada consigo misma—. ¡Soy tan atolondrada! Perdóneme, por favor. No me acordaba de que tiene usted motivos de sobra para no querer parlotear conmigo. Se han ido Diana y Mary, Moor House está cerrada, y usted debe de sentirse muy solo. Lo compadezco de veras. Venga a ver a papá.

—Esta noche no, señorita Rosamond, esta noche no.

St. John habló casi como si fuera un autómata. Solo él sabía lo que le costaba rehusar la invitación.

—Bueno, si va a seguir así de obstinado, lo dejaré. Ya no me atrevo a quedarme más tiempo, porque el rocío ha empezado a caer. ¡Buenas tardes!

Ella extendió la mano, que él rozó apenas.

—¡Buenas tardes! —repitió en voz baja y hueca como un eco. Hizo ademán de marcharse, pero regresó al momento.

—¿Se encuentra usted bien? —preguntó, y con motivos: el rostro de él se había puesto tan blanco como el vestido que llevaba ella.

—Muy bien —pronunció y, con una reverencia, se alejó de la valla. Ella volvió la cabeza para mirarlo mientras caminaba, ligera como un hada, por el prado. Él se marchó con paso firme sin volver la mirada ni una vez.

Este espectáculo del sufrimiento y el sacrificio de otro desvió mis pensamientos de meditar solo sobre mis propias penas. Diana Rivers había pronunciado a su hermano «inexorable como la muerte». No exageraba.

Capítulo VI

Continué desempeñando las tareas de la escuela con toda la energía y constancia de que era capaz. Al principio era un trabajo verdaderamente arduo. Transcurrió algún tiempo antes de que llegara a comprender a mis alumnas, a pesar de mis esfuerzos. Totalmente ignorantes y con las facultades aletargadas, me parecían irremediablemente obtusas, todas por igual, pero no tardé en darme cuenta de que me equivocaba. Había tantas diferencias entre ellas como entre las más instruidas, y según iba conociéndolas, y ellas a mí, estas diferencias aumentaban rápidamente. Una vez vencido su asombro por mi persona, mi lenguaje, mis normas y costumbres, descubrí que algunas de estas rústicas de aspecto torpe se convertían en unas jóvenes bastante despiertas. Muchas eran serviciales y amables, y descubrí entre ellas no pocos ejemplos de cortesía natural y amor propio innato, además de una eficiencia extremada, que se granjearon mi aprobación y mi admiración. Pronto empezaron a disfrutar de realizar con esmero sus deberes, mantenerse aseadas, aprender con asiduidad sus tareas y adquirir unos modales discretos y correctos. La rapidez de su progreso era sorprendente en algunos casos, y me sentía francamente orgullosa de ello. Además, había empezado a apreciar personalmente a algunas de las mejores jóvenes y ellas me apreciaban a mí. Entre mis alumnas había varias hijas de granjeros, casi mujeres ya. Estas ya sabían leer, escribir y coser, y yo les enseñé los rudimentos de la gramática, la geografía, la historia y las labores más finas. Encontré entre ellas disposiciones admirables, ávidas de información y deseosas de mejorarse, y pasé con ellas muchas tardes agradables en sus hogares. Sus padres (los granjeros y sus esposas) me colmaban de atenciones. Hallé placer en aceptar su amabilidad sencilla, y les correspondía con una consideración y un respeto escrupuloso por sus sentimientos a los que no estaban acostumbrados y que les encantaban y les convenían, ya que, al elevarlos a sus propios ojos, les hacía deseosos de merecer el trato que les dispensaba.

Creo que me convertí en una favorita del lugar. Cuando quiera que salía, me saludaban y recibían cordialmente en todas partes. Vivir inmerso en la apreciación de todos, aunque sean de clase trabajadora, es como sentarse al sol, serena y dulcemente, y brotan y florecen bajo este rayo sentimientos íntimos de sosiego. Durante este periodo de mi vida, mi corazón tendía más a henchirse de gratitud que a hundirse en la depresión. Sin embargo, lector, para no engañarte, en medio de esta calma, de esta existencia útil, después de un día dedicado al esfuerzo honorable entre mis alumnas y una tarde dibujando o leyendo sola y feliz, por las noches me visitaban sueños extraños, multicolores, agitados, llenos de ideales, emociones y tormentos, en los que, en escenarios singulares, cargados de aventuras, riesgos y romances, me encontraba una y otra vez con el señor Rochester, siempre en un momento crítico. En esos momentos, se renovaba, con toda la fuerza y pasión, la sensación de estar entre sus brazos, oír su voz, mirarle a los ojos, tocar su mano y su rostro, amarlo y ser amada por él, y la esperanza de pasar la vida a su lado. Y entonces me despertaba, recordaba dónde estaba y cuál era mi situación, y me incorporaba temblorosa y estremecida en mi cama sin dosel y me entregaba a las convulsiones de la desesperación y los estallidos de la pasión, de los que era testigo la noche oscura. A las nueve de la mañana siguiente, abría puntualmente la escuela, tranquila y firme y preparada para realizar las obligaciones cotidianas.

Rosamond Oliver cumplió su palabra de ir a ayudarme. Solía visitar la escuela durante su paseo matutino a caballo. Venía galopando hasta la puerta, seguida de un criado de librea, también a caballo. Es imposible imaginarse nada más exquisito que su aspecto con su vestido de color morado y su gorra de amazona de terciopelo negro, colocado con gracia sobre los largos rizos que acariciaban sus mejillas y le llegaban a los hombros, pero de esta guisa entraba en el edificio rústico y se deslizaba entre las filas de aldeanas encandiladas. Solía presentarse durante la hora en que impartía su clase diaria de catecismo el señor Rivers. Me temo que los ojos de la visitante atravesaban dolorosamente el corazón del joven pastor. Una especie de instinto parecía advertirle de la llegada de ella aunque no pudiese verla, e incluso cuando tenía la espalda vuelta hacia la puerta, si entraba ella, se le incendiaban las mejillas y sus rasgos marmóreos se transformaban de manera inenarrable a pesar de un control riguroso, y expresaban, por su misma inmovilidad, un fervor reprimido más fuerte de lo que pudieran indicar un músculo contraído o una mirada fugaz.

Ella conocía su poder, desde luego, pues él no era capaz de ocultárselo. A pesar de su estoicismo cristiano, cuando ella se acercaba y le dirigía la palabra con sonrisa alegre, alentadora e incluso cariñosa, a él le temblaba la mano y se le incendiaba la mirada. Parecía decir con la mirada triste y resignada lo que no decía con los labios: «Te quiero y sé que me quieres a mí. No me callo por miedo al fracaso. Si te ofreciera mi corazón, creo que lo aceptarías. Pero este corazón ya está preso en un altar sagrado y está preparado el fuego alrededor. Pronto será un sacrificio consumado».

 

Entonces ella hacía pucheros como una niña desilusionada, una nube ensombrecía su rostro radiante, retiraba rápidamente su mano de la suya y se apartaba de él con su aspecto heroico de mártir. Sin duda, cuando se alejaba de él de esta manera, St. John habría dado cualquier cosa por seguirla y obligarla a quedarse, pero no estaba dispuesto a renunciar a su posibilidad de alcanzar el cielo o sacrificar, por el elíseo de su amor, la esperanza de lograr el verdadero paraíso eterno. Además, no era capaz de confinar todas las facetas de su naturaleza —las de vagabundo, de aspirante, de poeta y de sacerdote— dentro de los límites de una sola pasión. No podía ni quería renunciar al amplio campo de guerras salvajes de misionero por los salones y la paz de Vale Hall. Él mismo me confió todas estas cosas durante una incursión en su reserva que me atreví a hacer en una ocasión.

La señorita Oliver me honraba con sus frecuentes visitas a mi casita. Conocía bien su carácter, que no carecía de misterio y subterfugios: era coqueta pero no despiadada, exigente pero no egoísta. La habían mimado desde la cuna, pero no se había echado a perder del todo. Era impulsiva pero jovial; vanidosa (no podía remediarlo, si cada mirada al espejo le revelaba semejante belleza) pero no afectada; generosa, libre del orgullo de los ricos, ingenua, bastante inteligente, alegre, vivaz e irreflexiva. En otras palabras, era encantadora incluso para un observador indiferente de su mismo sexo, como yo, pero no era profundamente interesante ni totalmente extraordinaria. Tenía un calibre de inteligencia muy diferente del de las hermanas de St. John, por ejemplo. No obstante, me agradaba casi tanto como mi alumna Adèle, con la diferencia que existe entre el cariño que engendra una niña a la que hemos cuidado e instruido y el que brindamos a un adulto igualmente atractivo.

Ella se había encaprichado realmente de mí. Decía que me parecía al señor Rivers (aunque, desde luego, reconoció, «ni una décima parte de guapa, aunque era una criatura bastante agradable; pero él era un ángel»). Sin embargo, me encontraba buena, inteligente, serena y firme, como él. Era un lusus naturae[54], afirmó, como maestra de escuela de una aldea, y estaba convencida de que mi historia anterior sería una novela encantadora.

Una tarde, mientras hurgaba en el armario y el cajón de mi cocina, con su habitual diligencia infantil y una curiosidad desconsiderada, aunque no ofensiva, encontró primero dos libros en francés, un tomo de Schiller una gramática alemana y un diccionario; y después, mi material de dibujo y algunos bocetos, incluida una cabeza de una niña angelical, alumna mía, y varios paisajes del valle de Morton y los páramos que lo rodeaban. Primero le pasmó la sorpresa y después le electrizó el entusiasmo.

¿Había realizado yo aquellos dibujos? ¿Sabía francés y alemán? ¡Qué encanto! ¡Qué milagro! Dibujaba mejor que su profesor de S… ¿Querría hacerle un boceto de retrato para enseñárselo a su papá?

—Con mucho gusto —respondí, con un estremecimiento de placer de artista por la idea de copiar un modelo tan perfecto y radiante. En aquel momento llevaba un vestido de seda azul oscuro que dejaba los brazos y el cuello descubiertos, y su único adorno eran sus bucles de color castaño que caían ondulados sobre sus hombros con la elegancia de los rizos naturales. Cogí una hoja de cartulina fina y dibujé con cuidado una silueta. Me reservé el placer de colorearlo, ya que se hacía tarde, y le dije que debía volver a posar otro día.

Me alabó tanto ante su padre que la siguiente tarde llegó acompañada del señor Oliver en persona, un hombre alto, canoso, de mediana edad y de facciones enormes, a cuyo lado su hija parecía una flor junto a una torre blanquecina. Dio la impresión de ser un personaje taciturno y quizás orgulloso, pero se portó amablemente conmigo. Le complació muchísimo el boceto de Rosamond e insistió en que lo convirtiese en retrato completo. También insistió en que fuera a pasar la tarde siguiente a Vale Hall.

Fui, y me pareció una residencia grande y bonita, con abundantes muestras de la riqueza de su propietario. Rosamond estuvo alegre y contenta durante toda mi visita. Su padre estuvo afable y, cuando habló conmigo después de tomar el té, expresó con entusiasmo su aprobación de lo que había logrado en la escuela de Morton, y dijo que lo único que temía era que fuera demasiado buena para el lugar y que lo abandonara por un destino mejor.

—Desde luego —exclamó Rosamond— es lo bastante inteligente como para ser la institutriz de una gran familia, papá.

Yo pensé que prefería estar donde estaba que con la mejor familia del país. El señor Oliver habló del señor Rivers y de toda la familia Rivers con gran respeto. Dijo que era un apellido antiguo e ilustre de la región, que los antepasados eran ricos, antaño dueños de todo Morton y que incluso ahora el respresentante de esa familia podría aliarse con los mejores. Se lamentó de que un joven tan dotado se hubiera decidido a hacerse misionero, que era el desperdicio de una vida tan valiosa. Parecía que el padre de Rosamond no pondría obstáculos a su matrimonio con St. John. Era evidente que consideraba que la cuna, el apellido y la profesión del joven clérigo compensasen de sobra su falta de fortuna.

* * *

Era el cinco de noviembre, día festivo. Mi pequeña criada, después de ayudarme a limpiar la casa, se había marchado, satisfecha con el penique que le había pagado como honorarios por su trabajo. Todo estaba inmaculado y reluciente: el suelo, el hogar y las sillas fregados. Yo también me había aseado, y tenía por delante la tarde para pasarla como quisiera.

Pasé una hora traduciendo unas páginas de alemán, y después cogí la paleta y los lápices para ocuparme con la tarea, más sedante por ser más fácil, de terminar la miniatura de Rosamond Oliver. Ya estaba completa la cabeza y solo me restaba colorear el fondo, matizar los tejidos, dar una pincelada de carmín a los labios carnosos, añadir algún rizo al cabello y oscurecer la sombra de las pestañas bajo los ojos azules. Estaba absorta en la ejecución de estos detalles cuando, tras una breve llamada, se abrió la puerta para dar paso a St. John Rivers.

—He venido para saber cómo está pasando su día de fiesta —dijo—, y espero que no sea en meditaciones. ¿No? Muy bien: dibujando no se sentirá sola. Ya ve que no confío todavía en usted, aunque hasta ahora se adapta estupendamente. Le traigo un libro para que se entretenga por la tarde —y colocó en la mesa la nueva edición de un poema, una de esas producciones genuinas que tan a menudo se otorgaban al afortunado público de aquellos tiempos, la edad de oro de la literatura moderna. Por desgracia, los lectores de hoy tienen menos suerte. Pero ¡valor! No me detendré para acusar ni para lamentarme. Sé que la poesía no se ha muerto ni se ha perdido el genio, ni el Marmion los ha vencido para esclavizar o matarlos, sino que afirmarán algún día su existencia, su presencia, su libertad y su fuerza. ¡Ángeles poderosos, seguros en el cielo! Sonríen mientras triunfan las almas sórdidas y los débiles lloran por su destrucción. ¿La poesía destruida? ¿El genio exterminado? ¡No! ¡No a la mediocridad, no dejéis que la envidia dé pie a este pensamiento! No solo viven, sino que reinan y redimen. Sin su influencia divina, estaríais en el infierno, el infierno de vuestra propia mezquindad.