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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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El señor St. John, sentado tan quieto como los retratos de las paredes, con los ojos fijos en la página que leía y los labios firmemente sellados, era muy fácil de examinar. Si hubiera sido una estatua en vez de un hombre, no habría sido más fácil. Era joven, entre veintiocho y treinta años quizás, alto y esbelto. Su rostro llamaba la atención: era como un rostro griego, de perfil puro, nariz recta y clásica, la boca y la barbilla atenienses. Pocas veces un rostro inglés se acerca tanto a los modelos clásicos como el suyo. Bien podía disgustarse por la irregularidad de mis facciones, cuando las suyas eran tan armoniosas. Tenía los ojos grandes y azules de pestañas color castaño; su amplia frente, clara como el marfil, estaba parcialmente tapada por unos mechones de cabello rubio.



Esta es una descripción atractiva, ¿no es cierto, lector? No obstante, la persona a la que describo no daba la impresión de tener una naturaleza dulce, complaciente, sensible y ni siquiera plácida. Aunque estaba inmóvil, había algo en la nariz, la boca y la frente que me sugerían elementos interiores inquietos, duros o impacientes. No me dijo una palabra ni me dirigió una mirada hasta que regresaron sus hermanas. Diana, en una de sus entradas y salidas mientras preparaba el té, me trajo un pastelillo recién cocido en el horno.



—Cómaselo —dijo—, debe de tener hambre. Hannah dice que no ha tomado más que gachas desde el desayuno.



No lo rechacé, porque se me había despertado el apetito. El señor Rivers cerró el libro, se acercó a la mesa y, al sentarse, me dirigió de pleno una mirada de sus ojos azules y bellos. Había en su mirada una curiosidad abierta, una fijeza inquisitiva y decidida, que indicaban que si no me había observado hasta ese momento, no fue por indiferencia, sino intencionadamente.



—Tiene usted mucha hambre —dijo.



—Sí, señor. —Es mi costumbre, siempre ha sido mi costumbre, contestar instintivamente a la brevedad con la brevedad, y a lo directo con franqueza.



—Es bueno que un poco de fiebre la haya obligado a comer poco los tres últimos días. Habría sido peligroso aplacarle el hambre al principio. Ahora puede comer, aunque con moderación.



—Confío en no comer mucho tiempo a su costa, señor —fue mi respuesta torpe y poco educada.



—No —dijo fríamente—; cuando nos indique dónde residen sus amigos, les escribiremos y la devolveremos con ellos.



—Debo decirle sin rodeos que no puedo hacerlo, ya que carezco totalmente de casa y amigos.



Me observaron los tres, pero sin desconfiar. Me pareció que no había suspicacia en sus miradas; había más curiosidad. Hablo sobre todo de las jóvenes. Los ojos de St. John, aunque eran muy claros en sentido literal, en sentido figurativo, eran muy difíciles de calar. Parecía utilizarlos como instrumentos para hurgar en los pensamientos de los demás más que como agentes para revelar los suyos propios; y esta mezcla de avidez y reserva contribuía más a inquietar que a animar.



—¿Quiere usted decir —preguntó— que se encuentra privada de cualquier relación?



—Sí. No tengo vínculo con ningún ser vivo, ni derecho a que se me reciba bajo ningún techo de Inglaterra.



—¡Una situación extraordinaria a su edad!



En este punto noté que dirigía la mirada a mis manos, dobladas ante mí sobre la mesa. Me preguntaba qué buscaba, pero sus palabras aclararon enseguida su pretensión.



—¿No está casada? ¿Es soltera?



Se rio Diana y dijo:



—Si no puede tener más de diecisiete o dieciocho, St. John.



—Tengo casi diecinueve, pero no estoy casada.



Sentí que un rubor me invadía la cara, porque la alusión al matrimonio despertó recuerdos dolorosos y amargos. Todos vieron mi turbación y agitación. Diana y Mary tuvieron el detalle de apartar sus ojos de mi rostro encendido, pero su hermano frío y severo continuó mirando hasta conseguir arrancarme unas lágrimas también.



—¿Dónde ha vivido últimamente? —preguntó.



—Eres demasiado curioso, St. John —murmuró Mary con voz queda; pero él se inclinó hacia mí y, por medio de otra mirada firme y penetrante, exigió una respuesta.



—Los nombres del lugar donde vivía y de la persona con quien vivía son mi secreto —respondí escuetamente.



—Y, en mi opinión, tiene usted todo el derecho a guardarlo de St. John y de cualquier otro que la interrogue, si le complace —comentó Diana.



—No obstante, si no sé nada de usted o de su historia, no puedo ayudarla —dijo él—. Y necesita ayuda, ¿verdad?



—La necesito, y lo que busco, señor, es que algún filántropo me ayude a encontrar un trabajo que pueda realizar con un salario que me cubra siquiera las necesidades más básicas de la vida.



—No sé si seré un verdadero filántropo; pero sí estoy dispuesto a ayudarla todo lo que pueda a lograr un fin tan honrado. Dígame primero qué es lo que está acostumbrada a hacer y qué es lo que

sabe

 hacer.



Había terminado de tomar el té, que me había dado fuerzas, como el vino a un gigante; me tonificó los nervios y me permitió responder cabalmente a este joven juez.



—Señor Rivers —dije, volviéndome para mirarlo de frente tal como él me había mirado a mí, franca y llanamente—, usted y sus hermanas me han prestado un gran servicio, el mayor que puede prestar el hombre a un semejante: me han rescatado, con su generosa hospitalidad, de la muerte. Esta atención les da un derecho sin límites sobre mi agradecimiento, y cierto derecho sobre mi confianza. Les contaré la parte de la historia de la vagabunda que han amparado ustedes hasta donde puedo sin arriesgar mi propia tranquilidad, mi seguridad moral y física y la de otras personas.



»Soy huérfana, hija de un clérigo. Mis padres murieron antes de que pudiera llegar a conocerlos. Fui criada por unos familiares y educada en una institución benéfica. Les diré incluso el nombre de dicho establecimiento, donde pasé seis años de alumna y dos de profesora: El Orfanato Lowood, en el condado de… Habrá oído usted hablar de él, ¿verdad, señor Rivers? El tesorero es el reverendo Robert Brocklehurst.



—He oído hablar del señor Brocklehurst, y he visto la escuela.



—Salí de Lowood hace un año para convertirme en institutriz. Conseguí un buen puesto y era feliz. Me vi en la obligación de abandonar dicho puesto cuatro días antes de venir aquí. No puedo ni debo explicar los motivos por los que me marché, pues sería inútil y peligroso, y les parecerían increíbles. No soy culpable de nada, estoy tan libre de responsabilidad como cualquiera de ustedes tres. Estoy muy abatida, y así seguiré durante algún tiempo, porque la catástrofe que me hizo dejar una casa que me había parecido el paraíso fue de índole extraña y horrenda. Cumplí solo dos propósitos con mi huida: la rapidez y el sigilo. Para lograr esto, tuve que dejar atrás todo lo que poseía, salvo un pequeño paquete, que, con las prisas y las preocupaciones, se me olvidó en el coche que me trajo a Whitcross. Por lo tanto, llegué totalmente desvalida a este lugar. Dormí dos noches a la intemperie y deambulé durante dos días sin cruzar un umbral. Apenas dos veces en ese tiempo probé comida, y cuando el hambre, la fatiga y la desesperación me habían aproximado al último aliento, usted, señor Rivers, no me permitió morir de hambre en su puerta y me acogió bajo su techo. Sé cuánto han hecho sus hermanas por mí desde entonces, pues no estaba sin sentido durante mi aparente sopor, y debo tanto a la compasión espontánea, sincera y bondadosa de ellas como a la caridad evangélica de usted.



—No la hagas hablar más ya, St. John —dijo Diana cuando hice una pausa—; es evidente que no está en condiciones de excitarse aún. Venga al sofá y siéntese, señorita Elliott.



Me sobresalté involuntariamente al oír el seudónimo, pues se me había olvidado. El señor Rivers, que no perdía detalle, se dio cuenta en el acto.



—¿Ha dicho usted que se llama Jane Elliott? —preguntó.



—Sí que lo he dicho, y me parece conveniente que sea así de momento, pero no es mi verdadero nombre y, al oírlo, se me hace extraño.



—¿No quiere dar su verdadero nombre?



—No; sobre todo temo ser descubierta, por lo que evito cualquier revelación que pueda provocar que lo sea.



—Estoy segura de que hace bien —dijo Diana—. Ahora, hermano, déjala tranquila un rato.



Pero St. John, después de reflexionar unos minutos, reanudó imperturbable su interrogatorio con tanto ahínco como antes.



—No querrá usted depender de nuestra hospitalidad durante mucho tiempo; querrá prescindir cuanto antes de la compasión de mis hermanas, y, sobre todo, de mi

caridad

, soy consciente de la diferencia que ha señalado y no me ofende; ¿quiere ser independiente de nosotros?



—Así es, ya lo he dicho. Muéstrenme cómo trabajar o dónde encontrar empleo; no pido más. Después, déjenme marchar, aunque sea a la chabola más humilde, pero,

hasta entonces

, permítanme quedarme aquí. Me horroriza experimentar de nuevo las penalidades de estar sin techo.



—Por supuesto que se quedará aquí —dijo Diana, posando en mi cabeza su blanca mano.



—Por supuesto que sí —repitió Mary, en el tono de sinceridad sencilla que le era natural.



—Ya ve usted que mis hermanas hallan placer en mantenerla aquí —dijo el señor St. John—, tal como lo hallarían en mantener y cuidar un pajarillo medio congelado que entrase por la ventana impulsado por el viento. Yo me inclinaría a ayudarla a mantenerse usted misma, que es lo que intentaré hacer, pero no olvide que mi esfera de acción es muy limitada. Solo soy titular de una humilde parroquia rural, y mi ayuda ha de ser del tipo más humilde. Y si tiende usted a «despreciar el día de las cosas pequeñas»

, deberá buscar un socorro más eficaz de lo que yo pueda ofrecerle.

 



—Ya ha dicho que está dispuesta a emprender cualquier cosa honrada que sepa hacer —respondió Diana por mí—; y bien sabes, St. John, que no puede elegir a quien la socorre, sino que tiene que soportar a una persona tan arisca como tú.



—Seré costurera, seré jornalera; seré criada o niñera, si no encuentro nada mejor —contesté.



—Bien —dijo fríamente el señor St. John—. Si ese es su espíritu, prometo ayudarla, cuando pueda y como me parezca.



Volvió a enfrascarse en el libro que le ocupara antes de tomar el té. Me retiré pronto, porque había hablado tanto y llevaba levantada tanto tiempo como mis fuerzas me permitían.





Capítulo IV



Cuanto más conocía a los habitantes de Moor House, más me agradaban. En pocos días recuperé fuerzas suficientes para estar todo el día levantada y salir a dar un paseo alguna vez. Me unía a Diana y Mary en todas sus actividades, conversaba con ellas tanto como querían, y las ayudaba en todo lo que me permitían. Encontré un placer reconfortante en esta relación, de un tipo desconocido anteriormente por mí, un placer que residía en una comunión de gustos, sentimientos y principios.



Me gustaba leer los mismos libros que a ellas, disfrutaba de las mismas cosas que ellas y reverenciaba todo lo que ellas aprobaban. Amaban su casita recóndita. Yo también veía un encanto inmenso y duradero en el viejo edificio pequeño y gris, con sus techos bajos, las celosías de sus ventanas, sus muros desgastados, su paseo de abetos zarandeados por los vientos de la montaña, su jardín repleto de tejos y acebos, donde no prosperaban otras flores que las más robustas. Les encantaban los páramos morados de brezo que rodeaban su casa y el valle profundo al final del sendero guijarroso. Este valle daba vueltas entre bancos de helechos y los campos más agrestes que jamás rodearan un páramo desierto, donde pastaba un rebaño de ovejas grises con sus corderos de cara manchada de musgo. A ellas les encantaba este paisaje con el entusiasmo del afecto profundo. Yo comprendía el sentimiento y compartía su fuerza y su sinceridad. Podía apreciar la fascinación del lugar. Sentía la bendición de su soledad y disfrutaba de las líneas ondulantes y los colores con los que teñían los cerros y las cañadas el musgo, las campánulas, la turba cuajada de florecillas, los helechos brillantes y los riscos de granito. Estos detalles me proporcionaban a mí tantos placeres puros y dulces como a ellas. El viento furioso y la brisa suave, los días tormentosos y los apacibles, las auroras y los ocasos, las noches de luna y las nubladas adquirieron para mí el mismo atractivo que para ellas; me envolvieron en el mismo hechizo que a ellas.



Dentro de casa nos llevábamos igualmente bien. Eran más cultas y leídas que yo, pero seguí con entusiasmo el camino de aprendizaje que hollaran antes que yo. Devoraba los libros que me prestaban, y con gran satisfacción discutía con ellas por la noche sobre lo que había leído durante el día. Coincidíamos a la perfección en ideas, opiniones y gustos.



Si alguien destacaba de las tres, era Diana. Físicamente, me superaba con creces: era guapa y vigorosa. En su energía natural, había una abundancia de vitalidad y una seguridad de ánimo que me maravillaban y me resultaban incomprensibles a un tiempo. Yo podía hablar un rato al inicio de la tarde, pero después de la primera efusión de viveza y fluidez, me contentaba con quedarme sentada en un escabel a los pies de Diana, con la cabeza apoyada en sus rodillas, y escucharlas a ella y a Mary alternarse ahondando en temas que yo apenas había rozado. Diana se ofreció a enseñarme alemán. Me gustaba estudiar con ella y me di cuenta de que el papel de profesora le gustaba y le cuadraba, mientras que a mí no me gustaba ni cuadraba menos el de alumna. Se complementaban nuestras naturalezas, y el resultado era un cariño mutuo del tipo más sólido. Descubrieron que sabía dibujar, e inmediatamente pusieron a mi disposición sus lápices y acuarelas. Mi habilidad, en este único punto mayor que la suya, las sorprendió y deleitó. Mary solía sentarse a mirarme durante horas seguidas. Quiso que le diera clases y resultó ser una alumna dócil, inteligente y aventajada. Con estas ocupaciones y diversiones compartidas, los días pasaban como si fueran horas, y las semanas como si fueran días.



En cuanto al señor St. John, la intimidad que nació con tanta naturalidad y tan aprisa entre sus hermanas y yo no se extendió a él. Un motivo de la distancia que aún existía entre nosotros era el hecho de que pasaba poco tiempo en casa. Parece que dedicaba gran parte de su tiempo a visitar a los pobres y los enfermos de entre los feligreses dispersos de su parroquia.



Nada parecía disuadirle de hacer estas visitas pastorales; cuando acababa sus estudios matutinos, con buen o mal tiempo, cogía el sombrero y, seguido de

Carlo

, el viejo perdiguero de su padre, emprendía su misión, si de amor o de deber no sabría decir. A veces, si hacía muy mal día, sus hermanas lo amonestaban. En estos casos, él contestaba, con una sonrisa extraña, solemne más que alegre:



—Si permitiera que una ráfaga de viento o un chaparrón me apartase de estas sencillas tareas, ¿cómo me prepararía tal dejadez para la vida futura que me propongo adoptar?



Diana y Mary solían responder a esta pregunta con un suspiro y unos minutos de meditación sombría.



Además de sus frecuentes ausencias, existía otra cosa que me impedía entablar amistad con él: su naturaleza reservada, abstraída e incluso recelosa. Aunque era escrupuloso en el desempeño de su función solemne e intachable en su vida y costumbres, parecía carecer de la serenidad mental y la felicidad íntima que deberían ser la recompensa de todo buen cristiano y filántropo en activo. A menudo, por las tardes, sentado junto a la ventana ante su escritorio lleno de papeles, dejaba de leer o escribir y apoyaba la barbilla en la mano para entregarse a cavilaciones de no sé qué tipo, pero, por el brillo de sus ojos dilatados, deducía que eran perturbadoras y emocionantes.



Creo, asimismo, que la Naturaleza no era para él el compendio de goces que suponía para sus hermanas. Una sola vez en mi presencia expresó su apreciación por el tosco encanto de las colinas y su afecto innato por el tejado oscuro y los muros encalados de su hogar, pero había más melancolía que placer en su tono y sus palabras. Nunca paseaba por los páramos para buscar su silencio sosegador ni para disfrutar de las mil delicias pacíficas que ofrecían.



Como era tan poco comunicativo, pasó algún tiempo antes de que pudiera calibrar su inteligencia. Tuve el primer indicio de su índole cuando le oí predicar en su propia iglesia en Morton. Quisiera ser capaz de describir aquel sermón, pero está más allá de mis posibilidades. Ni siquiera soy capaz de expresar el efecto que produjo en mí.



Empezó tranquilo, y, de hecho, siguió tranquilo hasta el final, en lo que se refiere a la declamación y la modulación. Pero un fervor sincero a la vez que controlado se infiltró en su timbre claro, incitándole al uso de un lenguaje vigoroso. Creció con una fuerza comprimida, condensada y refrenada. El poder del predicador agitaba el corazón y estimulaba la mente, pero no conmovía. Había una extraña amargura en todo el sermón, una ausencia de ternura reconfortante, y frecuentes alusiones severas a las doctrinas calvinistas —la elección, la predestinación y la reprobación—, y cada referencia a estos puntos parecía una sentencia de condenación eterna. Al acabar, en lugar de sentirme mejor, más serena y elevada por su discurso, experimenté una tristeza indescriptible, porque me parecía a mí, y no sé si a los demás, que la elocuencia que había oído nacía de una profundidad marcada por los turbios posos de la desilusión, donde coexistían los penosos impulsos de anhelos sin saciar y aspiraciones inquietantes. Estaba segura de que St. John Rivers, intachable, concienzudo y escrupuloso como era, todavía no había encontrado la paz de Dios que sobrepasa toda inteligencia, ni estaba más cerca de encontrarla que yo, con mis atormentadoras penas ocultas por el ídolo roto y el paraíso perdido, de las que no he hecho mención últimamente, pero que me obsesionaban y torturaban sin piedad.



Mientras tanto, había transcurrido un mes. Diana y Mary se marcharían pronto de Moor House para regresar a las vidas muy diferentes que las esperaban como institutrices en una gran ciudad de moda del sur de Inglaterra. Cada una desempeñaba sus funciones con una familia cuyos miembros acaudalados y orgullosos las consideraban humildes servidoras, no conocían ninguna de sus habilidades naturales y solo apreciaban sus talentos adquiridos de la misma manera que apreciaban la destreza de sus cocineras o el buen gusto de sus doncellas. El señor St. John aún no me había dicho nada del empleo que había prometido procurarme, pero era evidente que yo debía buscar algún tipo de ocupación. Una mañana, encontrándome a solas con él en el salón, osé acercarme al hueco de la ventana, donde formaban una especie de estudio su mesa, su silla y su escritorio, para hablar con él, sin saber muy bien cómo formular mi pregunta, pues siempre es difícil romper el hielo con las personas tan reservadas, cuando me ahorró la molestia, iniciando él mismo la conversación.



Levantó la vista cuando me aproximé:



—¿Tiene algo que preguntarme?



—Sí. Quiero saber si se ha enterado de algún empleo que pueda emprender.



—Encontré algo hace tres semanas, pero, como se la veía contenta y era útil aquí, pues mis hermanas le tenían cariño y su compañía les proporcionaba mucho placer, no me pareció oportuno interrumpir su bienestar mutuo hasta que la marcha inminente de ellas hiciera necesaria la suya.



—¿Se marchan dentro de tres días?



—Sí, y cuando se vayan, yo regresaré a la rectoría de Morton, acompañado de Hannah, y esta casa quedará cerrada.



Esperé unos momentos a que siguiera con el tema que había sacado, pero parecía haber emprendido otro hilo de reflexión, pues su aspecto delataba una abstracción del asunto que tratábamos, que me era necesariamente de tanto interés que se lo recordé.



—¿Cuál es el empleo que tenía pensado, señor Rivers? Espero que la demora no haya aumentado la dificultad de conseguirlo.



—No, porque es un empleo que depende solo de mí ofrecerlo y de usted aceptarlo.



Hizo una nueva pausa, como si no quisiera continuar. Empecé a impacientarme, hice un gesto de inquietud y le dediqué una mirada ávida y exigente, lo que le transmitió mejor y con menos esfuerzo que las palabras la ansiedad que sentía.



—No tenga prisa por enterarse —dijo—; le diré con franqueza que no tengo nada adecuado ni beneficioso que proponer. Antes de que me explique, le ruego que recuerde que le dije que, si la ayudaba, sería como un ciego ayuda a un cojo. Soy pobre; después de pagar las deudas de mi padre, todo el patrimonio que me quede será esta granja ruinosa con los abetos en la parte de atrás y el árido campo pantanoso, los tejos y los abetos en la parte de delante. Soy modesto; Rivers es un apellido antiguo, pero de los tres descendientes de la familia, dos se ganan el pan trabajando para extraños y el tercero se considera un extranjero en su propio país, no solo en vida, sino también en la muerte. Pero se juzga afortunado con su suerte, y solo anhela el día en que le llegue la cruz que lo separe de las ataduras de la carne, cuando la cabeza de la iglesia militante de la que es un miembro humilde le ordene: «¡Levántate y sígueme!».



St. John dijo estas palabras del mismo modo que pronunciaba sus sermones, con voz grave y baja, rostro pálido y mirada reluciente. Prosiguió:



—Y como yo soy pobre y modesto, no le puedo ofrecer sino un servicio pobre y modesto. Incluso

usted

 puede pensar que es degradante, porque observo que está acostumbrada a una vida que el mundo llama refinada. Sus gustos son exquisitos y ha vivido en compañía de personas cultas. Pero yo no considero degradante ningún servicio que mejore nuestra raza. Considero que cuanto más árido el suelo que debe arar el labriego cristiano, cuanta menos recompensa reciba, mayor es el honor. Su destino, en tales circunstancias, es el del pionero, y los primeros pioneros del Evangelio fueron los apóstoles, cuyo capitán fue el mismísimo Jesús, el Redentor.



—Bien —dije, cuando volvió a detenerse—, prosiga.



Me miró antes de continuar, dando la impresión de leer con calma en mi semblante, como si sus rasgos y líneas fueran las letras de una página. En las reflexiones que hizo a continuación, expresó en parte las conclusiones de este escrutinio.

 



—Creo que aceptará usted el puesto que le ofrezco —dijo—, y lo ocupará durante un tiempo, aunque no para siempre, como tampoco yo podría limitarme para siempre al confinamiento de ser el párroco de un lugar recóndito y tranquilo de la campiña inglesa. En su naturaleza, observo un elemento tan incompatible con el reposo como en la mía, aunque de diferente especie.



—Explíquese —le insté, cuando se detuvo de nuevo.



—Lo haré, y verá usted lo pobre, trivial y restrictiva que es mi propuesta. No me quedaré mucho tiempo en Morton, ahora que ha muerto mi padre y soy dueño de mi persona. Probablemente parta del lugar dentro de doce meses, pero, mientras esté allí, haré todo lo que esté en mi mano por mejorarlo. Cuando llegué a Morton hace dos años, no había escuela, por lo que los hijos de los pobres no tenían ninguna posibilidad de mejorarse. Inauguré una para los muchachos y ahora pretendo abrir otra para las muchachas. Con este fin, he alquilado una casa, con dos habitaciones anexas para que viva allí la maestra, cuyo sueldo será de treinta libras anuales. La casa ya está terminada, con gran sencillez pero adecuada, gracias a una dama, la señorita Oliver, hija única del único rico de la parroquia, el señor Oliver, dueño de una fábrica de agujas y una fundición en el valle. Esta misma señora paga la educación y la ropa de una huérfana del asilo, a cambio de que ayude a la maestra en las humildes tareas de la casa y de la escuela, ya que esta no tendrá tiempo, por su trabajo, de hacerlo personalmente. ¿Quiere usted ser esa maestra?



Me lo preguntó algo precipitadamente, como si esperase un rechazo indignado o, cuando menos, desdeñoso, de su ofrecimiento. Al no conocer todos mis pensamientos y sentimientos, aunque adivinaba algunos, no podía saber bajo qué prisma vería yo la propuesta. Era verdaderamente modesta, pero ofrecía seguridad, algo que yo buscaba; era un trabajo arduo, pero, comparado con ser institutriz en una casa acomodada, también independiente, y el miedo de la servidumbre a los desconocidos se me clavaba en el alma como un hierro candente. No era indigno, ni indecoroso ni mentalmente degradante. Tomé mi decisión.



—Le agradezco la propuesta, señor Rivers, y la acepto de todo corazón.



—Pero ¿me ha comprendido? —dijo—. Es una escuela rural; sus alumnas serán muchachas pobres, hijas de jornaleros o, como mucho, de labradores. Solo tendrá que enseñarles a hacer calceta, coser, leer, escribir y un poco de aritmética. ¿Qué va a hacer con sus conocimientos? ¿En qué va a utilizar la mayor parte de su cerebro, sus sentimientos y sus gustos?



—Los guardaré hasta que me hagan falta. No se echarán a perder.



—Entonces, ¿sabe con lo que se enfrenta?



—Lo sé.



Sonrió, y no con una expresión amarga o triste, sino llena de felicidad y satisfacción.



—¿Y cuándo empezará a ejercer sus funciones?



—Mañana iré a mi casa y, si usted quiere, abriré la escuela la semana próxima.



—Muy bien, que así sea.



Se levantó y cruzó la habitación. Se detuvo y me miró de nuevo, moviendo la cabeza.



—¿Qué es lo que desaprueba usted, señor Rivers? —le pregunté.



—No se quedará usted mucho tiempo en Morton, desde luego.



—¿Por qué? ¿Qué motivos tiene para decir eso?



—Lo leo en sus ojos: delatan una naturaleza que no es capaz de mantenerse constante en la vida.



—No soy ambiciosa.



La palabra «ambiciosa» lo sobresaltó. Repitió:



—No. ¿Qué le ha hecho pensar en la ambición? ¿Quién tiene ambición? Sé que yo la tengo, pero ¿cómo lo ha sabido?



—Yo hablaba por mí.



—Pues si no es ambiciosa, es… —hizo una pausa.



—¿Qué?



—Iba a decir apasionada, pero usted podría malinterpretar la palabra y ofenderse. Quiero decir que la dominan de manera poderosa los afectos y las simpatías humanas. Estoy seguro de que no le agradará durante mucho tiempo pasar a solas sus horas de ocio y dedicar sus horas de trabajo a una tarea monótona sin ningún estímulo, de la misma manera que a mí no me agradaría —añadió enfático— vivir aquí enterrado en la ciénaga, encarcelado por las montañas, contraviniendo la naturaleza que Dios me ha dado, desaprovechando los dones que me ha conferido el cielo. Se dará cuenta de que me contradigo. Yo, que he predicado la resignación a una vida humilde, y justificado la vocación incluso de «los leñadores y aguaderos al servicio de toda comunidad»

, yo, su ministro ordenado, casi enloquezco de inquietud. Bien, de alguna manera hay que ajustar las inclinaciones con los principios.



Salió de la habitación. En aquella breve entrevista, descubrí más sobre él que en todo el mes anterior; sin embargo, aún me desconcertaba.



Diana y Mary Rivers se ponían cada vez más tristes porque se aproximaba el día en que tendrían que separarse de su hermano y su casa. Ambas se esforzaban por aparentar normalidad, pero era tal la pena con la que luchaban que no pudieron dominarla ni ocultarla del todo. Diana dio a entender que esta separación sería distinta de todas las anteriores, pues probablemente, en el caso de St. John, durase muchos años, quizás toda la vida.



—Lo sacrificará todo por las decisiones que tomó hace tantísimo tiempo —dijo—, incluso sus afectos naturales y sentimientos aún más fuertes. St. John da la impresión de serenidad, Jane, pero esconde una pasión en sus entrañas. Puede que usted lo considere pacífico, pero para algunas cosas es inexorable como la muerte. Y lo peor es que mi conciencia no me permite disuadirle de su decisión, y desde luego no lo culpo por querer hacer lo que es correcto, noble y cristiano. Sin embargo, me parte el corazón —y sus bellos ojos se llenaron de lágrimas. Mary inclinó la cabeza sobre su labor.



—Ya hemos perdido a nuestro padre; pronto perderemos nuestra casa y a nuestro hermano —murmuró.



En ese momento ocurrió un pequeño incidente, aparentemente un acto del destino, que demostró el acierto del dicho «las desgracias nunca vienen solas», y para agravar aún más su disgusto, ilustraba la filosofía del cuento de la lechera. Pasó St. John delante de la ventana leyendo una carta, y después entró.



—Se ha muerto el tío John —dijo.



Ambas hermanas se quedaron paralizadas. La noticia no pareció sorprenderlas ni afligirlas, sino más bien impresionarlas.



—¿Muerto? —repitió Diana.



—Sí.



Fijó su mirada en el rostro de su hermano.



—Y entonces, ¿qué? —preguntó en voz baja.



—Y entonces, ¿qué, si ha muerto? —respondió, con un semblante impasible como el mármol—. Entonces, ¿qué? Entonces, nada. Lee.



Echó la carta en su falda. Ella la leyó y la pasó a Mary. Mary la leyó en silencio, y después la devolvió a su hermano. Se miraron los tres, y sonrieron, con una sonrisa melancólica y pensativa.



—¡Alabado sea Dios! Aún podremos vivir —dijo por fin Diana.



—Por lo menos no seremos más pobres que antes —comentó Mary.



—Solo que hace recordar con fuerza

lo que hubiera podido ser

 —dijo el señor Rivers— y contrasta vivamente con

lo que es

.



Dobló la carta, la guardó en su escritorio y salió nuevamente.



Durante unos minutos, nadie habló. Luego se volvió hacia mí Diana y dijo:



—Jane, la sorprenderemos con nuestros misterios y nos creerá duros de corazón por no conmovernos por la muerte de un pariente tan íntimo como es un tío, pero nunca lo hemos conocido. Era hermano de mi madre, y él y mi padre riñeron hace mucho tiempo. Un consejo suyo fue lo que hizo que mi padre arriesgara la mayoría de sus bienes en la especulación que le causó la ruina. Hubo recriminaciones mutuas entre ellos, se separaron enfadados y nunca se reconciliaron. Después, mi tío se dedicó a unas empresas más rentables y parece ser que acumuló una fortuna de unas veinte mil libras. No se casó, y no tenía parientes más cercanos que nosotros, y solo un familiar del mismo grado de