Za darmo

Jane Eyre

Tekst
Oznacz jako przeczytane
Jane Eyre
Jane Eyre
Audiobook
Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
29,94 
Szczegóły
Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
E-book
20,79 
Szczegóły
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Seguía allí la luz, débil, aunque constante. Intenté caminar de nuevo, arrastrando lentamente mi cuerpo agotado en dirección a ella. Crucé oblicuamente la colina y atravesé un amplio pantano, lo cual no habría sido posible en invierno, y ahora, en pleno verano, fue difícil. Dos veces me caí, pero me levanté e hice acopio de fuerzas. Esa luz era mi última esperanza y debía llegar a ella.



Una vez hube cruzado el pantano, vi una línea blanca en el páramo. Me acerqué a ella; era un sendero o vereda, y conducía directamente a la luz, que brillaba desde una especie de otero, rodeado de unos árboles, abetos por lo que podía distinguir de su forma y follaje en la oscuridad. Desapareció mi estrella al acercarme, tapada por algún obstáculo que se interponía entre ella y yo. Extendí la mano para tantear la masa oscura, y palpé las toscas piedras de un muro bajo, con una especie de panzada encima y un seto alto y espinoso al otro lado. Avancé a tientas. Delante, distinguí un objeto blancuzco: era una verja, que se balanceó al tocarla. A cada lado crecía un arbusto, probablemente acebos o tejos.



Cuando pasé por la verja entre los arbustos, se hizo visible la silueta de una casa negra, baja y muy alargada, pero la luz ya no se veía. Todo estaba a oscuras. ¿Se habrían acostado los ocupantes? Temía que así fuese. Al buscar la puerta, doblé un ángulo y volvió a aparecer la luz acogedora, a través de los rombos de una diminuta ventana con celosía, casi a flor de suelo, que parecía aún más pequeña por la hiedra u otra planta trepadora que la rodeaba, cuyas hojas crecían abundantes sobre esa porción de la casa. El hueco de la ventana era tan estrecho que no necesitaba cortinas ni persianas, y cuando me agaché y aparté la rama que la cubría, pude ver todo lo que había dentro. Vi una habitación con el suelo lijado y bien fregado; un aparador de nogal, con hileras de platos de peltre, que reflejaban los destellos rojos y radiantes de un fuego de turba. Vi un reloj, una mesa de pino y algunas sillas. La vela cuya luz me sirviera de baliza ardía sobre la mesa, y su luz iluminaba a una mujer mayor de aspecto algo tosco, aunque escrupulosamente limpia, como todo lo que la rodeaba, que hacía calceta.



Miré por encima estos objetos, que no tenían nada de extraordinario. Junto al fuego se encontraba un grupo más interesante, inmóvil en la paz y el calor que emanaban de ahí. Eran dos mujeres jóvenes y agraciadas, evidentemente señoras, sentadas, una en una mecedora baja, y la otra en un taburete más bajo aún. Ambas llevaban ropa de crespón y fustán de luto riguroso, que realzaba la finura de sus dulces rostros. Un viejo perdiguero apoyaba su enorme cabeza en las rodillas de una de las jóvenes, mientras que la otra llevaba en el regazo un gato negro.



¡Qué extraño que una humilde cocina albergase a semejantes ocupantes! ¿Quiénes serían? No podían ser hijas de la anciana, que tenía un aspecto rústico, mientras que ellas se veían delicadas y cultivadas. Nunca había visto rostros como los suyos, a pesar de lo cual me parecía conocer cada línea. No puedo decir que fueran bellas, pues eran demasiado pálidas y serias; inclinadas sobre sendos libros, su aspecto pensativo rayaba en la severidad. Sobre un atril, había una segunda vela y dos grandes tomos, que consultaban a menudo, aparentemente comparándolos con los libros más pequeños que tenían en las manos, como si consultaran un diccionario para ayudarlas a realizar una traducción. La escena era tan silenciosa como si fueran sombras todas las figuras, y un cuadro la habitación alumbrada por el fuego. Era tan silenciosa que oía caer las cenizas de la chimenea y el tictac del reloj en un rincón apartado, e incluso me imaginaba que oía los golpecitos de las agujas de la mujer. Cuando una voz vino a romper por fin el extraño silencio, la oí claramente.



—Escucha, Diana —dijo una de las estudiantes aplicadas—; Franz y el viejo Daniel se encuentran juntos por la noche, y Franz le cuenta un sueño del que acaba de despertar aterrorizado, ¡escucha! —y leyó en voz queda un pasaje del que no entendí palabra, pues era una lengua desconocida para mí, ni francés ni latín. No sabía si sería griego o alemán.



—Tiene fuerza —dijo cuando acabó—, me encanta.



La otra muchacha, que había levantado la cabeza para escuchar a su hermana, con la vista fija en el fuego repitió una línea de lo que había oído. Más adelante supe de qué idioma y de qué libro se trataba; por lo tanto, cito aquí esa línea, aunque la primera vez que la oí, me sonó como unos golpes metálicos sin ningún sentido.



Da trat hervor Einer, anzusehen wie der Sternen Nacht

. ¡Muy bien! —exclamó, con un brillo en los ojos oscuros—. ¡Ahí tienes la representación fiel de un arcángel! Esa línea vale por cien líneas rimbombantes.

Ich wäge die Gedanken in der Schale meines Zornes und die Werke mit dem Gewichte meines Grimms

. ¡Me gusta!



Y se quedaron calladas de nuevo.



—¿Existe un país donde hablen de esa manera? —preguntó la anciana, levantando los ojos de su labor.



—Sí, Hannah, un país mucho más grande que Inglaterra, donde no hablan de otra manera.



—Pues entonces, no sé cómo harán para entenderse; pero si alguna de ustedes fuera allí, supongo que la entenderían.



—Probablemente entendiéramos algo de lo que dijeran, pero no todo, Hannah, porque no somos tan listas como crees. No hablamos alemán, y tampoco sabemos leerlo sin la ayuda de un diccionario.



—¿Y para qué les sirve?



—Pensamos enseñarlo alguna vez, por lo menos a nivel elemental, y ganaremos más dinero que ahora.



—Supongo que así será, pero dejen de estudiar; ya han hecho suficiente para esta noche.



—Creo que tienes razón: estoy cansada. ¿Y tú, Mary?



—Cansadísima. Después de todo, es un trabajo arduo afanarse con un idioma sin más maestro que un diccionario.



—Es verdad; especialmente con un idioma como este maravilloso

Deutsch

 tan complicado. Me pregunto cuándo volverá St. John.



—Seguro que no tardará mucho: son las diez —mirando un pequeño reloj de oro que sacó del cinto—. Llueve a cántaros. Hannah, ¿quieres hacer el favor de mirar cómo va el fuego del salón?



Se levantó la mujer y abrió una puerta, a través de la cual vislumbré un pasillo; la oí atizar el fuego de una habitación interior, y después regresó.



—Ah, niñas —dijo—, ¡qué pena me da entrar ahora en aquella habitación! Se ve tan solitaria con la butaca vacía y arrinconada.



Enjugó unas lágrimas con el delantal; las dos jóvenes, antes serias, ahora se pusieron tristes.



—Pero ha ido a un lugar mejor —prosiguió Hannah—; no debemos desear que esté aquí de nuevo. Nadie puede querer una muerte más dulce que la suya.



—¿Dices que no nos mencionó? —preguntó una de las damas.



—No le dio tiempo, niña; su padre se fue en un periquete. Se había encontrado un poco mal el día anterior, pero nada importante, y cuando le preguntó St. John si quería mandar buscar a alguna de las dos, se rio de él. Al otro día, hace ya una quincena, tenía la cabeza algo pesada, se durmió y ya no se despertó más. Su hermano lo encontró tieso cuando entró. ¡Vaya, niñas! fue el último del viejo linaje, pues ustedes y el señor St. John son de otra pasta, aunque su madre era como ustedes, y casi igual de estudiosa. Es usted su viva imagen, Mary; Diana se parece más a su padre.



Yo las encontraba tan parecidas que no sabía qué diferencia notaba la vieja criada (pues había llegado a la conclusión de que era tal). Ambas eran claras de tez y esbeltas de cuerpo; ambas tenían distinción e inteligencia en el rostro. Una de ellas, tengo que decir, tenía el cabello de un tono más oscuro que la otra, y lo llevaban de diferente estilo: el pelo castaño de Mary tenía raya en medio y estaba recogido en trenzas; los rizos más oscuros de Diana caían sobre su cuello. Dieron las diez en el reloj.



—Querrán cenar, supongo —comentó Hannah—, y el señor St. John también, cuando venga.



Y se dispuso a preparar la comida. Se levantaron las damas, me imagino que para retirarse al salón. Hasta ese momento, estaba tan ocupada observándolas a ellas, su aspecto y su conversación habían despertado en mí un interés tan vivo, que casi había olvidado mi propia situación desolada, que ahora me volvió a la mente, más desolada, más desesperada que nunca por el contraste. ¡Qué imposible me pareció despertar en las ocupantes de la casa una preocupación por mí, hacer que creyesen en la realidad de mi necesidad y mis penas, para que me ofreciesen un descanso de mis vagabundeos! Me acerqué a tientas a la puerta y llamé titubeante, pensando que esta idea era solo un sueño. Hannah la abrió.



—¿Qué quiere? —preguntó, con tono sorprendido, contemplándome a la luz de la vela que tenía en la mano.



—¿Puedo hablar con las señoras?



—Más vale que me diga a mí qué es lo que tiene que decirles. ¿De dónde viene?



—Soy forastera.



—¿Qué asunto la trae a esta casa?



—Pido pasar la noche en un cobertizo o en cualquier rincón, y un pedazo de pan para comer.



En el rostro de Hannah se asomó la desconfianza, exactamente lo que más temía yo.



—Le daré un trozo de pan —dijo, después de una pausa—, pero no podemos albergar a una vagabunda, no es posible.



—Por favor, déjeme hablar con sus amas.



—Desde luego que no. ¿Qué pueden hacer ellas por usted? No debería estar vagando por ahí ahora, con este mal tiempo.



—¿Pero adónde iré si usted me echa? ¿Qué será de mí?



—Ya supongo que sabrá usted adónde ir y qué hacer. Pero ojo con portarse mal, ¿eh? Tenga un penique y váyase.

 



—Con un penique no puedo comer, y no me quedan fuerzas para seguir adelante. ¡Por el amor de Dios, no cierre usted la puerta!



—Debo hacerlo; está entrando la lluvia.



—Llame a las señoras. Déjeme verlas.



—De ninguna manera. Usted no es todo lo que debería ser, o no armaría este escándalo. ¡Márchese!



—Si me echa, moriré.



—¡Qué va! Creo que está tramando algo, para venir de esta forma a la casa a estas horas de la noche. Si viene acompañada de malhechores, ladrones o algo así, ya puede decirles que no estamos solas, que hay un caballero y perros y escopetas. —Y con estas palabras, la criada honrada pero inflexible cerró de golpe la puerta y echó el cerrojo.



Esto fue el colmo. Una punzada de dolor, una agonía de desesperación, me partió el corazón. Estaba realmente exhausta; no era capaz de dar un paso. Me dejé caer en el umbral, gimiendo, retorciéndome las manos y llorando de angustia absoluta. ¡El espectro de la muerte! ¡Mi última hora se aproximaba espantosa! ¡Qué aislamiento! ¡Qué destierro de mis semejantes! Se habían perdido, por lo menos momentáneamente, el ancla de la esperanza y el apoyo de la fortaleza, aunque luché por recuperarlos.



—Solo me queda morir —me dije—, y creo en Dios. Intentaré acatar su voluntad en silencio.



No solo pensé estas palabras, sino que las pronuncié; haciendo un esfuerzo, desterré todas las penas al fondo de mi corazón y me esforcé por mantenerlas ahí, quietas y mudas.



—Todos los hombres hemos de morir —dijo una voz muy cerca de mí—; pero no todos estamos condenados a morir de una muerte lenta y prematura, tal como sería la suya si se muriese de hambre aquí.



—¿Quién o qué cosa habla? —pregunté, aterrorizada por el sonido inesperado e incapaz de colegir esperanzas de socorro en ninguna circunstancia. Había una forma, pero la oscuridad de la noche y mi vista debilitada no permitieron que pudiera distinguir de qué forma se trataba. El recién llegado llamó a la puerta urgente e insistentemente.



—¿Es usted, señor St. John? —gritó Hannah.



—Sí, sí. Abre deprisa.



—¡Pues bien mojado y cansado vendrá en semejante noche! Pase usted, sus hermanas están preocupadas por usted y yo creo que merodean unos maleantes por aquí. Ha venido una mendiga… ¡si está ahí todavía! ¡Levántese, por Dios! ¡Váyase de ahí!



—¡Calla, Hannah! Tengo unas palabras que decir a esta mujer. Tú has cumplido con tu deber echándola, ahora deja que cumpla yo con el mío, admitiéndola. Estaba cerca, y he oído lo que decíais. Creo que este es un caso especial y debo, cuando menos, examinarlo. Levántese, joven, y pase a la casa.



Le obedecí con dificultad. Poco después, me encontré de pie dentro de la cocina limpia y alegre, junto al fuego, temblorosa y enferma, y consciente de mi aspecto espantoso, desaliñado y curtido por la intemperie. Las dos señoras, su hermano, el señor St. John, y la vieja criada me observaban todos.



—St. John, ¿quién es? —oí que preguntaba una.



—No lo sé, la encontré en la puerta —fue la respuesta.



—¡Qué blanca está! —dijo Hannah.



—Tan blanca como la nieve o la muerte —contestaron—. Se va a caer: que se siente.



Me daba vueltas la cabeza, me caí y me acogió una silla. Todavía era dueña de mis sentidos, aunque era incapaz de hablar en ese momento.



—Quizás se reponga con un poco de agua. Tráela, Hannah. Pero si está demacrada. ¡Qué delgada y pálida está!



—¡Como un fantasma!



—¿Está enferma, o solo famélica?



—Creo que famélica. ¿Es eso leche, Hannah? Dámela, y un poco de pan.



Diana (a quien conocí por los largos rizos que se interpusieron entre el fuego y yo cuando se agachó) partió un pedazo de pan, lo mojó en la leche y me lo acercó a los labios. Tenía cerca su cara, y vi que estaba llena de lástima y noté compasión en su aliento entrecortado. Observé la misma emoción tranquilizadora en sus palabras:



—Intente comer.



—Sí, inténtelo —repitió suavemente Mary, mientras su mano me quitaba el sombrero calado y me sostenía la cabeza. Probé lo que me ofrecían, primero despacio y después ávidamente.



—No le deis demasiado al principio, despacio —dijo el hermano—; ya ha tomado bastante —retirando la taza de leche y el plato de pan.



—Un poco más, St. John, mira qué hambre se ve en sus ojos.



—No más de momento, hermana. Veamos si puede hablar ahora; pregúntale su nombre.



Me sentí con fuerzas para hablar y respondí:



—Me llamo Jane Elliott —pues estaba aún ansiosa por evitar ser descubierta, y había resuelto asumir un nombre falso.



—¿Y dónde vive? ¿Dónde están sus amigos?



Callé.



—¿Podemos avisar a algún conocido?



Negué con la cabeza.



—¿Qué explicación tiene para su estado?



De alguna manera, ahora que había cruzado el umbral de la casa y me encontraba delante de sus dueños, ya no me sentía paria, vagabunda ni desterrada del mundo. Me atreví a dejar de ser una mendiga y recobrar mis modales y carácter naturales. Empecé a ser dueña de mí misma de nuevo, y cuando St. John me pidió una explicación, que estaba demasiado débil para proporcionarle, después de una breve pausa, le dije:



—Señor, no puedo darle los detalles esta noche.



—Pero entonces —dijo— ¿qué pretende usted que haga por usted?



—Nada —contesté. Solo tenía fuerzas para hacer respuestas cortas. Diana empezó a hablar:



—¿Quiere usted decir —preguntó— que ya le hemos dado toda la ayuda que precisa, y que podemos lanzarla al páramo en esta noche de lluvia?



La contemplé. Pensé que tenía un rostro excepcional, imbuido de fortaleza y bondad. De pronto, me armé de valor. Respondiendo con una sonrisa a su mirada compasiva, dije:



—Me fío de ustedes. Si fuera un perro vagabundo sin amo, sé que no me echarían de su casa esta noche, por lo que no tengo miedo. Hagan por mí y conmigo lo que deseen, pero dispénsenme de hablar mucho, ya que me falta el aliento, y siento espasmos al hablar. —Me miraron los tres y callaron.



—Hannah —dijo por fin St. John—, deja que se quede aquí sentada un momento, y no le hagas preguntas. Dentro de diez minutos, dale lo que queda de la leche y el pan. Mary y Diana, vayamos al salón para hablar del asunto.



Se retiraron. Al poco tiempo, volvió una de las jóvenes, no sé cuál. Me embargaba una especie de estupor placentero, ahí sentada junto a la chimenea. En voz baja, le dio instrucciones a Hannah. Poco después, con la ayuda de la criada, logré subir una escalera y quitarme la ropa empapada; me recibió una cama cálida y seca. Di las gracias a Dios, sintiendo un arrebato de gratitud en medio del agotamiento inenarrable, y me dormí.





Capítulo III



Tengo un recuerdo muy borroso de los tres días y noches que siguieron a este incidente. Me acuerdo de algunas de las sensaciones que experimenté en ese intervalo, pero de pocas de las ideas que me pasaron por la mente y de ninguno de mis actos. Sabía que me hallaba en una cama estrecha en un cuarto pequeño. Parecía formar parte de aquella cama, donde yacía inmóvil como una piedra, como si arrancarme de allí casi hubiera sido matarme. No me fijaba en el paso del tiempo: del cambio de mañana a tarde, de tarde a noche. Cuando alguien entraba o salía del cuarto, me enteraba; incluso sabía quién era quién; comprendía lo que decían si estaban cerca de mí, pero me era imposible despegar los labios o mover el cuerpo. Hannah, la criada, era mi visitante más asidua. Me molestaban sus visitas. Tenía la sensación de que quería que me fuera, de que no comprendía ni a mí ni mis circunstancias, de que estaba predispuesta en mi contra. Diana y Mary acudían al cuarto una o dos veces al día. Susurraban junto a mi lecho cosas como estas:



—Menos mal que la hemos recogido.



—Sí. Si se hubiera quedado toda la noche a la intemperie, la habríamos encontrado muerta en la puerta a la mañana siguiente. Me pregunto qué le habrá ocurrido.



—Terribles penalidades, sin duda, ¡pobre viajera fatigada!



—Por su manera de hablar, deduzco que no es una persona inculta. Tiene muy buen acento y la ropa que llevaba era de buena calidad y poco gastada, a pesar de estar manchada y mojada.



—Tiene una cara peculiar; aunque enjuta y demacrada, me agrada; me imagino que será bonita cuando se ponga fuerte y se anime.



En ningún momento de sus conversaciones pronunciaron ni una sílaba de pesadumbre por haberme brindado su hospitalidad, ni de suspicacia o aversión hacia mi persona, lo que me consolaba.



El señor St. John vino solo una vez. Me miró y dijo que mi estado de letargo se debía a la fatiga excesiva y prolongada. Declaró que no hacía falta llamar a un médico, pues estaba seguro de que la naturaleza me sanaría mejor sin ayuda. Dijo que cada nervio debió de sufrir de alguna forma y que todo mi organismo necesitaba mucho reposo. No padecía ninguna enfermedad, y suponía que mi recuperación, una vez iniciada, sería rápida. Ofreció estas opiniones en pocas palabras y en voz queda y sosegada, y añadió, tras una pausa, en el tono de un hombre poco dado a las expansiones, que «tenía una fisonomía poco corriente, que no daba muestras de vulgaridad o degradación».



—Al contrario —contestó Diana—. A decir verdad, St. John, la pobre criatura me enternece. Espero que podamos prestarle ayuda permanente.



—Es poco probable —respondió él—. Verás cómo será una joven que ha tenido un malentendido con sus amigos y se ha alejado de ellos imprudentemente. Quizás podamos devolverla con ellos si no resulta muy obstinada, pero veo por las líneas de su rostro que no se dejará manipular fácilmente. —Se quedó contemplándome unos minutos, y añadió—: Parece sensata, pero no es nada guapa.



—Está muy enferma, St. John.



—Enferma o sana, nunca será guapa. Sus rasgos carecen absolutamente de gracia y armonía.



Al tercer día, me encontraba mejor; al cuarto, podía hablar, moverme, incorporarme y darme la vuelta en la cama. A la hora que deduje era la de comer, Hannah me trajo gachas y tostadas. Comí con apetito; la comida estaba buena, libre del sabor febril que había contaminado todo lo que había comido hasta entonces. Cuando me dejó, me sentía relativamente fuerte y repuesta y, poco tiempo después, me invadió el hartazgo de tanto reposo y el deseo de moverme. Quería levantarme, pero ¿qué podía ponerme? Solo poseía la ropa manchada, con la que había dormido y me había caído en el pantano. Me daba vergüenza presentarme ante mis benefactores con semejante indumentaria, pero me habían ahorrado esa humillación.



En una silla junto a la cama se encontraban todas mis cosas, limpias y secas. El vestido de seda negra colgaba de una percha en la pared. Le habían quitado las huellas de barro y las arrugas provocadas por el agua, y estaba muy presentable. Hasta los zapatos y las medias estaban limpios y aseados. Encontré en la habitación todo lo que necesitaba para lavarme, además de un peine y un cepillo para arreglarme el cabello. Después de muchos esfuerzos, deteniéndome cada cinco minutos para descansar, conseguí vestirme. La ropa me venía grande, pues había adelgazado mucho, pero me tapé los defectos con un chal, y con aspecto limpio y respetable de nuevo, sin una mota de polvo ni señales del desorden que tanto me molestaba y degradaba, salí del cuarto y me deslicé por una escalera de piedra y, apoyándome en el pasamanos, pasé por un corredor estrecho y bajo y llegué a la cocina.



Esta despedía un aroma a pan recién hecho, y el calor de un fuego generoso. Como se sabe, es muy difícil arrancar de un corazón cuyo suelo no ha sido abonado por la educación los prejuicios, que crecen allí fuertes, como la mala hierba entre las piedras. Al principio, Hannah se había mostrado fría e inflexible; después, se había ablandado un poco, y, cuando me vio entrar pulcra y bien vestida, incluso me sonrió.



—¿Qué, ya se ha levantado? —dijo—. Se encuentra mejor, entonces. Siéntese en mi silla junto a la chimenea, si quiere.



Señaló una mecedora y me senté en ella. Se ajetreaba a mi alrededor, escudriñándome de cuando en cuando con el rabillo del ojo. Se volvió hacia mí mientras sacaba unos bollos del horno y me preguntó bruscamente:



—¿Había mendigado alguna vez antes de venir aquí?



Durante un momento, me sentí indignada pero, recordando que no tenía motivos para enfadarme y que, efectivamente, me había presentado ante ella como una mendiga, le respondí tranquilamente, mas no sin cierta severidad:

 



—Se equivoca usted al creerme una mendiga, pues no lo soy más que usted o sus jóvenes amas.



Después de una pausa, dijo:



—No entiendo: supongo que no tiene ni casa ni níquel.



—La falta de una casa o níquel, supongo que quiere usted decir dinero, no convierte a alguien en mendiga, tal como usted lo entiende.



—¿Es usted instruida? —preguntó al rato.



—Sí, mucho.



—Pero ¿no habrá ido a un internado?



—He estado ocho años en un internado.



Abrió desmesuradamente los ojos.



—Entonces, ¿cómo es que no se sabe mantener?



—Me he mantenido y confío en volver a hacerlo. ¿Qué va a hacer con esas grosellas? —inquirí, viéndola sacar una cesta llena de fruta.



—Tartas.



—Démelas para que se las limpie.



—No, no quiero que haga nada.



—Pero tengo que hacer algo. Démelas.



Asintió e incluso me trajo un trapo limpio para que me lo extendiera encima de la falda, «por si la ensucia», me dijo.



—No está acostumbrada a trabajar de criada, lo veo por sus manos —comentó—. ¿Acaso ha sido modista?



—No, se equivoca. No importa lo que yo haya sido; no se caliente usted la cabeza, y dígame el nombre de esta casa.



—Algunos la llaman Marsh End y otros Moor House.



—¿Y el caballero que vive aquí se llama St. John?



—No, él no vive aquí, solo está pasando unos días. Su casa está en su parroquia de Morton.



—¿Esa aldea que está a unas millas de aquí?



—Sí.



—Y, ¿qué es él?



—Es clérigo.



Recordé la respuesta de la vieja ama de llaves de la rectoría, cuando pedí ver al párroco.



—Entonces, ¿esta casa era la de su padre?



—Sí; aquí vivía el viejo señor Rivers, y su padre, su abuelo y su bisabuelo antes.



—¿Se llama, entonces, St. John Rivers?



—Sí; su nombre de pila es St. John.



—¿Y sus hermanas se llaman Diana y Mary Rivers?



—Sí.



—¿Ha muerto su padre?



—Murió de una embolia hace tres semanas.



—¿No tienen madre?



—Ella murió hace muchos años.



—¿Ha vivido usted muchos años con la familia?



—He vivido treinta años aquí. He criado a los tres.



—Eso demuestra que es usted una criada honrada y leal. Lo reconozco, aunque ha tenido la desfachatez de llamarme mendiga.



Me contempló con asombro.



—Creo que me he equivocado respecto a usted —dijo—, pero hay tanto maleante por ahí, que tiene que perdonarme.



—¿Aunque —proseguí con severidad— quería echarme de la casa en una noche tan mala que no hubiera echado ni a un perro?



—Sé que fui dura, pero ¿qué puede hacer una? Pensaba más en las niñas que en mí misma, ¡pobrecitas! No tienen a nadie más que a mí para que las cuide. A veces soy algo arisca.



Me quedé unos minutos callada y seria.



—No debe tener mala opinión de mí —comentó.



—Pero sí que la tengo —dije—, y le voy a decir por qué. No tanto porque se negara a ofrecerme asilo o porque me considerase una impostora, sino porque me ha reprochado ahora que no tuviese casa ni «níquel». Algunas de las mejores personas del mundo han sido tan pobres como yo; y si es usted cristiana, no debería considerar que la pobreza sea un delito.



—Tiene usted razón —dijo—; también me lo dice el señor St. John, y veo que me he equivocado, pero ahora tengo una opinión muy diferente de usted. Parece una criatura de lo más decente.



—Eso está bien, ahora la perdono. Démonos la mano.



Puso en mi mano la suya callosa y manchada de harina, y una sonrisa más cordial iluminó su rostro tosco; desde ese momento fuimos amigas.



Era evidente que a Hannah le gustaba charlar. Mientras yo limpiaba la fruta y ella preparaba la masa para las tartas, no paró de contarme detalles sobre sus amos fallecidos y «su prole», como llamaba a los jóvenes.



El viejo señor Rivers, me dijo, era un hombre sencillo, aunque un caballero del mejor linaje que se puede encontrar. Marsh End pertenecía a los Rivers desde siempre, y tenía, según afirmó, unos doscientos años, aunque pareciera una casa humilde y pequeña que no se podía comparar con la mansión del señor Oliver en el valle de Morton. Ella recordaba al padre de Bill Oliver, que había sido jornalero en la fábrica de agujas, mientras que los Rivers habían sido caballeros en la época del rey Enrique, como se podía comprobar consultando los registros de la iglesia de Morton. Sin embargo, reconoció, el viejo amo era como cualquiera, nada extraordinario, loco por la caza y la tierra y esas cosas. La señora había sido diferente. Era una gran lectora y muy estudiosa, y los «críos» habían salido a ella. No había familia como la suya en esa parte, y nunca la había habido: a los tres les gustaba estudiar, casi desde que empezaron a hablar, y siempre habían sido «muy suyos». El señor St. John quería ir al colegio y ser clérigo cuando fuera mayor, y las chicas buscarían un puesto de institutriz en cuanto salieran de la escuela pues muchos años antes el padre había perdido una gran cantidad de dinero al arruinarse un hombre en el que había confiado; y como no era lo bastante rico como para darles fortuna, debían valerse por sí mismos. Hacía mucho tiempo que no vivían en casa, y ahora habían venido a pasar unas semanas a causa de la muerte de su padre. Pero les gustaban mucho Marsh End y Morton y los páramos y las colinas de los alrededores. Habían ido a Londres y a otras grandes ciudades, pero siempre decían que no había ningún lugar como el hogar; y se llevaban muy bien, nunca reñían ni discutían. No conocía a una familia más unida.



Como ya había terminado de limpiar las grosellas, le pregunté adónde habían ido las dos señoritas y su hermano.



—Se han ido de paseo a Morton; pero volverán en media hora para tomar el té.



Regresaron a la hora que había vaticinado Hannah. Entraron por la puerta de la cocina. El señor St. John, cuando me vio, simplemente me hizo una reverencia y siguió adelante; las dos jóvenes se detuvieron. Mary expresó amable y serenamente, con pocas palabras, el placer que le proporcionaba verme lo bastante bien para haber bajado; Diana me tomó la mano y dijo, moviendo la cabeza:



—Ha debido esperar a que yo le diese permiso antes de bajar. Aún está muy pálida y ¡tan delgada! ¡Pobre, pobrecita!



La voz de Diana me recordó el arrullo de las palomas. Tenía unos ojos que me encantaba contemplar. Todo su rostro me parecía lleno de encanto. El semblante de Mary era igualmente inteligente, y sus rasgos igualmente bonitos; pero tenía una expresión más reservada, y unos modales, aunque amables, algo más distantes. Diana tenía en su porte y su forma de hablar cierta autoridad: estaba claro que tenía mucha voluntad. Por naturaleza, yo hallaba placer en ceder ante una autoridad como la suya y en inclinarme ante una voluntad férrea, cuando me lo permitían la conciencia y el amor propio.



—¿Y quién le manda estar aquí? —continuó—. No es su puesto. A veces Mary y yo nos sentamos en la cocina, porque en casa nos gusta permitirnos algunas licencias, pero usted es una invitada, y debe ir al salón.



—Estoy muy a gusto aquí.



—No es verdad, con Hannah dando vueltas alrededor y cubriéndola de harina.



—Además, el fuego es demasiado fuerte —intervino Mary.



—Desde luego —añadió su hermana—. Venga, debe ser obediente. —Y, sin soltarme la mano, me hizo levantar y me condujo a la habitación interior.



—Siéntese ahí —dijo, colocándome en el sofá—, mientras sacamos las cosas y preparamos el té; es otro privilegio que nos otorgamos en nuestra casita de los páramos: hacer nuestras propias comidas cuando nos apetece, o cuando Hannah está ocupada horneando, lavando o planchando.



Cerró la puerta, dejándome a solas con el señor St. John, que estaba sentado enfrente, con un libro o un periódico en la mano. Exam