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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Cuando dijo esto, me soltó y me contempló. La mirada fue peor que el puño implacable. Pero solo una idiota hubiera sucumbido ahora. Había desafiado y frustrado su ira; debía eludir su pena: me alejé en dirección a la puerta.

—¿Te vas, Jane?

—Me voy, señor.

—¿Me dejas?

—Sí.

—¿No vendrás conmigo? ¿No serás mi consuelo, mi salvación? ¿No significan nada para ti mi amor profundo, mi pena indecible, mi súplica desesperada?

¡Qué tristeza inenarrable había en su voz! ¡Qué difícil fue repetir con firmeza: «Me voy»!

—Jane.

—Señor Rochester.

—Retírate, pues; te doy permiso, pero recuerda que me dejas angustiado. Vete a tu propio cuarto; medita todo lo que he dicho, Jane, y piensa en mis sufrimientos, piensa en mí.

Me volvió la espalda y se tumbó boca abajo sobre el sofá.

—¡Oh, Jane, mi esperanza, mi amor, mi vida! —salió angustioso de su boca, seguido de un sollozo profundo y grave.

Ya había alcanzado la puerta, pero, lector, retrocedí tan decidida como me había alejado. Me arrodillé junto a él, volví su rostro hacia mí, le besé en la mejilla, le acaricié el cabello con la mano.

—Que Dios lo bendiga, mi querido amo —dije—. Que le proteja de todo mal, que le guíe y consuele, y que le recompense por su bondad hacia mí.

—El amor de mi pequeña Jane hubiera sido la mejor recompensa —contestó—; sin él, tengo roto el corazón. Pero Jane me dará su amor, con nobleza y generosidad.

La sangre se agolpó en su rostro, sus ojos llameaban fuego, se levantó de un salto, me tendió los brazos; pero eludí su abrazo y salí inmediatamente de la habitación.

«¡Adiós!», gritó mi corazón al dejarlo. Añadió la desesperación: «¡Adiós para siempre!».

* * *

No pensaba dormir aquella noche, pero me quedé dormitando en cuanto me acosté en la cama. Mis pensamientos me transportaron a escenas de mi infancia. Soñé que yacía en el cuarto rojo de Gateshead, que era una noche oscura y extraños temores poblaban mi mente. Aquella luz que me hiciera desvanecer tanto tiempo atrás, rememorada en esta visión, pareció deslizarse por la pared y detenerse, temblorosa, en el centro del techo tenebroso. Levanté la cabeza para mirar, y el techo se deshizo en nubes altas y borrosas; había un brillo como el de la luna antes de penetrar los jirones de bruma. La vi venir, con rara anticipación, como si su disco fuera a llevar escrita una sentencia. Se asomó como jamás se asomara la luna por detrás de una nube: primero una mano separó los pliegues oscuros y los apartó; después resplandeció sobre el fondo azul no la luna sino una blanca forma humana, que inclinó hacia la tierra su rostro esplendoroso. Se dirigió a mi espíritu, con un tono infinitamente lejano y a la vez tan cercano que susurró dentro de mi corazón:

«Hija mía, ¡huye de la tentación!».

«Lo haré, Madre».

Así respondí después de despertar de un sueño hipnótico. Aún era de noche, mas las noches son cortas en julio, pues llega la aurora poco después de medianoche. «No puede ser demasiado pronto para iniciar la tarea que he de cumplir», pensé. Me levanté. Estaba vestida, porque solo me había quitado los zapatos. Sabía dónde encontrar en los cajones algo de ropa blanca, un guardapelo y una sortija. Al buscar estos objetos, tropecé con las cuentas de un collar de perlas que me había obligado a aceptar el señor Rochester unos días antes. Lo dejé, pues no era mío: era de la novia quimérica que se había esfumado en el aire. Junté en un paquete los otros objetos; guardé en el bolsillo el monedero, que contenía veinte chelines (todo lo que tenía); me puse el sombrero de paja, abroché el chal, cogí el paquete y los zapatos, que no me puse aún, y me deslicé fuera del cuarto.

«¡Adiós, buena señora Fairfax!» susurré al pasar silenciosa ante su puerta. «¡Adiós, queridísima Adèle!» dije, mirando su cuarto. No podía pensar en pasar adentro para abrazarla. Tenía que engañar un oído afilado: por lo que sabía, ya podía estar escuchando.

Habría pasado sin detenerme ante el dormitorio del señor Rochester; pero, como se detuvo momentáneamente mi corazón, mis pies tuvieron que seguir su ejemplo. Nadie dormía ahí dentro: su ocupante paseaba inquieto de un lado a otro, suspirando una y otra vez mientras escuché. El cielo, un cielo temporal, me esperaba en esta habitación si yo quisiera; solo debía entrar y decir:

«Señor Rochester, lo amaré y viviré con usted toda la vida hasta mi muerte», y una fuente de éxtasis manaría hasta mis labios. Pensé en ello.

El amable señor, que no podía dormir ahora, esperaba impaciente la llegada del día. Me mandaría llamar por la mañana: me habría marchado. Me haría buscar: en vano. Se sentiría abandonado, sentiría el amor rechazado, sufriría, quizás se desesperase. Pensé en eso también. Mi mano se tendió hacia el picaporte: la contuve y seguí mi camino.

Bajé melancólica la escalera. Sabía lo que tenía que hacer y lo hice mecánicamente. Busqué la llave de la puerta lateral de la cocina; busqué también un frasco de aceite y una pluma, con los que engrasé la llave y la cerradura. Cogí agua y pan, porque quizás tuviese que caminar lejos, y mis fuerzas, algo mermadas últimamente, no debían abandonarme. Hice todo esto sin hacer el menor ruido. Abrí la puerta, salí y la cerré en silencio. La aurora resplandecía con debilidad en el patio. Las grandes puertas estaban cerradas con llave, pero había una portezuela en una de ellas que se cerraba solo con un pestillo. Salí a través de ella, y también la cerré; estaba fuera de Thornfield.

Más allá de los campos, a una milla de distancia, se encontraba una carretera que iba en dirección contraria a Millcote, una carretera por la que nunca había ido, pero que había visto a menudo, preguntándome adónde conduciría; allí dirigí mis pasos. No me permití reflexionar ahora, ni mirar atrás, ni siquiera hacia adelante. No me permití un pensamiento, ni sobre el pasado ni sobre el futuro. Aquel era una página de tal divina dulzura, tan terriblemente triste, que leer una línea disolvería mi valor y destrozaría mis energías. Este era una página en blanco: algo así como el mundo después del diluvio.

Bordeé los campos, los setos y los senderos hasta después del alba. Creo que era una espléndida mañana de verano: sé que los zapatos, que me había puesto cuando abandoné la casa, se mojaron enseguida de rocío. Pero no miré el sol naciente, ni el cielo radiante, ni el despertar de la naturaleza. El que atraviesa un bello paisaje camino del patíbulo no piensa en las flores que alegran su paso, sino en el tajo y la cuchilla del hacha, en la separación de huesos y venas, en la sepultura esperando abierta para recibirlo después; y yo pensé en la triste fuga y el vagar sin hogar, ¡con qué sufrimiento pensé en lo que había dejado atrás! No podía evitarlo. Pensé en él ahora, en su cuarto, observando la salida del sol, esperando que fuera yo pronto a decirle que me quedaría con él y sería suya. Deseaba fervientemente ser suya; anhelaba volver; no era demasiado tarde; aún podía ahorrarle el amargo dolor de la separación. De momento, estaba segura, no habrían descubierto mi huida. Podía regresar para ser su consuelo y su orgullo, redimirlo de la desdicha, quizás de la perdición. ¡Cómo me atormentaba el miedo a su abandono de sí mismo, mucho más que mi abandono de él! Era como una cabeza de flecha con púa clavada en mi pecho: desgarraba al intentar sacarla y me debilitaba cuando la Memoria la clavaba más adentro. Comenzaron a cantar los pájaros entre la maleza y los matorrales. Los pájaros eran fieles a sus compañeros, eran símbolos del amor. ¿Y qué era yo? En medio del dolor de corazón y de la lucha descarnada con mis principios, me odiaba a mí misma. La aprobación de mi propia conducta no era un consuelo, ni siquiera lo era el respeto por mí misma. Había herido y abandonado a mi amo. Resultaba odiosa a mis propios ojos. Sin embargo, no pude volver sobre mis pasos. Debió de ser Dios quien me empujó hacia adelante. En cuanto a mi voluntad y conciencia, el dolor apasionado había pisoteado la primera y ahogado la segunda. Lloraba desenfrenada al hollar mi solitario camino: iba cada vez más deprisa, como un demente. Me invadió una debilidad que empezó dentro de mí, se extendió a mis extremidades y me caí: permanecí tumbada en el suelo durante algunos minutos, con la cara aplastada contra la turba húmeda. Tenía el temor —o la esperanza— de morir allí, pero pronto me puse a cuatro patas y después en pie, aún decidida a alcanzar la carretera.

Cuando lo hice, me vi obligada a sentarme para descansar bajo un seto; allí sentada, oí el sonido de unas ruedas y vi aproximarse un coche. Me levanté y alcé la mano; se detuvo. Le pregunté al cochero adónde iba y mencionó un lugar muy lejano, donde estaba segura de que el señor Rochester no tenía amigos ni familiares. Le pregunté cuánto dinero haría falta para que me llevara allí; él dijo que treinta chelines; le contesté que solo tenía veinte; dijo que intentaría conformarse. Me dio permiso para meterme dentro del coche, que estaba vacío; subí, cerró la puerta y emprendimos la marcha.

Amable lector, espero que nunca padezcas lo que yo padecí entonces. Que nunca broten de tus ojos unas lágrimas tan tempestuosas, abrasadoras y dolorosas como las que brotaron de los míos. Que nunca clames al cielo con ruegos tan angustiosos y desesperanzados como los que salieron de mis labios. Que nunca temas ser la causa de la desgracia del que más amas.

Capítulo II

Han pasado dos días. Es una tarde de verano; el cochero me ha dejado en un lugar llamado Whitcross. No podía llevarme más lejos por la cantidad que le había pagado, y no me quedaba ni un chelín más en el mundo. El coche está ya a una milla de distancia, y estoy sola. En este momento, me doy cuenta de que se me ha olvidado coger el paquete del bolsillo del coche, donde lo había puesto a buen recaudo; allí está y allí se quedará, y yo soy paupérrima.

 

Whitcross no es un pueblo, ni siquiera una aldea; solo es el cruce de cuatro caminos, marcado por un poste de piedra, pintado de blanco, para que se vea de lejos y en la oscuridad, supongo. Salen cuatro brazos de lo alto: el pueblo más próximo, según la inscripción, está a diez millas, y el más lejano, a más de veinte. Los nombres familiares de estos pueblos me indican en qué condado me he apeado, uno del norte de la zona central, ensombrecido por páramos y bordeado por montañas, lo que compruebo con mis propios ojos. Grandes páramos se extienden detrás y a cada lado, y se ven las ondulaciones de montañas más allá del hondo valle que yace a mis pies. Esta zona debe de ser poco poblada, y no veo transeúntes en los caminos que se despliegan, blancos, anchos y solitarios, hacia el este, el oeste, el norte y el sur, todos tallados en los páramos, con poblados brezales silvestres que les llegan hasta los bordes. Sin embargo, puede que pase algún viajero, y no quiero que nadie me vea ahora: los forasteros podrían preguntarse qué hago dando vueltas al poste, claramente perdida y sin rumbo fijo. Podrían hacerme preguntas, y no podría dar ninguna respuesta que no pareciera increíble o despertara sospechas. No tengo un solo vínculo con la sociedad humana en estos momentos, ninguna esperanza me llama a acudir adonde se encuentran mis semejantes, y nadie que me viese me dedicaría un pensamiento amable ni un buen deseo. No tengo más familiares que la madre universal: la Naturaleza. Buscaré su seno para descansar.

Me dirigí enseguida a los brezales; caminé por una hondonada que surcaba el páramo marrón y vadeé entre los matorrales, que me llegaban hasta las rodillas. Seguí sus vueltas y cuando me encontré en un paraje recóndito junto a una roca de granito ennegrecido por el musgo, me senté debajo. Estaba rodeada de lomas de páramo, la roca me protegía la cabeza, y sobre ella se extendía el cielo.

Pasó algún tiempo antes de que me sintiese tranquila, incluso aquí, pues me inquietaba un vago temor de que merodearan cerca reses salvajes, o de que me descubriera algún montero o cazador furtivo. Si una ráfaga de viento barría los campos, levantaba la vista, temiendo que fuera la embestida de un toro; si silbaba una avefría, me imaginaba que era un hombre. Pero, viendo que mis miedos eran infundados, y calmada por el profundo silencio que acompañaba la caída de la noche, empecé a sentir confianza. Todavía no me había puesto a pensar, solo escuchaba, vigilaba y temía, pero ahora recuperé la facultad de la reflexión.

¿Qué iba a hacer? ¿Adónde podía ir? Preguntas insoportables, porque no podía hacer nada, ni ir a ningún sitio. Aún quedaba delante de mi cuerpo fatigado y tembloroso un largo camino antes de llegar a algún lugar habitado, donde, para conseguir alojamiento, tendría que solicitar fría caridad, mendigar compasión recalcitrante, e inevitablemente incurrir en rechazo antes de que nadie escuchara mi historia o socorriera mis necesidades.

Toqué el brezo: estaba seco y aún tibio por el calor del día estival. Miré el cielo: estaba despejado y centelleaba una bonita estrella solitaria encima del borde del barranco. Caía el rocío, aunque con una suavidad benigna. No soplaba la más mínima brisa. La Naturaleza me pareció clemente y buena; pensé que me quería, desterrada como estaba, y yo, que del hombre solo esperaba la desconfianza, me aferré a ella con cariño filial. Esta noche, por lo menos, sería su huésped, además de ser su hija. Mi madre me acogería sin pedirme dinero. Todavía me quedaba un pedazo de pan, el resto de un panecillo que había comprado en un pueblo por el que pasamos por la tarde con un penique suelto, mi última moneda. Unos arándanos maduros brillaban acá y allá, como cuentas de azabache entre los brezos. Recogí un puñado, y los comí con el pan. El hambre, antes acuciante, aunque no se sació, se calmó con esta colación de ermitaño. Al terminarla, recé las oraciones vespertinas y después elegí mi lecho.

El brezo era muy frondoso junto a la roca. Cuando me tumbé, me cubría los pies y los costados, dejando solo un resquicio para que lo invadiera el aire de la noche. Doblé el chal por la mitad y me lo eché encima a modo de colcha; un montículo de musgo me sirvió de almohada. Así instalada, no tenía frío, por lo menos al principio de la noche.

Mi descanso habría sido bastante pacífico si no lo hubiera roto el corazón entristecido, que se lamentaba por sus heridas abiertas, su sangría interna y sus fibras destrozadas. Temblaba por el señor Rochester y su suerte, lo lloraba con amarga pena, lo añoraba con una nostalgia infinita e, indefenso como un pajarillo con las dos alas rotas, se estremecía en sus esfuerzos por alcanzarlo.

Agotada por estos pensamientos dolorosos, me puse de rodillas. Había llegado la noche y habían salido los astros; era una noche segura y serena, demasiado serena para que la invadiese el miedo. Sabemos que Dios está en todas partes, pero lo cierto es que nos damos más cuenta de su presencia en aquellos lugares donde vemos sus obras más grandiosas, y es en el cielo nocturno despejado, en el que los mundos de Dios siguen su trayectoria en silencio, donde vemos más claramente su infinidad, su omnipotencia y su omnipresencia. Me había arrodillado para rogar por el señor Rochester. Alzando la vista, vi, borrosa por las lágrimas, la gran vía láctea. Recordando lo que era —cuántos sistemas barrían el espacio con su suave huella de luz—, sentí el poder y la fuerza de Dios. Estaba segura de su eficacia para salvar lo que había creado, y me convencí de que no había de perecer ni la tierra ni una sola de las almas que cobijaba. Mi plegaria se convirtió en acción de gracias: la Fuente de la Vida también era el Salvador de los espíritus. El señor Rochester estaba a salvo: era de Dios, y Dios lo protegería. Me acurruqué de nuevo contra el seno de la colina y pronto olvidé mis penas en el sueño.

Pero al día siguiente me acechó la Necesidad, pálida y desnuda. Mucho tiempo después de dejar sus nidos los pajarillos, mucho después del alba, cuando acudieron las abejas en busca de la miel del brezo antes de secarse el rocío, cuando el sol llenaba el cielo y la tierra y acortaba las sombras alargadas de la aurora, me levanté y miré alrededor.

¡Qué perfecto día, cálido y sereno! ¡Qué desierto dorado, este inmenso páramo con sol por doquier! Deseaba vivir allí y formar parte de él. Vi corretear un lagarto por el risco, afanarse una abeja entre los dulces arándanos. En ese momento, hubiera querido convertirme en lagarto o abeja, para poder encontrar la comida adecuada y una morada permanente. Pero era un ser humano, con las necesidades de tal, y no debía rezagarme donde no podía cubrirlas. Me levanté, mirando el lecho que abandonaba. Sin esperanzas para el futuro, solo deseaba que mi Hacedor hubiese tenido a bien llevarse mi alma aquella noche mientras dormía, para que mi fatigado cuerpo, liberado por la muerte de luchar contra el destino por más tiempo, se descompusiera y mezclara tranquilamente con la tierra de ese desierto. Pero aún estaba provista de vida, con todas sus exigencias, dolores y responsabilidades. Tenía que llevar mi carga, remediar mis necesidades, soportar mis penalidades y cumplir con mis obligaciones. Me puse en camino.

Llegada a Whitcross, seguí un camino que iba en dirección contraria al sol, cuyo calor arreciaba. No tenía voluntad para basar mi elección en otra circunstancia. Caminé largo rato, y cuando me pareció que ya era suficiente, que podía ceder ante el agotamiento que me vencía y relajar esa marcha forzada, me senté en una piedra, dejándome llevar por una apatía que entorpecía mi ánimo y mis movimientos, y escuché el tañido de la campana de una iglesia.

Al volverme hacia el lugar de donde procedía el sonido, entre las románticas colinas, cuyas mutaciones habían dejado de llamarme la atención una hora antes, vi un villorrio con su campanario. Pastizales, trigales y bosques ocupaban todo el valle a mano derecha, y un regato centelleante zigzagueaba a través de las distintas tonalidades de verde, las mieses sazonadas, los bosques sombríos y el prado soleado. El retumbar de ruedas me hizo mirar la carretera y vi un carro muy cargado subir trabajosamente la colina, seguido de cerca por dos reses con su vaquero. Se acercaban la vida y los quehaceres humanos. Debía seguir mi camino: luchar para vivir y afanarme como los demás.

Entré en la aldea alrededor de las dos de la tarde. A un extremo de su única calle, había una pequeña tienda con pan y pasteles en el escaparate. Me moría de ganas de tomar un poco de pan. Con ese tentempié, quizás pudiera recobrar algo de energía; sin él, me sería difícil continuar. Recuperé el deseo de tener fuerza y vigor en cuanto me vi entre mis semejantes. Me pareció que sería bochornoso desmayarme de hambre en la acera de una aldea. ¿No llevaba nada encima que pudiese trocar por un panecillo? Me puse a cavilar. Tenía un pañuelo de seda anudado en torno al cuello, y unos guantes. No tenía manera de saber cómo actuaban los hombres y las mujeres cuando se hallaban al borde de la indigencia. No sabía si alguien aceptaría alguna de estas prendas; probablemente no, pero tenía que intentarlo.

Entré en una tienda, donde había una mujer. Al ver a una persona respetablemente vestida, que tomó por una señora, se acercó con cortesía. ¿Qué podía hacer por mí? Me paralizó la vergüenza: mi lengua se negó a pronunciar la súplica que tenía preparada. No me atreví a ofrecerle los guantes usados o el pañuelo arrugado; además, me pareció absurdo. Solo pedí permiso para sentarme un momento, ya que estaba cansada. Accedió con frialdad a mi petición, sintiéndose decepcionada, pues había supuesto que era una clienta. Señaló una silla, en la que me dejé caer. Sentí el impulso de las lágrimas, pero, consciente de lo inoportuno de tal manifestación, las contuve. Enseguida le pregunté si había alguna modista o costurera en la aldea.

—Sí, dos o tres. Tantas como hacen falta para el trabajo que hay.

Reflexioné. No tenía más remedio. Me enfrentaba con la Necesidad. Me hallaba sin recursos, sin amigos, sin dinero. Debía hacer algo, pero ¿qué? Debía acudir a alguien, pero ¿a quién?

—¿Sabe usted de alguna casa en los alrededores donde necesiten una criada?

—No, no lo sé.

—¿Cuál es la ocupación principal en este lugar? ¿Qué hace la mayoría de las personas?

—Algunos trabajan en las granjas, y muchos en la fábrica de agujas del señor Oliver y en la fundición.

—¿El señor Oliver contrata a mujeres?

—No; es todo trabajo de hombres.

—¿Y qué hacen las mujeres?

—No lo sé —fue la respuesta—. Algunas hacen una cosa, otras, otra. Los pobres deben defenderse como pueden.

Parecía haberse cansado de mis preguntas; realmente, ¿qué derecho tenía a molestarla? Entraron una o dos vecinas; era evidente que hacía falta mi silla. Me despedí.

Fui caminando por la calle, mirando las casas a izquierda y derecha; pero no se me ocurrió un pretexto para entrar en ninguna. Deambulé por toda la aldea, alejándome a veces para regresar después, durante una hora o más. Totalmente agotada y sufriendo mucho a causa del hambre, me adentré en una callejuela y me senté bajo un seto. Sin embargo, después de unos minutos, me puse otra vez en pie para buscar algo: una solución o, por lo menos, alguna información. Vi una bonita casa a la entrada de un callejón, con un jardín delante, muy bien cuidado y floreciente. Allí me detuve. ¿Qué derecho tenía a acercarme a la puerta blanca y tocar la aldaba? ¿Qué bien les podría reportar a los habitantes de aquella casa ayudarme? Sin embargo, me aproximé y llamé a la puerta. Abrió la puerta una mujer limpiamente vestida y de aspecto agradable. Con la voz de una persona desesperada y desfallecida, una voz queda y titubeante, pregunté si necesitaban una criada.

—No —dijo—, no necesitamos criada.

—¿Puede usted decirme dónde podría encontrar algún tipo de empleo? —proseguí—. Soy forastera, sin amigos en este lugar. Quiero trabajo, no me importa de qué clase.

Pero a ella no le incumbía pensar por mí ni buscarme un puesto; además, mi relato debió de parecer algo dudoso a sus ojos, y también mi carácter y mi situación. Negó con la cabeza, dijo que sentía no poder informarme, y cerró la blanca puerta con suavidad y cortesía, dejándome fuera. Si la hubiera mantenido abierta un poco más, creo que le habría pedido un pedazo de pan, porque estaba desesperada.

 

No soportaba la idea de volver a la triste aldea, donde, además, no veía ninguna posibilidad de ayuda. Habría preferido dirigirme a un bosque que se veía no muy lejos, que parecía ofrecerme refugio entre sus sombras; pero me sentía tan enferma, tan débil, tan roída por la necesidad, que mi instinto me aconsejó que siguiera rondando las viviendas, donde tenía posibilidad de conseguir comida. No conocería ni la soledad ni el descanso mientras el buitre del hambre me tuviera clavados el pico y las garras.

Me acerqué a las casas; pasé de largo y después regresé, y me alejé otra vez, espantada siempre por la idea de que no tenía derecho a pedir o esperar compasión por mi situación desesperada. Mientras tanto, avanzaba la tarde y yo seguía vagando como un perro perdido y hambriento. Al cruzar un campo, vi la aguja de la iglesia ante mí, y me apresuré por alcanzarla. Cerca del cementerio, en medio de un jardín, había una casa pequeña pero cuidada, que sin duda era la rectoría. Recordé que los forasteros que llegan a un lugar donde no tienen amigos a veces acuden al párroco en busca de ayuda para encontrar un empleo. La misión del clérigo es socorrer, por lo menos con consejos, a aquellos que quieren buscar sus propias soluciones. Me parecía que tenía una especie de derecho a buscar consejo aquí. Armándome de valor y haciendo acopio de la poca fuerza que me quedaba, seguí adelante. Llegué a la casa y llamé a la puerta de la cocina. Abrió una anciana, y le pregunté si era la rectoría.

—Sí.

—¿Está en casa el párroco?

—No.

—¿Volverá pronto?

—No, está de viaje.

—¿Está lejos?

—No mucho, a unas tres millas. Se ha marchado a causa de la muerte repentina de su padre; está en March End ahora, y probablemente se quede allí quince días más.

—¿Hay una señora de la casa?

—No, no hay nadie más que yo, que soy el ama de llaves.

Y, lector, no me atreví a pedirle que me auxiliara en el estado en el que me encontraba. Aún no estaba dispuesta a mendigar, por lo que me alejé a rastras.

Una vez más me quité el pañuelo, una vez más me puse a pensar en el pan de la tienda. ¡Qué no daría por un mendrugo para ahuyentar la angustia del hambre! Instintivamente me dirigí de nuevo a la aldea, volví a la tienda y entré, y aunque había otras personas presentes además de la mujer, me atreví a pedirle:

—¿Me cambiaría un panecillo por este pañuelo?

Me miró suspicaz:

—No, nunca hago ese tipo de ventas.

Casi desesperada, le pedí medio pan, pero volvió a negarse.

—¿Cómo sé yo de dónde ha sacado el pañuelo? —preguntó.

—¿Quiere los guantes?

—No; ¿de qué me iban a servir?

Lector, no es agradable recrearse en estos detalles. Hay quien dice que halla placer rememorando experiencias penosas del pasado; pero yo aún no puedo soportar recordar los tiempos que relato aquí; la mezcla de degradación moral con el sufrimiento físico constituye un recuerdo demasiado doloroso para meditarlo voluntariamente. No culpaba a ninguno de los que se negaron a ayudarme. Me pareció que era lo normal y que no tenía remedio; un mendigo suele ser objeto de suspicacias, y mucho más un mendigo bien vestido. Por supuesto que lo que mendigaba era un empleo, pero ¿quién tenía la obligación de dármelo? Desde luego no aquellas personas que me veían por primera vez y no sabían nada de mi carácter. En cuanto a la mujer que no quiso cogerme el pañuelo a cambio de pan, hizo bien si consideraba siniestro el ofrecimiento, o poco rentable el trueque. Pero voy a resumir, pues estoy harta del tema.

Poco antes de caer la noche, pasé delante de una granja, y en la puerta de la casa estaba sentado el granjero, cenando pan con queso. Me paré y dije:

—¿Me da usted un poco de pan, que tengo mucha hambre?

Me miró sorprendido y sin contestar, cortó de su hogaza una rebanada generosa y me la dio. Supongo que no creía que fuera una mendiga, sino una señora excéntrica que se había encaprichado de su pan moreno. Cuando me hube alejado de la casa, me senté a comerlo.

No podía pretender alojarme bajo techo, por lo que busqué refugio en el bosque que antes he mencionado. Pero pasé mala noche y descansé poco: el suelo estaba húmedo, el aire, frío, y pasaron cerca varias personas, lo que me obligó a cambiar de sitio una y otra vez, pues me faltaba la sensación de seguridad y paz. Antes del amanecer se puso a llover, y siguió durante todo el día siguiente. No me pidas, lector, que cuente detalles de aquel día. Busqué trabajo, como antes; me lo negaron, como antes; pasé hambre, como antes. Solo una vez probé bocado. En la puerta de una casita, vi a una niña a punto de echar un revoltijo de avena fría a un comedero de cerdos.

—¿Me lo das? —le pedí.

Me miró fijamente.

—¡Madre! —exclamó—, hay una mujer que quiere que le dé la avena.

—Bien, niña —contestó una voz de dentro—, dásela si es una mendiga. El cerdo no la quiere.

La niña vació en mis manos el mejunje espeso, que devoré vorazmente.

«Me faltan las fuerzas —me dije a mí misma—. No creo que pueda seguir mucho tiempo. ¿He de ser una desterrada esta noche también? ¿Debo tumbarme en el suelo mojado y frío bajo esta lluvia? No tengo elección, porque ¿quién querrá recibirme? Pero será terrible con esta sensación de hambre, frío y desolación, esta falta total de esperanza. Es muy probable que me muera antes del amanecer. ¿Por qué no me conformo con la idea de la muerte? Sé que vive aún el señor Rochester, por lo tanto morirme de necesidad y de frío es una suerte a la que mi naturaleza no se resigna sin luchar. ¡Oh, Providencia, sostenme un poco más! ¡Ayúdame y guíame!».

Pasé los ojos por el paisaje borroso por la niebla. Me di cuenta de que me había alejado mucho de la aldea, que ya no se veía. Incluso había perdido de vista las tierras cultivadas de alrededor. Atravesando senderos y veredas, había regresado a los páramos, y solo unos cuantos campos yermos e improductivos como los matorrales que los rodeaban me separaban de la colina tenebrosa.

«Prefiero morir allá que en una calle o un camino transitado —reflexioné—. Y es mejor que los cuervos, si es que los hay en esta región, devoren la carne de mis huesos que acabar en un ataúd del asilo, pudriéndome en una fosa común».

Por lo tanto, me dirigí a la colina. Cuando llegué allí, solo me faltaba encontrar un hueco donde tumbarme para sentirme oculta si no segura, pero toda la superficie era lisa. No había variación salvo en las tonalidades: verde, donde crecían los juncos y el musgo; negro, donde solo brezales cubrían la tierra seca. Aunque se hacía de noche, todavía veía estos contrastes, pero solo como alternancias de sombras y claros, pues habían desaparecido los colores con la luz del día.

Pasé aún mi vista por las lúgubres ondulaciones del borde del páramo, perdiéndose en medio del paisaje silvestre; entonces, en un punto lejano, entre los pantanos y las cumbres, vislumbré una luz. «Es un ignis fatuus», fue mi primer pensamiento, esperando que se desvaneciera enseguida. Pero siguió brillando con constancia, sin acercarse ni alejarse. «¿Será una hoguera recién encendida?» me pregunté. La vigilé para ver si cambiaba de tamaño, pero no disminuía ni tampoco aumentaba. «Puede ser una vela dentro de una casa —supuse—, pero si es así, no podré alcanzarla: está demasiado lejos. Y aunque estuviera a solo una yarda de distancia, ¿de qué me serviría? Si llamase a la puerta, la cerrarían en mis narices».

Y me dejé caer allí donde estaba y aplasté el rostro contra el suelo. Me quedé un rato quieta; el viento nocturno soplaba sobre las colinas y sobre mí, para ir a extinguirse con un gemido en lontananza; la lluvia caía firmemente, calándome hasta los huesos. Si hubiera podido entregarme a la escarcha silenciosa, al amable entumecimiento de la muerte, no me habría importado que siguiese la lluvia, porque no la habría sentido, pero mi carne aún viva se estremecía con el frío. Me levanté enseguida.