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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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»Nunca había visto a la madre de mi novia; tenía entendido que había muerto. Después de la luna de miel, descubrí mi error: solo estaba loca, encerrada en un manicomio. También había un hermano menor, un total idiota. El mayor, al que tú has visto, y al que soy incapaz de odiar, a pesar de que aborrezco a toda su familia, porque tiene un mínimo de afecto dentro de su mente endeble, que demuestra con un interés constante por su hermana desgraciada, y un cariño perruno que me profesaba a mí en una época, probablemente acabe igual algún día. Mi padre y mi hermano Rowland lo sabían todo, pero solo pensaron en las treinta mil libras y se confabularon en mi contra.

»Fueron estos unos descubrimientos horrendos, pero, salvo la traición del encubrimiento, no se lo habría reprochado a mi esposa, ni siquiera cuando descubrí que su naturaleza era totalmente contraria a la mía y sus gustos detestables; tenía una mentalidad vulgar, rastrera, estrecha y era absolutamente incapaz de aspirar a cosas más elevadas; cuando descubrí que no podía pasar a gusto en su compañía ni una tarde, ni una hora del día; que no podía mantener con ella una conversación amable, porque, cualquiera que fuese el tema que abordaba, ella lo convertía inmediatamente en algo burdo y trivial, perverso y sin sentido; cuando me di cuenta de que nunca tendría una casa tranquila y estable, porque ningún criado soportaba sus constantes arranques de mal genio y violencia, ni los disgustos de sus órdenes absurdas, contradictorias y exigentes, incluso entonces me contuve: evité hacerle reproches, limité mis reconvenciones, intenté soportar en silencio mi pesar y mi repugnancia y reprimí la honda antipatía que me inspiraba.

»Jane, no te importunaré con los sórdidos detalles. Unas palabras fuertes expresarán lo que he de decir. Viví cuatro años con aquella mujer de arriba, y antes de cumplirse ese plazo, me había agotado de veras; su carácter evolucionó y se desarrolló con una velocidad pasmosa; sus vicios indecentes se revelaron uno tras otro con tanta fuerza que solo la crueldad podía frenarlos, y no quería hacer uso de ella. ¡Qué intelecto de pigmeo tenía, y qué apetitos de gigante! ¡Qué terribles maldiciones me ocasionaron aquellos apetitos! Bertha Mason, digna hija de una madre infame, me arrastró por todos los caminos horrendos y degradantes que debe pisar un hombre casado con una mujer a la vez bebedora y promiscua.

»En aquel entonces, mi hermano murió, y, al cabo de cuatro años, murió también mi padre. Ya era bastante rico, y, sin embargo, pobre hasta la más absoluta indigencia, pues estaba unido a mí el ser más grosero, impuro y depravado que jamás he conocido, considerado por la ley y por la sociedad como una parte de mí. Y no podía librarme de ella por ningún procedimiento legal, pues descubrieron los médicos que mi esposa estaba loca, llevada a la demencia prematura por sus excesos. Jane, te disgusta mi narración; pareces casi enferma, ¿dejo el resto para otro día?

—No, señor, acábela ahora. Lo compadezco, de veras que lo compadezco.

—La compasión, Jane, cuando procede de ciertas personas es un tributo ofensivo, y uno se siente justificado de tirárselo a la cara a los que la ofrecen, pero esa clase de compasión es la característica de corazones insensibles e interesados: es un dolor híbrido y egoísta al conocer las penas ajenas, mezclado con un desprecio ignorante por los que las han padecido. Pero esa no es tu compasión, Jane, no es el sentimiento que te llena el semblante entero en este momento, que se desborda de tus ojos, que te aflige el corazón y te hace temblar la mano dentro de la mía. Tu compasión, vida mía, es la madre doliente del amor: su angustia es el mismísimo dolor de la pasión divina. La acepto, Jane: que tenga libre acceso la hija; mis brazos esperan para recibirla.

—Bien, señor, prosiga: ¿qué hizo cuando descubrió que estaba loca?

—Jane, llegué al borde de la desesperación; lo único que se interponía entre el abismo y yo era un pequeño resto de pundonor. A los ojos del mundo, indudablemente estaba teñido de mugrienta ignominia, pero resolví ser limpio ante mis propios ojos, rechacé hasta el fin contaminarme de los crímenes de ella y me liberé de cualquier contacto con sus defectos mentales. No obstante, la sociedad asociaba mi nombre y mi persona con los de ella; la veía y la oía a diario; una parte de su aliento, puaj, se mezclaba con el aire que respiraba yo; además, recordaba que una vez había sido su marido, recuerdo que entonces, como ahora, me era odioso. Además, sabía que mientras ella viviera, no podía ser el marido de otra persona mejor, y aunque me llevaba cinco años, su familia y mi padre me habían mentido incluso sobre su edad, era probable que viviese tanto como yo, pues era tan robusta de cuerpo como enferma de mente. De esta manera, a la edad de veintiséis años, me hallaba sin esperanzas.

»Una noche me despertaron sus chillidos, naturalmente, estaba encerrada desde que la habían declarado loca los médicos; era una noche turbulenta de las Antillas, una de esas que suelen preceder a un huracán en aquellos climas. Incapaz de dormirme, me levanté de la cama para abrir la ventana. Como el aire era un vaho de sulfuro, no conseguí refrescarme. Los mosquitos entraban y zumbaban hoscos por el cuarto; el mar, que oía desde donde estaba, retumbaba como un terremoto; nubes negras se juntaban sobre él; sobre sus olas, se ponía la luna, grande y roja como una bala de cañón, que echaba un último vistazo sangriento al mundo que temblaba con la agitación de la tormenta. La atmósfera y el panorama me influyeron físicamente, y se me llenaron los oídos de las maldiciones que vociferaba la demente. En ese momento intercaló mi nombre con tal tono de odio diabólico y con un lenguaje tan vil que ninguna ramera declarada jamás hubiera podido superar. Aunque nos separaban dos habitaciones, oí cada palabra, ya que los finos tabiques de la casa antillana ofrecían poca resistencia a sus aullidos de lobo.

»“¡Esta vida —me dije al fin—, es un infierno! Este aire, estos sonidos son los de un pozo sin fondo. Tengo derecho a liberarme si puedo. Los sufrimientos de esta condición mortal me dejarán al mismo tiempo que la carne pesada que estorba mi alma. No le tengo miedo al fuego eterno de los fanáticos: no existe un estado futuro peor que el actual. ¡Me desprenderé de la vida y me reuniré con Dios!”.

»Dije esto arrodillándome para abrir un baúl que contenía un par de pistolas cargadas: pensaba pegarme un tiro. Solo acaricié un instante este propósito; como no estaba loco, pasó en segundos la crisis de desesperación exquisita y pura que desencadenó el deseo de autodestrucción.

»Sopló sobre el océano desde Europa un viento fresco, que penetró por la ventana abierta: estalló la tormenta con lluvia, truenos y rayos, y se purificó el aire. En aquel momento, formulé y adopté una resolución. Mientras caminaba bajo los naranjos empapados de mi jardín mojado, entre los granados y los ananás calados, y mientras la aurora refulgente de los trópicos despertaba a mi alrededor, razoné de esta manera, Jane, y escucha bien, porque fue la verdadera Sabiduría la que me consoló en aquella ocasión y me mostró el camino correcto a seguir.

»“Vete —dijo la Esperanza— a vivir a Europa de nuevo. Allí no saben nada de tu nombre mancillado ni de tu carga inmunda. Puedes llevarte a la loca a Inglaterra; enciérrala con las atenciones y la vigilancia adecuadas en Thornfield, viaja tú adónde quieras, y júntate con quien te plazca. Esa mujer, que tanto ha abusado de tu paciencia, que ha mancillado tu nombre, ultrajado tu honor y destrozado tu juventud, no es tu esposa, ni tú eres su marido. Haz que la cuiden según las necesidades de su condición y habrás hecho todo lo que Dios y los seres humanos pueden esperar de ti. Que no se sepa su identidad ni su conexión contigo; no tienes obligación de divulgarlo a ningún ser vivo. Ponla a buen recaudo y vela por su comodidad; protege su degradación con el silencio, y déjala estar”.

»Seguí al pie de la letra esta recomendación. Mi padre y mi hermano no habían hecho correr la voz de mi matrimonio entre sus conocidos, porque, en la primera carta que les escribí para comunicarles la unión, les encomendé que lo mantuvieran en secreto, pues ya había empezado a sufrir sus consecuencias repugnantes y, por el carácter y constitución de la familia, preveía un futuro horroroso para mí; poco tiempo después, la conducta infame de la mujer que había elegido mi padre para mí era tal que le daba vergüenza reconocer que era su nuera. Lejos de querer dar publicidad al parentesco, estaba tan ansioso como yo por ocultarlo.

»La trasladé a Inglaterra entonces; pasé un viaje terrible con semejante monstruo a bordo del buque. Me sentí contento de tenerla por fin en Thornfield, sana y salva en ese cuarto del tercer piso, cuya parte interior secreta ha sido su guarida de bestia salvaje, su celda de demonio, durante diez años. Me costó un poco encontrar a un cuidador para ella, ya que precisaba de alguien en cuya fidelidad pudiera confiar, pues sus desvaríos traicionarían inevitablemente mi secreto. Además, tenía periodos lúcidos de días, a veces semanas, durante los que despotricaba contra mí. Finalmente contraté a Grace Poole, del asilo de Grimsby. Ella y Carter, el cirujano, que curó las heridas de Mason la noche en que lo atacó y apuñaló, son las dos únicas personas a las que he confiado mi secreto. Es posible que la señora Fairfax sospeche algo, pero no puede saberlo a ciencia cierta. Grace ha sido, en conjunto, una buena cuidadora, aunque más de una vez, debido en parte a un defecto suyo que parece ser incurable e inherente a su profesión difícil, su vigilancia ha sido burlada. La lunática es tan astuta como maliciosa, y nunca ha dejado de aprovecharse de los descuidos momentáneos de su guardiana, una vez para sustraer el cuchillo con el que apuñaló a su hermano, y dos para hacerse con la llave de su celda y salir por la noche. En la primera de estas ocasiones, llevó a cabo el intento de quemarme vivo; en la segunda, te hizo aquella visita espantosa. Gracias a la Providencia que desahogó su ira sobre tu velo nupcial, que acaso le recordase su propio momento de novia; no soporto pensar en lo que hubiera podido suceder. Cuando pienso en la fiera que se ha lanzado a mi garganta esta mañana con su rostro colorado y negro suspendido sobre el nido de mi paloma, se me hiela la sangre…

 

—¿Y qué hizo usted, señor —le pregunté cuando hizo una pausa—, una vez la hubo instalado aquí? ¿Adónde se marchó?

—¿Que qué hice, Jane? Me convertí en un fuego fatuo. ¿Adónde me marché? Vagué tan alocadamente como ese espíritu de los pantanos. Visité el continente y recorrí descarriado todos sus países. Tenía la idea fija de encontrar una mujer buena e inteligente a quien querer, en contraste con la furia que había dejado en Thornfield…

—Pero no podía casarse, señor.

—Yo había decidido que podía y debía hacerlo. Mi primera intención no fue engañar, como te he engañado a ti. Pensaba contar mi historia abiertamente y hacer abiertamente mis proposiciones, y me parecía tan totalmente racional que se me considerase libre para amar y ser amado, que en ningún momento dudé de que encontraría una mujer dispuesta a comprender mi situación y a aceptarme, a pesar de la maldición que me lastraba.

—¿Y, señor?

—Cuando te muestras curiosa, Jane, siempre me haces gracia. Abres los ojos como un pajarillo ansioso, y de cuando en cuando haces movimientos nerviosos como si las respuestas habladas no fuesen lo bastante rápidas para ti y quisieras leer directamente en mi corazón. Pero antes de proseguir, dime qué quieres decir con ese «¿Y, señor?». Es una frasecita que usas muchas veces, y que me ha incitado muchas veces a hablar sin parar y no sé muy bien por qué.

—Quiero decir: ¿Y luego qué? ¿Cómo siguió? ¿En qué acabó esa historia?

—Exactamente; ¿y qué es lo que quieres saber ahora?

—Si encontró usted a alguien que le agradara, si le pidió que se casara con usted y cómo contestó.

—Te puedo decir si encontré a alguien que me agradara y si le pedí que se casara conmigo; pero lo que dijo ella, aún no se ha escrito en el libro del Destino. Durante diez largos años, vagué de una capital a otra: a veces a San Petersburgo, más frecuentemente a París; alguna vez a Roma, Nápoles y Florencia. Provisto de una buena cantidad de dinero y el pasaporte de un apellido ilustre, podía elegir mi compañía: ningún círculo se me cerraba. Busqué a mi mujer ideal entre damas inglesas, comtesses francesas, signoras italianas y Gräfinnen alemanas. No la encontré. Algunas veces, durante un momento fugaz, creía vislumbrar una mirada, oír un tono de voz, ver una forma que anunciaba la realización de mi sueño, pero me desengañaba cada vez. No debes suponer que anhelaba la perfección, ni de intelecto ni de físico. Solo anhelaba lo que fuera compatible conmigo: el polo opuesto de la criolla, pero lo anhelaba en vano. Entre todas, no encontré ni una a quien, aunque hubiera estado totalmente libre, hubiera pedido que se casara conmigo, escarmentado como estaba de los riesgos, los espantos y el hastío de los matrimonios inadecuados. La desilusión me tornó temerario. Probé la disipación, aunque nunca el libertinaje, que odiaba y odio aún. Este era el atributo de mi Mesalina india, y una repugnancia arraigada por ella y su vileza me refrenaba mucho, incluso en los placeres. Cualquier diversión cercana a la lascivia parecía acercarme a ella y sus vicios, por lo que la rehuía.

»Sin embargo, no podía vivir solo: probé la compañía de las queridas. La primera que elegí fue a Céline Varens, otro paso de los que hacen que un hombre se menosprecie al recordarlos. Ya sabes quién era y cómo acabó mi relación con ella. Tuvo dos sucesoras, una italiana, Giacinta, y una alemana, Clara, las dos consideradas bellísimas. ¿Qué me importaba su belleza después de unas cuantas semanas? Giacinta era inmoral y violenta, y me cansé de ella en tres meses. Clara era sincera y callada, pero pesada, lenta y estólida, en absoluto de mi gusto. Me alegré de darle una cantidad suficiente para montar un próspero negocio y deshacerme de ella con decencia. Pero, Jane, leo en tu cara que no estás formando muy buena opinión de mí en estos momentos. Me crees un calavera libidinoso sin sentimientos, ¿verdad?

—No me agrada tanto como en algunas otras ocasiones, señor. ¿No le parecía mal vivir de esa forma? ¿Primero con una querida y después con otra? Habla de ello como si fuera lo más natural del mundo.

—Para mí lo era, pero no me gustaba. Era una forma de vida rastrera, a la que jamás quisiera volver. Contratar a una querida es casi tan desagradable como comprar una esclava: ambas son a menudo inferiores por naturaleza, y vivir íntimamente ligado a un inferior es degradante. Ahora aborrezco el recuerdo del tiempo que pasé con Céline, Giacinta y Clara.

Sentí que eran ciertas estas palabras; y deduje que, si fuera a abandonarme y a olvidar todo lo que me habían enseñado hasta el punto de convertirme, bajo cualquier pretexto, con cualquier justificación, por cualquier tentación, en sucesora de estas pobres jóvenes, un día él me vería con el mismo sentimiento con el que ahora profanaba la memoria de ellas. No puse en palabras este convencimiento: era suficiente sentirlo. Lo imprimí en mi corazón para que permaneciese allí y me diera fuerzas en momentos difíciles.

—Ahora, Jane, ¿por qué no dices «Y bien, señor»? No he acabado. Estás muy seria. Aún me desapruebas, me parece. Pero voy al grano. El último enero, libre de todas las queridas ya, con un humor avinagrado y amargo, resultado de una vida errante, vacía y solitaria, agotado por la desilusión, harto de los hombres, y, sobre todo, de las mujeres, pues empezaba a considerar como un simple sueño la idea de tener una esposa amante, inteligente y fiel, regresé a Inglaterra por asuntos de negocios.

»En una tarde helada de invierno, me acercaba a Thornfield Hall. ¡Lugar odiado! No esperaba hallar ni paz ni placeres aquí. Sentada en una valla del camino de Hay, vi a una pequeña figura solitaria. Pasé de largo, haciéndole tan poco caso como al sauce que tenía enfrente; no tuve ningún presentimiento de lo que iba a significar para mí, ninguna premonición de que el artífice de mi vida, mi genio para bien o para mal, esperaba allí con apariencia anodina. No lo supe cuando, al accidentarse Mesrour, se acercó y se ofreció a prestarme ayuda con aspecto serio. ¡Una criatura delgada e inocente! Era como si hubiera saltado sobre mi pie un jilguero, ofreciéndose a llevarme con sus diminutas alas. Estuve grosero, pero no se marchó: se quedó allí con una extraña perseverancia, observando y hablando con una especie de autoridad. Debía ser socorrido por su mano, y lo fui.

»En cuanto toqué ese frágil hombro, se deslizó algo nuevo dentro de mi ser: una savia nueva. Menos mal que ya sabía que este hada volvería a estar conmigo, que pertenecía a mi casa allá abajo, o no hubiera podido dejar que se deslizara de debajo de mi mano para desvanecerse tras el seto oscuro sin una pesadumbre indecible. Te oí llegar a casa aquella noche, Jane, aunque tú probablemente no supieras que pensaba en ti y te esperaba. Al día siguiente, te observé a escondidas durante media hora mientras jugabas con Adèle en la galería. Recuerdo que nevaba, y no pudisteis salir afuera. Yo me encontraba en mi cuarto, con la puerta entreabierta; podía escuchar y observar. Adèle ocupó tu atención durante un rato, aunque se me antojó que tenías el pensamiento en otro sitio; pero te mostraste muy paciente con ella, Jane, hablaste con ella y la distrajiste durante largo tiempo. Cuando te dejó por fin, caíste en un profundo ensueño y te pusiste a pasear por la galería. De cuando en cuando, al pasar ante la ventana, echabas un vistazo a la pesada nieve que caía, escuchabas los sollozos del viento y volvías a pasear y a soñar. Creo que tus ensoñaciones no eran tristes; una luz placentera iluminaba tus ojos y un dulce nerviosismo teñía tu semblante, que no delataba cavilaciones amargas o biliosas; tu aspecto revelaba, más bien, los frescos pensamientos de la juventud, cuando el espíritu emprende el vuelo alegre de la esperanza hacia un cielo ideal. Te despertó la voz de la señora Fairfax hablando con un criado en el vestíbulo: ¡qué sonrisa más curiosa esbozaste, Janet! Tenía mucha sensatez: era muy astuta y parecía burlarse de tu propia abstracción. Parecía decir: “Estas espléndidas visiones están muy bien, pero no debo olvidar que son totalmente irreales. Tengo en mi cerebro un cielo de color rosa y un jardín de Edén bien florido, pero en el mundo real, lo sé perfectamente, tengo adelante un camino duro que recorrer, y a mi alrededor se ciernen negras tormentas”. Bajaste corriendo para pedirle alguna ocupación a la señora Fairfax: calcular las cuentas semanales o algo semejante, creo. Me sentí molesto contigo por haberte quitado de mi vista.

»Esperé impaciente la llegada de la tarde para poder convocarte a mi presencia. Sospechaba que tenías una personalidad poco frecuente, para mí desconocida; deseaba indagar más para llegar a conocerla mejor. Entraste en la habitación con un aspecto a la vez tímido e independiente; vestías de forma pintoresca, más o menos como ahora. Te hice hablar y te encontré llena de extraños contrastes. Tus ropas y maneras estaban marcadas por tu formación, tu porte era a menudo apocado, enteramente de una persona refinada por naturaleza aunque poco acostumbrada a la sociedad, temerosa de hacerse notar por algún despropósito o torpeza. Sin embargo, cuando te hablaban, dirigías una mirada osada y perspicaz al rostro de tu interlocutor; había agudeza y fuerza en todas tus miradas; cuando se te interrogaba, contestabas rápida y certeramente. Pronto pareciste acostumbrarte a mí; creo que notaste la existencia de cierta simpatía entre tú y tu arisco y malhumorado amo, Jane, porque fue asombroso ver qué poco tardaste en serenar tu nerviosismo y acomodarte a mí: por mucho que gruñera, no mostrabas sorpresa ni temor, ni ira ni disgusto por mi displicencia; me observabas, sonriéndome de vez en cuando con una gracia sencilla aunque sagaz, imposible de describir. Lo que yo veía me complacía y estimulaba al mismo tiempo; me gustaba lo que había visto, y quería ver más. No obstante, te traté con frialdad durante mucho tiempo, y rara vez buscaba tu compañía. Era un epicúreo empedernido, y deseaba prolongar el placer de desarrollar esta amistad nueva y pintoresca. Además, me preocupaba durante algún tiempo el temor perturbador de que si cogía demasiado pronto la flor, se marchitaría, y el dulce encanto de su pureza se perdería. Entonces no sabía que no era una flor perecedera, sino la imagen de una flor tallada de una piedra indestructible. Por otra parte, quería comprobar si tú me buscarías cuando yo te evitaba, pero no lo hacías; te quedabas en el aula tan quieta como tu pupitre y tu caballete; si nos encontrábamos por casualidad, pasabas de largo tan deprisa y con tan poca señal de reconocimiento como justificaba el respeto. Tu expresión habitual en aquellos días, Jane, era pensativa; no abatida, porque no se te veía enfermiza; pero tampoco animada, porque carecías de esperanzas y disfrutabas de pocos placeres. Me preguntaba qué opinión te merecía yo, si es que pensabas alguna vez en mí; para averiguarlo, comencé a hacerte caso otra vez. Había algo alegre en tu mirada y algo gozoso en tus modales cuando conversabas; me di cuenta de que eras un ser sociable y de que lo que te ponía triste era el silencio del aula y el tedio de tu vida. Me permití el goce de ser amable contigo; mi amabilidad pronto estimuló tus emociones: la expresión de tu rostro se tornaba dulce, y suave el tono de tu voz; me gustaba cómo pronunciabas mi nombre con acento feliz y agradecido. Disfrutaba de los encuentros fortuitos contigo, Jane, durante esta época; había en tu porte una extraña vacilación; me mirabas algo turbada, con una duda titubeante. No sabías qué actitud caprichosa iba a adoptar, si la de amo serio o la de amigo afable. Ya te tenía demasiado afecto para adoptar la primera, y cuando te extendía cordialmente la mano, tus rasgos jóvenes y añorantes se llenaban de tal luminosidad que muchas veces me costaba mucho no abrazarte en el acto.

—Entonces deje de hablar de aquellos tiempos, señor —interrumpí, apartando subrepticiamente algunas lágrimas. Sus palabras eran un tormento para mí, porque sabía lo que debía hacer, y pronto, y todas estas reminiscencias y revelaciones de sus sentimientos me lo ponían más difícil.

 

—No, Jane —respondió—: no hace ninguna falta rememorar el pasado cuando el presente es más seguro y el futuro tanto más luminoso.

Me estremecí al oír los desvaríos del amor.

—Ya ves cuál es la situación, ¿verdad? —prosiguió—. Después de pasar mis años mozos y viriles mitad inmerso en una desgracia indescriptible y mitad en una soledad monótona, por primera vez conozco a alguien a quien soy capaz de amar de verdad, te conozco a ti. Eres mi consuelo, lo mejor de mí mismo, mi ángel bueno; lazos muy fuertes me unen a ti. Te considero buena, bonita, un derroche de talentos; nace en mi corazón una pasión ardiente y solemne dirigida a tu persona, que te convierte en el centro y el manantial de mi vida y hace que toda mi existencia gire en torno a ti; después deviene una llama pura y potente que nos funde en uno solo.

»Decidí casarme contigo porque sabía todo esto en el fondo de mi ser. Decirme que ya tenía esposa es una burla hueca: tú sabes que solo era un demonio aterrador. Hice mal en intentar engañarte, pero temía la obstinación de tu carácter. Temía los prejuicios precipitados: quería tenerte segura antes de arriesgarme a hacerte confidencias. Esto era propio de un cobarde. Debí apelar a tu nobleza y generosidad desde el principio, tal como lo hago ahora, debí contarte sin rodeos mi vida de sufrimientos, y describir mi hambre y mi sed de una existencia más digna y elevada, mostrarte no mi resolución sino mi empeño en querer bien de verdad a quien me quiere bien de verdad a mí. Después debí pedirte que aceptaras mi juramento de fidelidad y me hicieras otro: hazlo ahora, Jane.

Una pausa.

—¿Por qué callas, Jane?

Estaba sufriendo una terrible prueba: una mano de hierro candente me tenía agarradas las entrañas. Un momento espantoso: ¡de lucha, tinieblas y fuego! Ningún ser humano podría desear ser amado más de lo que lo era yo, que idolatraba a quien me amaba de esa manera, y debía renunciar al amante y amado. Mi deber intolerable se resumía en una palabra lóbrega: «¡Márchate!».

—¿Comprendes lo que espero de ti, Jane? Solo que prometas: «Seré suya, señor Rochester».

—Señor Rochester, no seré suya.

Otro largo silencio.

—¡Jane! —comenzó de nuevo, con una ternura que me colmó de pena y me volvió de piedra por el horror que me inspiró, pues era el jadeo de un león airado—. Jane, ¿pretendes seguir un camino en la vida y que yo siga otro?

—Así es.

—Jane —acercándose para abrazarme—, ¿lo dices en serio?

—Sí.

—¿Y ahora? —besándome suavemente la frente y las mejillas.

—Sí —soltándome del todo de su abrazo.

—¡Oh, Jane! ¡Qué amargura! ¡Qué perversión! No sería perverso amarme.

—Pero sí obedecerle.

Una mirada de loco le cruzó el rostro, alzándole las cejas; se levantó, pero se contuvo. Posé la mano en el respaldo de una silla buscando apoyo: temblaba y tenía miedo, pero estaba decidida.

—Un momento, Jane. Imagínate mi vida horrible cuando te hayas ido. Toda mi felicidad se irá contigo. ¿Qué me quedará? Como única esposa, tengo a la demente de ahí arriba; daría igual que me adjudicaras un cadáver del cementerio. ¿Qué haré, Jane? ¿Dónde buscaré una compañera y alguna esperanza?

—Haga lo mismo que yo: tenga confianza en Dios y en sí mismo. Tenga fe en el cielo. Esperemos encontrarnos allí.

—Entonces, ¿no cederás?

—No.

—¿Me condenas a vivir desgraciado y morir maldito? —levantó la voz.

—Le aconsejo que viva sin pecado y deseo que muera tranquilo.

—Pero ¿me privas del amor y la inocencia? ¿Me condenas a la promiscuidad como pasión y al vicio como ocupación?

—Señor Rochester, ni le condeno a semejante destino ni lo deseo para mí. Hemos nacido para luchar y aguantar, tanto usted como yo; hagámoslo. Me olvidará más pronto que yo a usted.

—Me conviertes en embustero con esas palabras; mancillas mi honor. Yo juré que no cambiaría, y tú me dices a la cara que pronto cambiaré. ¡Tu conducta demuestra distorsión de juicio y perversidad de ideas! ¿Es mejor, acaso, llevar a la desesperación a un semejante que transgredir una ley meramente humana, que no hace daño a nadie? No tienes ni familiares ni amigos que ofender si vives conmigo.

Era verdad. Mientras hablaba, me traicionaron la Conciencia y la Razón, acusándome de cometer un crimen al resistirme a él. Hablaron casi tan alto como el Sentimiento, que clamaba con frenesí. «¡Obedécele!» gritó. «Piensa en su desdicha, piensa en los peligros: mira cómo se pone cuando lo dejan solo, recuerda su naturaleza temeraria, piensa en la imprudencia que sigue a la desesperación. Cálmalo, sálvalo, ámalo: dile que lo quieres y que serás suya. ¿A quién le importas ? ¿Quién se molestará por lo que tú hagas?».

La respuesta fue indomable: «A me importa lo que hago. Cuanto más solitaria, sin amigos y sin apoyo, más me respetaré a mí misma. Observaré la ley de Dios, sancionada por el hombre. Sostendré los principios que seguía cuando estaba cuerda, antes de estar loca como lo estoy ahora. Las leyes y los principios no son para los momentos en los que no hay tentaciones; son para momentos como este, cuando se rebelan el cuerpo y el alma contra su severidad. Son rigurosos, pero no los violaré. Si pudiera incumplirlos según mi conveniencia personal, ¿qué valor tendrían? Tienen un valor, siempre lo he creído, y si no lo puedo creer ahora, es porque estoy loca, totalmente loca, con fuego en las venas y el corazón latiéndome tan deprisa que no puedo contar los latidos. Todo lo que tengo para sustentarme en este momento son las opiniones preconcebidas y las resoluciones predeterminadas, y en ellas me apoyo».

Y así lo hice. El señor Rochester, leyendo en mi semblante, se dio cuenta. Se enfureció al máximo: debía ceder un momento a la ira, pasara lo que pasara después; cruzó la habitación, me cogió del brazo y me agarró de la cintura. Parecía devorarme con su mirada encendida. En ese momento, me sentí físicamente tan indefensa como la paja expuesta al tiro de una caldera; mentalmente, aún era dueña de mi alma y, por lo tanto, de la salvación final. El alma, por fortuna, tiene un intérprete, a menudo inconsciente pero siempre fiel, en los ojos. Alcé mis ojos a los suyos y, mirándole el rostro ardiente, se me escapó un suspiro involuntario; su mano me hacía daño y mi fuerza estaba casi agotada.

—Nunca —dijo, apretando los dientes—, nunca ha habido nada tan frágil e indomable al mismo tiempo. ¡Si parece un junco en mi mano! —y me sacudió con la fuerza de sus brazos—. Podría doblarla con el dedo y el pulgar, ¿pero de qué me serviría doblarla, romperla, aplastarla? Piensa en esos ojos, en el ser resuelto, feroz y libre que mira por ellos, desafiándome con algo más que valor: con un triunfo inflexible. Haga lo que haga con la jaula, ¡no puedo alcanzar la criatura salvaje y bella de dentro! Si rompo la débil prisión, mi cólera solo dejará en libertad a la cautiva. Podría conquistar la casa, pero su ocupante se escaparía al cielo antes de poseer yo su morada de barro. Y es a ti, espíritu, con tu voluntad y energía, tu virtud y tu pureza, es a ti a quien quiero, no solo tu débil cuerpo. Por ti misma, podrías acudir volando para anidar contra mi corazón, si quisieras. Tomada contra tu voluntad, te escaparás de mis brazos como una esencia, te esfumarás antes de que aspire tu fragancia. ¡Ven, Jane, ven!