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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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—Devuélvelo a la cochera, John —dijo el señor Rochester con frialdad—; hoy no nos hará falta.

Al entrar, se adelantaron para recibirnos y saludarnos la señora Fairfax, Adèle, Sophie y Leah.

—¡Derecha, marchen, todo el mundo, ar! —gritó el amo—. ¡Nada de felicitaciones! ¿A quién le hacen falta? ¡A mí, no! llegan quince años tarde.

Siguió adelante y subió las escaleras, todavía cogido de mi mano, haciendo gestos a los caballeros de que lo siguieran. Subimos el primer tramo, pasamos por la galería y continuamos hasta el tercer piso. El señor Rochester abrió con su llave la puerta baja y negra y entramos en el cuarto tapizado, con su gran cama y su espléndida vitrina.

—Tú conoces ya el sitio, Mason —dijo nuestro guía—; aquí es donde te mordió y apuñaló.

Alzó los tapices de la pared y reveló la segunda puerta, que también abrió. En una habitación sin ventanas ardía un fuego, protegido por un guardafuegos alto y fuerte, y una lámpara pendía del techo por medio de una cadena. Grace Poole estaba doblada sobre la chimenea, aparentemente guisando alguna cosa en una cacerola. En la penumbra del otro extremo del cuarto, corría de un lado a otro una forma. Si era humana o animal, a primera vista no se podía distinguir; se arrastraba a cuatro patas, manoteando y gruñendo como un extraño animal salvaje, pero estaba cubierta de ropas, y una mata de cabello oscuro y enmarañado como una melena de león ocultaba el rostro.

—Buenos días, señora Poole —dijo el señor Rochester—. ¿Cómo está usted? ¿y cómo está su paciente?

—Vamos pasando, señor, gracias —respondió Grace, colocando el mejunje hirviente en la repisa de la chimenea—, está algo respondona, pero no violenta.

Un feroz chillido vino a desmentir su informe favorable. Se alzó la hiena vestida y se irguió sobre las patas traseras.

—¡Vaya, señor, lo ha visto! —exclamó Grace—; más vale que no se quede.

—Solo unos momentos, Grace, debe permitirme unos momentos.

—¡Pues tenga cuidado, señor! ¡Por el amor de Dios, tenga cuidado!

Bramó la loca, se apartó de la cara las greñas enredadas y contempló a sus visitantes con fiereza. Reconocí en el acto el rostro lívido y los rasgos hinchados. Se adelantó la señora Poole.

—Quítese de en medio —dijo el señor Rochester, empujándola a un lado—: no tiene cuchillo, supongo, y estoy sobre aviso.

—No se puede saber qué tiene, señor. Es tan astuta que no hay alma mortal que entienda sus mañas.

—Mejor será que la dejemos —susurró Mason.

—¡Vete al diablo! —sugirió su cuñado.

—¡Cuidado! —gritó Grace. Los tres caballeros se echaron atrás al instante. El señor Rochester me lanzó detrás de él; la lunática saltó, lo cogió con saña del cuello y le hincó los dientes en la mejilla: lucharon. Era una mujer grande, casi tan alta como su marido, y además corpulenta. En la lucha, hizo gala de una fortaleza masculina y más de una vez estuvo a punto de estrangularlo, aunque era un hombre fornido. Él habría podido derribarla con un golpe bien dado, pero no quiso pegarla y solo forcejeó con ella. Al final, pudo atraparle los brazos, Grace Poole le dio una cuerda y él le ató las manos a la espalda. Con otra cuerda que encontró, la amarró a una silla. Esta operación se llevó a cabo entre gritos espantosos y arrebatos convulsivos. Después, se volvió el señor Rochester a los espectadores y los observó con una sonrisa a la vez mordaz y afligida.

—Esta es mi esposa —dijo—. ¡Este es el único abrazo conyugal que me corresponde, estas son las caricias que me consuelan en mis horas de ocio! Y esta es la que yo quería —poniéndome la mano en el hombro—: esta joven que se mantiene tan seria y tranquila en la boca del infierno, mirando sosegada las cabriolas de un demonio. Yo la quería en lugar de la fiera lunática. ¡Vean la diferencia, Wood y Briggs! Comparen estos ojos francos con los globos enrojecidos de la otra, este rostro con aquella máscara, esta figura con aquella masa, y después, júzguenme, clérigo de las Escrituras y hombre de leyes, y recuerden que ¡tal como juzguen, así serán juzgados! Váyanse ya. Debo encerrar mi trofeo.

Nos retiramos todos. El señor Rochester se quedó un momento para dar más órdenes a Grace Poole. Se dirigió a mí el abogado mientras bajamos la escalera.

—Usted, señora —dijo—, está libre de toda culpa. Se alegrará de saberlo su tío, si es que aún vive cuando regrese a Madeira el señor Mason.

—¡Mi tío! ¿Qué sabe usted de él? ¿Lo conoce?

—Lo conoce el señor Mason; el señor Eyre es el representante de su casa de Funchal desde hace algunos años. En el momento en que su tío recibió su carta comunicándole su inminente boda con el señor Rochester, dio la casualidad de que se encontraba con él el señor Mason, que se hallaba en Madeira recuperándose antes de emprender el camino de regreso a Jamaica. El señor Eyre le comentó el suceso, pues sabía que mi cliente conocía a un caballero apellidado Rochester. El señor Mason, atónito y angustiado, como puede usted imaginar, le reveló la verdadera situación. Su tío, siento informarle, padece una enfermedad de la que, por su naturaleza y su estado avanzado, es poco probable que se recupere. No pudo personarse en Inglaterra para sacarla de la trampa en la que había caído, por lo que le rogó al señor Mason que evitase que se llevara a cabo el falso matrimonio sin pérdida de tiempo. Le dijo que acudiera a mí en busca de ayuda. Me puse en movimiento enseguida y me alegro de no haber llegado tarde, y estoy seguro de que usted también se alegra. Si no tuviese el convencimiento moral de que su tío habrá muerto antes de que llegue usted a Madeira, le aconsejaría que acompañase al señor Mason en su regreso. Pero tal como están las cosas, creo que debe permanecer en Inglaterra hasta que tenga más noticias del señor Eyre. ¿Hemos de atender a alguna cosa más? —le preguntó al señor Mason.

—No; vámonos —fue la respuesta nerviosa, y sin esperar a despedirse del señor Rochester, salieron por la puerta principal. El clérigo se quedó para intercambiar algunas observaciones, o de advertencia o de repulsa, con su altivo feligrés, y después de cumplir con esta obligación, él también se marchó.

Le oí salir mientras me hallaba junto a la puerta entreabierta de mi cuarto, adonde me había retirado. Una vez se hubieron marchado todos, me encerré, echando el cerrojo para que no me estorbase nadie, y me puse, no a llorar ni a lamentarme, pues aún estaba serena, sino a quitarme el vestido de novia y a reemplazarlo por el de paño que hubiera llevado el día anterior, creía que por última vez. Luego me senté, sintiéndome débil y cansada. Apoyé los brazos en la mesa, y la cabeza sobre ellos. Y me puse a pensar: hasta este momento solo había oído, visto, caminado para arriba y abajo adonde me llevaban o arrastraban, y observado cómo un acontecimiento sucedía a otro y una revelación tras otra se descubría. Ahora, me puse a pensar.

La mañana había sido bastante tranquila, salvo el incidente breve con la loca. Los procedimientos de la iglesia no fueron ruidosos, no hubo estallidos de pasión, ni altercaciones escandalosas, ni disputas, ni desafíos ni retos, ni lágrimas ni sollozos. Se intercambiaron unas palabras, se pronunciaron serenamente unos reparos al matrimonio, el señor Rochester hizo unas preguntas cortas y austeras, se dieron respuestas, explicaciones y testimonios; mi señor reconoció abiertamente la verdad, después vimos la prueba viviente de ella; se marcharon los intrusos, y ya había acabado todo.

Estaba en mi propio cuarto como de costumbre, yo misma, sin ningún cambio evidente. Nada me había golpeado, ni dañado, ni mutilado. Sin embargo, ¿dónde estaba la Jane Eyre de ayer? ¿dónde estaba su vida? ¿dónde estaba su futuro?

Jane Eyre, que había sido una mujer ardiente e ilusionada, casi una novia, era nuevamente una joven solitaria y fría, con una vida anodina y un futuro desolado. En pleno verano había caído una helada navideña; una tormenta de nieve de diciembre se había cernido sobre el mes de junio; las manzanas maduras estaban heladas, las rosas florecidas estaban aplastadas por la nieve; un manto gélido cubría los campos de heno y maíz; los senderos que anoche presumían del derroche de flores hoy estaban ocultos por la nieve virgen; los bosques, doce horas antes frondosos y fragantes como arboledas tropicales, se extendían ahora salvajes y abatidos como bosques de pino en el invierno de Noruega. Se habían desvanecido mis esperanzas, heridas de muerte por el destino, tal como les ocurrió una noche a todos los recién nacidos de Egipto[45]. Contemplé los deseos que había alimentado, ayer tan lozanos y florecientes: yacían tiesos, fríos y lívidos, como cadáveres imposibles de resucitar. Contemplé mi amor, ese sentimiento que pertenecía a mi amo, que él había creado: se estremeció dentro de mi corazón, como un niño doliente en una fría cuna, apresado por la enfermedad y la angustia; no podía ir en busca de los brazos del señor Rochester, no podía encontrar el calor de su seno. Nunca más podía acudir a él. ¡Se había malogrado la fe y destrozado la confianza! El señor Rochester no era lo que había sido para mí, porque no era lo que había creído que era. No estaba dispuesta a imputarle ninguna falta ni reconocer que me había traicionado, pero su imagen había perdido la impresión de veracidad intachable, y yo debía huir de su lado; de eso estaba segura. No sabía aún cuándo, cómo ni adónde, pero no tenía duda de que él mismo me apartaría de Thornfield. Se me ocurrió que no podía sentir verdadero afecto por mí; debía de ser una pasión caprichosa, y ahora que se había desbaratado, no querría tenerme con él. Y a mí me daría miedo cruzarme con él, porque le sería odioso verme. ¡Qué ciegos habían sido mis ojos! ¡Qué débil mi conducta!

 

Mis ojos se cerraron en unos remolinos de penumbra que parecía flotar alrededor, y mis reflexiones acudían negras y confusas. Desalentada, abatida y sin fuerzas, tenía la impresión de haberme tumbado en el lecho seco de un gran río. Oí la crecida a lo lejos en las montañas y sentí la llegada del torrente; era incapaz de levantarme para huir. Me quedé desfallecida, deseando la muerte. Una sola idea latía con vida dentro de mí: el recuerdo de Dios, que dio a luz una oración muda; estas palabras vagaron por mi mente tenebrosa, queriendo ser pronunciadas, pero no hallé la fuerza necesaria:

«No te alejes de mí, porque me asedian las penas y nadie me puede ayudar»[46].

Estas estaban a punto de llegar, y como no había pronunciado la plegaria que hubiera podido ahuyentarlas, como no había juntado las manos, ni me había hincado de rodillas, ni había movido los labios, llegaron: el torrente me envolvió con una oleada arrebatadora. Toda la conciencia de mi vida desamparada, de mi amor perdido, de mis esperanzas ahogadas, de mi fe herida de muerte, se cernió poderosa sobre mí en una masa sombría. No hay palabras para describir aquella hora amarga; de hecho, «las aguas inundaron mi alma, caí en un profundo cenagal, no hacía pie, alcancé las aguas profundas; me envolvió la riada»[47].

Volumen III

Capítulo I

En algún momento de la tarde, levanté la cabeza y, mirando alrededor, vi el reflejo del ocaso del sol en la pared y me pregunté: «¿Qué voy a hacer?».

Pero la respuesta de mi mente, «Sal enseguida de Thornfield», fue tan tajante y tan odiosa que me taponé los oídos: me dije que no podía soportar tales palabras en aquel momento. «El que no sea la esposa de Edward Rochester es el menor de mis males —afirmé—, y el haberme despertado de un sueño magnífico es un espanto que podría tolerar y dominar; pero el tener que abandonarlo sin remedio, absolutamente y para siempre es insoportable y no puedo resistirlo».

Pero en ese momento proclamó una voz dentro de mí que podía hacerlo, y predijo que lo haría. Luché contra mi propia firmeza: quería ser débil para eludir el terrible camino de sufrimientos que veía abrirse ante mí; mi conciencia, convertida en tirana, había agarrado de la garganta la pasión y le decía, burlona, que de momento solo había sumergido su delicado pie en el barro, y le juró que la hundiría en profundidades insondables de dolor con su brazo de hierro.

«¡Que me saquen de aquí, entonces! —grité—. ¡Que otro me socorra!».

«No, has de salir tú misma; nadie te ayudará; tú misma te arrancarás el ojo derecho, tú misma te cortarás la mano derecha. Tu corazón será la víctima, y tú el sacerdote que lo traspase».

Me levanté de pronto, espantada por la soledad perturbada por este juez cruel y por el silencio invadido por su voz tan detestable. Allí de pie, me daba vueltas la cabeza; me di cuenta de que me estaba poniendo enferma de agitación e inanición; no había ingerido ni comida ni bebida aquel día, pues no había desayunado. Y caí en la cuenta, con extraña angustia, de que, en todo el tiempo que llevaba encerrada allí, no me habían mandado ningún mensaje para preguntar cómo me encontraba ni para invitarme a bajar; ni siquiera la señora Fairfax había ido a buscarme. «Los amigos olvidan siempre a los desamparados por la fortuna», murmuré al correr el cerrojo para salir. Tropecé con un obstáculo; estaba aún mareada, veía borroso y tenía el cuerpo debilitado. No pude enderezarme; caí, pero no llegué al suelo; me agarró un brazo extendido; levanté la vista: me sostenía el señor Rochester, que estaba sentado en una silla en la puerta de mi cuarto.

—Por fin sales —dijo—. Llevo mucho tiempo esperándote y escuchando, pero no he oído ni un movimiento ni un sollozo. Si ese silencio fúnebre hubiese seguido cinco minutos más, habría forzado la cerradura como un ladrón. Conque me evitas, o ¿es que te encierras para llorar a solas? Habría preferido que vinieras a recriminarme a la cara. Eres apasionada, y esperaba algún tipo de escena. Estaba preparado para un torrente de lágrimas cálidas, pero quería que las vertieras sobre mi pecho, y han ido a caer sobre el suelo insensible o tu pañuelo empapado. Pero me equivoco: ¡no has llorado en absoluto! Veo la cara blanca y los ojos cansados, pero ¡no hay huella de lágrimas! ¿He de suponer, entonces, que tu corazón ha llorado sangre?

»Bien, Jane, ¿ni una palabra de reproche? ¿Ni una palabra amarga, ni una palabra mordaz? ¿Ni una palabra para herir mis sentimientos o incitar mi pasión? Te quedas ahí sentada donde te he depositado y me contemplas con mirada fatigada y pasiva.

»Jane, jamás pretendí herirte de esta manera. Si el hombre que poseía solo una corderita[48] que quería como a una hija, que comía su pan, bebía en su taza y se acurrucaba contra su pecho, la hubiera sacrificado por equivocación en la matanza, no lamentaría su error cruento más de lo que yo lamento ahora el mío. ¿Me perdonarás alguna vez?

Lector, le perdoné al instante, allí mismo. Había en sus ojos un remordimiento tan profundo, en su tono tanta lástima y en su porte una energía tan varonil; además, vi en su semblante una mirada de amor tan inalterado, que se lo perdoné todo, aunque no lo manifesté con palabras ni di señal de ello; le perdoné en el fondo de mi corazón.

—¿Sabes que soy un canalla, Jane? —preguntó melancólicamente poco después, extrañado, supongo, por mi silencio prolongado y mi docilidad, resultado más de la debilidad que de la voluntad.

—Sí, señor.

—Entonces dímelo sin rodeos; no me compadezcas.

—No puedo: estoy enferma y agotada. Quiero agua. —Dio un suspiro y se estremeció y, cogiéndome en brazos, me llevó abajo. Al principio no sabía a qué habitación me había llevado, porque todo aparecía como nublado ante mis ojos fatigados. Al rato noté el calor vivificante de un fuego, porque a pesar de ser verano, me había quedado helada en mi cuarto. Me puso una copa de vino en los labios; lo probé y me reanimó; después comí algo que me ofreció y me sentí volver a la vida. Estaba en la biblioteca, sentada en su butaca, y él estaba cerca. «Si pudiera abandonar la vida ahora, sin demasiada angustia, me iría contenta —pensé—; no tendría que hacer el esfuerzo de romperme el corazón al apartarme del señor Rochester. Parece ser que debo dejarlo. No quiero dejarlo… no puedo dejarlo…».

—¿Cómo te encuentras ahora, Jane?

—Mucho mejor, señor; pronto estaré perfectamente.

—Toma otro sorbo de vino.

Le obedecí. Luego puso el vaso sobre la mesa y se colocó delante de mí, mirándome con atención. De repente, se giró con una exclamación confusa, llena de algún tipo de emoción apasionada. Cruzó rápidamente la habitación y después volvió, inclinándose sobre mí como si me fuera a besar. Pero recordé que ahora estaban prohibidas las caricias. Desvié mi cara y aparté la suya.

—¿Qué? ¿Qué ocurre? —exclamó bruscamente—. ¡Ya lo sé! No quieres besar al marido de Bertha Mason. Crees que ya tengo los brazos ocupados y que mis caricias tienen dueña.

—En cualquier caso, no tengo ni lugar ni derechos aquí, señor.

—¿Por qué, Jane? Te ahorraré la molestia de hablar demasiado; yo contestaré por ti: porque ya tengo esposa, dirás. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí.

—Si piensas así, debes de tener de mí una opinión curiosa; debes de considerarme un libertino maquinador, un calavera ruin y rastrero que ha fingido amarte para cogerte en una trampa puesta con intención, para robarte la honra y despojarte de tu amor propio. ¿Qué dices a eso? Veo que no puedes decir nada; en primer lugar, estás desfallecida todavía y te cuesta incluso respirar; en segundo lugar, aún no te has hecho a la idea de insultarme y recriminarme y, además, se han abierto las compuertas de las lágrimas, que saldrán a chorro si hablas mucho y no tienes ganas de protestar, reprochar ni armar escándalo: piensas en cómo actuar, y crees que hablar no sirve de nada. Te conozco y estoy sobre aviso.

—Señor, no quiero tomar medidas contra usted —dije, y los temblores de mi voz me advirtieron que abreviara mis palabras.

—No como entiendes la expresión, pero tal como yo la entiendo, estás tramando destrozarme. Has venido a decir que soy un hombre casado, y como casado me rehuirás, te mantendrás alejada de mí; acabas de negarte a besarme. Pretendes ser una extraña para mí, vivir bajo este techo simplemente como la institutriz de Adèle. Si alguna vez te dedico una palabra amable, si alguna vez sientes amistad hacia mí, te dirás: «Este hombre casi me convirtió en su amante; debo ser de hielo y piedra con él», y, en consecuencia, te convertirás en hielo y piedra.

Aclaré la voz y me calmé antes de responder:

—Toda mi situación ha cambiado, señor, y yo también debo cambiar, de eso no cabe duda, y para evitar los cambios de ánimo y las luchas constantes con los recuerdos y las alusiones, solo existe una solución: hay que buscarle una nueva institutriz a Adèle, señor.

—Bien, pues Adèle irá a la escuela; eso ya está decidido, y no pienso atormentarte con los recuerdos y las asociaciones odiosas de Thornfield Hall, este lugar maldito, esta tienda de Acán[49], esta cripta irreverente que clama al cielo con el horror de la muerte en vida, este estrecho infierno de roca con su arpía real, peor que una legión de monstruos imaginarios. No te quedarás aquí, Jane, ni yo tampoco. Hice mal al traerte a Thornfield Hall, sabiendo qué fantasma lo frecuentaba. Les encargué a todos, incluso antes de verte, que te ocultaran cualquier conocimiento de la maldición de este lugar, solo porque creía que no se quedaría ninguna institutriz para Adèle si sabía con quién compartía la casa. Por otra parte, mis planes no me permitían trasladar a la loca a otro sitio, aunque tengo una vieja casa, Ferndean Manor, más recóndita y apartada aún que esta, donde la habría podido alojar sin peligro, de no haber sido por un escrúpulo sobre la salubridad de su ubicación, en medio de un bosque, que hizo que mi conciencia la rechazara por inadecuada. Es probable que la humedad de sus paredes me hubieran liberado bien pronto de la carga; pero a cada villano su vicio, y el mío no es una tendencia al asesinato indirecto, ni siquiera de lo que más aborrezco.

»Sin embargo, ocultarte la proximidad de la loca fue algo semejante a cubrir con una capa a un niño y colocarlo junto a un árbol venenoso. La proximidad de ese demonio está envenenada y siempre lo ha estado. Pero haré cerrar Thornfield Hall; fijaré con clavos la puerta principal y pondré tablas en las ventanas de abajo. Le daré doscientas libras al año a la señora Poole por vivir aquí con mi esposa, como llamas a esa arpía horrenda. Grace haría cualquier cosa por dinero, y puede tener aquí a su hijo, guarda del sanatorio de Grimsby, para hacerle compañía y estar a mano para ayudarla durante los ataques, cuando a mi esposa le dé por quemar a las personas, o apuñalarlas y morderlas, por la noche en sus camas.

—Señor —lo interrumpí—, es usted inexorable con la pobre desgraciada, habla de ella con odio, con una antipatía vengativa. Es cruel: ella no tiene la culpa de estar loca.

—Jane, amor mío, así te llamaré porque es lo que eres, no sabes lo que dices; me vuelves a juzgar mal: no la odio porque esté loca. Si tú estuvieras loca, ¿crees que te odiaría?

—Desde luego que sí, señor.

—Pues estás equivocada y no sabes nada de mí ni de la clase de amor de la que soy capaz. Quiero a cada átomo de tu ser tanto como al mío propio; aunque estuviera dolorido o enfermo, seguiría queriéndolo. Tu inteligencia es mi tesoro y, aunque se rompiese, seguiría siendo mi tesoro. Si estuvieras desvariando, te sujetaría con mis brazos y no con una camisa de fuerza. Tu tacto, incluso en el delirio, tendría encanto para mí. Si me atacaras tan salvajemente como esa mujer esta mañana, te cogería en un abrazo tanto de cariño como de ganas de sujetarte. No me apartaría asqueado como de ella; en tus ratos tranquilos, sería yo tu único enfermero, y me quedaría vigilándote con una ternura inagotable, aunque ni siquiera me sonrieses en recompensa, y no me cansaría nunca de mirarte a los ojos, aunque ya no me reconocieran en absoluto. Pero ¿por qué sigo con este hilo de pensamientos? Hablaba de sacarte de Thornfield. Como sabes, todo está dispuesto para tu marcha; te irás mañana. Solo te pido que aguantes una noche más bajo este techo, Jane, y después ¡adiós para siempre a sus tristezas y miedos! Tengo un lugar adonde acudir, que servirá de santuario seguro contra los malos recuerdos y la intrusión inoportuna, e incluso contra la mentira y la calumnia.

 

—Llévese a Adèle, señor —interrumpí—; le hará compañía.

—¿Qué quieres decir, Jane? Te he dicho que voy a enviar a Adèle a la escuela. ¿Y para qué iba a querer de compañera a una niña, que ni siquiera es mi propia hija, sino la bastarda de una bailarina francesa? ¿Por qué me fastidias hablando de ella? Dime, ¿por qué me asignas a Adèle como compañera?

—Ha hablado usted del retiro, señor, y el retiro y la soledad son aburridos, demasiado para usted.

—¡Soledad, soledad! —repitió, irritado—. Veo que debo explicarme. No sé qué clase de expresión de esfinge tiene tu semblante. Tú vas a compartir mi soledad, ¿entiendes?

Negué con la cabeza. Hacía falta cierta dosis de valor para arriesgarse siquiera con esa señal muda de desacuerdo, ya que él se estaba poniendo muy nervioso. Estaba paseando de un lado a otro de la habitación, y se detuvo, como clavado al suelo. Me contempló intensamente durante largo rato, y yo aparté la mirada, que fijé en la chimenea, y procuré adoptar y sostener un aire sereno.

—Ya salió la objeción del carácter de Jane —dijo por fin, hablando con más sosiego de lo que esperaba por su aspecto—. Hasta ahora, el carrete de seda se ha ido desenrollando sin tropiezos, pero sabía que habría un nudo y un enredo, y aquí está. ¡Ahora vienen los disgustos, el enojo y los problemas sin fin! ¡Dios mío! Me gustaría tener solo un ápice de la fuerza de Sansón para romper el hilo como si fuera estopa.

Empezó a caminar de nuevo, pero se paró enseguida delante de mí.

—Jane, ¿quieres atender a razones? —se calló y acercó sus labios a mi oído— porque, si no, haré uso de la violencia. —Tenía la voz ronca y la mirada de un hombre que está a punto de romper unas ligaduras insoportables para lanzarse de cabeza al desenfreno. Me di cuenta de que en un momento más, con un arranque más de locura, no podría hacer nada con él. El momento presente, el segundo que pasaba, era todo el tiempo que tenía para controlarlo y refrenarlo; un momento de repulsa, huida o miedo habría significado mi perdición, y la suya. Pero no tenía miedo en absoluto. Sentía una fortaleza interior, una sensación de poder que me daba fuerzas. Era una crisis peligrosa, pero no sin encanto, semejante, quizás, a lo que siente un indio al bajar por los rápidos en su canoa. Le cogí de la mano, apretada en puño, solté los dedos agarrotados y le dije con voz suave:

—Siéntese; le hablaré todo el tiempo que quiera, y oiré todo lo que tenga que decir, sea razonable o no.

Se sentó pero no le di permiso para hablar todavía. Yo llevaba un rato luchando con el llanto que me había esforzado por reprimir, porque sabía que no le gustaría verme llorar. Ahora, sin embargo, decidí dejar manar las lágrimas tan libremente como quisieran. Si le molestaban, tanto mejor. Así que me dejé llevar, y lloré de todo corazón.

Poco después oí que me rogaba que me dominase, y le dije que no podía si él seguía tan alterado.

—Pero no estoy enfadado, Jane. Es solo que te quiero demasiado, y habías endurecido tanto tu carita con una mirada resuelta y fría que no podía soportarlo. Calla, pues, y sécate las lágrimas.

Su voz dulce me indicó que se había serenado, por lo que yo, a mi vez, me sosegué. Hizo amago de apoyar la cabeza sobre mi hombro, pero no quise permitírselo. Después intentó abrazarme, pero no le dejé.

—¡Jane, Jane! —dijo, con tan amarga tristeza que me sacudió todos los nervios de mi cuerpo—; ¿es que no me quieres, entonces? ¿Solo era mi rango lo que apreciabas cuando querías ser mi esposa? Ahora que me has descartado como marido, me rehuyes como si fuera un sapo o un simio.

Sus palabras me dolieron, mas ¿qué podía decir o hacer? Probablemente hubiera debido hacer o decir alguna cosa, pero me sentía tan angustiada a causa de los remordimientos por herir sus sentimientos, que no pude evitar el querer embalsamarle las heridas.

que le quiero —dije— más que nunca, pero no debo mostrarlo ni abandonarme a ese sentimiento, y esta es la última vez que lo digo.

—¡La última vez, Jane! ¿Es que crees que puedes vivir conmigo y verme a diario y, sin embargo, mostrarte fría y distante aunque me quieras?

—No, señor, estoy segura de que no podría, y por eso solo existe un camino, pero se pondrá furioso si lo digo.

—¡Pues dilo! Si me opongo, tienes el don de las lágrimas.

—Señor Rochester, tengo que dejarlo.

—¿Por cuánto tiempo, Jane? ¿Unos minutos, para peinarte, pues tienes el cabello algo revuelto, o para lavarte la cara, que tiene aspecto febril?

—Debo abandonar a Adèle y Thornfield. Debo separarme de usted para el resto de mi vida. Debo iniciar una nueva vida entre personas desconocidas en un lugar desconocido.

—Desde luego, ya te he dicho que sí. Ignoraré la locura de tu partida. Quieres decir que tienes que convertirte en una parte de mí. En cuanto a tu nueva existencia, está bien, aún serás mi esposa, pues no estoy casado. Serás la señora Rochester, de hecho y de nombre. Te seré fiel mientras vivamos ambos. Irás a una propiedad que poseo en el sur de Francia: una villa encalada a orillas del Mediterráneo. Allí vivirás una vida feliz, segura e inocente. No temas que quiera perderte, convertirte en mi amante. ¿Por qué niegas con la cabeza? Jane, tienes que ser razonable, o te juro que me pondré frenético otra vez.

Le temblaban la voz y las manos, tenía la nariz dilatada y los ojos llameantes. Así y todo, me atreví a hablar:

—Señor, su esposa vive, un hecho que ha reconocido usted esta misma mañana. Si yo viviese con usted tal como desea, sería, de hecho, su amante. Decir otra cosa es un sofisma, absolutamente falso.

—Jane, olvidas que no soy un hombre de temperamento manso; no tengo aguante, no soy frío y desapasionado. Ten lástima de ti misma y de mí; toca mi pulso con el dedo. ¿Ves cómo late? ¡Ten cuidado!

Descubrió la muñeca y me la tendió; su rostro y sus labios se estaban quedando exangües, se tornaban lívidos; me sentía angustiada por todo. Era cruel provocarlo de esta manera, con una resistencia tan odiosa para él, pero ceder era impensable. Hice lo que hacemos los seres humanos cuando nos vemos al límite de nuestras fuerzas, pedí ayuda a un ser superior al hombre; salieron involuntariamente de mi boca las palabras:

—¡Que Dios me ayude!

—¡Soy idiota! —exclamó de repente el señor Rochester—. No hago más que decirle que no estoy casado, y no le explico por qué. Olvido que ella no sabe nada del carácter de esa mujer, ni de las circunstancias que rodearon mi unión diabólica con ella. Oh, estoy seguro de que Jane tendrá la misma opinión que yo cuando sepa lo que yo sé. Pon tu mano en la mía, Jane, para que el tacto, además de la vista, me asegure de que estás junto a mí, y en unas cuantas palabras te diré cuál es la verdadera situación. ¿Me escuchas?

—Sí, señor, le escucharé durante horas, si así lo desea.

—Solo pido unos minutos. Jane, ¿estás enterada de que yo no era el hijo primogénito, de que tenía un hermano mayor?

—Recuerdo que me lo dijo una vez la señora Fairfax.

—¿Y te han dicho que mi padre era un hombre avaro y codicioso?

—Tenía entendido algo así.

—Bien, Jane, así las cosas, resolvió mantener unidas las propiedades, pues no soportaba la idea de dividir sus bienes y dejarme a mí una herencia justa. Decidió que todo sería para mi hermano Rowland. Sin embargo, tampoco soportaba pensar que un hijo suyo fuera pobre. Yo debía encontrar fortuna haciendo una buena boda, por lo que pronto se puso a buscarme esposa. El señor Mason, comerciante y dueño de una plantación en las Antillas, era un antiguo conocido suyo. Estaba convencido de que tenía enormes propiedades, e hizo indagaciones. Descubrió que el señor Mason tenía un hijo y una hija, y le dijo que esta recibiría una fortuna de treinta mil libras: era suficiente. Cuando dejé el colegio, me mandó a Jamaica para casarme con la novia que él me había buscado. Mi padre no me dijo nada de su dinero, pero me dijo que era renombrada en Puerto España por su belleza, y así era. Me pareció una mujer espléndida, del estilo de Blanche Ingram: alta, morena y majestuosa. Su familia me quiso embaucar, por ser yo de buena familia, y ella también. Me la mostraban en fiestas, magníficamente ataviada. Pocas veces la vi a solas y tuve pocas ocasiones de hablar con ella. Me halagaba, y hacía gala de sus encantos y habilidades para impresionarme. Todos los hombres de su círculo parecían admirarla a ella y envidiarme a mí. Me deslumbró e incendió mis sentidos, de modo que, ignorante e inexperto como era, creía amarla. No hay insensatez disparatada que no impulsen a cometer las tontas rivalidades de la sociedad, la lascivia, la imprudencia y la ceguera de la juventud. Sus familiares me animaron, sus pretendientes me espolearon, ella me fascinó: antes de darme cuenta, ya estaba casado. ¡Qué poco respeto me merezco cuando pienso en ese hecho! Me domina el dolor del desprecio por mí mismo. Nunca la quise, nunca la aprecié, ni siquiera la conocía. No conocía ni una sola virtud de su naturaleza; no había observado ni pudor, ni benevolencia, ni candor, ni sutileza de inteligencia ni de forma de ser, y, zoquete estúpido y servil como era, ¡me casé con ella! Menos me habría equivocado si…, pero no debo olvidar con quién hablo.