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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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—No podría, señor; no hay palabras para decirle lo que siento. Quisiera que este momento no acabara nunca; ¿quién sabe qué nos depara el futuro?

—Eso es hipocondría, Jane. Estás excesivamente nerviosa o fatigada.

—¿Y usted, señor se siente tranquilo y feliz?

—¿Tranquilo? no, pero feliz, sí: hasta el fondo de mi corazón.

Lo miré para ver las señales de felicidad de su rostro: estaba fervoroso y sonrojado.

—Confía en mí, Jane —dijo—: alivia tu corazón del peso que lo oprime compartiéndolo conmigo. ¿Qué es lo que temes? ¿que no sea un buen marido?

—Nada más lejos de mi mente.

—¿Tienes aprensión por el nuevo ambiente adonde vas a entrar? ¿por la nueva vida que te espera?

—No.

—Me sorprendes Jane; tu mirada y tu tono de triste osadía me sorprenden y me duelen. Quiero una explicación.

—Entonces, escuche, señor. Usted estaba ausente anoche.

—Sí, ya lo sé, y hace un rato has dado a entender que sucedió algo en mi ausencia, supongo que nada importante, pero te ha trastornado. Oigámoslo. ¿Ha dicho algo la señora Fairfax, tal vez? ¿Has oído hablar a los criados? ¿Han herido tu sensible amor propio?

—No, señor. —Dieron las doce, y esperé a que hubiesen acabado los relojes de emitir, uno, sus tonos argénteos y, el otro, sus golpes roncos y vibrantes, antes de seguir.

—Ayer estuve muy ocupada todo el día y muy contenta de la actividad interminable, pues, aunque usted parece creer lo contrario, no me preocupa lo más mínimo mi nuevo ambiente y demás. Me parece espléndido tener la oportunidad de vivir con usted, porque lo amo. No, señor, no me acaricie ahora; déjeme hablar sin interrupciones. Ayer confiaba en la Providencia y creía que las cosas se conchababan en nuestro favor. Hizo buen día, ¿recuerda? La serenidad del aire y del cielo disipaba cualquier temor por su seguridad o comodidad en el viaje. Paseé un poco por el patio después del té, pensando en usted, y lo tenía tan cerca en mi imaginación que apenas eché de menos su presencia real. Pensaba en la vida que me esperaba, la vida de usted, señor, una existencia más amplia e interesante que la mía; hay tanta diferencia entre las dos como la que hay entre las profundidades abismales del mar y las aguas plácidas del cauce del arroyo que desemboca en él. Me preguntaba por qué los moralistas llaman a esta vida un páramo desolado, ya que para mí florece con el esplendor de una rosa. Al ocaso, el aire se tornó frío y el cielo nublado, y entré en la casa. Sophie me llamó, desde el piso de arriba, para que fuera a ver mi traje de novia, que acababan de traer, y, debajo, encontré su regalo dentro de una caja: el velo que, con su generosidad principesca, mandó traer de Londres, decidido, supongo, puesto que no quería joyas, a embaucarme para que aceptase otra cosa igual de valiosa. Sonreí al desdoblarlo, y me inventaba maneras de atormentarlo por sus gustos aristocráticos y sus intentos de disfrazar a su novia plebeya con los atributos de la nobleza. Pensé en llevarle el cuadrado de blonda sin bordar que yo me había preparado para adornar mi humilde cabeza, y preguntarle si no era suficiente para una mujer que no aportaba a su marido ni fortuna, ni belleza ni conexiones. Me imaginé, con toda claridad, la cara que pondría, y oí sus impetuosas respuestas liberales y su orgulloso rechazo de la necesidad de aumentar sus riquezas o elevar su posición casándose por dinero u honores.

—¡Cómo me conoces, bruja! —interpeló el señor Rochester—, pero ¿qué encontraste en el velo, además de los bordados? ¿Encontraste veneno, o una daga, para que pongas esa cara tan triste?

—No, no, señor. Además de la delicadeza y la riqueza del tejido, no encontré nada más que el orgullo de Fairfax Rochester, y no me asustó, porque estoy acostumbrada a ver a ese demonio. Pero, señor, cuando se hizo de noche, se levantó el viento; no sopló ayer por la tarde tan fuerte y salvaje como ahora, sino con un sonido tenebroso y lúgubre, mucho más pavoroso. Deseaba que estuviera usted en casa. Vine a esta habitación, y me horrorizó ver la butaca desocupada y el hogar vacío. Durante algún tiempo después de acostarme, no pude dormir, acongojada por una sensación de nerviosismo angustioso. La galerna, cada vez más fuerte, parecía amortiguar a mi oído un ruido apesadumbrado, al principio, no supe si dentro o fuera de la casa, pero que se repetía, vacilante aunque lastimoso, en cada pausa del temporal; finalmente, decidí que debía de ser un perro que aullaba a lo lejos. Me alegré cuando cesó. Al dormirme, seguí soñando con una noche oscura y borrascosa. También seguí queriendo estar con usted, y experimenté la sensación extraña y pesarosa de que una barrera nos separaba. A lo largo del primer sueño, iba por los meandros de una carretera desconocida, envuelta en total oscuridad, azotada por la lluvia, cargada con el peso de un niño, una criatura muy pequeña, demasiado endeble para caminar, que temblaba entre mis brazos fríos y lloraba lastimosamente. Pensé, señor, que usted estaba mucho más adelante en el mismo camino, y esforzaba cada fibra de mi ser por alcanzarlo y pronunciar su nombre para rogarle que se detuviera, pero mis movimientos estaban trabados y mis palabras se desvanecían sin articularse, mientras me parecía que usted se alejaba cada vez más.

—¿Y estos sueños pesan todavía en tu espíritu, Jane, aunque estoy a tu lado? ¡Chiquilla nerviosa! ¡Olvida las penas quiméricas y piensa solo en la felicidad real! Dices que me amas, Janet; no olvidaré eso y tú no puedes negarlo. Aquellas no fueron las palabras que se desvanecieron en tus labios. Las oí claras y dulces: una idea muy solemne, quizás, pero melodiosa como la música: «Creo que es una cosa espléndida tener la esperanza de vivir contigo, Edward, porque te amo». ¿Me amas, Jane? Repítelo.

—Sí, señor, lo amo con todo mi corazón.

—Entonces —dijo, tras unos minutos de silencio—, es curioso, pero esa frase ha penetrado dolorosamente en mi pecho. ¿Por qué? Creo que porque la dijiste con una energía tan seria y religiosa, y porque la mirada que me diriges ahora es el epítome de la fe, la sinceridad y la devoción; es como si tuviera un espíritu a mi lado. Pon cara de malvada, Jane, como tú bien sabes hacerlo; dedícame una de tus sonrisas fieras, tímidas y provocativas; dime que me odias, juega conmigo, atorméntame. Haz cualquier cosa menos conmoverme; prefiero que me exasperes a que me entristezcas.

—Lo atormentaré todo lo que usted quiera, cuando haya acabado mi relato. Pero debe escucharlo hasta el fin.

—Pensé que me lo habías contado todo, Jane. Creía que el origen de tu melancolía había sido el sueño.

Negué con la cabeza.

—¿Qué? ¿Aún hay más? Pero me niego a creer que sea importante. Te advierto de antemano que soy incrédulo. Sigue.

Me sorprendieron el desasosiego de su aspecto y la impaciencia algo aprensiva de su porte, pero continué.

—Tuve otro sueño, señor: que Thornfield Hall era una ruina desolada, refugio de murciélagos y lechuzas. Me pareció que solo quedaba de su elegante fachada un muro como una cáscara, alto y frágil. Deambulé bajo la luna por la hierba que crecía dentro, tropezando ora con una chimenea de mármol, ora con el fragmento despegado de una cornisa. Envuelta en un chal, llevaba aún al niño desconocido; no podía dejarlo en ningún lugar; por cansados que estuvieran mis brazos, por mucho que su peso dificultara mi progreso, debía seguir con él. Oí el galope de un caballo a lo lejos, en la carretera; estaba segura de que era usted, y de que se marchaba por muchos años hacia un país lejano. Escalé por el débil muro con prisa temeraria y frenética, ávida de verlo una vez más desde lo alto; las piedras rodaban bajo mis pies, se desprendía la hiedra a la que me agarraba, el niño se colgó despavorido de mi cuello, casi estrangulándome; por fin llegué a la cima. Lo vi a usted como una mota en un camino blanco, cada vez más pequeña. El viento arreciaba tanto que no pude quedarme de pie. Me senté en el estrecho borde del muro; intenté apaciguar al niño asustado de mi regazo; usted dobló una curva del camino; me incliné hacia adelante para verlo una última vez; el muro se desmoronó; me sobresalté; el niño se cayó de mis rodillas; perdí el equilibrio, me caí y desperté.

—Bueno, Jane, ya está.

—Solo el prefacio, señor; aún no le he contado el relato. Al despertar, me deslumbró un fulgor y pensé: ¡es la luz del día! Pero me equivocaba; solo era la luz de una vela. Supuse que había entrado Sophie. Había una luz sobre el tocador, y estaba abierta la puerta del armario donde había colgado el vestido de boda y el velo, antes de acostarme; oí un crujido. Pregunté: «Sophie, ¿qué haces?». Nadie me contestó, pero una figura salió del armario, cogió la vela, la levantó y examinó las prendas que colgaban de la percha. «¡Sophie, Sophie!» grité de nuevo, pero siguió callada. Me había incorporado en la cama y me incliné haca adelante. Primero sentí sorpresa y después estupefacción, y se me heló la sangre de las venas. Señor Rochester, no era Sophie, no era Leah, no era la señora Fairfax; no era —estaba segura y aún lo estoy— ni siquiera era la extraña Grace Poole.

—Debió de ser alguna de ellas —me interrumpió mi señor.

—No, señor, le juro solemnemente que no lo era. Jamás había visto dentro de Thornfield Hall la figura que estaba allí ante mis ojos. Su altura y sus formas eran nuevas para mí.

—Descríbela, Jane.

—Señor, parecía una mujer alta y robusta, con cabellera abundante y morena cayéndole por la espalda. No sé qué llevaba puesto; era blanco y recto, pero, si era un vestido, una sábana o una mortaja, no pude saberlo.

—¿Le viste la cara?

—Al principio, no. Pero, al poco tiempo, cogió mi velo y lo levantó, mirándolo largo rato; después, se lo colocó en la cabeza y se volvió hacia el espejo. En ese momento, vi el reflejo del semblante y las facciones claramente en el cristal oscuro.

 

—¿Y cómo era?

—Espantosa y atroz me pareció, ¡señor, jamás vi un rostro semejante! Era un rostro pálido, un rostro salvaje. ¡Ojalá pudiera olvidar los ojos rojos que giraban, y la hinchazón ennegrecida de sus rasgos!

—Los fantasmas suelen ser pálidos, Jane.

—Este estaba lívido, señor, los labios hinchados y oscuros, la frente ceñuda, las negras cejas salvajemente alzadas encima de unos ojos inyectados de sangre. ¿Le digo qué me recordaba?

—Dímelo.

—El vil espectro alemán: el vampiro.

—¡Ah! ¿Qué hizo?

—Señor, se quitó el velo de su cabeza macilenta y lo rasgó en dos, tiró las dos mitades al suelo y las pisoteó.

—¿Y después?

—Levantó la cortina y miró afuera; quizás para ver la llegada de la aurora, porque luego cogió la vela y se retiró hasta la puerta. Se detuvo la figura en la cabecera de mi cama; me contempló con ojos fieros, acercó la vela a mi cara, y la apagó ante mis ojos. Sabía que su rostro lívido ardía sobre el mío y me desmayé; por segunda vez en mi vida, solo la segunda, perdí el conocimiento por el terror.

—¿Quién se encontraba contigo cuando volviste en ti?

—Nadie, señor, solo el pleno día. Me levanté, me mojé la cabeza y la cara con agua y bebí un largo trago. Me di cuenta de que, aunque débil, no estaba enferma, y decidí que no contaría esta visión a nadie más que a usted. Bien, señor, dígame quién era esa mujer y qué quería.

—La criatura de un cerebro demasiado fatigado, eso es seguro. Debo cuidar de ti, tesoro mío; unos nervios como los tuyos necesitan un trato delicado.

—Señor, puede creerme, mis nervios no tuvieron la culpa. Esa cosa fue real, y los hechos ocurrieron de verdad.

—¿Y los sueños anteriores también fueron reales? ¿Está en ruinas Thornfield Hall? ¿Estoy separado de ti por obstáculos infranqueables? ¿Te abandono sin una lágrima, sin un beso, sin una palabra?

—Todavía no.

—¿Voy a hacerlo? Si ya ha comenzado el día en el que vamos a ser unidos para siempre; y, una vez unidos, no volverán a manifestarse estos terrores mentales, te lo garantizo.

—¡Terrores mentales, señor! ¡Quisiera poder creer que lo fuesen! Lo quisiera ahora más que nunca, puesto que ni usted es capaz de explicarme el misterio de la espantosa aparición.

—Ya que no puedo explicarlo, Jane, debió de ser irreal.

—Pero, señor, cuando me dije eso mismo al levantarme esta mañana, y miré alrededor de la habitación para conseguir valor y consuelo en el aspecto alegre de cada objeto conocido a plena luz del día, allí, sobre la alfombra, vi lo que desmintió mi hipótesis: ¡el velo, rasgado de arriba abajo en dos partes!

Noté cómo el señor Rochester se sobresaltó y se estremeció; me rodeó rápidamente con los brazos.

—¡Gracias a Dios! —exclamó— que si algo maligno se acercó a ti anoche, solo dañó el velo. ¡Cuando pienso en lo que hubiera podido pasar!

Suspiró y me abrazó tan estrechamente que apenas pude respirar. Después de algunos minutos de silencio, prosiguió alegre:

—Bien, Jane, te lo voy a explicar todo. Fue mitad sueño, mitad realidad. Una mujer entró, sin duda, en tu cuarto, y esa mujer fue (debió de ser) Grace Poole. Tú misma la llamas un ser extraño. Por lo que sabes, tienes buenos motivos para llamarla así, ¡mira lo que me hizo a mí! ¡Y a Mason! En un estado entre dormida y despierta, tú viste su entrada y sus actos. Pero febril, casi delirando como estabas, le atribuiste un aspecto fantástico diferente del suyo propio: el cabello largo y enmarañado, el rostro negro e hinchado, la altura exagerada eran producto de tu imaginación, resultado de la pesadilla. Rasgó realmente el velo, algo típico de su malicia. Veo que quieres saber por qué tengo una mujer semejante en mi casa. Cuando llevemos casados un año y un día, te lo contaré, pero ahora no. ¿Estás satisfecha, Jane? ¿Aceptas mi solución al misterio?

Reflexioné y verdaderamente parecía la única explicación posible; no estaba satisfecha, pero para tenerlo contento, me esforcé por aparentarlo; aliviada sí estaba, por lo que le respondí con una sonrisa alegre. Y, como ya era más de la una, me dispuse a abandonarlo.

—¿No duerme Sophie con Adèle en el cuarto de la niña? —preguntó mientras me prendía la vela.

—Sí, señor.

—Y hay espacio suficiente para ti en la cama de Adèle. Debes compartirla con ella esta noche, Jane; no es de extrañar que te ponga nerviosa el incidente que has relatado, y preferiría que no durmieras sola; prométeme que irás al cuarto de la niña.

—Lo haré encantada, señor.

—Y cierra bien la puerta por dentro. Despierta a Sophie cuando subas, so pretexto de pedirle que te despierte mañana temprano; porque debes estar vestida y desayunada antes de las ocho. Y ahora, no más pensamientos lúgubres: espanta las ideas tristes, Janet. ¿No oyes cómo susurra ahora el viento? y ya no golpea la lluvia contra las ventanas. ¡Mira —alzó la cortina—, hace una noche espléndida!

Y era verdad. La mitad del cielo estaba despejada e inmaculada: las nubes, barridas por el viento, que soplaba ya del oeste, se alejaban en tropel hacia el este en largas columnas plateadas. La luna brillaba plácidamente.

—Y bien —dijo el señor Rochester, mirándome inquisitivo los ojos—, ¿cómo se encuentra ahora mi Janet?

—La noche está serena, señor, y yo también.

—Y no soñarás con separaciones y tristezas esta noche, sino con el amor feliz y la unión dichosa.

Esta predicción se cumplió solo a medias: no soñé con cosas tristes, pero tampoco con la felicidad, ya que no dormí en absoluto. Con la pequeña Adèle en mis brazos, contemplé el sueño de la infancia, tan tranquilo, sosegado e inocente, y esperé la llegada del día siguiente. Toda la vitalidad estaba despierta y alerta en mi cuerpo, y, en cuanto se levantó el sol, yo me levanté también. Recuerdo que se agarró a mí la pequeña Adèle cuando la dejaba, recuerdo que la besé al soltar de mi cuello sus manos menudas, lloré con una extraña emoción y la dejé por temor de turbar su sueño profundo con mis sollozos. Ella parecía ser el símbolo de mi vida pasada, y él, para quien ahora había de ataviarme, el emblema temido, aunque adorado, de mi vida futura desconocida.

Capítulo XI

A las siete vino Sophie para vestirme; tardó muchísimo en completar esta tarea, tanto, que, supongo que impaciente de esperar, el señor Rochester mandó preguntar por qué no llegaba. En ese momento me estaba fijando en el cabello con un broche el velo (después de todo, el sencillo cuadrado de blonda); me liberé de sus manos en cuanto pude.

—¡Espere! —gritó en francés—. Mírese en el espejo; no ha echado ni una ojeada.

Así que me giré desde la puerta. Vi una figura vestida y con velo, tan diferente de mí misma que casi me pareció la imagen de una extraña. «¡Jane!» me llamó una voz, y bajé deprisa. El señor Rochester me recibió al pie de la escalera.

—¡Tardona! —dijo—, me arde el cerebro de impaciencia, ¡y tú tardas tanto!

Me acompañó al comedor, me examinó concienzudamente de arriba abajo, me declaró «bonita como una azucena, y no solo el orgullo de su vida, sino también el deseo de sus ojos», y diciéndome que me daba apenas diez minutos para desayunar, tocó la campanita. Contestó uno de los criados recién contratados, un lacayo.

—¿Está preparando John el carruaje?

—Sí, señor.

—¿Han bajado el equipaje?

—Lo están bajando ahora, señor.

—Vete a la iglesia para ver si están allí el señor Wood, el clérigo, y el sacristán, y luego ven a decírmelo.

La iglesia, como ya sabe el lector, estaba junto a las puertas de entrada; volvió enseguida el lacayo.

—El señor Wood está en la sacristía, señor, poniéndose la sobrepelliz.

—¿Y el carruaje?

—Están enjaezando los caballos.

—No nos hará falta para ir a la iglesia, pero debe estar preparado para el momento de nuestro regreso, con todas las cajas y baúles colocados y atados y el cochero en el pescante.

—Sí, señor.

—Jane, ¿estás lista?

Me levanté. No había testigos, ni damas de honor, ni familiares a los que acompañar y acomodar, nadie más que el señor Rochester y yo. La señora Fairfax estaba de pie en el vestíbulo cuando pasamos por allí. Hubiera querido hablar con ella, pero me detuvo una mano férrea agarrada a la mía; me impulsó adelante a una velocidad que apenas podía mantener; y mirarle la cara al señor Rochester era convencerse de que no se iba a tolerar, bajo ningún pretexto, ni un segundo de retraso. Me pregunto si ha habido alguna vez otro novio con semejante aspecto: tan decidido y resuelto, con unos ojos tan llameantes y fogosos bajo las cejas inmutables.

No sé si hacía buen tiempo o malo; bajando por la calzada, no miré ni el cielo ni la tierra; mi corazón acompañaba mis ojos, y tanto uno como otros parecían estar fijos en la figura del señor Rochester. Quería averiguar sobre qué cosa invisible dirigía esa mirada feroz y siniestra. Quería sentir los pensamientos con los que parecía enfrentarse y luchar.

Se detuvo en el portillo del cementerio; se dio cuenta de que yo estaba totalmente sin aliento.

—¿Soy cruel, mi amor? —dijo—. Tómate unos instantes, apóyate en mí, Jane.

Y ahora recuerdo la imagen de la vieja casa de Dios de color grisáceo que se alzaba tranquila ante mí, de un grajo que revoloteaba en torno al campanario, y de un rojo cielo matutino más allá. También recuerdo algo de los montículos verdes de las sepulturas; y no he olvidado las figuras de dos desconocidos que deambulaban entre los túmulos y leían los recordatorios grabados en las escasas lápidas manchadas de musgo. Me fijé en ellos porque, cuando nos vieron, se dirigieron a la parte de atrás de la iglesia, y estaba segura de que iban a entrar por la puerta lateral para presenciar la ceremonia. El señor Rochester no los vio, pues escudriñaba ansioso mi rostro, momentáneamente exangüe, supongo, porque sentía la frente húmeda y las mejillas y los labios fríos. Cuando me repuse, cosa que sucedió enseguida, caminó despacio conmigo por el sendero que llevaba al porche.

Entramos en el sencillo templo silencioso; el clérigo nos esperaba con su sobrepelliz blanca ante el modesto altar, con el sacristán a su lado. Todo estaba inmóvil; solo se movían dos sombras en un rincón apartado. Mi conjetura fue correcta: los forasteros se habían deslizado dentro antes que nosotros y se encontraban junto a la cripta de los Rochester, dándonos la espalda, examinando a través de las rejas la vieja tumba de mármol, manchada por los años, donde un ángel arrodillado vigilaba los restos de Damer de Rochester, muerto en el páramo de Marsden en la época de las guerras civiles, y de su esposa, Elizabeth.

Ocupamos nuestros puestos en el comulgatorio. Al oír a mi espalda un paso cauteloso, miré por encima del hombro: uno de los forasteros, aparentemente un caballero, avanzaba por el presbiterio. Empezó la ceremonia. Se llevó a cabo la explicación de nuestro propósito de casarnos; el clérigo se adelantó un paso hacia nosotros e, inclinándose levemente hacia el señor Rochester, prosiguió:

—Os requiero y demando a ambos, según contestaréis en el terrible día del juicio Final, cuando se revelarán los secretos de todos los corazones, que si alguno de vosotros sabéis de algún impedimento por el que no podáis ser unidos en santo matrimonio, que lo confeséis ahora; porque sabed que todos aquellos que están unidos fuera de las leyes de Dios, ni están casados a los ojos de Dios ni ante la ley.

Hizo una pausa, de acuerdo con la costumbre. ¿Alguna vez se rompe la pausa que sigue a esta frase? Probablemente menos de una vez cada cien años. El clérigo, que no había apartado los ojos de su libro y había callado apenas un momento, iba a continuar, ya extendía la mano para señalar al señor Rochester mientras despegaba los labios para preguntar: «¿Quieres tomar a esta mujer como tu legítima esposa?» cuando se oyó decir a una voz clara y cercana:

—El matrimonio no puede continuar: declaro que existe un impedimento.

El clérigo miró al que hablaba y se quedó callado; el sacristán, lo mismo; el señor Rochester se tambaleó levemente, como si hubiera estallado un terremoto bajo sus pies. Afianzando enseguida los pies en el suelo, y sin volver la cabeza o los ojos, dijo:

—Prosiga.

 

Un silencio profundo siguió a esa palabra, pronunciada con entonación grave y queda. Un poco después, el señor Wood dijo:

—No puedo proseguir sin investigar lo que se ha alegado y saber si es verdadero o falso.

—La ceremonia ha de suspenderse definitivamente —añadió la misma voz—. Estoy en situación de demostrar mi alegación: existe un impedimento insuperable para que se lleve a cabo este matrimonio.

El señor Rochester lo oyó, pero hizo caso omiso; se mantuvo obstinado y erguido, sin más movimiento que el de apresarme la mano. ¡Con qué fuerza me agarró su mano ardiente! ¡Parecía esculpido en mármol su rostro firme, pálido y ancho en ese momento! ¡Cómo le brillaban los ojos, inmóviles, aunque vigilantes y enloquecidos!

El señor Wood no sabía cómo proceder.

—¿Cuál es la naturaleza del impedimento? —preguntó—. Puede que tenga una explicación que lo aclare.

—Difícilmente —fue la respuesta—. He dicho que es insuperable, y hablo con conocimiento de causa.

Avanzó el que había hablado y se apoyó en la barandilla. Continuó pronunciando cada palabra clara, tranquila y firmemente sin levantar la voz.

—Consiste simplemente en la existencia de un matrimonio previo: el señor Rochester tiene una esposa viva.

Estas palabras quedas hicieron vibrar mis nervios como nunca lo hubieran hecho los truenos; mi sangre reaccionó a su sutil violencia como nunca hubiera reaccionado al frío ni al fuego; pero estaba serena, sin riesgo de desvanecerme. Miré al señor Rochester y lo obligué a mirarme a mí. Su rostro parecía de granito incoloro; sus ojos pétreos echaban chispas. No negó nada; tenía aspecto de desafiarlo todo. Sin hablar, sin sonreír, sin aparentar verme como un ser humano, me rodeó la cintura con el brazo y me clavó a su lado.

—¿Quién es usted? —preguntó al intruso.

—Me llamo Briggs y soy abogado de la calle…, en Londres.

—¿Y quiere adjudicarme una esposa?

—Quiero recordarle la existencia de su esposa, señor, que la ley reconoce, aunque usted no quiera reconocerla.

—Haga el favor de darme los datos… de decirme su nombre, los detalles de su familia, su lugar de residencia.

—Por supuesto —y el señor Briggs sacó tranquilamente un papel del bolsillo y leyó con una especie de tono nasal y oficial:

«Afirmo y puedo demostrar que el día 20 de octubre de 18… (una fecha de quince años atrás) Edward Fairfax Rochester de Thornfield Hall, del condado de…, y de Ferndean Manor, del condado de…, Inglaterra, contrajo matrimonio con mi hermana, Bertha Antoinetta Mason, hija de Jonas Mason, comerciante, y de su esposa criolla Antoinetta, en la iglesia…, Puerto España, Jamaica. El certificado de matrimonio se encuentra en el registro de dicha iglesia, y obra en mi poder una copia del mismo. Firmado, Richard Mason».

—Ese documento, si es auténtico, puede demostrar que he estado casado, pero no demuestra que la mujer mencionada en él como mi esposa aún vive.

—Vivía hace tres meses —contestó el abogado.

—¿Cómo lo sabe?

—Tengo un testigo del hecho, cuyo testimonio ni siquiera usted puede refutar.

—Tráigalo, o váyase al infierno.

—Lo traeré primero, está aquí: señor Mason, haga el favor de adelantarse.

Al oír el nombre, el señor Rochester apretó los dientes; lo sacudió también una especie de escalofrío convulsivo. Como me hallaba cerca de él, sentí recorrer su cuerpo un movimiento espasmódico de ira o desesperación. Se acercó el otro forastero, que se había mantenido hasta ese momento en segundo término; se asomó un rostro pálido por encima del hombro del abogado: sí, era Mason. El señor Rochester se giró y lo miró furibundo. Sus ojos, como he dicho a menudo, eran pardos; ahora tenían un destello leonado en su negrura, y se sonrojó: sus mejillas atezadas y su frente pálida se tiñeron de un fulgor que parecía salir de su corazón y extenderse por todo su ser. Se movió, levantó el brazo fornido; hubiera podido golpear a Mason y aplastarlo contra el suelo de la iglesia, extinguiendo el aliento de su cuerpo con un puñetazo despiadado, pero Mason se encogió y gritó débilmente: «¡Dios mío!». El señor Rochester se llenó de frío desprecio y murió su arrebato como si lo hubiera consumido una plaga; solo preguntó:

—¿Qué tienes que decirme?

Una respuesta inaudible salió de los blancos labios de Mason.

—Es cosa del diablo si no puedes contestar de forma clara. Te pregunto otra vez, ¿qué tienes que decir?

—Señor, señor —interrumpió el clérigo—, no olvide que está usted en un lugar sagrado. —Y dirigiéndose a Mason, inquirió suavemente—: ¿Tiene usted constancia, señor, de que siga viva la esposa de este señor?

—¡Valor! —dijo el abogado— ¡hable!

—Vive actualmente en Thornfield Hall —dijo Mason con tono más coherente—; la vi allí el pasado abril. Yo soy su hermano.

—¡En Thornfield Hall! —exclamó el clérigo—. ¡Imposible! Yo resido desde hace mucho tiempo en esta zona, señor, y nunca he oído hablar de que hubiese una señora Rochester en Thornfield Hall.

Vi como una amarga mueca distorsionó la boca del señor Rochester, que murmuró:

—¡No, por Dios! Me cuidé de que no la conociera nadie, por lo menos bajo ese título. —Se quedó pensativo durante diez minutos; luego tomó una resolución y dijo:

—Basta; salgamos todos de aquí como balas disparadas. Wood, cierre su libro y quítese la sobrepelliz. John Green —al sacristán—, abandone la iglesia; hoy no habrá boda. —Este le obedeció.

Continuó severo y precipitado el señor Rochester:

—¡La bigamia es una palabra fea! No obstante, yo iba a ser bígamo, pero me ha vencido el destino, o me ha frenado la Providencia, quizás esto último. En este momento no soy mucho mejor que un diablo, y, como me diría el pastor, merecedor sin duda del juicio implacable de Dios, incluso del fuego eterno y del gusano inmortal. ¡Caballeros, se me ha frustrado el plan! Es cierto lo que dicen este abogado y su cliente: me casé, y aún vive la mujer con la que me casé. Dice que nunca ha oído hablar de una tal señora Rochester en la casa de allá arriba, Wood, pero me extrañaría que no haya escuchado frecuentes chismorreos sobre la loca misteriosa a quien se guardaba y vigilaba allí. Algunos le habrán susurrado que es mi hermanastra bastarda; otros, una querida desechada; pues ahora yo le informo que es mi esposa, con la que me casé hace quince años, cuyo nombre es Bertha Mason; hermana de este individuo resuelto que le demuestra ahora, con el cuerpo tembloroso y el semblante exangüe, de qué pasta están hechos algunos hombres. ¡Anímate, Dick! ¡No me tengas miedo! Antes golpearía a una mujer que a ti. Bertha Mason está loca, y procede de una familia de locos: ¡tres generaciones de idiotas y dementes! Su madre, la criolla, ¡fue alcohólica además de loca! como descubrí después de casarme con la hija, pues antes había sido un secreto de familia. Bertha, como hija obediente, imitó a su madre en ambas cuestiones. Tenía yo una pareja encantadora, pura, sensata y recatada: ya pueden imaginarse que era un hombre feliz. ¡Qué escenas tuve que presenciar! ¡Oh, qué divina experiencia, si pudieran comprenderlo! Pero no les debo más explicaciones. Briggs, Wood, Mason, los invito a todos a venir a la casa para visitar a la paciente de la señora Poole: ¡mi esposa! Verán ustedes con qué clase de mujer me embaucaron para que me desposase, y juzgarán si tenía derecho a romper el compromiso y buscar consuelo en un ser cuando menos humano. Esta joven —continuó, mirándome— no sabía más que usted, Wood, del secreto repugnante. Ella creía que todo era legal y justo, y no sospechó que la iban a atrapar en un matrimonio fraudulento con un hombre desengañado, ya unido a una pareja malvada, loca y embrutecida. ¡Vengan, síganme todos ustedes!

Aún sujetándome con fuerza, salió de la iglesia, con los tres caballeros detrás. Vimos el carruaje en la puerta principal de la casa.