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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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—Deje que se siente conmigo —rogué—; a usted lo molestará, señor, y hay sitio de sobra aquí.

La pasó por encima como si fuera un perrito faldero.

—Aún la mandaré a la escuela —dijo, pero sonreía.

Adèle lo oyó, y le preguntó si había de ir a la escuela sans mademoiselle.

—Sí —contestó—, desde luego sans mademoiselle, porque yo voy a llevar a mademoiselle a la luna, y buscaré allí una cueva en uno de los blancos valles en medio de los volcanes, y allí vivirá mademoiselle conmigo y solo conmigo.

—No tendrá nada que comer; la matará de hambre —comentó Adèle.

—Yo iré a recoger maná para ella mañana y tarde, pues las llanuras y las colinas de la luna están cuajadas de maná, Adèle.

—Querrá calentarse; ¿qué utilizará en vez de fuego?

—Hay fuego en las montañas de la luna; cuando tenga frío, la llevaré a una cima y la tumbaré en el borde de un cráter.

Oh, qu’elle y sera mal… peu confortable![42]. Y sus ropas se desgastarán. ¿Dónde encontrará ropas nuevas?

El señor Rochester se confesó perplejo.

—¡Mmn! —dijo—. ¿Qué harías tú, Adèle? Hurga en tu cerebro en busca de la solución. ¿Qué tal te parece una nubecilla blanca y rosada como vestido? Y se podría hacer un bonito echarpe con un arco iris.

—Está mucho mejor tal como está —concluyó Adèle, después de pensarlo un rato—, además, se cansaría de vivir sola con usted en la luna. Si yo fuera mademoiselle, nunca consentiría en ir con usted.

—Ya ha consentido; ha dado su palabra.

—Pero no puede usted llevarla allí. No hay carretera a la luna; todo es aire, y ni usted ni ella saben volar.

—Adèle, mira ese campo. —Ya habíamos salido por las puertas de Thornfield e íbamos rodando por la suave carretera de Millcote, donde el polvo ya se había asentado después de la tormenta y los bajos setos y los altos árboles de ambos lados lucían verdes, refrescados por la lluvia.

—En ese campo, Adèle, paseaba yo una tarde hace unos quince días, la tarde del día en que tú me ayudaste a recolectar el heno en el prado; como estaba cansado de rastrillar las ringleras, me senté a descansar en unos peldaños de la verja. Saqué un cuaderno y un lápiz, y empecé a escribir sobre una desgracia que me ocurrió hace mucho tiempo, y sobre los deseos de felicidad que tenía para el futuro. Estaba escribiendo muy rápidamente, aunque se desvanecía la luz de la hoja, cuando se acercó algo por la vereda y se detuvo a dos yardas de distancia. Lo miré. Era una cosa muy pequeña con un velo de telaraña en la cabeza. Le hice un gesto para que se acercara, y se puso ante mis rodillas. No le hablé, ni me habló con palabras, pero leí en sus ojos y ella leyó en los míos, y nuestro diálogo sin palabras fue como sigue:

»Era un hada, venida del país de los Elfos, me dijo, y su misión era hacerme feliz. Debía acompañarla fuera del mundo de los mortales a un lugar solitario, como la luna, por ejemplo, que señaló con la cabeza, allá donde salía sobre la colina de Hay. Me habló de la cueva de alabastro y del valle de plata donde podíamos vivir. Dije que me gustaría ir, pero le recordé, como tú me has recordado a mí, que no tenía alas para volar.

»“Oh —dijo el hada—, ¡eso no importa! Aquí tienes un talismán que barrerá todas las dificultades”. Y me ofreció un bonito anillo de oro. “Pónmelo —dijo—, en el cuarto dedo de mi mano izquierda, y seré tuya y tú serás mío, y dejaremos la tierra para construir nuestro propio cielo allá”. Y volvió a señalar la luna. El anillo, Adèle, está en el bolsillo de mis pantalones, bajo el disfraz de un soberano, pero pronto pienso convertirlo en anillo de nuevo.

—Pero ¿qué tiene que ver con esto mademoiselle? A mí no me importa el hada; usted ha dicho que era a mademoiselle a quien iba a llevar a la luna…

Mademoiselle es un hada —dijo, susurrando misterioso, a lo que yo le dije que no hiciera caso de sus bromas, y ella, por su parte, demostró gran cantidad de escepticismo de lo más francés, llamando al señor Rochester un vrai menteur, y asegurándole que no creía ni una palabra de sus contes de fées, y que, du reste, il n’y avait pas de fées, et quand même il y en avait[43] estaba segura de que no se le aparecerían a él, ni le darían anillos, ni se ofrecerían a vivir con él en la luna.

La hora pasada en Millcote fue algo incómoda para mí. El señor Rochester me obligó a ir a cierto almacén de seda, donde me ordenó encargar media docena de vestidos. Odié el asunto y le rogué que lo aplazara, pero no, había que hacerlo. A fuerza de pedírselo por medio de enérgicos susurros, conseguí rebajar la media docena a dos; sin embargo, se empeñó él mismo en elegirlos. Observé con ansiedad cómo pasaba la mirada por las bonitas existencias. Se decidió por una rica seda de brillante tinte de color amatista, y un raso de un rosa soberbio. Le comuniqué con una nueva serie de susurros que más le valdría comprarme un traje de oro y un sombrero de plata enseguida: nunca me atrevería a llevar lo que había elegido. Con infinitas dificultades (porque era más obstinado que una mula), le persuadí de que los cambiase por un sobrio raso negro y una seda gris perla.

—Lo dejaré pasar de momento —dijo—, pero quiero verte brillar en el futuro como un ramo de flores.

Me alegré de sacarlo del almacén de seda, y, después, de una joyería: cuanto más me compraba, más me ardían las mejillas con una sensación de fastidio y degradación. Cuando subimos de nuevo al carruaje y me recliné, febril y agotada, recordé lo que, por el fluir de los acontecimientos, buenos y malos, había olvidado del todo: la carta de mi tío, John Eyre, a la señora Reed y su pretensión de adoptarme y convertirme en su heredera. «Sería un alivio realmente —pensé—, si tuviera independencia, por modesta que fuese. No resisto que el señor Rochester me vista como una muñeca, ni quedarme sentada como una segunda Dánae con un chaparrón de oro cayendo cada día sobre mí. Escribiré a Madeira en cuanto llegue a casa, para decirle a mi tío John que me caso y con quién. Si tuviera la posibilidad de aportarle al señor Rochester, algún día, un aumento de fortuna, soportaría de mejor grado que él me mantenga ahora». Y, algo aliviada por esta idea (que no dejé de poner en práctica ese mismo día), me atreví nuevamente a mirar a los ojos a mi señor y amante, que había buscado pertinaz los míos mientras yo rehuía su mirada. Sonrió, y su sonrisa se me antojó como la de un sultán que, en un momento de éxtasis y cariño, mira a una esclava a la que ha colmado de oro y gemas. Le apretujé la mano, que siempre buscaba, vigorosa, la mía, y se la devolví roja de la fuerza apasionada.

—No debe mirarme de esta forma —dije—; si lo hace, no me pondré más que mis viejos vestidos de Lowood durante el resto de mis días. Me casaré con este de guinga lila, y usted puede hacerse un batín con la seda gris perla y un número infinito de chalecos con el raso negro.

Se rio ahogadamente, frotándose las manos.

—¡Oh, qué divertido verla y oírla! —exclamó—. ¡Qué original! ¡Qué mordaz! ¡No cambiaría a esta inglesita por todo el serrallo del Gran Turco, con sus ojos de gacela, cuerpos de huríes y todo lo demás!

Esta alusión oriental me picó de nuevo.

—No pienso en absoluto servirle de serrallo —dije—, así que no vaya a considerarme como tal. Si le apetece algo de ese estilo, váyase acto seguido a los bazares de Estambul, y gástese en la compra de esclavas parte de ese dinero que le sobra, y que no parece saber en qué dilapidar aquí.

—¿Y qué harás tú, Jane, mientras regateo en la compra de tantas toneladas de carne y tanta variedad de ojos negros?

—Yo me prepararé como misionera, para ir allí a predicar la libertad entre los esclavos, incluidas las ocupantes de su harén. Me haré admitir en él y organizaré un motín; y usted, pachá de tres colas, se encontrará de repente con grilletes, preso en nuestras manos, y yo, por mi parte, me negaré a liberarlo hasta que no haya firmado la carta constitucional más liberal que jamás haya aprobado déspota alguno.

—Estaría contento de hallarme a tu merced, Jane.

—No recibiría ninguna merced, señor Rochester, si usted la pidiera con semejante mirada. Con esa mirada, no tendría más remedio que creer que, cualquiera que fuese el reglamento que hubiera firmado bajo coerción, su primer acto, al ser liberado, habría de ser violarlo.

—Bien, Jane, ¿qué es lo que quieres? Me temo que me vas a obligar a someterme a una ceremonia privada de matrimonio, además de la celebrada ante el altar. Querrás estipular unas condiciones especiales; ¿cuáles serán?

—Solo pretendo tener tranquilidad, señor, y no verme aplastada por un exceso de obligaciones. ¿Recuerda usted lo que dijo sobre Céline Varens y sobre los brillantes y tejidos de cachemir que le regaló? No quiero ser su Céline Varens inglesa. Seguiré actuando como institutriz de Adèle, con lo que me ganaré el pan y el alojamiento, y además treinta libras al año. Compraré mi propia ropa con ese dinero, y usted no me regalará nada más que…

—¿Nada más que qué?

—Su afecto. Y si yo le doy el mío a cambio, esa deuda estará pagada.

—Vaya, no tienes parangón en cuanto a insolencia natural y orgullo innato —dijo. Nos estábamos aproximando a Thornfield—. ¿Querrás hacerme el favor de cenar conmigo esta noche? —preguntó cuando pasábamos por las puertas.

—No, gracias, señor.

—¿Y por qué «no, gracias», si puede saberse?

—Nunca he cenado con usted y no veo motivos por los que ahora debiera hacerlo, hasta que…

 

—¿Hasta qué? Te encanta decir las cosas a medias.

—Hasta que no tenga más remedio.

—¿Y crees que tengo modales de ogro o vampiro, para que te dé horror ser mi compañera de mesa?

—No he formado ninguna opinión sobre el tema, señor. Pero quiero seguir como siempre durante un mes más.

—Dejarás enseguida de hacer de institutriz-esclava.

—¿Ah, sí? Sintiéndolo mucho, señor, me niego. Seguiré como siempre. Me quitaré de su camino todo el día, tal como he hecho hasta ahora. Puede usted mandarme llamar por las tardes, si tiene ganas de verme, y acudiré entonces, pero solo entonces.

—Necesito fumar, Jane, o tomar una pizca de rapé, para consolarme de todo esto, pour me donner une contenance[44] como diría Adèle, pero desgraciadamente, no he traído ni mi cigarrera ni mi cajita de rapé. Pero escucha —en un susurro—, es tu hora, pequeña tirana, pero ya llegará la mía, y, una vez te tenga bien cogida, mía para siempre, lo que haré será, hablando metafóricamente, atarte a una cadena como esta —señalando la cadena de su reloj—. Sí, bonita, te llevaré en mi seno, para no perder mi joya.

Dijo esto al ayudarme a apearme del carruaje; mientras sacaba en brazos a Adèle, entré en la casa y me batí en retirada por la escalera.

Me llamó puntualmente a su presencia por la tarde. Le había preparado un entretenimiento, pues no pensaba pasar todo el tiempo en conversación tête-à-tête. Recordaba que tenía una voz espléndida, y sabía que le gustaba cantar, como la mayoría de los buenos cantantes. Yo no era buena vocalista ni, según su opinión exigente, tampoco buen músico, pero me deleitaba escuchar una buena interpretación musical. En cuanto el crepúsculo, la hora del amor, empezó a dejar caer sobre la celosía su manto azul cuajado de estrellas, me levanté, abrí el piano, y le supliqué, por el amor del cielo, que me cantara algo. Dijo que era una bruja caprichosa, y que preferiría cantar en otro momento, pero insistí en que no hay mejor momento que el presente.

Me preguntó si me gustaba su voz.

—Mucho —aunque no me gustaba adular su vanidad impresionable, por una vez decidí, para conseguir mi propósito, halagar y estimularla.

—Entonces, Jane, debes acompañarme al piano.

—Muy bien, señor, lo intentaré.

Así lo hice, pero poco después me echó del taburete y me llamó «pequeña chapucera». Al apartarme sin miramientos a un lado (que era precisamente lo que yo había pretendido), ocupó mi lugar y se puso a acompañarse él, pues tocaba tan bien como cantaba. Me retiré rápidamente al mirador y, mientras estaba allí sentada mirando los árboles quietos y el césped borroso, cantó las siguientes estrofas con una dulce melodía en tono suave:

El amor más puro que jamás un corazón

haya albergado en su interior ardiente

a través de cada vena, palpitante,

llevaba la oleada de la vida.

Su llegada era mi esperanza cotidiana,

su partida era para mí el dolor;

el azar que demorase sus pisadas

se convertía en hielo en cada vena.

Soñé que sería el éxtasis supremo

ser amado, tal como yo amaba;

luché por conseguir este objetivo

con gran obsesión y entusiasmo.

Pero era ancho el espacio infranqueable

que se interponía entre nuestras vidas,

y peligroso como los torbellinos de espuma

de las olas del océano verde.

Y embrujado, cual camino de bandidos

a través del páramo o el bosque;

porque entre nuestros dos espíritus

se alzaban el Poder, la Razón, la Pena y la Ira.

Reté a los peligros, desprecié los obstáculos,

desafié a todos los malos augurios:

pasé impetuoso, sin vacilar,

entre amenazas, tropiezos y advertencias.

Siguió mi arco iris, rápido como la luz,

yo volé como en un sueño;

porque ante mí se irguió glorioso

el hijo de la Lluvia y el Rayo.

Entre nubes de dolor sombrío

aún brilla el júbilo suave y solemne;

no me importa cuántos desastres oscuros

se ciernan a mi alrededor.

No me importa, en esta hora sublime,

que todas las cosas por las que he pasado

acudan en tropel, fuertes y raudas,

en busca de una venganza cruel.

Ni que me fulmine el Odio altivo,

ni que la Razón me aísle de los demás,

ni que el Poder demoledor, airado,

me jure enemistad por la eternidad.

Mi Amada ha puesto su pequeña mano,

llena de noble fe, en la mía,

ha prometido que se unirán nuestros seres

con el sagrado anillo del matrimonio.

Mi Amada ha jurado con un beso

vivir por siempre, y morir, conmigo;

he alcanzado el éxtasis supremo:

tal como amo, así yo soy amado.

Se levantó y se acercó a mí, y vi que su cara ardía, sus ojos de halcón resplandecían y cada línea de su rostro estaba impregnada de ternura y pasión. Temblé un momento, pero enseguida me repuse. No quería tiernas escenas ni osadas demostraciones de amor, y me hallaba en peligro de ambas cosas. Debía preparar un arma defensiva, me afilé la lengua y, cuando llegó junto a mí, le pregunté con rudeza con quién pensaba casarse ahora.

—Esa es una extraña pregunta para que la haga mi querida Jane.

—¿Sí? Pues yo la considero muy natural y oportuna, ya que ha hablado de que su futura esposa se morirá con usted. ¿Qué quiere decir una idea tan pagana? Yo no tengo intención de morirme con usted, puede estar seguro.

—Todo lo que ansío y todo lo que deseo es que vivas conmigo. La muerte no es para alguien como tú.

—Sí que lo es: tengo tanto derecho a morirme, cuando llegue mi hora, como usted. Pero esperaré a que llegue esa hora, y no me dejaré llevar antes de tiempo a la pira funeraria.

—¿Me perdonarás esa idea tan egoísta y lo demostrarás con un beso?

—No, prefiero que me dispense de hacerlo.

En este punto, me acusó de ser «una personita implacable», y añadió que «cualquier otra mujer se hubiera derretido al oír semejantes versos cantados en su honor».

Le aseguré que era implacable por naturaleza, inexorable, y que iba a comprobarlo a menudo, y que, además, pensaba mostrarle diferentes aspectos duros de mi carácter antes de que hubieran transcurrido las cuatro semanas: iba a saber verdaderamente la ganga que se llevaba, ahora que aún estaba a tiempo de renunciar.

—¿Te quieres callar, y hablar razonablemente?

—Me callo si lo desea, y, en cuanto a hablar razonablemente, me complazco en creer que ya lo hago.

Se quejó, rezongó y refunfuñó. «Muy bien —pensé—, puedes enfadarte y protestar todo lo que quieras, pero estoy convencida de que esta es la mejor táctica a seguir contigo. Me gustas más de lo que puedo expresar, pero no caeré en la sensiblería del amor. Con la aguja de mis pullas, te mantendré alejado del abismo también, y, además, con su ayuda, mantendré entre tú y yo la distancia que más nos conviene a los dos».

Poco a poco conseguí irritarlo bastante, y cuando se marchó, totalmente resentido, al otro extremo de la habitación, me levanté y dije, con mis modales respetuosos de siempre «Le deseo buenas noches, señor» me deslicé por la puerta lateral y me escapé.

Seguí con el sistema iniciado de esta manera durante todo el período de prueba, con gran éxito. Él estaba siempre, desde luego, bastante molesto y malhumorado, pero, en términos generales, pude comprobar que se divertía sobremanera, y que una sumisión de cordero y una sensiblería de paloma, aunque favorecieran su despotismo, no habrían complacido su juicio, ni satisfecho su sentido común, ni siquiera gratificado su gusto.

En presencia de los demás, estaba callada y me comportaba con deferencia, como antes, ya que cualquier otra conducta hubiera estado fuera de lugar; solo en nuestras reuniones vespertinas lo atormentaba y le hacía rabiar. Él siguió llamándome puntualmente en cuanto daban las siete, aunque cuando me presentaba ante él, ya no utilizaba palabras melosas como «amor» y «cariño», sino ponía a mi servicio términos como «muñeca provocadora», «hada maliciosa», «espíritu» y «traidora». En lugar de caricias, recibía muecas; en vez de un apretón de manos, un pellizco en el brazo; en lugar de un beso en la mejilla, un tirón de oreja. Estaba bien: de momento, prefería mucho más estos favores salvajes a manifestaciones más tiernas. Me di cuenta de que la señora Fairfax aprobaba mi comportamiento. Desapareció su inquietud por mí, lo que me confirmaba que actuaba correctamente. Mientras tanto, el señor Rochester alegaba que lo estaba dejando en los huesos, y me amenazaba con una terrible venganza, en un futuro próximo, por mi forma de actuar. Me reía solapadamente de sus amenazas. «Ahora te tengo bien controlado —reflexionaba—, y estoy segura de que lo podré hacer más adelante. Si me falla una argucia, debo inventar otra».

Pero, a pesar de todo, mi tarea no era fácil: a menudo hubiera preferido complacerlo a torturarlo. Mi futuro marido se estaba convirtiendo en todo mi mundo, y, más que mi mundo, casi mi esperanza de paraíso. Él estaba metido entre yo y mis ideas de religión, como se interpone un eclipse entre el hombre y el sol. En aquellos días, no podía ver a Dios por estar embelesada con un hombre, a quien había convertido en mi ídolo.

Capítulo X

Ya había pasado el mes de noviazgo: sus últimas horas tocaban a su fin. No se podía atrasar el día que se aproximaba: el día de la boda, y todos los preparativos estaban ya completados. Yo, por lo menos, no tenía nada más que hacer: allí estaban mis baúles, hechos, cerrados y atados con cuerdas, alineados a lo largo de la pared de mi pequeña habitación. Mañana a estas horas, estarían camino de Londres, y yo también (Dios mediante), o, mejor dicho, no yo, sino una tal Jane Rochester, una persona aún desconocida para mí. Solo faltaba clavar las tarjetas con las señas; allí estaban, cuatro cuadraditos, en el cajón. El mismo señor Rochester había escrito la dirección: «Señora Rochester, Hotel…, Londres»; pero no me decidía a clavarlas yo, ni tampoco a que me las clavaran. ¡La señora Rochester! No existía, no nacería hasta el día siguiente, algo después de las ocho de la mañana; me esperaría para ver si nacía viva, antes de asignarle tantas propiedades. Me bastaba que, en aquel armario frente al tocador, prendas supuestamente de ella ya hubieran reemplazado el vestido de paño negro y el sombrero de paja de Lowood; no me pertenecía esa indumentaria de boda: el vestido gris perla y el velo vaporoso, que colgaban de la percha. Cerré el armario para ocultar las extrañas vestimentas fantasmales que contenía, las cuales, a esta hora de la noche, las nueve, rielaban de manera espectral en la penumbra de mi cuarto. «Te dejaré a solas, sueño blanco —dije—. Estoy febril; oigo soplar el viento; saldré para sentirlo».

No solo las prisas de los preparativos me habían puesto febril, no solo la expectación del gran cambio, de la vida nueva que había de comenzar mañana; sin duda, ambas circunstancias tenían su parte en producir el humor inquieto y nervioso que me precipitaba fuera de la casa al jardín sombrío a esta hora tardía; pero había un tercer motivo que influía más en mi mente.

Mi corazón albergaba un pensamiento extraño y ansioso. Había ocurrido algo que no acertaba a comprender. Nadie más que yo sabía o había presenciado el hecho, que había sucedido la noche anterior. El señor Rochester se había ausentado por la tarde y aún no había regresado. Se había marchado a visitar, por asuntos de negocios, unas dos o tres granjas de su propiedad a treinta millas de distancia, asuntos que tenía que atender personalmente antes de su prevista partida de Inglaterra. Yo esperaba su regreso, deseosa de desembarazar mi mente y de hallar en él la solución al enigma que me desconcertaba. Quédate hasta que llegue, lector; cuando le descubra el secreto, serás partícipe de la revelación.

Me dirigí a la huerta, empujada a buscar refugio allí por el viento, que había soplado intensamente del sur durante todo el día, sin traer, sin embargo, ni una gota de lluvia. En lugar de amainar con el avance de la noche, parecía aumentar su ímpetu y arreciar su rugido; los árboles estaban doblados en un sentido, sin erguirse ni apenas enderezar sus ramas en el espacio de una hora por la fuerza que inclinaba hacia el norte sus frondosas copas. Las nubes flotaban raudas de polo a polo, una masa tras otra; no se había visto ni un retazo de cielo azul a lo largo de aquel día de julio.

 

No dejé de experimentar cierto gozo salvaje al correr ante el viento, descargando en el torrente inconmensurable de aire que tronaba en el espacio las preocupaciones de mi mente. Bajando por el sendero de los laureles, me encontré con los restos del castaño; allí se erguía, negro y hendido; el tronco, partido por la mitad, ostentaba una brecha espantosa. Las dos mitades no estaban del todo separadas, sino que la sólida base y las vigorosas raíces las mantenían unidas en la parte de abajo, aunque la vitalidad estaba perdida, pues ya no fluía la savia. Estaban muertas las grandes ramas de los lados, y las tormentas del invierno siguiente seguramente tirarían abajo una o las dos partes. Sin embargo, de momento se podía decir que formaban un solo árbol: una ruina absoluta de árbol.

«Hicisteis bien en agarraros la una a la otra —dije, como si las monstruosas astillas fueran seres vivos que me pudieran oír—. Creo que, por heridas, carbonizadas y chamuscadas que parezcáis, todavía debéis de tener una sensación de vida, producida por vuestra unión en las raíces fieles y, constantes. Nunca más tendréis hojas verdes, nunca más veréis a los pájaros anidar y cantar romances entre vuestras ramas. Se ha acabado para vosotras el tiempo de placer y amor, pero no estáis desoladas, pues cada una tiene una compañera que comparta su decadencia con ella». Al mirarlas, apareció de pronto la luna, de un rojo sangre y medio cubierta de nubes, en la porción de cielo que veía en la hendidura; pareció echarme una ojeada perpleja y cansada, tras lo cual se volvió a hundir en una gran masa de nubes. El viento amainó durante un segundo alrededor de Thornfield, pero en lontananza, a través de bosques y aguas, sonó un aullido enloquecido y melancólico. Daba pena escucharlo, por lo que me alejé apresurada.

Iba y venía por la huerta, recogiendo las manzanas que yacían abundantes en la hierba alrededor de las raíces de los árboles; después, me entretuve separando las maduras de las verdes. Las llevé a la casa, donde las guardé en la despensa. Luego, fui a la biblioteca para comprobar si la chimenea estaba encendida, porque, aunque era verano, sabía que al señor Rochester le gustaría encontrar un fuego cálido a su regreso en una noche tan lúgubre: sí, el fuego estaba encendido y ardía bien. Coloqué su butaca junto al rincón de la chimenea, acerqué la mesa a ella, corrí las cortinas e hice traer las velas, listas para encender. Más inquieta que nunca después de realizar estos menesteres, no podía estarme sentada inmóvil, ni siquiera quedarme dentro de la casa. Dieron las diez simultáneamente en un pequeño reloj de la biblioteca y el antiguo del vestíbulo.

«¡Qué tarde se está haciendo! —dije—. Me acercaré a la entrada; la luna alumbra a ratos, y puedo ver un buen trecho de la carretera. Puede que esté ya en camino, y, si me adelanto a su encuentro, me ahorraré algunos minutos de angustia».

El viento rugía en las copas de los grandes árboles que rodeaban las puertas, pero la carretera, hasta donde alcanzaba la vista a derecha y a izquierda, estaba tranquila y solitaria. Solo se veía una línea larga y pálida, inalterada por el movimiento más insignificante, con la excepción de la sombra de las nubes que cruzaban delante de la luna de vez en cuando.

Unas lágrimas infantiles acudieron a mis ojos mientras miraba, lágrimas de desilusión e impaciencia. Avergonzada, las enjugué. Me rezagué; la luna se encerró del todo dentro de su cámara, corriendo las cortinas de densas nubes; la noche se puso oscura, el viento trajo la lluvia.

«¡Que venga! ¡Que venga ya!» exclamé, presa de presagios hipocondríacos. Lo esperaba antes de la hora del té, y ahora era de noche, ¿qué lo retenía? ¿Había tenido un accidente? El suceso de la noche anterior acudió nuevamente a mi memoria. Lo interpreté como un aviso de desastre. Temía que mis esperanzas fueran demasiado ambiciosas para hacerse realidad, y había disfrutado de tantos placeres últimamente, que suponía que mi suerte había alcanzado su apogeo y ahora debía ir en declive.

«Bien, no puedo volver a la casa —pensé—, no puedo sentarme junto al fuego mientras él está a la intemperie. Mejor agotar mi cuerpo que forzar mi corazón. Me iré andando hasta encontrarlo».

Me puse en camino. Anduve deprisa, pero no llegué lejos: antes de caminar un cuarto de milla, oí el chacoloteo de cascos; apareció un jinete al galope, con un perro corriendo a su lado. ¡Fuera malos presentimientos! Era él; allí estaba, montando a Mesrour y seguido por Pilot. Me vio, pues la luna había despejado una zona azul del cielo, donde presidía en acuoso esplendor. Se quitó el sombrero y lo agitó alrededor de la cabeza. Corrí a su encuentro.

—¡Ya está! —exclamó, al extender la mano hacia mí, doblándose en la silla—. No puedes vivir sin mí, es evidente. Pon tu pie en mi bota, dame las dos manos, ¡sube!

Obedecí, ágil por la alegría, y salté delante de él. Me recibió con abundantes besos y un triunfo ufano, que aguanté como buenamente pude. Detuvo su euforia un momento para preguntar:

—¿Pero ocurre algo, Janet, para que vengas a buscarme a estas horas? ¿Algo va mal?

—No, pero creía que no llegaría nunca. No podía soportar esperarlo dentro de la casa, especialmente con el viento y la lluvia.

—¡Viento y lluvia, desde luego! Estás goteando como una sirena; ponte mi capa. Creo que tienes fiebre, Jane; te arden las mejillas y las manos. Te vuelvo a preguntar: ¿ocurre algo?

—Nada, nada; no tengo ni miedo ni penas.

—Entonces, es que has sufrido ambas cosas.

—Sí, pero se lo contaré todo luego, señor, y no me sorprendería que se riera de mis sufrimientos.

—Me reiré de ti de buena gana cuando pase mañana; hasta entonces, no me atrevo: no tengo mi premio asegurado. ¿Esta eres tú, que has sido resbaladiza como una anguila el último mes, y espinosa como una rosa? No te podía poner un dedo encima sin pincharme. Y ahora parece que haya recogido en mis brazos un cordero descarriado; te alejaste del redil en busca del pastor, ¿verdad, Jane?

—Lo buscaba, pero no se ufane. Ya estamos en Thornfield, déjeme bajar.

Me puso en el suelo. Cuando John cogió su caballo y me siguió al vestíbulo, me dijo que me apresurara a ponerme algo seco y que acudiera después a la biblioteca; me detuvo, camino de la escalera, para hacerme prometer que no tardaría. Y no tardé: me reuní con él a los cinco minutos. Lo encontré cenando.

—Siéntate y hazme compañía, Jane; Dios quiera que sea la penúltima comida que tomes en Thornfield durante mucho tiempo.

Me senté junto a él, pero le dije que no podía comer.

—¿Es por la idea del viaje que te espera, Jane? ¿El pensar en ir a Londres es lo que te quita el apetito?

—No tengo el futuro muy claro esta noche, señor, y apenas si sé qué ideas tengo en la cabeza. Todas las cosas de la vida se me antojan irreales.

—Menos yo. Yo soy bastante sólido: tócame.

—Usted, señor, es lo más fantasmagórico de todo; no es más que un sueño.

Extendió la mano, riendo.

—¿Es esto un sueño? —dijo, poniéndola ante mis ojos. Tenía la mano redondeada, musculosa y vigorosa, y el brazo largo y fuerte.

—Sí, aunque puedo tocarla, es un sueño —dije, bajándola de delante de mi rostro—. Señor, ¿ha terminado de cenar?

—Sí, Jane.

Toqué la campana para que se llevaran la bandeja. Cuando nos hubimos quedado a solas otra vez, aticé el fuego y me senté en un taburete bajo a los pies de mi señor.

—Es casi medianoche —dije.

—Sí, pero recuerda, Jane, que prometiste velar conmigo la víspera de mi boda.

—Así lo hice, y cumpliré mi promesa, por lo menos una o dos horas. No tengo ganas de acostarme.

—¿Están completados todos tus preparativos?

—Todos, señor.

—Los míos, también —respondió—. Lo tengo todo dispuesto y partiremos mañana de Thornfield hora y media después de salir de la iglesia.

—Muy bien, señor.

—¡Con qué sonrisa más extraordinaria has pronunciado esas palabras, «muy bien», Jane! ¡Qué color tienes en las mejillas! ¡Qué brillo en los ojos! ¿Estás bien?

—Creo que sí.

—¿Crees? ¿Qué pasa? Dime lo que sientes.