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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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—¿Dónde está la necesidad? —preguntó de pronto.

—¿Dónde? Usted, señor, me la ha señalado.

—¿Bajo qué forma?

—Bajo la forma de la señorita Ingram, una mujer noble y bella, su esposa.

—¡Mi esposa! ¿Qué esposa? Yo no tengo esposa.

—Pero la tendrá.

—¡Sí, la tendré, la tendré! —y apretó los dientes.

—Entonces he de partir, lo dijo usted mismo.

—¡No, debe quedarse! ¡Lo juro, y mantendré el juramento!

—Le digo que debo partir —repliqué, excitada con un sentimiento semejante a la pasión—. ¿Cree que puedo quedarme si no significo nada para usted? ¿Cree que soy un autómata? ¿una máquina sin sentimientos? ¿Cree que puedo soportar que me quiten el pedazo de pan de la boca y la gota de agua vital del vaso? ¿Cree que, porque soy pobre, fea, anodina y pequeña, carezco de alma y corazón? ¡Se equivoca! Tengo la misma alma que usted, y el mismo corazón. Y, si Dios me hubiera dotado de algo de belleza y una gran fortuna, le habría puesto tan difícil dejarme como lo es para mí dejarlo a usted. No le hablo con la voz de la costumbre o de las convenciones, ni siquiera con voz humana; ¡es mi espíritu el que se dirige al suyo, como si ambos hubiéramos muerto y estuviéramos a los pies de Dios, iguales, como lo somos!

—¡Iguales, como lo somos! —repitió el señor Rochester—, así —añadió, estrechándome contra su pecho, apretando sus labios contra los míos—, así, Jane.

—Sí, así, señor —contesté— pero, sin embargo, así no, ya que es usted un hombre casado, o casi, y, casado con una inferior a usted, una con la que no tiene afinidad, a la que no creo que quiera realmente, pues le he visto y oído burlarse de ella. Desprecio tal matrimonio, por lo que soy mejor que usted; ¡deje que me vaya!

—¿Adónde, Jane? ¿A Irlanda?

—Sí, a Irlanda. He dicho lo que pensaba y ahora puedo ir a cualquier parte.

—Jane, estate quieta, no luches de esta manera, como un pájaro salvaje y frenético que rompe sus plumas en su desesperación.

—No soy ningún pájaro, ni estoy atrapada en ninguna red. Soy un ser humano libre con voluntad propia, que pongo en funcionamiento para dejarlo.

Con otro esfuerzo me liberé y me puse de pie ante él.

—Y tu voluntad decidirá tu destino —dijo—; te ofrezco mi mano, mi corazón y una parte de todo lo que poseo.

—Está representando una farsa, y yo me río de ella.

—Te pido que pases la vida a mi lado, que seas lo mejor de mí, y mi compañera sobre la tierra.

—Para ese puesto ya ha elegido usted a otra, y debe mantener su decisión.

—Jane, estate quieta unos momentos; estás demasiado nerviosa. Yo me quedaré quieto también.

Una ráfaga de viento barrió el camino de laureles e hizo temblar las hojas del castaño. Luego se marchó, lejos, lejos, a una distancia indefinida, y se extinguió. El canto del ruiseñor era la única voz que se oía; al escucharla, me puse a llorar de nuevo. El señor Rochester estaba sentado, callado, mirándome serio y con ternura. Pasó algún tiempo antes de que hablase; al fin dijo:

—Ven a mi lado, Jane; expliquémonos para comprendemos mutuamente.

—Nunca más me pondré a su lado. Ya me he separado y no puedo volver.

—Pero, Jane, te llamo como esposa; solo contigo pretendo casarme.

Callé, pensando que se burlaba de mí.

—Ven, Jane, ven aquí.

—Su esposa se interpone entre nosotros.

Se levantó y se puso a mi lado de una zancada.

—Mi esposa está aquí —dijo, estrechándome nuevamente contra él— porque aquí está mi igual y mi semejante. Jane, ¿te casarás conmigo?

No le contesté, y me libré de su abrazo, porque aún me sentía incrédula.

—¿Dudas de mí, Jane?

—Totalmente.

—¿Y no tienes fe en mí?

—Ni un ápice.

—¿Me ves como un embustero? —preguntó apasionadamente—. Pequeña escéptica, haré que te convenzas. ¿Qué amor siento por la señorita Ingram? Ninguno, como me he esforzado en demostrar; le hice llegar el rumor de que mi fortuna era menos de un tercio de lo que se creía, después de lo cual me presenté ante ella para ver el resultado: frialdad por parte de ella y de su madre. Jamás me casaría, no podría casarme con la señorita Ingram. A ti, extraño ser casi etéreo, a ti te quiero como a mi propia vida. A ti, pobre y anodina, pequeña y fea como eres, te pido que me aceptes por marido.

—¿A quién, a mí? —exclamé, empezando a creer en su sinceridad a causa de su seriedad y, sobre todo, su descortesía—, ¿a mí, que no tengo otro amigo en el mundo que usted, si es que es mi amigo, y ni un chelín aparte de lo que me ha dado?

—A ti, Jane. Debes ser mía, totalmente mía. ¿Quieres ser mía? Di que sí, rápido.

—Señor Rochester, deje que le vea la cara, vuélvase hacia la luna.

—¿Por qué?

—Porque quiero leer en su semblante; ¡vuélvase!

—Ya está. No lo encontrarás más legible que una página arrugada y llena de tachaduras. Lee, pues, pero date prisa, porque sufro.

Su rostro estaba muy agitado y ruborizado, sus facciones se retorcían violentamente y sus ojos brillaban de forma rara.

—¡Oh, Jane, cómo me atormentas! —exclamó—. Con esa mirada inquisitiva y a la vez leal y generosa, ¡cómo me atormentas!

—¿Cómo es posible? Si usted es sincero y su ofrecimiento es real, los únicos sentimientos que puedo albergar por usted son el agradecimiento y la devoción, y estos no atormentan.

—¡Agradecimiento! —exclamó, y añadió fuera de sí—. Jane, acéptame enseguida. Di: «Edward», llámame por mi nombre, «Edward, me casaré contigo».

—¿Habla usted en serio? ¿Me ama de veras? ¿Quiere realmente que sea su esposa?

—Sí, y si hace falta un juramento para satisfacerte, lo juro.

—Entonces, señor, me casaré con usted.

—«¡Edward», esposa mía!

—¡Querido Edward!

—Ven aquí, ven de buen grado ahora —dijo, y añadió, con su tono más grave, hablándome al oído al posar su mejilla contra la mía—, hazme feliz, como yo te lo haré a ti.

—¡Que Dios me perdone! —agregó poco después— y que ningún hombre se entrometa; la tengo y me la quedaré.

—No hay nadie que pueda entrometerse, señor. No tengo familiares para interferir.

—No, y eso es lo mejor —dijo. Y, si no lo hubiera querido tanto, me habrían parecido bárbaros su tono y su mirada de triunfo. Pero sentada a su lado, despejada la pesadilla de la separación, y llamada al éxtasis de la unión, solo pensaba en la felicidad tan inmensa que se me había ofrecido. Una y otra vez me preguntó:

—¿Eres feliz, Jane?

Una y otra vez le respondí:

—Sí.

Y después murmuró:

—Será la expiación. ¿Acaso no la he encontrado fría, sin amigos y sin consuelo? ¿Y no he de protegerla, quererla y consolarla? ¿No hay amor en mi corazón y constancia en mis resoluciones? Seré expiado ante el tribunal de Dios. Sé que mi Creador aprueba lo que hago. En cuanto al juicio del mundo, me lavo las manos. En cuanto a la opinión de los hombres, la desafío.

Pero ¿qué había sido de la noche? La luna aún no se había puesto, y estábamos en la penumbra; apenas veía el rostro de mi señor, aunque lo tenía bien cerca. ¿Y qué le ocurría al castaño? Se retorcía y gemía, mientras que el viento rugía por el camino de laureles y nos barría a nosotros.

—Debemos entrar —dijo el señor Rochester—, ha cambiado el tiempo. Me hubiera podido quedar contigo hasta el amanecer, Jane.

«Y yo contigo», pensé yo. Quizás hubiera debido decirlo, pero de la nube que estaba mirando saltó una chispa violácea y brillante, seguida de un latigazo, un estallido y un redoble prolongado, y solo pensé en ocultar los ojos deslumbrados en el hombro del señor Rochester. La lluvia caía a chorros. Me llevó apresurado por el camino, a través del jardín y hasta la casa, pero estábamos totalmente calados antes de cruzar el umbral. Él me estaba quitando el chal en el vestíbulo y sacudiéndome el agua del cabello suelto, cuando salió de su cuarto la señora Fairfax. Al principio, no la vi, y tampoco el señor Rochester. La lámpara estaba encendida, y el reloj estaba a punto de dar las doce.

—Quítate deprisa la ropa mojada —dijo él—, y antes de que te marches, ¡buenas noches, buenas noches, querida!

Me besó repetidas veces. Cuando levanté la vista al abandonar sus brazos, ahí estaba la viuda, pálida, seria y atónita. Simplemente le sonreí y subí corriendo las escaleras. «Ya le daremos explicaciones en otro momento», pensé. No obstante, cuando llegué a mi cuarto, sentí remordimientos ante la idea de que pudiera por un momento interpretar erróneamente lo que había visto. Pero el júbilo borró enseguida los demás sentimientos y, a pesar del viento que soplaba salvajemente, del trueno que crujía encima, de los rayos que estallaban una y otra vez y de la lluvia torrencial que cayó durante dos horas seguidas, no sentí miedo, y solo un poco de inquietud. El señor Rochester se acercó tres veces a mi puerta durante la tormenta para preguntar si me encontraba a salvo y serena; eso era suficiente consuelo y daba bastantes fuerzas para cualquier eventualidad.

Antes de levantarme de la cama por la mañana, vino corriendo la pequeña Adèle para decirme que el gran castaño del fondo del huerto había sido partido por un rayo durante la noche, y que la mitad se había caído.

Capítulo IX

Mientras me levantaba y vestía, pensaba en lo que había ocurrido y me preguntaba si no sería un sueño. No podía estar segura de su realidad hasta que no viera de nuevo al señor Rochester y le oyera repetir las palabras de amor y las promesas.

Al arreglarme el cabello, me miré la cara en el espejo, y ya no me pareció fea. Había esperanza en su aspecto y vida en su color, y los ojos parecían haber visto la fuente de la felicidad y haber tomado prestado el brillo de sus aguas. A menudo no había querido mirar a mi amo por temor de que le desagradara mi aspecto, pero ahora me sentía segura de que podía levantar mi cara ante la suya sin que su expresión enfriase su afecto. Saqué del cajón un vestido de verano sencillo, aunque limpio y ligero, y me lo puse; me pareció que ningún vestido me había sentado nunca tan bien, porque jamás había llevado ninguno con el ánimo tan feliz.

 

No me sorprendió, al bajar corriendo al vestíbulo, ver que una brillante mañana de junio había seguido a la tormenta de la noche anterior, ni sentir el aliento de una brisa limpia y fragante a través de la puerta abierta. La naturaleza debía de estar contenta de que yo fuera tan feliz. Una mendiga con su hijo, dos seres pálidos y harapientos, se aproximaban por la calzada, y salí corriendo para darles todo el dinero que tenía en el monedero, unos tres o cuatro chelines. Para bien o para mal, debían compartir mi júbilo. Graznaban los grajos y cantaban otros pájaros más melódicos, pero nada había más alegre o sonoro que mi propio corazón regocijado.

Me sorprendió encontrar a la señora Fairfax mirando con semblante triste por la ventana; me dijo muy seria:

—Señorita Eyre, ¿quiere usted venir a desayunar? —Durante el desayuno, se mostró fría y callada, pero no podía sincerarme con ella en ese momento. Debía esperar a que mi señor le diese explicaciones, y ella también. Comí lo que pude, y me apresuré a subir las escaleras. Me encontré con Adèle saliendo del aula.

—¿Adónde vas? Es la hora de las lecciones.

—El señor Rochester me ha enviado al cuarto de juego.

—¿Dónde está él?

—Ahí dentro —señalando la habitación de la que acababa de salir. Entré y allí estaba.

—Ven a desearme los buenos días —dijo. Me acerqué gustosa; no fue una palabra amable lo que recibí, ni un apretón de manos, sino un abrazo y un beso. Parecía natural: era agradable ser tan amada y acariciada por él.

—Jane, tienes un aspecto radiante, tan sonriente y bonita —me dijo—, realmente bonita esta mañana. ¿Es esta mi pequeña hada pálida? ¿Es esta mi Mostacilla[39]? ¿Esta niña sonriente con hoyuelos en las mejillas y los labios rosados, los cabellos castaño sedosos, y los brillantes ojos de color avellana? —Tenía los ojos verdes, lector, pero hay que disculparle el error. Para él, estaban recién teñidos, supongo.

—Soy Jane Eyre, señor.

—Y pronto serás Jane Rochester —añadió—; dentro de cuatro semanas, Jane, ni un día más, ¿lo oyes?

Lo oí, pero no acababa de asimilarlo: me mareaba. El sentimiento que me produjo su declaración era algo más fuerte de lo que justificara el júbilo, era algo que me golpeó y aturdió, creo que era casi miedo.

—Primero te has sonrojado y ahora te has puesto pálida, Jane; ¿por qué?

—Porque usted me ha dado un nuevo nombre, Jane Rochester, que se me hace extraño.

—Sí, la señora Rochester, la joven señora Rochester, niña-esposa de Fairfax Rochester.

—No puede ser, señor; no parece probable. Los seres humanos jamás disfrutamos de la felicidad total en este mundo. Yo no nací para un destino diferente del resto de mi especie. Imaginar que me puede suceder tanto es un cuento de hadas, una fantasía.

—Que yo puedo y quiero hacer realidad. Empezaré hoy. Esta mañana, he escrito a mi banquero de Londres para que me envíe algunas joyas que él me guardaba, herencia de las damas de Thornfield. En un día o dos, espero volcarlas en tu regazo, porque tendrás todas las atenciones y todos los privilegios que tendría la hija de un noble con la que me fuese a casar.

—¡Oh, señor, olvídese de las joyas! No me gusta oír hablar de ellas. Joyas para Jane Eyre se me antojan algo antinatural y extraño; preferiría no tenerlas.

—Yo mismo pondré la cadena de brillantes alrededor de tu cuello y la tiara en tu frente, que embellecerá, ya que la naturaleza ha dejado la señal de la nobleza en tus sienes, Jane; y abrocharé las pulseras en estas finas muñecas, y llenaré de sortijas estos dedos de hada.

—¡No, no, señor! Piense en otras cosas y hable de otros temas, con otro tono. No hable conmigo como si fuera una belleza: soy su institutriz, sencilla como una cuáquera.

—Eres una belleza a mis ojos, y una belleza delicada y etérea, que me llena el corazón.

—Endeble e insignificante, querrá decir. Sueña usted, señor, o se burla. ¡Por el amor de Dios, no sea irónico!

—Haré que el mundo también te reconozca como una belleza —prosiguió, causándome gran inquietud por su tono, ya que me parecía que o se engañaba a sí mismo o me quería engañar a mí—. Vestiré de raso y encaje a mi Jane, y le pondré rosas en el pelo, y cubriré la cabeza que más amo con un velo que no tiene precio.

—Y entonces no me conocerá, señor, y ya no seré su Jane Eyre, sino un simio vestido de arlequín, o un arrendajo con plumaje prestado. Casi me gustaría más verlo a usted, señor Rochester, ataviado de cómico que a mí misma vestida de dama de la corte, y no le llamo guapo a usted, señor, aunque lo quiero muchísimo: demasiado para halagarlo. ¡No me halague usted a mí!

Siguió con el tema, no obstante, sin hacer caso de mi súplica:

—Hoy mismo te llevaré a Millcote en el carruaje, para que elijas algunos vestidos. Ya te he dicho que nos vamos a casar dentro de cuatro semanas. La boda será discreta, en la iglesia de allí abajo; e, inmediatamente después, te llevaré volando a la ciudad. Después de una corta estancia allí, llevaré a mi tesoro a regiones más cercanas al sol: a viñas francesas y llanuras italianas, para que veas todo lo aclamado por la historia antigua o por la moda actual, y para que pruebes la vida de las ciudades y aprendas a valorarte a ti misma al compararte imparcialmente con los demás.

—¿Entonces, viajaré con usted, señor?

—Te alojarás en París, Roma, Nápoles, Florencia, Venecia y Viena. Todas las tierras que yo he pisado, volverás a pisar tú; en todos los lugares donde he plantado mi pezuña, posarás tu pie de sílfide. Hace diez años, recorrí medio loco toda Europa, con el asco, el odio y la furia por compañeros de viaje; ahora la visitaré de nuevo, curado y purificado, con un ángel de acompañante para mi solaz.

Me reí de sus palabras:

—No soy un ángel —afirmé—, y no lo seré hasta que me muera: seré yo misma. Señor Rochester, no debe usted esperar ni exigir nada angelical de mí, pues no lo va a conseguir, como tampoco yo lo conseguiré de usted, porque no lo espero en absoluto.

—¿Y qué esperas de mí?

—Durante un corto espacio de tiempo, muy corto, será usted como ahora, pero luego se enfriará, y será caprichoso y serio, y tendré mucha dificultad en complacerlo. Pero cuando se haya acostumbrado a mí, quizás me aprecie de nuevo, y digo apreciarme, y no amarme. Supongo que su amor se esfumará en seis meses, o menos. He observado en los libros escritos por hombres que ese periodo es el más largo que dura la pasión de un marido. Sin embargo, como amiga y compañera, espero no ser nunca desagradable para mi querido señor.

—¡Desagradable! ¡volver a apreciarte! Creo que te apreciaré una y otra vez, y te haré confesar que no solo te aprecio, sino que te amo, con amor verdadero, pasión y constancia.

—Pero ¿no es usted caprichoso, señor?

—Con las mujeres que solo me agradan por sus rostros, soy un verdadero diablo cuando descubro que carecen de corazón y alma, cuando me revelan un panorama de insulsez, trivialidad, y, quizás, imbecilidad, vulgaridad y mal genio. Pero con la de ojos límpidos y lengua elocuente, la del alma de fuego y el carácter que se dobla pero no se rompe, a la vez flexible y constante, maleable y firme, siempre seré tierno y fiel.

—¿Ha tenido experiencia de tal carácter, señor? ¿Ha querido alguna vez a una así?

—La quiero ahora.

—¿Pero antes que yo? si es que yo estoy a la altura de ese ideal difícil.

—Nunca he conocido a nadie como tú, Jane. Me complaces y me dominas; parece que te sometes, y me gusta la sensación de flexibilidad que das, y, mientras enrosco en el dedo la suave hebra sedosa de tu cabello, esta envía un dulce calambre a lo largo de mi brazo hasta el corazón. Me influye, me conquista, y la influencia es más dulce de lo que puedo expresar y la conquista que experimento tiene un hechizo por encima de cualquier victoria que pudiera ganar. ¿Por qué te ríes, Jane? ¿Qué significa este cambio de expresión inexplicable e inquietante?

—Pensaba, señor, me perdonará la idea, pues ha sido involuntaria, pensaba en Hércules y Sansón con sus hechiceras…

—Conque sí, ¿eh? Pequeña hada…

—¡Calle, señor! No habla usted con mucha sensatez ahora, del mismo modo en que aquellos caballeros no actuaron con sensatez. Sin embargo, si hubieran estado casados, no dudo de que con su severidad de maridos hubieran compensado su debilidad de pretendientes, y usted también, me temo. Me pregunto cómo me contestará de aquí a un año si le pido un favor que no le conviene o no le complace concederme.

—Pídeme algo ahora, Janet, por nimio que sea. Quiero que me ruegues…

—Por supuesto que sí, señor. Tengo la solicitud preparada ya.

—¡Habla! Pero si me miras y me sonríes con esa cara, juro que accederé antes de saber a qué, y así me convertiré en idiota.

—En absoluto, señor. Solo le pido esto: no mande traer las joyas, y no me corone de rosas. Sería lo mismo que coser una orilla de encaje de oro a ese sencillo pañuelo que tiene ahí.

—Más me valdría intentar «dorar el oro de ley»[40], lo sé. Te concedo tu deseo, de momento. Invalidaré la orden que envié al banquero. Pero aún no has hecho ninguna petición; has pedido que se anule un regalo. Inténtalo de nuevo.

—Bien. Entonces, señor, tenga la bondad de satisfacer mi curiosidad sobre un punto.

Pareció estar perturbado.

—¿Qué, qué? —dijo rápido—. La curiosidad es mal peticionario; menos mal que no he jurado conceder cada solicitud…

—Pero no hay peligro en que conceda esto, señor.

—Dilo, Jane; pero me gustaría que en lugar de preguntar por un secreto, por ejemplo, me pidieras la mitad de lo que poseo.

—¡Venga, rey Asuero![41]. ¿Para qué quiero yo la mitad de sus propiedades? ¿Cree acaso que soy un judío usurero que quiere invertir en tierras? Preferiría que me diera toda su confianza. Si me admite usted en su corazón, ¿no me negará su confianza?

—Te doy de buen grado toda la confianza que merece darse, Jane. Pero, por el amor de Dios, ¡no me pidas una carga inútil! ¡No ansíes el veneno, ni te conviertas en una Eva cualquiera!

—¿Por qué no, señor? Acaba de decirme cuánto le gusta que lo conquisten, y lo que disfruta del exceso de persuasión. ¿No le parece que debo aprovecharme de la confesión, y ponerme a lisonjear y rogar, incluso llorar y patalear, simplemente para demostrar mi poder?

—Te desafío a que hagas el ensayo. Abusa y presume, y se acabó el juego.

—¿Ah, sí? Se rinde usted fácilmente. ¡Qué serio está ahora! Las cejas se le han puesto tan gruesas como mi pulgar, y su frente se asemeja a lo que una vez, en una poesía muy sorprendente, leí que se llamaba un almacén de truenos azules. ¿Será este su aspecto de casado?

—Si este va a ser tu aspecto de casada, yo, como cristiano, renunciaré enseguida a la idea de unirme a un simple espíritu o salamandra. Pero ¿qué era lo que querías preguntar, bicho? ¡Dilo de una vez!

—Ahora se está poniendo grosero, y prefiero la descortesía a la adulación. Prefiero ser bicho que ángel. Esto es lo que quiero preguntar: ¿por qué se ha esforzado tanto en hacerme creer que quería casarse con la señorita Ingram?

—¿Solo es eso? ¡Gracias a Dios que no es nada peor! —Y dejó de fruncir el ceño sombrío, me miró sonriente y me acarició el cabello, como contento de haberse librado de un peligro—. Creo que lo puedo confesar —prosiguió—, aunque te indigne un poco, Jane, y ya sé lo fogosa que puedes ser cuando te indignas. Echabas chispas a la fresca luz de la luna anoche, cuando te rebelaste contra el destino y exigiste tu rango como mi igual. Janet, a propósito, fuiste tú quien se declaró.

—Por supuesto que sí. Pero al grano, por favor, señor. ¿La señorita Ingram?

 

—Pues fingí cortejar a la señorita Ingram porque quería que te enamoraras tanto de mí como lo estaba yo de ti, y sabía que los celos serían los mejores aliados que podía encontrar para conseguir ese fin.

—¡Excelente! ¡Qué pequeño lo veo ahora, no mayor que la punta de mi meñique! Fue una vergüenza descarada y una infamia sin nombre comportarse de esa manera. ¿Es que no pensó en los sentimientos de la señorita Ingram, señor?

—Sus sentimientos se reducen a uno: el orgullo, que necesita de humillaciones. ¿Tenías celos, Jane?

—No importa, señor Rochester; realmente no le incumbe lo más mínimo saberlo. Contésteme sinceramente una vez más. ¿No cree que sufrirá la señorita Ingram por su coquetería insincera? ¿No se sentirá abandonada y desamparada?

—¡Imposible! Si te dije cómo, al contrario, ella me dejó a mí; la idea de mi insolvencia enfrió o, mejor dicho, extinguió en un momento su pasión.

—Tiene usted una mente curiosamente calculadora, señor Rochester. Me temo que sus principios sobre algunas cuestiones son excéntricos.

—Mis principios nunca fueron amaestrados, Jane. Puede que se extraviaran por falta de atenciones.

—Una vez más y en serio, ¿puedo disfrutar del gran don que se me ha concedido, sin temer que otra sufra el amargo dolor que sufría yo misma hace poco?

—Sí que puedes, niña buena. No existe otro ser en el mundo que me profese el mismo amor puro que tú, porque me apropio esa bendición, Jane, la fe en tu cariño.

Posé los labios sobre la mano que yacía en mi hombro. Lo amaba mucho, más de lo que me atrevía a decir, más de lo que las palabras podían expresar.

—Pídeme algo más —dijo al rato—, me encanta que me supliques, para luego rendirme.

Otra vez tenía preparada mi petición.

—Comunique a la señora Fairfax sus intenciones, señor. Me vio con usted anoche en el vestíbulo y se escandalizó. Dele una explicación antes de que yo la vuelva a ver. Me duele que me juzgue mal una persona tan buena.

—Ve a tu cuarto y ponte el sombrero —respondió—. Quiero que me acompañes a Millcote esta mañana; mientras te preparas para el paseo, aclararé el malentendido con la anciana dama. ¿Pensó, Janet, que habías sacrificado todo tu mundo por el amor, y que lo considerabas bien perdido?

—Creo que pensó que había olvidado mi lugar, y el suyo, señor.

—¡Lugar, lugar! Tu lugar está en mi corazón, y por encima de la cabeza de los que quieran insultarte, ahora o en el futuro. ¡Vete!

Me arreglé enseguida, y cuando oí al señor Rochester salir de la salita de la señora Fairfax, me dirigí rápidamente allí. La anciana señora había estado leyendo su porción matutina de las Sagradas Escrituras: la lección del día; la Biblia yacía abierta ante ella, con sus anteojos encima. Esta ocupación, interrumpida por la noticia del señor Rochester, quedó olvidada. Sus ojos estaban fijos en la pared de enfrente y expresaban la sorpresa de una mente sencilla, conmovida por nuevas inesperadas. Al verme, se espabiló, se esforzó por sonreír y pronunció unas palabras de felicitación; pero la sonrisa se desvaneció y la frase se quedó inacabada. Se puso los anteojos, cerró la Biblia y apartó su silla de la mesa.

—Estoy tan sorprendida —comenzó— que apenas sé qué decirle, señorita Eyre. No es posible que lo haya soñado, ¿verdad? A veces me quedo medio dormida cuando estoy a solas, y me imagino cosas que no han ocurrido. Me ha parecido más de una vez, mientras dormitaba, que mi querido esposo, que se murió hace quince años, ha venido a sentarse a mi lado y que incluso ha pronunciado mi nombre, Alice, como solía. Pues bien, ¿puede usted decirme si es verdad que el señor Rochester le ha pedido que se case con él? No se ría de mí. Pero realmente creo que ha entrado aquí hace cinco minutos y ha dicho que usted será su esposa dentro de un mes.

—A mí me ha dicho lo mismo —contesté.

—¿De veras? ¿Le ha creído? ¿Lo ha aceptado?

—Sí.

Me contempló aturdida.

—Nunca lo hubiera pensado. Es un hombre orgulloso; todos los Rochester lo han sido, y a su padre, por lo menos, le gustaba el dinero. A él, también, siempre lo han considerado prudente. ¿Y pretende casarse con usted?

—Eso me ha dicho.

Me miró de arriba abajo: leí en sus ojos que no encontraba el encanto suficiente para resolver el enigma.

—¡Escapa a mi entendimiento! —prosiguió—; pero no dudo de que sea verdad, ya que usted lo dice. Cómo saldrá, no sabría decirlo; realmente no lo sé. A menudo es recomendable que exista la igualdad de posición y fortuna en tales casos, y hay veinte años de diferencia de edad. ¡Podría ser su padre!

—Desde luego que no, señora Fairfax —exclamé con irritación—; ¡no se parece en nada a mi padre! Nadie, viéndonos juntos, lo pensaría ni por un momento. El señor Rochester parece tan joven y, de hecho, es tan joven como algunos hombres de veinticinco años.

—¿Y realmente es por amor por lo que se casa con usted? —preguntó.

Me sentí tan dolida por su frialdad y escepticismo que se me saltaron las lágrimas.

—Siento hacerle daño —continuó la viuda—, pero es usted tan joven, y conoce tan poco a los hombres, que quería ponerla en guardia. Un viejo dicho es que «no es oro todo lo que reluce», y en este caso, me temo que vaya a haber algo distinto de lo que podemos esperar usted o yo.

—¿Por qué? ¿Es que soy un monstruo? —dije—; ¿es imposible que el señor Rochester sienta un afecto sincero por mí?

—No, usted está bien, y muy mejorada últimamente; y seguro que el señor Rochester le tiene cariño. Siempre he observado que era usted una especie de favorita suya. Ha habido veces que, por el bien de usted, me ha inquietado su clara preferencia por usted, y he querido ponerla en guardia, pero no quería sugerir siquiera la posibilidad de que algo estuviera mal. Sabía que semejante idea la escandalizaría, e incluso la ofendería; y usted ha estado tan discreta, y tan modesta y sensata, que esperaba que supiera protegerse a sí misma. No puedo decirle lo que padecí anoche cuando busqué por toda la casa y no los encontré ni a usted ni al amo, y luego la vi entrar con él a las doce.

—Bien, eso no importa ahora —interrumpí, impaciente—; lo importante es que está todo en regla.

—Espero que salga todo bien al final —dijo—; pero, créame, una no puede tener demasiado cuidado. Intente mantener a distancia al señor Rochester; no confíe ni en usted misma ni en él. Los caballeros en su posición no suelen casarse con sus institutrices.

Me estaba enfadando de verdad. Afortunadamente, entró Adèle corriendo.

—¡Déjeme ir! ¡déjeme ir a Millcote, también! —gritó—. El señor Rochester no quiere, aunque hay sitio de sobra en el nuevo carruaje. Ruéguele que me deje ir, mademoiselle.

—Lo haré, Adèle —y me fui apresurada con ella, contenta de alejarme de mi sombría consejera. El carruaje estaba dispuesto, lo estaban llevando a la parte delantera de la casa y mi amo estaba paseando arriba y abajo por el pavimento con Pilot siguiéndolo.

—Adèle puede acompañamos, ¿verdad, señor?

—Ya le he dicho que no. ¡No quiero mocosos, solo la quiero a usted!

—Déjela ir, señor Rochester, por favor; sería mejor.

—No es verdad: sería un estorbo.

Se mostraba totalmente autoritario, tanto de aspecto como de tono. El desaliento de las advertencias de la señora Fairfax y el desánimo de sus dudas acudieron a mi mente de pronto: algo insubstancial y dudoso se filtró entre mis esperanzas. Había perdido a medias la sensación de poder sobre él. Estaba a punto de obedecerle mecánicamente, sin más reparos, pero mientras me ayudaba a subir al carruaje, me miró la cara.

—¿Qué ocurre? —preguntó—; ha desaparecido toda la alegría. ¿Quieres realmente que venga la pequeña? ¿Te molestará que la dejemos aquí?

—Preferiría que viniera, señor.

—Entonces, ve a por tu sombrero y vuelve, ¡como un rayo! —gritó a Adèle.

Esta obedeció tan rápido como pudo.

—Después de todo, la interrupción de una sola mañana poco importa —dijo—, cuando pronto te tendré a ti, tus pensamientos, tu conversación y tu compañía para toda la vida.

Cuando subieron a Adèle, se puso a besarme para expresarme su gratitud por mi intervención. Él la colocó en el acto en un rincón en el lado contrario. Ella se asomó para mirar en mi dirección; la seriedad de su vecino de asiento era demasiado represora, con su humor tan irritable, para que se atreviera a susurrarle cualquier comentario o pedirle información.