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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Llegó entonces la enfermera, y la siguió Bessie. Me rezagué aún media hora más, con la esperanza de ver alguna señal de afecto, pero no la dio. Rápidamente cayó en un estado de estupor; su mente no volvió a reanimarse; murió aquella noche a las doce. No me hallaba yo presente para cerrarle los ojos, ni tampoco ninguna de sus hijas. A la mañana siguiente, acudieron a decirnos que todo había acabado. Ya estaba amortajada. Eliza y yo fuimos a verla, pero Georgiana, que había estallado en sonoro llanto, dijo que no se atrevía a ir. Allí estaba extendido, rígido y quieto, el cuerpo antaño robusto y activo; sus ojos pétreos estaban cubiertos por los fríos párpados; la frente y los fuertes rasgos llevaban aún la huella de su alma inexorable. Aquel cadáver me pareció una cosa extraña y solemne. Lo contemplé con melancolía y dolor: no inspiraba nada suave ni dulce, nada misericordioso, ni esperanzador ni sosegado; solo una angustia terrible por la desgracia de ella, no por lo que perdía yo, y una congoja sombría sin llanto ante lo espantoso de semejante muerte.

Eliza observó serenamente a su madre. Después de algunos minutos de silencio, comentó:

—Con su constitución, hubiera debido vivir hasta una edad avanzada: las penas acortaron su vida. —Después un espasmo le torció la boca durante un instante. Cuando desapareció, se giró y abandonó la habitación, y yo también. Ninguna de nosotras había derramado ni una sola lágrima.

Capítulo VII

El señor Rochester me había dado solo una semana de permiso; sin embargo, transcurrió un mes antes de que abandonase Gateshead. Yo quería marcharme inmediatamente después del funeral, pero Georgiana me rogó que me quedase hasta que ella pudiera partir para Londres, adonde por fin la había invitado su tío, el señor Gibson, el cual había acudido para supervisar el entierro de su hermana y poner en orden los asuntos de la familia. Georgiana dijo que le daba horror quedarse a solas con Eliza, de la que no recibía ni compasión por su melancolía, ni apoyo por sus temores, ni ayuda en sus preparativos. Así que yo fui todo lo indulgente que pude con su necio desánimo y egoístas lloriqueos, y me afané cosiendo para ella y haciendo sus maletas. Es verdad que, mientras yo trabajaba, ella estaba ociosa, y yo pensaba para mí: «Si tú y yo estuviéramos destinadas a vivir siempre juntas, prima, tendríamos que sentar otras bases para la convivencia. Yo no aceptaría de buen grado ser siempre la paciente, sino que te asignaría tu parte del trabajo y te obligaría a hacerla; de lo contrario, se quedaría sin hacer. También me empeñaría en que te guardases en tu propio seno algunas de tus quejas farfulladas y medio insinceras. Hago todo el trabajo paciente y dócilmente solo porque nuestra relación es transitoria y porque es un momento tan luctuoso».

Por fin despedí a Georgiana; pero entonces fue Eliza quien me rogó que me quedara una semana más. Dijo que sus planes requerían de todo su tiempo y atenciones, porque iba a partir hacia algún lugar desconocido y pasaba todo el día encerrada con llave en su propio cuarto, llenando baúles, vaciando cajones y quemando papeles sin hablar con nadie. A mí me necesitaba para dirigir la casa, recibir a las visitas y contestar a las cartas de pésame.

Una mañana me dijo que me dejaba ya libre.

—Y —añadió— te estoy agradecida por tus valiosos servicios y tu comportamiento discreto. Hay bastante diferencia entre vivir con alguien como tú y con Georgiana: tú haces tu parte en la vida y no eres una carga para nadie. Mañana —continuó—, parto para el continente. Me instalaré en una casa religiosa cerca de Lisle, un convento se podría llamar; allí estaré tranquila y no me molestarán. Me dedicaré durante algún tiempo al estudio de los dogmas católicos y el funcionamiento de su sistema. Si descubro que es, como sospecho, la religión más idónea para asegurar que todas las cosas se hagan con decencia y orden, adoptaré el credo de Roma y probablemente me haga monja.

No di muestras de sorpresa ante esta resolución ni procuré disuadirla de su propósito. «La vocación te va que ni pintada —pensé—, ¡que te aproveche!».

Al separarnos, dijo:

—Adiós, prima Jane Eyre. Te deseo que te vaya bien: tienes sentido común.

Yo le contesté:

—No te falta sentido, prima Eliza, pero el que tienes supongo que será emparedado vivo tras los muros de un convento francés dentro de un año. Sin embargo, no es de mi incumbencia, y si a ti te conviene, no me importa mucho.

—Estás en lo cierto —dijo, y con estas palabras cada una emprendió un camino diferente. Como no tendré ocasión de volver a referirme a ella ni a su hermana, aprovecharé para mencionar aquí que Georgiana se casó bien con un caballero rico y elegante, aunque algo ajado, y que Eliza llegó a tomar el velo y hoy es madre superiora del convento donde pasó la época de novicia y al que donó su fortuna.

No sabía cómo se sienten las personas que vuelven a casa después de una ausencia larga o corta: nunca había experimentado tal sensación. Sí sabía lo que era regresar de niña a Gateshead después de un paseo y que me riñeran por tener frío o estar triste; y después, lo que era regresar a Lowood, anhelando una comida abundante y un fuego vivo, sin posibilidad de conseguir ninguna de las dos cosas. Ninguno de estos regresos era muy agradable o deseable; no había existido un imán que me atrajera hacia un punto determinado, aumentando su fuerza cuanto más me aproximaba. Todavía me faltaba experimentar el regreso a Thornfield.

El viaje se me hizo tedioso, muy tedioso: cincuenta millas un día, una noche pasada en una posada, y cincuenta millas al día siguiente. Durante las doce primeras horas, pensé en la agonía de la señora Reed: vi su rostro descolorido y desfigurado y oí su voz extrañamente cambiada. Recordaba el día del funeral, el ataúd, el coche fúnebre, el negro desfile de colonos y criados —pues había pocos familiares—, la tumba abierta, la iglesia silenciosa, el servicio solemne. Luego pensé en Eliza y Georgiana: visualicé a una como blanco de las miradas en una sala de baile y a la otra recluida en la celda de un convento; medité y analicé sus diferentes idiosincrasias como personas y como temperamentos. La llegada por la tarde a la gran ciudad de… disipó estos pensamientos; la noche los cambió por completo. Tumbada en mi lecho de viajera, olvidé las reminiscencias para pensar en lo futuro.

Volvía a Thornfield; pero ¿cuánto tiempo iba a quedarme allí? No mucho, estaba segura. Había tenido noticias de la señora Fairfax durante el intervalo de mi ausencia; se había dispersado el grupo de huéspedes de la casa; el señor Rochester había ido a Londres tres semanas atrás, pero se esperaba que volviera dentro de quince días. La señora Fairfax imaginaba que se había ido para hacer los preparativos de su boda, puesto que había hablado de comprar un carruaje nuevo. Dijo que la idea de que se casase con la señorita Ingram todavía se le hacía extraña, pero, por lo que decía todo el mundo y lo que ella misma había visto, no dudaba de que la ceremonia fuera a celebrarse en breve. «Sería usted muy incrédula si lo dudase —comenté mentalmente—. Yo no lo dudo».

El problema era adónde me iría yo. Soñé toda la noche con la señorita Ingram. En un sueño nítido de madrugada, la vi cerrar en mi cara las puertas de Thornfield y señalarme otro camino, mientras el señor Rochester miraba con los brazos cruzados y con una sonrisa sardónica dedicada, aparentemente, tanto a ella como a mí.

No había avisado a la señora Fairfax del día exacto de mi vuelta, ya que no deseaba que mandaran ni un coche ni un carruaje a buscarme a Millcote. Pensaba ir caminando yo sola y tranquila, y, después de dejar el baúl al cuidado del mozo, me deslicé muy tranquila fuera de la George Inn a las seis de una tarde de junio, y emprendí el viejo camino de Thornfield: una carretera que pasaba principalmente entre campos y era poco transitada en aquellas fechas.

No era una tarde brillante ni espléndida de verano, aunque hacía buen tiempo. Había gente por todo el camino amontonando heno, y el cielo, aunque nublado, auguraba buen tiempo para el futuro: la parte de azul que era visible era de un tono suave, y estaba moteado de jirones de delgadas nubes altas. El oeste se veía cálido también; no tenía el brillo de la lluvia, sino que parecía que ardía un fuego, que había un altar encendido tras un biombo de vapor marmóreo, asomándose un lustre rojizo por las rendijas.

Me sentí contenta al avanzar por la carretera, tan contenta que me detuve una vez a preguntarme el significado de mi júbilo y a recordarme a mí misma que no iba a mi casa, ni a un descansadero permanente, ni a un lugar donde me esperasen amigos afectuosos que ansiaban mi retorno. «La señora Fairfax te recibirá con una cálida sonrisa, desde luego —me dije—, y la pequeña Adèle batirá las palmas y saltará de alegría al verte; pero sabes muy bien que piensas en otro muy diferente y que él no piensa en ti».

Pero ¿hay algo tan testarudo como la juventud? ¿Hay algo tan ciego como la inexperiencia? Estas atestiguaban que era suficiente placer volver a ver al señor Rochester, aunque él no me mirara a mí, y añadieron: «¡Deprisa, deprisa: quédate con él todo el tiempo que puedas; dentro de unos días más, o unas semanas, como mucho, estarás separada de él para siempre!». Y luego reprimí un nuevo dolor, una cosa deforme que no podía permitirme reconocer y fomentar, y me apresuré a seguir mi camino.

También están recogiendo el heno en el prado de Thornfield, o, más bien, los jornaleros están dejando de trabajar para regresar a casa, los rastrillos al hombro, ahora, en el momento de mi llegada. Me faltan solo un campo o dos que atravesar, luego cruzaré la carretera y estaré ante las puertas. ¡Qué repletos de rosas están los arbustos! Pero no tengo tiempo para recogerlas, ya que quiero llegar a la casa. Paso junto a un espino alto, cuyas ramas frondosas y floridas atraviesan el sendero; veo la cancela estrecha con sus peldaños de piedra; y veo… al señor Rochester, sentado ahí, un libro y un lápiz en la mano: está escribiendo.

 

Bien, no es un fantasma; sin embargo, todos los nervios de mi cuerpo están trastornados; por un momento, soy incapaz de dominarme. ¿Qué significa? No esperaba temblar de esta manera al verlo, ni perder la voz o la capacidad de moverme en su presencia. Regresaré en cuanto me pueda mover; no es necesario que haga el ridículo. Conozco otro camino de acceso a la casa. Daría igual que conociera veinte, porque ya me ha visto.

—¡Hola! —grita, levantando el libro y el lápiz—. ¡Ya está aquí! Acérquese, por favor.

Supongo que me acerco, aunque desconozco de qué manera, ya que apenas soy consciente de mis movimientos, y solo me preocupo de aparentar tranquilidad, y, sobre todo, de controlar los músculos de mi cara, que siento rebelarse, insolentes, contra mi voluntad, y esforzarse en descubrir lo que yo me he propuesto ocultar. Pero tengo un velo, ya está bajado; puedo componérmelas para actuar con adecuada compostura.

—Conque aquí tenemos a Jane Eyre. ¿Viene usted de Millcote, y a pie? Sí, uno de sus trucos, no mandar buscar un carruaje para llegar traqueteando por los caminos como un mortal cualquiera, sino deslizarse hacia su casa en el crepúsculo, exactamente igual que un sueño o una sombra. ¿Qué demonios ha hecho durante el último mes?

—He estado con mi tía, señor, que ha muerto.

—¡Respuesta verdaderamente janiana! ¡Guardadme, ángeles! Viene del otro mundo, de la morada de los muertos, ¡y me lo dice al encontrarme solo al anochecer! Si me atreviera, la tocaría, para saber si es de carne y hueso, o una sombra o un hada, pero antes me atrevería a agarrar un ignis fatuus azul en un pantano. ¡Vaya novillos ha hecho! —añadió—, alejada de mí un mes entero; ¡no me sorprendería que me hubiera olvidado!

Sabía que hallaría placer en encontrarme de nuevo con mi señor, aunque algo enturbiado por el miedo de que dejara de ser mi señor tan pronto, y por la seguridad de que no significaba nada para él. Pero siempre había en el señor Rochester (o a mí, por lo menos, me lo parecía) tal derroche en la manera de difundir felicidad, que solo probar las migas que echaba a las raras aves como yo era todo un festín. Sus últimas palabras eran un bálsamo: parecían sugerir que le importaba un poco el que yo lo olvidara o no. Y había hablado de Thornfield como mi hogar, ¡ojalá lo fuera!

Aún se quedó en los peldaños, y no quise pedirle paso. Le pregunté enseguida si no había ido a Londres.

—Sí, y supongo que lo ha averiguado por un sexto sentido.

—La señora Fairfax me lo dijo en una carta.

—¿Le contó también lo que fui a hacer?

—Sí, señor; todos conocían su propósito.

—Debe usted ver el carruaje, Jane, y decirme si no lo considera perfecto para la señora Rochester, que parecerá la Reina Boadicea, reclinada en los almohadones de color morado. ¡Ojalá yo fuera más apto para hacer de pareja con ella! Dígame, usted que es un hada, ¿no puede darme un hechizo o un filtro o algo parecido para convertirme en un hombre guapo?

—Estaría más allá del poder de la magia, señor —y añadí para mis adentros: «Una mirada de amor es el único hechizo que hace falta; para una mirada así, es usted bastante guapo, o, más bien, su seriedad tiene un poder mayor que la belleza».

Algunas veces el señor Rochester me había leído los pensamientos con una habilidad incomprensible para mí. En esta ocasión, hizo caso omiso de mi áspera respuesta oral, pero me sonrió con una sonrisa muy suya, que utilizaba solo en ocasiones especiales. Parecía considerarla demasiado importante para los propósitos vulgares; era un verdadero chorro de sentimientos, y ahora me lo dirigió a mí.

—Pase, Jane —me dijo, haciendo sitio para que cruzase los peldaños—, váyase a casa y descanse sus fatigados pies en el hogar de un amigo.

Todo lo que había de hacer era obedecerle en silencio; no había necesidad de más conversación. Crucé los escalones sin decir palabra, con la intención de separarme de él serenamente. Pero me clavó en el sitio un impulso y me hizo girar alguna fuerza. Dije, o algo dentro de mí dijo por y a pesar de mí:

—Gracias, señor Rochester, por su gran amabilidad. Me siento extrañamente contenta de estar con usted de nuevo; donde esté usted es mi hogar, mi único hogar.

Seguí andando tan deprisa que ni siquiera él me habría podido alcanzar si lo hubiese intentado. La pequeña Adèle se puso loca de contento al verme. La señora Fairfax me recibió con su sencilla afabilidad de siempre. Leah sonrió, e incluso Sophie me deseó bon soir con alegría. Era muy agradable: no existe felicidad parecida a la de ser querido por tus semejantes y a la sensación de que tu presencia les ayuda a sentirse bien.

Aquella noche, cerré decidida los ojos contra el futuro; cerré los oídos contra la voz que me advertía sobre la separación inminente y las penas venideras. Después de tomar el té, la señora Fairfax cogió su calceta, yo me senté cerca de ella en una silla baja y Adèle, arrodillada en la alfombra, se acurrucó junto a mí, y una sensación de cariño mutuo pareció rodearnos con un cerco de paz dorada; recé en silencio por que no nos separase pronto una gran distancia. Pero, al entrar inesperadamente el señor Rochester y mirarnos, pareció disfrutar tanto del espectáculo de un grupo tan unido que, cuando dijo que suponía que la anciana señora estaría bien ahora que había recuperado a su hija adoptiva, y añadió que estaba claro que Adèle estaba prête a croquer sa petite maman Anglaise[37], casi me atreví a esperar que, incluso después de su boda, nos mantendría unidas en algún lugar bajo su protección, y no del todo privadas del calor de su presencia.

Dos semanas de calma ambigua siguieron a mi regreso a Thornfield Hall. No se dijo nada sobre el matrimonio del amo, y no vi preparativos para tal evento. Casi todos los días preguntaba a la señora Fairfax si se había enterado de alguna decisión, pero siempre respondía negativamente. Una vez, me dijo, había llegado a preguntarle al señor Rochester cuándo iba a llevar a la novia a casa, pero le había contestado con una broma y una de sus miradas peculiares, que ella no había sabido interpretar.

Una cosa me sorprendió sobre todo, y fue la falta de idas y venidas y visitas a Ingram Park, que estaba a veinte millas, desde luego, en los límites de otro condado, pero ¿qué le podía importar la distancia a un amante enardecido? Para un jinete tan experto e infatigable como el señor Rochester, sería cuestión de una mañana cabalgando. Empecé a alimentar esperanzas que no tenía derecho a sentir: que se había roto el compromiso, que los rumores estaban equivocados, que una o ambas partes habían cambiado de idea. Solía escudriñar el rostro de mi amo para ver si estaba triste o colérico, pero no recordaba otra temporada en que hubiera estado más despejado de nubes o malos sentimientos. Si, cuando mi alumna y yo estábamos con él, me faltaban ánimos y se me veía decaída, él se ponía alegre. Nunca me había llamado más a menudo a su presencia; nunca me había tratado mejor y, ¡por desgracia! nunca lo había querido tanto.

Capítulo VIII

Un espléndido verano brillaba sobre Inglaterra: un cielo tan despejado y un sol tan luminoso como disfrutamos entonces rara vez agracian nuestra tierra batida por las olas. Era como si hubiera llegado del sur una tropa de días italianos, como una bandada de maravillosos pájaros migratorios, que se posaron a descansar en los acantilados de Albión. Se había recolectado el heno; los campos de alrededor de Thornfield estaban segados y verdes, las carreteras blancas y secas, los árboles estaban esplendorosos; los setos y los bosques, frondosos y verdes, contrastaban con el color verde claro de los prados dallados entremezclados con ellos.

La víspera del día de San Juan, Adèle, fatigada de recoger fresas durante horas en el camino de Hay, se acostó al ponerse el sol. Me quedé con ella hasta que se durmió, y, cuando la dejé, salí al jardín.

Era la hora más dulce de las veinticuatro, cuando el día con su vivo fuego se ha agotado, y el fresco rocío caía sobre las secas llanuras y las sedientas colinas. Cuando el sol se puso con sencilla elegancia, libre de la pompa de las nubes, se extendió un manto de sobrio morado, ardiendo sobre una colina con el brillo de un rubí y la luz de una caldera, y cubrió la mitad del cielo con su esplendor. El este tenía un encanto propio, de un azul intenso, y ostentaba su propia gema modesta: una solitaria estrella naciente, y pronto resplandecería allí la luna, aún oculta bajo el horizonte.

Paseé un rato por el pavimento, pero un sutil olor familiar, el de un cigarro, se escapaba por una ventana. Vi que estaba entreabierta la ventana de la biblioteca y sabía que me podían estar vigilando desde allí, por lo que me alejé al huerto. No había rincón más protegido en todo el jardín, ni más paradisíaco; estaba repleto de árboles y de flores. Estaba separado del patio por un alto muro, a un lado; al otro, una fila de hayas lo aislaba del césped. Al fondo, había una valla baja, la única división de los solitarios campos; y un sendero tortuoso, con laureles a cada lado y un enorme castaño al final, rodeado por un banco circular, conducía a la valla. Aquí podía pasear sin ser vista. Mientras caía el dulce rocío, reinaba un silencio total y se acercaba el anochecer, sentía que podía quedarme para siempre en semejante paraje. Pero sorteando los parterres de flores y frutas en la parte superior del huerto, una zona más abierta adonde la luz de la luna naciente me había atraído, me detiene, no un sonido ni la vista de algo, sino, una vez más, el aroma conocido.

La eglantina, el jazmín, los claveles y las rosas llevan horas llenando el aire con su incienso, pero este nuevo olor no proviene de un arbusto ni de una flor; proviene, como sé muy bien, del cigarro del señor Rochester. Miro alrededor y aguzo el oído. Veo árboles llenos de frutas maduras. Oigo cantar un ruiseñor en un bosque a media milla de distancia; no se ve ninguna forma en movimiento, ni se oye acercarse ninguna pisada, pero el perfume aumenta, y debo huir. Me dirijo a la portezuela que da a los arbustos, y veo entrar al señor Rochester. Me oculto en un nicho de hiedra; no se quedará mucho tiempo; volverá por donde ha venido, y, si me quedo quieta, no me verá.

Pero no, él encuentra tan placentero como yo el atardecer, e igual de atractivo el huerto; sigue paseando, ora levantando las ramas de la grosella para ver las frutas, grandes como ciruelas, que abundan ahí, ora cogiendo una cereza madura del muro, ora inclinándose sobre unas flores, para oler su fragancia o para admirar las gotitas de rocío en los pétalos. Una gran polilla revolotea junto a mí; se posa en una planta a los pies del señor Rochester, que la ve y se agacha para examinarla.

«Ahora me da la espalda —pensé—, y también está distraído; si piso con cuidado, puedo escabullirme sin que me vea».

Pisé un borde de turba para que el crujido de la gravilla del sendero no me delatase. Él se encontraba de pie entre los parterres, a una yarda o dos de distancia del sitio por el que tenía que pasar, y parecía estar entretenido con la polilla. «Puedo pasar sin problemas», pensé. Al cruzarme con su sombra, proyectada a través del jardín por la luz de la luna, aún no muy alta, dijo quedamente, sin volverse:

—Jane, venga a ver esta polilla.

No había hecho ningún ruido, ni él tenía ojos en la nuca, ¿era posible que su sombra tuviera el sentido del tacto? Primero me sobresalté, y luego me acerqué a él.

—Mire sus alas —dijo—; me recuerdan un poco las de un insecto antillano; no se ve a menudo un insecto nocturno tan grande y vistoso en Inglaterra. ¡Ya ha volado!

Se alejó la polilla y yo también me retiraba, vergonzosa, pero el señor Rochester me siguió y, cuando llegamos a la portezuela, dijo:

—Volvamos. Es una lástima estar sentados en la casa en una noche tan preciosa, y no es posible que nadie quiera acostarse ahora que la puesta del sol se junta de esta manera con la salida de la luna.

Uno de mis defectos es que, aunque mi lengua acostumbra a hallar respuesta con prontitud, también hay veces en que me traiciona al no encontrar excusa, y este desliz siempre se produce en alguna crisis, cuando hace especial falta una palabra oportuna o un pretexto plausible para eludir un momento de turbación dolorosa. No me agradaba caminar a solas con el señor Rochester a esas horas en el huerto oscuro, pero no hallé excusa para dejarlo. Lo seguí con pasos rezagados, con el pensamiento afanándose para hallar el medio de alejarme. Pero él tenía un aspecto tan sereno y también tan serio que me avergoncé de sentirme turbada: el mal, si mal había, parecía estar solo por mi parte; a él se le veía abstraído y tranquilo.

 

—Jane —empezó de nuevo, cuando nos adentramos en el camino de laureles, y nos dirigíamos hacia la valla baja y el castaño—, Thornfield es un lugar agradable en verano, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Ha debido de encariñarse algo con la casa, usted que tiene gusto por las bellezas naturales, y bastante tendencia a la adherencia.

—Estoy realmente encariñada con ella.

—Y, aunque no comprendo cómo ha podido ocurrir, noto que ha adquirido usted un grado de afecto por la tonta de Adèle, también, e incluso por la simple de la Fairfax, ¿verdad?

—Sí, señor; de diferente forma, siento afecto por ambas.

—¿Y sentiría separarse de ellas?

—Sí.

—¡Qué lástima! —dijo, luego suspiró e hizo una pausa—. Eso es lo que ocurre con las cosas de esta vida —continuó poco después—; en cuanto te has acostumbrado a un descansadero agradable, una voz te llama para seguir tu camino, pues la hora de descanso se ha acabado.

—¿Debo seguir mi camino, señor? —pregunté—; ¿debo dejar Thornfield?

—Creo que sí, Jane. Lo siento, Janet, pero realmente creo que sí.

Era un golpe, pero no dejé que me abatiera.

—Bien, señor, estaré preparada cuando llegue la orden de marcharme.

—Ya ha llegado. Debo darla esta noche.

—Entonces, ¿va a casarse, señor?

—E-xac-ta-men-te; pre-ci-sa-men-te. Con su habitual agudeza, ha dado usted en el clavo.

—¿Pronto, señor?

—Muy pronto, mi…, es decir, señorita Eyre. Recordará usted, Jane, que la primera vez que yo, o el rumor, le sugirió claramente que era mi intención liar la cuerda sagrada alrededor de mi cuello de soltero y entrar en el bendito estado del matrimonio, en una palabra, abrazar a mi seno a la señorita Ingram, y es una brazada abundante, pero eso no tiene nada que ver: uno no puede hartarse de algo tan maravilloso como la bella Blanche, pues, como decía… ¡escúcheme, Jane! No girará la cabeza para ver más polillas, ¿verdad? Solo era una mariquita, niña, volando a casa. Quiero recordarle que fue usted quien me dijo por primera vez, con la discreción que tanto admiro en usted, con la previsión, la prudencia y la humildad que corresponden a su posición responsable de asalariada, que si me casaba con la señorita Ingram, tanto usted como la pequeña Adèle debían largarse en el acto. Ignoraré la especie de crítica que esta sugerencia implica sobre el carácter de mi amada; es más, cuando usted esté lejos, Janet, procuraré olvidarla, y acordarme solo de su sabiduría, que he convertido en la ley que rige mi conducta. Adèle debe ir a la escuela, y usted, señorita Eyre, debe encontrar un nuevo puesto.

—Sí, señor, pondré un anuncio enseguida, y, mientras tanto, supongo… —iba a decir «Supongo que me puedo quedar aquí hasta que encuentre otro cobijo adonde ir», pero me detuve, pues no me atrevía a arriesgarme a pronunciar una oración tan larga, porque no controlaba del todo mi voz.

—Dentro de un mes, más o menos, espero estar ya casado —siguió el señor Rochester—, y, en el ínterin, yo mismo me ocuparé de buscarle empleo y refugio.

—Gracias, señor, siento darle…

—¡Oh, no se disculpe! Considero que cuando un empleado hace su trabajo tan bien como usted lo ha hecho, tiene derecho a recibir de su patrón cualquier ayuda que buenamente pueda brindarle. De hecho, a través de mi futura suegra, ya he oído hablar de un puesto que creo que le vendrá bien: para hacerse cargo de la educación de las cinco hijas de la señora de Dionysius O’Gall de Bitternutt Lodge[38] en Connaught, Irlanda. Creo que le gustará Irlanda; dicen que la gente es muy amable.

—Está muy lejos, señor.

—No importa; una joven tan sensata como usted no pondrá reparos al viaje o a la distancia.

—Al viaje, no, sino a la distancia; y el mar es una barrera…

—¿Entre qué, Jane?

—Entre Inglaterra, y Thornfield, y…

—¿Y bien?

—Y usted, señor.

Dije esto casi involuntariamente, y con la misma falta de autorización de mi libre albedrío, se me saltaron las lágrimas. Lloré en silencio, sin embargo, sin sollozar. La idea de la señora O’Gall y Bittemutt Lodge me heló el corazón, y más lo heló el pensar en toda el agua salada y olas que, al parecer, habían de agolparse entre yo y mi amo, a cuyo lado paseaba ahora; y aún más lo heló el recuerdo de un océano más infranqueable todavía: la fortuna, el rango y las costumbres se interponían entre yo y lo que, por naturaleza y sin poderlo evitar, amaba.

—Está muy lejos —dije otra vez.

—Sí lo está, desde luego, y cuando llegue usted a Bitternutt Lodge, Connaught, Irlanda, no volveré a verla jamás, Jane, eso es seguro. Nunca voy a Irlanda, ya que no me gusta mucho ese país. Hemos sido buenos amigos, ¿verdad, Jane?

—Sí, señor.

—Y cuando están a punto de separarse los amigos, gustan de pasar juntos el poco tiempo que les queda. Venga, hablaremos tranquilos del viaje y la separación durante media hora, mientras brillan en lo alto las estrellas; aquí está el castaño, con el banco alrededor de sus viejas raíces. Sentémonos serenamente aquí esta noche, aunque nunca más vayamos a sentarnos juntos en este lugar. —Nos sentamos.

—Es un largo camino hasta Irlanda, Jane, y siento enviar a mi pequeña amiga en un viaje tan cansado; pero si no puedo encontrar nada mejor, ¿qué remedio nos queda? ¿Siente usted afinidad conmigo, Jane?

No podía arriesgarme a responder, pues tenía el corazón lleno a rebosar.

—Porque —dijo— a veces tengo una sensación rara con respecto a usted, especialmente cuando la tengo cerca, como ahora. Es como si tuviera una cuerda debajo de las costillas de la izquierda, atada estrechamente con una cuerda similar en la zona correspondiente del pequeño cuerpo de usted. Si se interponen entre nosotros ese canal turbulento de agua y unas doscientas millas de tierra además, me temo que esa cuerda se rompa, y tengo la fantasía nerviosa de que empezaré a sangrar por dentro. En cuanto a usted, se olvidaría de mí.

—Eso no lo haría jamás, señor, usted sabe… —imposible seguir.

—Jane, ¿oye ese ruiseñor que canta en el bosque? ¡Escuche!

Al escuchar, se me escapó un sollozo, porque ya no podía reprimir lo que estaba sufriendo. Tuve que ceder, y una congoja aguda me sacudió desde la cabeza a los pies. Cuando pude hablar, fue para expresar el deseo fogoso de que no hubiera nacido nunca, o de que jamás hubiera ido a Thornfield.

—¿Porque siente usted abandonarlo?

La vehemencia de las emociones, removida por la pena y el amor que sentía, empezaba a dominarme y luchaba por conseguir un poder absoluto y afianzar su derecho de prevalecer, vencer, vivir, alzarse y reinar por fin, sí, y de hablar.

—Me aflige abandonar Thornfield. Amo Thornfield; lo amo porque he vivido aquí una vida plena y encantadora, por lo menos durante algún tiempo. No me han pisoteado, ni me han anquilosado. No he estado enterrada con mentes inferiores, ni privada del contacto con todo lo brillante, enérgico y elevado. He hablado, cara a cara, con lo que adoro, con lo que me deleita, con una inteligencia original, vigorosa y desarrollada. Lo he conocido a usted, señor Rochester, y me llena de horror y angustia pensar que he de separarme de usted para siempre. Comprendo la necesidad de mi partida, y es como contemplar la necesidad de la muerte.