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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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—Pase usted primero a la salita —dijo Bessie, precediéndome por el vestíbulo—, las señoritas estarán allí.

Un minuto más tarde entré. Ahí estaban todos los muebles con exactamente el mismo aspecto que tenían la mañana que me presentaron al señor Brocklehurst. La mismísima alfombra sobre la que él había estado yacía delante de la chimenea. Echando un vistazo a la librería, me pareció distinguir Las Aves Británicas de Bewick ocupando su sitio de siempre en el tercer estante, con Los Viajes de Gulliver y Las Mil y Una Noches justo encima. Los objetos inanimados no habían cambiado, pero los seres vivos habían cambiado tanto que no hubiera podido reconocerlos.

Vi a dos jóvenes ante mí, una muy alta, casi tanto como la señorita Ingram, y muy delgada, de cutis cetrino y expresión severa. Había algo austero en su aspecto, acrecentado por la extremada sencillez de su vestido negro de paño de línea estrecha con un cuello de lino almidonado, el cabello estirado hacia atrás y el adorno monjil de cuentas de ébano y un crucifijo. Estaba segura de que era Eliza, aunque encontraba poco parecido con la niña que había sido en aquel semblante largo y pálido.

La otra era Georgiana, desde luego; pero tampoco era la Georgiana que yo recordaba: una niña esbelta y etérea de once años. Esta era una mujer desarrollada y muy robusta, muy clara de tez, con bonitos rasgos regulares, ojos azules lánguidos y el pelo rubio peinado en tirabuzones. Su vestido también era de color negro, pero el estilo era muy diferente del de su hermana, ceñido y elegante y tan a la moda como el otro era puritano.

Cada hermana tenía un rasgo, y solo uno, de la madre: la mayor, pálida y delgada, tenía sus ojos vidriosos, y la menor, lozana y exuberante, tenía su mandíbula y su barbilla, un poco menos prominentes, pero, aun así, daban un aspecto indescriptiblemente duro a un rostro por lo demás voluptuoso y fresco.

Se levantaron ambas damas cuando entré para recibirme, y ambas me llamaron «señorita Eyre». Eliza me saludó con voz cortante, sin sonreír, tras lo cual se volvió a sentar y fijó la vista en el fuego, como si se hubiera olvidado de mi presencia. Georgiana, además de saludarme, me hizo algunas preguntas rutinarias sobre el viaje, el tiempo y otras nimiedades con un tono algo lento, mientras me dirigía varias miradas de soslayo, examinándome de pies a cabeza, pasando de los pliegues de mi pelliza de merino pardo al remate sencillo de mi sombrero rústico. Las damas jóvenes tienen una forma extraordinaria de comunicarle a una que la consideran estrafalaria, sin decirlo con palabras. Una mirada arrogante, unos modales distantes, un tono de voz displicente expresan claramente su opinión sobre este punto, sin caer, ni de palabra ni de hecho, en la grosería descarada.

Sin embargo, el desprecio, solapado o directo, ya no ejercía sobre mí el poder de antaño. Sentada entre mis primas, me sorprendió comprobar lo tranquila que me encontraba ante la indiferencia de una y las atenciones semiirónicas de la otra: ni Eliza me mortificaba ni Georgiana me incomodaba. El caso es que tenía otras cosas en que pensar; en los últimos meses, se me habían despertado sentimientos muchísimo más fuertes de lo que ellas eran capaces de provocar: había experimentado sufrimientos y goces mucho más agudos y exquisitos que cualquiera que ellas podían infligir o conferir, por lo que sus aires no me influían ni positiva ni negativamente.

—¿Cómo está la señora Reed? —pregunté al rato, mirando tranquilamente a Georgiana; esta tuvo a bien levantar la cabeza al dirigirme yo directamente a ella, como si se tratara de una familiaridad inesperada.

—¿La señora Reed? ¿Quieres decir mamá? No está nada bien; dudo que puedas verla esta tarde.

—Si quieres subir a decirle que he venido, te lo agradecería mucho.

Georgiana se sobresaltó y abrió desmesuradamente los ojos azules.

—Sé que tiene especial interés en verme —añadí—, y no me gustaría demorar más de lo imprescindible el cumplimiento de su deseo.

—A mamá no le gusta que la molesten por las tardes —comentó Eliza. Poco después, me levanté, me quité tranquilamente el sombrero y los guantes, sin que me invitasen a ello, y dije que iría en busca de Bessie, que, suponía, estaría en la cocina, para pedirle que se cerciorase de si quería recibirme la señora Reed aquella noche. Salí, encontré a Bessie y la envié a cumplir mi recado, después de lo cual me dispuse a tomar otras medidas. Hasta entonces, siempre me había apocado la arrogancia; si me hubieran recibido de esta forma un año antes, me habría decidido a dejar Gateshead a la mañana siguiente; ahora, vi claramente que sería una decisión absurda. Había emprendido un viaje de cien millas para ver a mi tía, y debía quedarme con ella hasta que se curase o se muriese. En cuanto al orgullo o la insensatez de sus hijas, debía apartarlos a un lado e ignorarlos. De modo que me dirigí al ama de llaves y le pedí que me preparara una habitación, le dije que sería huésped en la casa durante una o dos semanas, pedí que mandara subir mi baúl al dormitorio y subí yo misma detrás. Encontré a Bessie en la meseta.

—La señora está despierta —dijo—; le he dicho que está usted aquí. Venga y veremos si la conoce.

No necesité que me guiase a la habitación tan bien conocida, adonde me habían llamado tantas veces antaño para castigarme o reñirme. Precedí apresurada a Bessie y abrí silenciosamente la puerta. Sobre la mesa había una luz velada, ya que se estaba haciendo de noche. Allá estaba, como antes, la gran cama imperial con cortinas de color ámbar; allá el tocador, el sillón y el escabel donde cien veces me habían condenado a arrodillarme y pedir perdón por ofensas que no había cometido. Miré cierto rincón, esperando a medias ver una varilla antaño temida, que solía hallarse allí, preparada para salir de un brinco para azotarme la palma temblorosa o la nuca encogida. Me acerqué a la cama, aparté las cortinas y me incliné sobre las almohadas apiladas.

Recordaba bien el rostro de la señora Reed y busqué ávidamente la imagen conocida. Es afortunado que el tiempo apacigüe la sed de venganza y sofoque los dictados de la ira y la aversión. Me había separado de aquella mujer llena de amargura y odio, y regresaba ahora sin más emoción que una especie de conmiseración por su gran padecimiento y un fuerte anhelo de olvidar y perdonar todos los agravios, de reconciliarnos y estrecharnos la mano en señal de amistad.

Ahí estaba el rostro conocido: severo e implacable como siempre; ahí estaban esos extraños ojos que no se apiadaban de nada, y las cejas levemente alzadas, imperiosas y despóticas. ¡Cuántas veces me habían mirado ceñudos con amenaza y odio! ¡Cómo se reanudó el recuerdo de los terrores y penas de la infancia al contemplar sus duras líneas! Sin embargo, me incliné a besarla; me miró.

—¿Eres Jane Eyre? —dijo.

—Sí, tía Reed. ¿Cómo se encuentra, querida tía?

Una vez había jurado que nunca volvería a llamarla tía, pero no me pareció ningún pecado olvidar e incumplir ese juramento ahora. Había cogido entre mis dedos la mano que se apoyaba en la colcha; si hubiese apretado con afecto la mía, habría experimentado, en aquel momento, un verdadero placer. Pero las naturalezas insensibles no se ablandan fácilmente, ni las antipatías se extirpan sin esfuerzo. La señora Reed retiró la mano y, apartando la mirada de mí, comentó que hacía una noche cálida. Nuevamente me contempló con una mirada tan gélida que enseguida tuve la impresión de que su opinión de mí y sus sentimientos hacia mí no habían cambiado ni podían cambiar. Supe, al ver sus ojos pétreos, incapaces de ternura o de derramar lágrimas, que se empeñaba en considerarme mala hasta el final, porque creerme buena no le proporcionaría ningún placer generoso, sino una sensación de mortificación.

Sentí dolor y después ira, y luego la resolución de subyugarla, de ser su ama a pesar de su naturaleza y su voluntad. Se me habían saltado las lágrimas, igual que de niña; las mandé volver a su punto de origen. Aproximé a su cabecera una silla, me senté y me incliné sobre su almohada.

—Usted me mandó llamar —dije— y estoy aquí; pretendo quedarme hasta ver que ha mejorado.

—Por supuesto. ¿Has visto a mis hijas?

—Sí.

—Pues puedes decirles que quiero que te quedes hasta que haya podido discutir contigo ciertos asuntos que me rondan la cabeza. Es demasiado tarde esta noche, y me cuesta recordarlos. Pero había algo que quería decir…, a ver…

La mirada perdida y la voz cambiada indicaban que su cuerpo, antaño vigoroso, había sufrido estragos. Se dio la vuelta nerviosamente, envolviéndose en las mantas; mi codo, apoyado en una esquina de la colcha, dificultaba la operación; se enfadó inmediatamente.

—¡Siéntate erguida! —dijo— ¡no me molestes sujetando la ropa! ¿Eres Jane Eyre?

—Soy Jane Eyre.

—Esa niña me ha dado más problemas de lo que nadie creería. ¡Qué carga para dejarla en mis manos, y cuántos problemas me causó, día tras día, hora tras hora, con su incomprensible forma de ser, sus arranques de mal genio y su constante vigilancia antinatural de los movimientos de los demás! Una vez me habló como una loca o un diablo; ningún niño jamás ha hablado como ella; me alegré de alejarla de la casa. ¿Qué habrá sido de ella en Lowood? Hubo fiebre allí y murieron muchas alumnas. Sin embargo, ella no murió, pero yo dije que sí, ¡ojalá se hubiese muerto!

—Extraño deseo, señora Reed; ¿por qué la odia tanto?

—Siempre sentí antipatía por su madre: era la única hermana de mi marido y muy mimada por él. Él se opuso a que la familia la desheredase cuando se casó por debajo de su rango; y, cuando llegó la noticia de su muerte, lloró como un tonto. Se empeñó en traer a la niña, aunque yo le rogué que la colocara con un ama y pagara su manutención. ¡La odié la primera vez que le puse la vista encima, una criatura enfermiza y llorona! Gemía toda la noche en la cuna, no berreaba a gusto como cualquier otro niño, sino que gimoteaba y lloriqueaba. A Reed le daba pena, y la mimaba y le hacía caso como si fuera hija suya; más, a decir verdad, que a sus propios hijos a la misma edad. Intentaba que mis hijos se hicieran amigos de la pequeña mendiga, pero mis retoños no podían soportarla, y él se enfadaba con ellos cuando se mostraban antipáticos con la niña. Durante su última enfermedad, la hacía llevar continuamente a su lecho, y solo una hora antes de su muerte, me hizo jurar que me quedaría con el bebé. Antes habría cargado yo con un niño indigente del hospicio, pero él era débil, muy débil. John no se parece nada a su padre, lo que me alegra. John se parece a mí y a mis hermanos, es un verdadero Gibson. ¡Ojalá dejara de angustiarme con sus cartas pidiendo dinero!

 

»Ya no me queda dinero que darle, nos estamos haciendo pobres. Debo despedir a la mitad de los criados y cerrar, o alquilar, parte de la casa. No puedo reconciliarme con la idea, pero ¿cómo nos las vamos a arreglar si no? Dedico dos tercios de mis ingresos a pagar el interés de la hipoteca. John juega muchísimo, y siempre pierde, ¡pobrecito! Lo acosan los estafadores: John está hundido y envilecido, tiene un aspecto espantoso, me siento avergonzada cuando lo veo.

Se estaba poniendo muy nerviosa.

—Creo que debería dejarla ahora —dije a Bessie, que estaba de pie al lado opuesto de la cama.

—Quizás sea mejor, señorita, pero a menudo habla de esta manera al atardecer; por las mañanas está más tranquila.

Me levanté.

—¡Deténte! —exclamó la señora Reed— hay otra cosa que quiero decir. Me amenaza, me amenaza constantemente con matarse o matarme; y a veces sueño que lo veo amortajado con una gran herida en la garganta, o con la cara hinchada y negra. He llegado a una situación peculiar; tengo problemas terribles. ¿Qué se puede hacer? ¿De dónde va a salir el dinero?

Bessie intentó convencerla de que tomase un jarabe sedante; le costó trabajo, pero lo consiguió. Poco tiempo después, la señora Reed se volvió más sosegada y se quedó dormitando. Entonces la dejé.

Pasaron más de diez días antes de que volviese a conversar con ella, pues deliraba o dormitaba, y el médico prohibió todo lo que podía excitarla dolorosamente. Mientras tanto, me llevaba lo mejor que podía con Georgiana y Eliza. Al principio, estaban muy, muy frías. Eliza pasaba medio día sentada cosiendo, leyendo o escribiendo, y apenas nos dirigía una palabra ni a mí ni a su hermana. Georgiana balbuceaba tonterías a su canario hora tras hora, y a mí no me hacía caso. Pero yo estaba decidida a no parecer estar inactiva o aburrida; había llevado mis materiales de dibujo, que me sirvieron de ocupación y diversión.

Provista de una caja de lápices y algunas hojas de papel, solía sentarme alejada de ellas, cerca de la ventana, y me ponía a dibujar fantásticas viñetas, que representaban escenas que se formaban unos instantes en el caledoscopio cambiante de mi imaginación: una vista del mar entre dos rocas; la luna creciente con un barco cruzando por delante; un grupo de juncos y espadañas con una cabeza de náyade, coronada de flores de loto, surgiendo entre ellos; un elfo sentado en un nido de gorriones, bajo un festón de acerolos.

Una mañana, me puse a esbozar una cara; ni sabía ni me importaba qué tipo de cara iba a ser. Cogí un lápiz negro blando, lo afilé con punta ancha y empecé a trabajar. Poco después, había dibujado sobre el papel una frente ancha y prominente, y la silueta de una cara cuadrada; el contorno me agradó y mis dedos se afanaron en llenarlo de rasgos. Había que trazar unas cejas bien dibujadas bajo la frente; siguió, naturalmente, una nariz bien definida, de puente recto y anchas ventanas; luego una boca de aspecto flexible, pero nada fina; después una barbilla firme, con un hoyuelo decidido en medio; por supuesto, faltaban unas patillas negras y el cabello de azabache, con grandes mechones en las sienes y ondulado encima de la frente. Ahora había que dibujar los ojos. Los había dejado para el final, porque necesitaban un trabajo más esmerado. Los tracé grandes, con formas bien delineadas, las pestañas largas y oscuras, las pupilas grandes y lustrosas. «¡Bien, pero no perfectos! —pensé, al contemplar el efecto—, necesitan más energía y espíritu» y los sombreé más para que destacase más claramente el brillo; uno o dos toques afortunados aseguraron el éxito. Ya estaba: tenía ante mis ojos el rostro de un amigo. ¿Qué me importaba que aquellas dos jóvenes me volvieran la espalda? Lo contemplé; sonreí ante el parecido; estaba absorta y contenta.

—¿Es el retrato de alguien que conoces? —preguntó Eliza, que se había acercado sin que me diera cuenta. Respondí que simplemente era una cabeza imaginaria, y me apresuré a colocarlo entre las otras hojas. Había mentido, por supuesto; era un retrato bastante fiel del señor Rochester. ¿Pero qué le importaba eso a ella, o a cualquiera salvo a mí misma? Georgiana también se acercó a mirar. Le gustaron mucho los demás dibujos, pero ese le pareció «un hombre feo». Las dos se sorprendieron de mi habilidad. Me ofrecí a hacer sus retratos, y cada una, por turnos, posó para un bosquejo. Después Georgiana sacó su álbum. Prometí contribuir con una acuarela, lo que la puso de buen humor. Propuso que diéramos un paseo por el jardín. Antes de estar dos horas paseando, nos vimos inmersas en una conversación confidencial. Ella me obsequió con una descripción del invierno maravilloso que había pasado en Londres dos años antes, de la admiración que había suscitado allí y las atenciones que le habían brindado; incluso me hizo insinuaciones sobre la conquista aristocrática que había hecho. A lo largo de la tarde, estas insinuaciones se expandieron: me habló de varios tiernos coloquios y escenas sentimentales, y, en pocas palabras, improvisó ese día para mi beneficio el volumen de una novela de la vida de la corte. Día tras día amplió las comunicaciones; siempre trataban del mismo tema: ella misma, sus amoríos e infortunios. Era extraño que ni una vez hiciera referencia a la enfermedad de su madre ni a la muerte de su hermano, ni al estado desastroso actual de la fortuna de la familia. Su mente parecía estar totalmente ocupada con recuerdos de alegrías pasadas, y aspiraciones a diversiones venideras. Pasaba unos cinco minutos por día en la habitación de su madre enferma y nada más.

Eliza aún hablaba poco: era evidente que tenía poco tiempo para hablar. Nunca he visto a una persona más ocupada de lo que ella aparentaba estar; sin embargo, era difícil determinar qué hacía, o, más bien, ver los resultados de su laboriosidad. Tenía un despertador para levantarse pronto. No sé en qué se afanaba antes del desayuno, pero, después, dividía su tiempo en porciones regulares, y cada porción tenía una tarea asignada. Tres veces al día, estudiaba un pequeño libro, que descubrí, al inspeccionarlo, era un devocionario. Una vez le pregunté cuál era el atractivo de dicho volumen, y me dijo que «las directrices». Dedicaba tres horas a la costura, con hilo dorado, de la orilla de una tela carmesí, casi lo bastante grande para ser una alfombra. En respuesta a mis indagaciones sobre la utilidad de dicha prenda, e informó que era para cubrir el altar de una nueva iglesia recientemente construida cerca de Gateshead. Dos horas dedicaba a su diario; dos, a trabajar sola en el huerto, y una, a organizar sus cuentas. No parecía querer compañía ni conversación. Creo que, a su manera, era feliz; esta rutina la satisfacía y nada la molestaba tanto como cualquier incidente que la obligase a variar su regularidad mecánica.

Una tarde, más dispuesta de lo habitual a comunicarse, me contó que el comportamiento de John y la amenaza de ruina de la familia la habían afligido profundamente. Pero ahora, dijo, se había resignado, y había hecho una resolución. Se había preocupado de asegurar su propia fortuna, y, cuando muriese su madre —y era muy improbable que se recuperase ni que durase mucho, añadió tranquilamente—, pondría en práctica un proyecto largo tiempo alimentado: buscar un retiro en el que las costumbres regulares no se pudieran perturbar, y poner entre ella y el mundo frívolo una barrera infranqueable. Pregunté si la acompañaría Georgiana.

Dijo que por supuesto que no, que Georgiana y ella no tenían nada en común y nunca lo habían tenido. Por nada del mundo cargaría con su compañía. Georgiana había de buscar su propio camino, y ella, Eliza, seguiría el suyo.

Georgiana, cuando no se desahogaba haciéndome confidencias, pasaba la mayoría del tiempo tumbada en un sofá, quejándose del aburrimiento de la casa y deseando una y otra vez que su tía Gibson la invitase a ir a la ciudad. Estaría mucho mejor, dijo, si se podía quitar de en medio durante un mes o dos, hasta que todo hubiese pasado. No le pregunté lo que quería decir con «todo hubiese pasado», pero supongo que se refería a la muerte esperada de su madre y la lúgubre secuela de las pompas fúnebres. Eliza solía hacer tanto caso de la indolencia y las quejas de su hermana como si no existiese tal persona quejumbrosa ante sus narices. Un día, sin embargo, al guardar su libro de cuentas, mientras sacaba su labor de bordado, le habló de esta manera:

—Georgiana, nunca ha existido sobre la tierra un animal más vanidoso y absurdo que tú. No tenías derecho a nacer, pues no sacas provecho de la vida. En lugar de vivir por, para y contigo misma, como debe hacerlo un ser razonable, solo buscas cargar en la fortaleza de otra persona tu propia debilidad. Si no encuentras a nadie dispuesto a cargar con una criatura tan gorda, débil e inútil, te lamentas de que te tratan mal y te dan de lado. Para ti, la existencia debe ser un cuadro de constantes cambios y emociones; si no, el mundo es un calabozo. Deben admirarte, deben cortejarte, deben lisonjearte, debes tener música, baile y sociedad; si no, languideces y te marchitas. ¿No tienes bastante sentido como para inventar un sistema que te haga independiente de todos los esfuerzos y todas las voluntades excepto los tuyos propios? Toma un día, divídelo en partes y asigna una tarea a cada parte. No dejes al azar ni un cuarto de hora, ni diez, ni cinco minutos; inclúyelos todos. Haz cada tarea a su vez, con método y regularidad rigurosa. El día habrá acabado casi antes de que te des cuenta de que ha empezado; y no le deberás a nadie el ayudarte a llenar un minuto; no necesitarás buscar la compañía de nadie, ni su conversación, su compasión ni su indulgencia; en pocas palabras, habrás vivido como debe hacerlo un ser independiente. Sigue mis consejos, los primeros y últimos que te voy a dar. Después, no necesitarás ni de mí ni de nadie, pase lo que pase. Desóyelos, continúa como hasta ahora, implorando, lamentándote y sin hacer nada, y sufrirás las consecuencias de tu necedad, por malas e insoportables que sean. Te lo digo sin tapujos y escúchalo bien, porque, aunque no repetiré lo que voy a decirte, actuaré en consecuencia. Después de la muerte de mi madre, me lavaré las manos de ti. Desde el día en que lleven su ataúd a la cripta de la iglesia de Gateshead, tú y yo estaremos tan distantes como si nunca nos hubiéramos conocido. No creas que, porque nacimos de los mismos padres, toleraré que te agarres a mí por cualquier pretensión, por nimia que sea. Te digo una cosa: si toda la raza humana, con excepción de nosotras dos, fuese barrida de la faz de la tierra y solo quedásemos tú y yo, te dejaría en el viejo mundo y me iría yo al nuevo.

Cerró los labios.

—Podías haberte ahorrado la molestia de soltar esa diatriba —contestó Georgiana—. Todo el mundo sabe que eres la criatura más egoísta e insensible del mundo, y yo conozco tu odio rencoroso hacia mí. He visto una muestra de él en la jugarreta que me gastaste en el asunto de lord Edwin Vere: no podías soportar que yo fuera superior a ti, que tuviese título y que me recibieran en círculos donde tú no podrías asomar siquiera la cara, por lo que hiciste de espía y delatora y estropeaste mis posibilidades para siempre. —Georgiana sacó el pañuelo y se estuvo sonando durante una hora; Eliza se quedó sentada, serena, impasible y perseverante en su trabajo.

Algunas personas dan poca importancia a los sentimientos puros y generosos, pero aquí teníamos dos naturalezas que se habían vuelto una insoportablemente amarga y la otra despreciablemente insípida, por carecer de ellos. Los sentimientos sin sentido común son algo anodino; pero el sentido común sin nada de sentimiento es un bocado demasiado amargo y basto para el consumo humano.

Era una tarde de lluvia y viento. Georgiana se había quedado dormida en el sofá mientras leía una novela; Eliza se había marchado para asistir al servicio en honor de un santo en la nueva iglesia, pues era muy escrupulosa en cuestiones religiosas; no existía mal tiempo que pudiera impedir que cumpliera puntualmente con lo que consideraba su obligación cristiana; hiciera el tiempo que hiciera, iba tres veces a la iglesia cada domingo, y cada vez que decían oraciones en días laborables.

 

Yo pensaba subir a ver cómo estaba la moribunda, que yacía casi olvidada en su lecho; hasta los criados le hacían poco caso; la enfermera contratada, como no la vigilaba nadie, se deslizaba fuera del cuarto siempre que podía. Bessie era leal, pero tenía su propia familia a la que cuidar, y podía acudir solo de vez en cuando a la casa. No había nadie en el cuarto de la enferma, tal como había supuesto; no estaba la enfermera, y la paciente yacía quieta, aparentemente dormida, el rostro lívido hundido entre las almohadas. El fuego agonizaba en el hogar. Repuse el carbón, arreglé la ropa de la cama, contemplé un rato a la que no me podía contemplar a mí, y luego me alejé en dirección a la ventana.

La lluvia golpeaba fuertemente contra las lunas y el viento soplaba con furia. «Ahí yace una —pensé—, que estará pronto más allá de la guerra de los elementos terrenales. ¿Adónde volará su espíritu, que lucha ahora por abandonar su morada material, cuando por fin se haya liberado?».

Al meditar este gran misterio, pensé en Helen Burns y recordé sus últimas palabras, su fe y su doctrina sobre la igualdad de las almas desencarnadas. Escuchaba con el pensamiento su voz aún familiar y visualizaba su aspecto pálido y espiritual, su rostro demacrado y su mirada sublime cuando yacía en su sereno lecho de muerte y susurraba su anhelo por ser devuelta al seno de su divino Padre, cuando murmuró una voz débil detrás de mí, desde la cama:

—¿Quién es?

Sabía que hacía días que no hablaba la señora Reed. ¿Se recuperaba? Me acerqué a ella.

—Soy yo, tía Reed.

—¿Quién es «yo»? —fue la respuesta—. ¿Quién es usted? —mirándome algo sorprendida y un poco asustada, pero no delirando—. Usted es una extraña para mí; ¿dónde está Bessie?

—Está en la portería, tía.

—¡Tía! —repitió—. ¿Quién me llama tía? No eres una Gibson y, sin embargo, te conozco. La cara, los ojos y la frente me son muy conocidos; te pareces, sí, ¡te pareces a Jane Eyre!

No dije nada; tenía miedo de causarle conmoción si anunciaba mi identidad.

—No obstante —dijo—, me temo que estoy equivocada. Quería ver a Jane Eyre, e imagino semejanzas donde no existen; además, después de ocho años, debe de estar muy cambiada. —Le aseguré suavemente que era la persona que creía y deseaba que fuese, y, dándome cuenta de que me había entendido, y de que estaba en sus cabales, le expliqué que Bessie había enviado a su marido a buscarme a Thornfield.

—Estoy muy enferma, lo sé —dijo un rato más tarde—; hace unos minutos, intentaba darme la vuelta y no puedo mover un músculo. Más vale que descargue mi conciencia antes de morir. Lo que estando sanos nos importa poco, nos pesa en momentos como el actual. ¿Está aquí la enfermera? ¿No hay nadie más en el cuarto que tú?

Le aseguré que estábamos solas.

—Bien, dos veces te he agraviado y ahora me arrepiento. Una fue al romper la promesa hecha a mi marido de que te criaría como a un hijo propio; la otra… —se detuvo. «Después de todo, no importa mucho —murmuró para sí—, y puede que me recupere; humillarme ante ella me duele».

Se esforzó por cambiar de postura, pero fracasó; le cambió la cara; parecía experimentar alguna sensación interna, precursora, quizás, de la agonía final.

—Bueno, debo hacerlo. Veo la eternidad ante mí; más vale que se lo diga. Ve a mi tocador, ábrelo y saca una carta que verás allí.

Obedecí sus instrucciones.

—Lee la carta —dijo.

Era corta; decía así:

Señora:

¿Querría usted tener la bondad de enviarme las señas de mi sobrina, Jane Eyre, y de decirme cómo está? Es mi intención escribirle enseguida para pedirle que se reúna conmigo en Madeira. La Providencia ha bendecido mis intentos de conseguir una subsistencia suficiente, y, como estoy soltero y sin hijos, quiero adoptarla durante el resto de mi vida y dejarle, cuando me muera, lo que posea para legar.

Quedo de usted atentamente, q. b. s. m.,

John Eyre, Madeira.

Tenía fecha de tres años atrás.

—¿Por qué no tuve yo noticias de esto? —pregunté.

—Porque te tenía una antipatía tan firme y absoluta que no quise levantar un dedo para ayudarte a encontrar la prosperidad. Nunca he podido olvidar tu conducta conmigo, Jane, ni la furia con la que me atacaste una vez, ni el tono con el que me dijiste que me odiabas más que a nadie en el mundo, la voz y la mirada, tan impropias de una niña, con las que afirmaste que solo pensar en mí te ponía enferma, y aseguraste que te había tratado con una crueldad extremada. Nunca he podido olvidar mis propios sentimientos cuando te lanzaste a verter sobre mí el veneno que poblaba tu mente; sentí miedo, como si un animal al que había golpeado o maltratado me mirase con ojos humanos y me maldijese con una voz de hombre. ¡Tráeme agua, date prisa!

—Querida señora Reed —le dije, ofreciéndole la bebida que había pedido—, no piense usted más en todo esto, deje que se aleje de su pensamiento. Perdóneme mis palabras apasionadas, pues solo era una niña; han pasado ocho, nueve años desde aquel día.

No hizo caso de lo que dije. Cuando hubo acabado de beber el agua y recuperado el aliento, prosiguió de esta forma:

—Te digo que no he podido olvidarlo, y me he vengado; que te adoptara tu tío y te colocara en una situación de bienestar y comodidad era algo que no podía soportar. Le escribí; le dije que sentía desilusionarle, pero que Jane Eyre estaba muerta: que había muerto de fiebres tifoideas en Lowood. Ahora puedes actuar como te plazca, escríbele para contradecir lo que dije, descubre mi mentira tan pronto como quieras. Creo que naciste para ser mi tormento: mi última hora está plagada por el recuerdo de un acto que, de no haber sido por ti, nunca me habría visto tentada de cometer.

—Si pudiera conseguir que dejara de pensar en ello, tía, y que me mirase con afecto e indulgencia…

—Tienes un talante muy malo —dijo—, que incluso hoy me siento incapaz de comprender: cómo, durante nueve años, pudiste ser paciente y pacífica bajo cualquier trato, y, en el décimo, estallaste, llena de fuego y violencia, nunca podré comprender.

—Mi talante no es tan malo como usted piensa. Soy apasionada, pero no rencorosa. Muchas veces, de niña, me hubiera encantado quererla si me lo hubiera permitido, y ahora deseo fervientemente reconciliarme con usted. Deme un beso, tía.

Acerqué mi mejilla a sus labios. No quiso tocarla. Dijo que la oprimía al inclinarme sobre la cama, y me pidió agua nuevamente. Al volverla a tumbar, porque la levanté y la sujeté con el brazo mientras bebió, puse mi mano sobre la suya, viscosa y fría como el hielo. Los débiles dedos rehuyeron el tacto, los ojos vidriosos esquivaron mi mirada.

—Quiérame u ódieme, entonces, según prefiera —dije por fin—, tiene usted mi perdón absoluto y sincero; pídaselo a Dios y tenga paz.

¡Pobre mujer doliente! era demasiado tarde para hacer el esfuerzo necesario para cambiar su forma habitual de pensar. En vida, siempre me había odiado; al morir, había de odiarme todavía.