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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Extendió el minúsculo vaso y lo llené hasta la mitad con agua de la jarra del lavabo.

—Basta; ahora moje el borde del frasco.

Lo hice, y él midió doce gotas de un líquido carmesí, que ofreció a Mason.

—Bebe, Richard; esto te dará los ánimos que te faltan durante una hora o dos.

—Pero ¿me hará daño? ¿Es inflamatorio?

—¡Bebe, bebe, bebe!

Obedeció el señor Mason, puesto que hubiera sido inútil resistirse. Estaba vestido, aún estaba pálido, pero ya no estaba sucio y ensangrentado. El señor Rochester le permitió quedarse sentado unos tres minutos después de ingerir el líquido, y luego lo cogió del brazo:

—Estoy seguro de que ya puedes levantarte —dijo—; inténtalo.

Se levantó el paciente.

—Carter, cójalo del otro brazo. Anímate, Richard; ¡adelante, eso es!

—Me encuentro mejor —comentó el señor Mason.

—Estoy seguro. Ahora, Jane, vaya delante de nosotros hasta la escalera de atrás, corra el cerrojo de la puerta lateral del pasillo y dígale al conductor de la silla de posta que verá en el patio, o fuera, porque le de dicho que no hiciera ruido sobre el empedrado, que se prepare, que ya vamos. Y, Jane, si hay alguien, venga al pie de la escalera y tosa.

Ya eran las cinco y media y el sol estaba a punto de levantarse, pero la cocina estaba todavía a oscuras y silenciosa. Estaba cerrada la puerta lateral; la abrí con el menor ruido posible. En el patio no se movía nada, pero las puertas estaban abiertas de par en par y, al otro lado, había una silla de posta con los caballos ya enganchados y el conductor sentado en el pescante. Me acerqué a él y le dije que venían los caballeros, a lo que asintió con la cabeza; miré y escuché por si había alguien. La quietud de la madrugada dormitaba por doquier; las cortinas de los cuartos de los criados estaban todavía cerradas; piaban unos pajarillos entre las flores de los árboles frutales del huerto, cuyas ramas se inclinaban como blancas guirnaldas por encima de uno de los muros que rodeaban el patio; los caballos de los carruajes chacoloteaban en los establos; lo demás estaba en silencio.

Aparecieron los caballeros.

Mason, soportado por el señor Rochester y el cirujano, parecía andar con bastante facilidad; lo ayudaron a subir a la silla, y Carter subió detrás.

—Cuídelo —dijo el señor Rochester a este—, y téngalo en su casa hasta que esté bien del todo; iré dentro de un día o dos para ver cómo está. Richard, ¿cómo te encuentras?

—El aire me reanima, Fairfax.

—Deje la ventanilla de su lado abierta, Carter; no hace viento. Adiós, Dick.

—Fairfax…

—¿Qué ocurre?

—Que la cuiden; que la traten con toda la ternura posible; que… —se detuvo y rompió a llorar.

—Hago lo que puedo; lo he hecho y lo haré —fue la respuesta. Cerró la puerta de la silla y esta se alejó.

—¡Ojalá acabara todo de una vez! —añadió el señor Rochester, mientras atrancaba las pesadas puertas del patio. Hecho esto, se dirigió con paso tardo y aire abstraído hacia una puerta de la pared que daba al huerto. Creyendo que ya no quería nada de mí, me dispuse a entrar en la casa; sin embargo, lo oí llamar «Jane». Había abierto la puerta y la mantenía abierta, esperándome.

—Venga unos momentos a un sitio donde se pueda respirar aire puro —dijo—; la casa es un calabozo, ¿no lo siente así?

—A mí me parece una mansión magnífica, señor.

—La inexperiencia le ciega los ojos —contestó— y la ve a través de un hechizo; no se da cuenta de que lo dorado es fango y las tapicerías de seda, telarañas; de que el mármol es pizarra vulgar y las maderas bruñidas, simples desperdicios y cortezas. Pero aquí, todo es auténtico, dulce y puro.

Se fue paseando por un camino bordeado de boj, con manzanos, perales y cerezos a un lado y un arriate al otro, lleno de toda clase de flores clásicas: alhelíes, prímulas, pensamientos mezclados con abrótano, albahaca y otras hierbas aromáticas. Estaban todas tan lozanas como las habían podido poner las lluvias de abril y la espléndida mañana de primavera. El sol se asomaba en el cielo aborregado del este, y su luz centelleaba en las gotas de rocío de los árboles e iluminaba los senderos tranquilos.

—Jane, ¿quiere una flor?

Cogió una rosa a medio abrir, la primera del rosal, y me la ofreció.

—Gracias, señor.

—¿Le gusta este amanecer, Jane? ¿El cielo con sus nubes altas y ligeras, que irán desvaneciéndose con el calor del día, esta atmósfera plácida y serena?

—Sí, mucho.

—Ha pasado una noche extraña, Jane.

—Sí, señor.

—La ha dejado pálida; ¿tenía miedo cuando se ha quedado a solas con Mason?

—Tenía miedo de que viniera alguien del cuarto interior.

—Pero yo había cerrado la puerta y tenía la llave en el bolsillo. Habría sido un pastor negligente si hubiera dejado a mi cordera, mi cordera favorita, tan cerca de la guarida del lobo sin protección; usted estaba a salvo.

—¿Se quedará viviendo aquí Grace Poole, señor?

—Sí, sí; no se preocupe por ella, aléjela de sus pensamientos.

—Pero me parece a mí que su vida está en peligro mientras ella esté aquí.

—No se preocupe, cuidaré de mí mismo.

—¿Ha pasado ya el peligro que temía usted anoche, señor?

—No puedo asegurarlo hasta que Mason no se vaya de Inglaterra, ni aun entonces. Vivir es para mí, Jane, estar en el borde de un cráter que puede agrietarse y vomitar fuego en cualquier momento.

—Pero el señor Mason parece ser un hombre fácil de manejar. Es evidente que usted, señor, influye en él de manera notable; nunca lo desafiará ni le hará daño aposta.

—¡No, no! Mason no me desafiará, ni me hará daño queriendo, pero, sin querer o con una palabra imprudente, podría en un instante privarme, si no de la vida, sí de la felicidad, para siempre.

—Dígale que sea discreto, señor; dígale lo que usted teme y cómo alejar el peligro.

Soltó una risa sardónica, me cogió apresurado la mano, y la apartó de sí con la misma rapidez.

—Si pudiera hacer eso, tontorrona, ¿dónde estaría el peligro? Desaparecería al instante. Desde que conozco a Mason, solo he de decirle «Haz eso» para que lo haga. Pero no puedo darle órdenes en este caso, no puedo decirle «Ojo con hacerme daño, Richard», porque es imprescindible que siga ignorando que es posible hacerme daño. Ahora tiene cara de perplejidad, y voy a enredarla más. Usted es mi amiga, ¿verdad?

—Me gusta servirle, señor, y obedecerle en todo lo que esté bien.

—Exactamente, lo he comprobado. Veo verdadera satisfacción en su porte y su semblante cuando me está ayudando como yo quiero, trabajando para mí y conmigo en lo que llama, típico de usted, «todo lo que esté bien» porque, si le pidiera que hiciese algo que le pareciera mal, no habría carreras de aquí para allá, ni diligencia, ni mirada vivaz y emocionada. Mi amiga se volvería, serena y pálida, hacia mí y me diría «No, señor, es imposible. No puedo hacerlo, porque está mal», y se quedaría tan inmutable como una estrella fija. Pues usted también tiene poder sobre mí y podría hacerme daño; no me atrevo a enseñarle mis puntos vulnerables por si, a pesar de su lealtad y su amistad, se decidiera a atravesarme en el acto.

—Si no tiene usted más motivos para temer al señor Mason que a mí, señor, está usted a salvo.

—¡Ojalá sea así! Venga, Jane, sentémonos en este cenador.

El cenador era un arco del muro forrado de hiedra con un banco rudimentario. El señor Rochester se sentó, dejándome sitio, pero me quedé de pie ante él.

—Siéntese —dijo—; el banco es bastante largo para dos. No vacilará en sentarse a mi lado, ¿verdad? ¿Estaría mal, Jane?

Mi respuesta fue sentarme; pensé que no era prudente negarme.

—Ahora, amiga mía, mientras el sol seca el rocío, mientras se despiertan y se abren las flores de este viejo jardín, los pájaros traen el desayuno de su progenie del campo de espinos y las abejas inician sus primeras labores, le expondré un caso que debe intentar imaginar como el suyo propio. Pero primero, míreme y dígame que está a gusto y que no piensa que hago mal en retenerla aquí, ni usted en quedarse.

—No, señor, estoy a gusto.

—Entonces, Jane, ponga a funcionar su imaginación. Suponga que ya no es usted una joven bien educada y disciplinada, sino un muchacho alocado, mimado desde la niñez; imagine que se encuentra en tierras remotas; figúrese que comete allí un error mayúsculo, no importa de qué tipo ni por qué motivos, pero un error cuyas consecuencias han de seguirlo a lo largo de toda su vida y envenenar su existencia. Fíjese en que no digo un delito; no hablo de derramar sangre ni de otro acto criminal que lo haría responsable ante la ley; mi palabra es error. El resultado de lo que ha hecho con el tiempo se hace absolutamente insoportable; toma medidas para aliviar la situación, medidas poco corrientes, pero no ilegales ni delictivas. Sin embargo, sigue siendo desgraciado, porque ha perdido la esperanza en los albores de la vida: su sol se eclipsa a mediodía, y tiene la sensación de que seguirá sin luz hasta la hora de ponerse. Su memoria se alimenta solamente de ideas amargas y viles; vaga de aquí para allá, buscando alivio en el exilio y felicidad en el placer, quiero decir placer sensual e inofensivo, del tipo que embota la inteligencia y destruye los sentimientos. Cansado y amargado, vuelve a casa después de años de exilio voluntario; conoce a una persona, no importa cómo ni dónde, en la que encuentra muchas de las cualidades buenas y sanas que busca desde hace veinte años, y que no ha encontrado antes: unas cualidades sanas, sin mácula. Esta compañía lo resucita y regenera, siente que vuelven los buenos tiempos, con deseos más nobles y sentimientos más puros. Tiene ganas de rehacer su vida y pasar lo que le queda de tiempo de una forma más digna de un ser inmortal. Para conseguir este fin, ¿está justificado ignorar un obstáculo de tradición, un impedimento convencional, que su conciencia no respeta ni su juicio aprueba?

 

Hizo una pausa para que le respondiera, pero ¿qué podía decir? ¡Ojalá algún espíritu bondadoso me sugiriese una respuesta juiciosa y satisfactoria! ¡Vana aspiración! El viento de levante susurraba entre la hiedra que me rodeaba, pero no había gentil Ariel que utilizara su aliento como medio de comunicación; los pájaros cantaban en las copas de los árboles, pero su canción, aunque bella, no articulaba palabras.

Otra vez formuló su pregunta el señor Rochester:

—¿Está justificado el hombre, antes errante y pecador, pero ahora arrepentido y pacífico, en desafiar la opinión pública al unirse para siempre a esta persona dulce, bondadosa y afable, asegurando de este modo su propia tranquilidad y regeneración?

—Señor —respondí— el reposo del Errante o la regeneración del Pecador nunca deben depender de un semejante. Los hombres y las mujeres mueren, los filósofos vacilan en su sabiduría y los cristianos en su bondad; si alguien que conoce ha sufrido y errado, que busque en un sitio más elevado la fuerza para enmendarse y el solaz para curarse.

—¡Pero el instrumento, el instrumento! Dios, que hace la labor, elige el instrumento. Yo mismo, y se lo digo sin parábolas, he sido un hombre inquieto, disipado y mundano, y creo haber encontrado el instrumento para curarme en…

Hizo una pausa; los pájaros seguían cantando y las hojas susurrando al rozarse. Casi me sorprendió que no detuvieran sus canciones y susurros para oír la revelación interrumpida, pero habrían tenido que esperar muchos minutos, porque su silencio se prolongó. Por fin miré al hablador indeciso, que me miraba a mí con ansiedad.

—Amiga mía —dijo, y su tono estaba totalmente cambiado, como lo estaba su expresión; había perdido la ternura y la seriedad, para ponerse brusca y sarcástica—, usted se ha fijado en mi inclinación amorosa hacia la señorita Ingram. ¿No le parece que, si me casara con ella, pondría todo su empeño en regenerarme?

Se levantó rápidamente, se alejó hasta el otro extremo del camino y, cuando volvió, tarareaba una melodía.

—Jane, Jane —dijo, deteniéndose ante mí—, está muy pálida por su desvelo; ¿no me maldice por interrumpir su reposo?

—¿Maldecirlo? No, señor.

—Deme la mano para asegurármelo. ¡Qué dedos más fríos! Estaban más cálidos anoche, cuando los rocé en la puerta del dormitorio misterioso. Jane, ¿cuándo volverá a velar conmigo?

—Cuando le pueda ser útil, señor.

—¿Por ejemplo, la noche antes de mi boda? Estoy seguro de que no podré dormir. ¿Promete velar conmigo para hacerme compañía? Con usted puedo hablar de mi amada, porque la ha visto y la conoce.

—Sí, señor.

—Es única, ¿verdad, Jane?

—Sí, señor.

—Una mujer estupenda, Jane: grande, morena y jovial, con un cabello parecido al de las mujeres de Cartago. ¡Vaya! ¡Allí están Dent y Lynn en las cuadras! Vaya a la casa entre los arbustos, por el postigo.

Mientras yo fui por un sitio, él fue por otro, y le oí en el patio decir alegremente:

—Mason les ha tomado la delantera a todos ustedes esta mañana; se ha marchado antes del alba. Me he levantado a las cuatro para despedirlo.

Capítulo VI

Los presentimientos son una cosa muy extraña, y también las afinidades y las señales, y las tres cosas juntas forman un misterio que los seres humanos aún no hemos sabido descifrar. Nunca me he reído de los presentimientos a lo largo de mi vida, porque he tenido algunos muy raros yo misma. Creo en la existencia de las afinidades (por ejemplo, entre parientes separados por grandes distancias desde hace mucho tiempo, cuyos lazos se han roto totalmente; a pesar de este distanciamiento, cada uno siente que tiene las raíces en común con el otro), cuyo funcionamiento desafía la comprensión humana. Y las señales, por lo que sabemos, podrían ser las afinidades de la Naturaleza con el hombre.

Cuando yo era una niña de seis años, una noche oí a Bessie Leaven decir a Martha Abbot que había soñado con un niño pequeño y que soñar con los niños era un signo infalible de desgracias, o para uno mismo o para sus familiares. Es posible que me hubiera olvidado de esta declaración si no hubiese sucedido enseguida un evento que la fijó indeleblemente en mi memoria. Al día siguiente, a Bessie la mandaron llamar porque se moría su hermana pequeña.

Últimamente había recordado a menudo esta declaración y este incidente, porque, durante una semana entera, apenas había pasado una noche en que no soñara con un niño, que a veces acunaba en los brazos, a veces sostenía en el regazo y a veces observaba jugar con margaritas sobre el césped o mojar las manos en el agua de un río. Una noche lloraba y a la siguiente reía; ora se acurrucaba junto a mí, ora se me escapaba corriendo. Pero con cualquier talante y bajo el aspecto que fuera, durante siete noches seguidas no dejó de reunirse conmigo en la tierra de los sueños.

No me gustó esta reiteración de una idea, la extraña repetición de una misma imagen y me ponía nerviosa cuando se acercaba la hora de acostarme y de ver la aparición. Soñaba con este fantasma infantil la noche de luna en la que había oído el grito, y, al día siguiente por la tarde, me mandaron recado de que se requería mi presencia en el cuarto de la señora Fairfax. Al acudir allí, encontré esperándome a un hombre con aspecto de ser el criado de un caballero; iba vestido de luto riguroso y el sombrero que llevaba en la mano estaba rodeado con una cinta de crespón.

—Supongo que no se acordará de mí, señorita —dijo, levantándose cuando entré—, pero me llamo Leaven, y era el cochero de la señora Reed cuando vivía usted en Gateshead hace ocho o nueve años, y aún vivo allí.

—Oh, Robert, ¿cómo está? Lo recuerdo muy bien; a veces me montaba usted en el caballito bayo de la señorita Georgiana. ¿Y cómo está Bessie? Usted está casado con Bessie, ¿verdad?

—Sí, señorita; mi esposa está muy bien, gracias. Me dio otro hijo hace unos dos meses, así que ahora tenemos tres, y tanto la madre como el bebé van muy bien.

—¿Y la familia de la casa grande está bien, Robert?

—Siento no traerle mejores noticias de ellos, señorita; están mal ahora, con muchos problemas.

—Espero que no se haya muerto nadie —dije, mirando sus ropas negras. Él también miró el crespón del sombrero y respondió:

—El señorito John se murió ayer hizo una semana, en su bufete de Londres.

—¿El señorito John?

—Sí.

—¿Y cómo lo soporta su madre?

—Verá usted, señorita Eyre, no es una desgracia corriente; su vida ha sido muy disipada; durante los últimos tres años, se abandonó a costumbres disolutas y su muerte ha sido espantosa.

—Me contó Bessie que no le iban bien las cosas.

—¡Bien! No podían irle peor; echó a perder su salud y su herencia en compañía de los peores hombres y mujeres. Se endeudó y fue a la cárcel; su madre lo ayudó dos veces, pero, en cuanto salía, volvía a sus antiguos compañeros y costumbres. No tenía buena cabeza; los bribones entre los que vivía lo engañaron más de lo que se puede imaginar. Acudió a Gateshead hace unas tres semanas. Pretendía que le diera la señora todo lo que tenía. La señora se negó, ya que su fortuna se hallaba muy menguada por los excesos de él, así que se marchó de nuevo y la noticia siguiente que llegó fue la de su muerte. ¡Sabe Dios cómo murió! Dicen que se suicidó.

Me quedé callada. Eran noticias terribles. Siguió Robert Leaven:

—La señora no se encuentra muy bien de salud desde hace tiempo. Había engordado mucho, pero no estaba sana, y la pérdida de dinero y el miedo a la indigencia la consumieron del todo. La noticia de la muerte del señorito John y la manera en que se había producido llegó demasiado de sopetón: le produjo una embolia. Pasó tres días sin decir palabra, pero el martes pasado parecía estar algo mejor; parecía querer decir algo, no hacía más que murmurar cosas y hacer señas a mi mujer. Sin embargo, no fue hasta ayer por la mañana que Bessie se dio cuenta de que pronunciaba el nombre de usted, y finalmente reconoció las palabras «Traed a Jane, id a por Jane Eyre, que quiero hablar con ella». Bessie no está segura de que esté en su sano juicio, ni de si las palabras quieren decir algo, pero se lo dijo a las señoritas Eliza y Georgiana y les aconsejó que la mandaran llamar a usted. Al principio, las señoritas le daban largas, pero su madre se puso tan inquieta y decía tantas veces «Jane, Jane», que por fin dieron su consentimiento. Yo salí de Gateshead ayer; si usted puede estar preparada, señorita, me gustaría llevarla de vuelta conmigo mañana temprano.

—Sí, Robert, estaré preparada; creo que debo ir.

—Yo lo creo también, señorita. Bessie dijo que estaba segura de que no se negaría, pero supongo que tendrá que pedir permiso para marcharse.

—Sí, y lo haré ahora mismo —y, después de acompañarlo a la sala de los criados y dejarlo al cuidado de la mujer de John, fui en busca del señor Rochester.

No estaba en ninguna de las habitaciones de abajo, ni en el patio, ni en las cuadras ni en el jardín. Pregunté a la señora Fairfax si lo había visto, y dijo que sí, que creía que estaba jugando al billar con la señorita Ingram. Me encaminé deprisa a la sala de billar, de donde provenía el sonido de las bolas y el murmullo de voces. El señor Rochester, la señorita Ingram, las dos señoritas Eshton y sus admiradores estaban todos ocupados con la partida. Hizo falta una dosis de valor para interrumpir un juego tan interesante; sin embargo, mi misión no admitía demora, por lo que me acerqué al señor, que estaba de pie junto a la señorita Ingram. Ella se giró cuando me aproximé y me dirigió una mirada altiva; sus ojos parecían preguntar: «¿Qué querrá esta criatura rastrera ahora?», y cuando dije en voz baja «Señor Rochester», hizo un gesto como para despacharme. Recuerdo su aspecto en ese momento: era muy atractivo y llamativo, llevaba un vestido de mañana de gasa celeste y un pañuelo de muselina azul entretejido en el cabello. Estaba muy animada por el juego, y la expresión de su fisonomía arrogante no cambió con la irritación orgullosa.

—¿Quiere hablar con usted esta persona? —preguntó al señor Rochester, a lo que este se volvió para ver quién era esa «persona». Hizo una mueca peculiar, uno de sus gestos extraños y ambiguos, dejó caer el taco y me siguió fuera de la habitación.

—¿Y bien, Jane? —dijo, apoyando la espalda contra la puerta del aula, que acababa de cerrar.

—Por favor, señor, quiero su permiso para ausentarme una semana o dos.

—¿Para qué? ¿Para ir adónde?

—Para ver a una señora enferma que me ha mandado llamar.

—¿Qué señora enferma? ¿Dónde vive?

—En Gateshead, señor, en el condado de…

—¿El condado de…? ¡Si está a cien millas de distancia! ¿Quién es la que pide que las personas recorran semejante distancia para verla?

—Se llama Reed, señor, la señora Reed.

—¿Reed de Gateshead? Conocía a un tal Reed de Gateshead que era magistrado.

—Es su viuda, señor.

—¿Y qué tiene usted que ver con ella? ¿Cómo la conoce?

—El señor Reed era mi tío, hermano de mi madre.

—¡Válgame Dios! Nunca me lo había dicho; siempre me ha dicho que no tenía familia.

—No tengo ninguna que me quiera, señor. El señor Reed está muerto, y su esposa me echó.

—¿Por qué?

—Porque era pobre y una carga, y no me quería.

—Pero Reed tenía hijos, ¿verdad? Debe de tener primos. Ayer hablaba sir George Lynn de un tal Reed de Gateshead, que dijo que era uno de los mayores granujas de la corte; e Ingram hablaba de una tal Georgiana Reed del mismo lugar, que fue muy admirada por su belleza hace un par de años en Londres.

—John Reed también ha muerto, señor; se arruinó y medio arruinó a su familia, y se cree que se suicidó. La noticia afectó de tal modo a su madre que le produjo un ataque de apoplejía.

—¿Y de qué le va a servir usted? ¡Tonterías, Jane! Yo no me iría corriendo cien millas para ver a una señora que probablemente muera antes de que llegue y que, además, la echó.

—Sí, señor, pero hace mucho tiempo, cuando sus circunstancias eran muy diferentes. No estaría tranquila si desoyera sus ruegos ahora.

 

—¿Cuánto tiempo se quedará?

—El menor tiempo posible, señor.

—Prométame que se quedará solo una semana.

—Más vale que no le dé mi palabra; puedo verme obligada a romperla.

—En todo caso, volverá usted; ¿no se dejará convencer, bajo ningún pretexto, para quedarse a vivir permanentemente con ella?

—No. Seguro que volveré si todo está bien.

—¿Y quién irá con usted? ¿No pensará viajar cien millas sola?

—No, señor; ha enviado a su cochero.

—¿Es de fiar?

—Sí, señor, lleva diez años con la familia.

El señor Rochester reflexionó.

—¿Cuándo quiere marcharse?

—Mañana temprano, señor.

—Pues le hará falta dinero; no puede viajar sin dinero, y supongo que no tiene mucho; aún no le he dado su salario. ¿Cuánto posee, Jane? —preguntó con una sonrisa.

Saqué el monedero, que, en efecto, contenía bien poco.

—Cinco chelines, señor. —Él cogió el monedero, vertió el contenido en la palma de su mano y se rio ahogadamente, como si le hiciera gracia su escasez. Sacó enseguida su cartera.

—Tome —me dijo, tendiéndome un billete de banco: era de cincuenta libras y me debía solo quince. Le dije que no tenía cambio.

—No quiero cambio, ya lo sabe. Coja su salario.

Me negué a aceptar más de lo que me debía. Al principio puso cara de mal humor, pero luego dijo, como si hubiera recordado algo:

—Está bien, entonces. Será mejor que no se lo dé todo ahora; a lo mejor estaría fuera tres meses si tuviera cincuenta libras. Aquí tiene diez, ¿no es suficiente?

—Sí, señor, pero ahora me debe usted cinco.

—Vuelva para cobrarlas; soy su banquero por cuarenta libras.

—Señor Rochester, debo mencionar otro asunto, ahora que tengo ocasión.

—¿Otro asunto? Tengo curiosidad por saberlo.

—Usted me ha dado a entender, señor, que se va a casar pronto.

—Sí, ¿y qué?

—En ese caso, señor, Adèle deberá ir a la escuela: estoy segura de que usted se da cuenta de ello.

—Para que no moleste a la novia, que, de otro modo, podría pisotearla de mala manera. La sugerencia tiene sentido, sin duda; Adèle deberá ir a la escuela, como usted dice; y usted, por supuesto, debe irse… ¿al diablo?

—Espero que no, señor. Pero debo buscar trabajo en otro sitio.

—¡Por supuesto! —exclamó con voz tan gangosa y rasgos tan distorsionados que le hacían parecer grotesco y ridículo. Me contempló durante algunos minutos.

—¿Pedirá usted a la vieja señora Reed y a sus hijas que le busquen un puesto de trabajo?

—No, señor. No tengo el tipo de relación con mis familiares que pueda justificar el pedirles favores. Pondré un anuncio.

—¡Subirá a pie las pirámides de Egipto! —rezongó—. ¡Atrévase a anunciarse! ¡Ojalá le hubiese ofrecido un soberano en lugar de diez libras! Devuélvame nueve libras, Jane; me hacen falta.

—A mí, también, señor —respondí, poniendo a la espalda las manos con el monedero—. Bajo ningún concepto puedo prescindir del dinero.

—¡Qué tacaña! —dijo— ¡mira que negarme dinero a mí! Deme cinco libras, Jane.

—Ni cinco chelines, señor, ni cinco peniques.

—Déjeme mirar el dinero, por lo menos.

—No, señor; usted no es de fiar.

—¡Jane!

—¿Señor?

—Prométame una cosa.

—Le prometeré cualquier cosa, señor, que me sea posible cumplir.

—No se anuncie, y confíe en mí para buscarle un puesto. Con el tiempo, le encontraré uno.

—Estaré encantada de hacerlo, señor, si usted me promete, a su vez, que Adèle y yo habremos salido de la casa antes de entrar en ella su esposa.

—¡Muy bien, muy bien! Le doy mi palabra. ¿Se marcha mañana, entonces?

—Sí, señor, mañana temprano.

—¿Bajará al salón después de cenar?

—No, señor; debo hacer los preparativos para el viaje.

—Entonces, ¿hemos de despedirnos por un tiempo?

—Supongo que sí, señor.

—¿Cómo lleva a cabo la gente la ceremonia de la despedida, Jane? Enséñeme: no estoy al corriente.

—Dicen adiós, o cualquier otra fórmula que prefieran.

—Entonces, dígalo.

—Adiós, señor Rochester, por ahora.

—¿Qué debo decir yo?

—Lo mismo, si usted quiere, señor.

—Adiós, señorita Eyre, por ahora. ¿Eso es todo?

—Sí.

—Me parece insuficiente, seco y frío. Me gustaría añadir algo más al ritual. Darnos la mano, por ejemplo; pero, no, tampoco me satisfaría. ¿Así que no piensa hacer más que decir adiós, Jane?

—Es suficiente, señor; una sola palabra bien dicha puede contener tanta buena voluntad como muchas.

—Probablemente. Pero es muy fría e inexpresiva, solo «adiós».

«¿Cuánto tiempo se va a quedar ahí con la espalda apoyada en la puerta? —me pregunté—; quiero empezar a hacer la maleta». Sonó la campana anunciando la cena, y se fue como un rayo, sin decir una sílaba más. Ya no lo vi más aquel día y me había marchado por la mañana antes de que él se levantara.

Llegué a la portería de Gateshead a las cinco de la tarde del día uno de mayo. Entré allí un momento antes de ir a la casa. Estaba muy limpia y aseada; unas cortinas blancas colgaban de las ventanas ornamentales; el suelo estaba inmaculado; la chimenea y los útiles estaban bien lustrados, y ardía un fuego vivo. Bessie estaba sentada junto al fuego, dando de mamar a su recién nacido, y Robert y su hermana jugaban, sosegados, en un rincón.

—¡Dios la bendiga! Sabía que vendría —exclamó la señora Leaven cuando entré.

—Sí, Bessie —dije, después de besarla—, y espero no llegar demasiado tarde. ¿Cómo está la señora Reed? Todavía vive, espero.

—Sí, está viva y más tranquila de lo que estaba. El médico dice que puede durar aún una semana o dos, pero no cree que se vaya a recuperar.

—¿Me ha vuelto a nombrar?

—Hablaba de usted esta misma mañana, y deseaba que viniera. Pero duerme ahora, o dormía hace diez minutos, cuando estaba yo en la casa. Suele quedarse aletargada toda la tarde, hasta las seis o las siete, cuando se espabila. ¿Quiere usted descansar una hora aquí, señorita, y luego la acompaño a la casa?

En este punto entró Robert, y Bessie acostó en la cuna al niño dormido para ir a recibirlo. Después insistió en que me quitase el sombrero y tomase una taza de té, porque dijo que parecía cansada y pálida. Acepté de buen grado su hospitalidad, y me dejé quitar la ropa de viaje con la misma pasividad con la que dejaba que me desnudara de niña.

Acudieron de golpe los recuerdos de los viejos tiempos mientras la miraba ajetreada, preparando la bandeja con su mejor vajilla, cortando pan y untándolo de mantequilla, tostando una torta y, entre tanto, dando al pequeño Robert o a la pequeña Jane un cachete de vez en cuando, exactamente igual que solía hacer conmigo en el pasado. Bessie había conservado su genio vivo además de su ligereza de pies y su buena presencia.

Una vez que el té estuvo preparado, iba a acercarme a la mesa, pero me ordenó con el tono autoritario de antaño que me quedara sentada. Debía servirme junto al fuego, dijo, y me colocó delante una mesita con una taza y un plato de tostadas, exactamente igual que antiguamente tenía por costumbre agasajarme en el cuarto de los niños con alguna exquisitez sustraída en secreto. Sonreí y le obedecí como entonces.

Quería saber si era feliz en Thornfield Hall y qué tipo de persona era la señora, y cuando le dije que solo había un señor, si era un caballero agradable, y si lo apreciaba. Yo le dije que era un hombre algo feo, pero todo un caballero, que me trataba con amabilidad y que estaba contenta. Después le describí el alegre grupo de huéspedes que habíamos tenido últimamente en la casa, y Bessie escuchó con fruición esta información, pues era del tipo que más le gustaba.

Con estas charlas, transcurrió rápido una hora. Bessie me devolvió el sombrero y demás ropa, y salí de la portería en su compañía, camino de la casa. También en su compañía, hacía casi nueve años, había bajado por la calzada que ahora subía. Una oscura mañana fría de enero, había abandonado un techo hostil con el corazón desesperado y amargo, y con un sentido de proscripción y casi de reprobación, para buscar refugio en el desolado asilo de Lowood, lugar lejano y desconocido. Ese mismo techo hostil se erguía ante mí de nuevo: mi futuro estaba aún incierto y aún me dolía el corazón. Me sentía errante sobre la faz de la tierra, pero tenía más confianza en mí misma y en mi fuerza, y sentía menos miedo a la opresión. La herida abierta por las injusticias estaba ya curada y la llama del resentimiento, apagada.