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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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—Su futuro es dudoso aún: cuando le he mirado la cara, un rasgo contradecía a otro. La Providencia la ha dotado de un poco de felicidad, eso lo sé. Lo sabía antes de venir aquí esta noche. La ha apartado cuidadosamente para que la aguarde. La vi hacerlo. De usted depende extender la mano y cogerla. Pero el problema que estoy estudiando es si usted lo hará o no. Arrodíllese en la alfombra otra vez.

—No me tenga mucho rato ahí, pues el fuego me abrasa.

Me arrodillé. No se inclinó sobre mí, solo me miró fijamente, reclinada en su butaca. Empezó a murmurar:

—La llama centellea en los ojos; los ojos brillan como el rocío, y parecen dulces y llenos de sentimientos. Sonríen con mi charla; son vulnerables: sus globos diáfanos reflejan una impresión tras otra. Cuando dejan de sonreír, son tristes; una languidez inconsciente yace, pesada, sobre sus párpados; esto significa melancolía, producida por la soledad. Se apartan de mí; no quieren que escudriñe más en ellos; parecen negar, con una mirada burlona, los descubrimientos que he hecho ya, desmentir la acusación de sensibilidad y pena; pero su orgullo y su reserva confirman mi opinión. Los ojos son favorables.

»En cuanto a la boca, algunas veces se recrea riendo. Está dispuesta a comunicar todo lo que imagina el cerebro, aunque creo que callaría mucho de lo que siente el corazón. Móvil y flexible, no está hecha para comprimirse en el silencio eterno de la soledad. Es una boca hecha para hablar mucho y sonreír a menudo y para expresar afecto a su interlocutor. Este rasgo es propicio, también.

»Solo en la frente veo el enemigo de un final feliz. Esa frente pretende decir: “Puedo vivir sola, si así lo requieren el amor propio y las circunstancias. No tengo necesidad de vender mi alma para comprar la felicidad. Dispongo de un tesoro íntimo, que nació conmigo, que pueda mantenerme con vida aunque todos los placeres externos me eludan o me sean ofrecidos a un precio que no puedo permitirme pagar”. La frente declara: “La razón se mantiene firme y lleva las riendas, y no permitirá que se escapen los sentimientos, para arrastrarla hacia abismos agrestes. Las pasiones pueden agitarse incontroladas, como idólatras que son; y los deseos pueden imaginar toda suerte de cosas vanas; pero el juicio dirá siempre la última palabra en todas las discusiones, y tendrá el voto decisivo en todos los dictámenes. Pueden venir vientos fuertes, terremotos y fuego, pero seguiré el mandato de la débil voz que interpreta los dictados de mi conciencia”.

»Bien dicho, frente; tu declaración será respetada. He formulado mis planes, que considero justos, teniendo en cuenta las exigencias de la conciencia y los consejos de la razón. Sé lo pronto que se desvanecerían la juventud y la lozanía si se detectara en la copa de la felicidad un solo poso de vergüenza o una gota de remordimiento. No quiero el sacrificio, la tristeza ni la disolución: no son de mi gusto. Deseo mimar, no marchitar; ganar agradecimiento, no arrancar lágrimas, ni de sangre ni de salmuera. Mi cosecha ha de ser de sonrisas, caricias y dulzura, será suficiente. Creo que sufro una especie de delirio exquisito. Quisiera prolongar ad infinitum este momento, pero no me atrevo. Hasta ahora me he dominado totalmente. Me he comportado como me juré que lo haría, pero ir más allá sería superior a mis fuerzas. Levántese, señorita Eyre, y déjeme. “La comedia ha terminado”[35].

¿Dónde estaba? ¿Estaba despierta o dormida? ¿Había soñado? ¿Soñaba todavía? Había cambiado la voz de la anciana. Su acento, sus gestos, todo, me eran tan familiares como mi propia imagen en el espejo, o como mi propia voz. Me levanté, pero no me fui. La miré, aticé el fuego y la volví a mirar, pero ella tapó aún más su rostro con el sombrero y la venda, y me hizo una seña de que me fuera. Las llamas iluminaron su mano extendida: alerta y en guardia para hacer descubrimientos, me fijé en aquella mano inmediatamente. Estaba tan lejos como la mía de ser la mano ajada de una vieja; era una mano redondeada y flexible, con dedos lisos, simétricamente torneados; destelló un ancho anillo en el meñique, que miré, inclinándome sobre él, y reconocí una alhaja que había visto cien veces en el pasado. Nuevamente miré la cara, que ya no estaba vuelta; al contrario: se había quitado el sombrero y corrido la venda, y adelantaba la cabeza hacia mí.

—Bien, Jane, ¿me conoce? —preguntó la voz conocida.

—Quítese la capa roja, señor, y entonces…

—Se han enredado las cintas, ayúdeme.

—Rómpalas, señor.

—Ya está. «¡Fuera, avíos!»[36] —y el señor Rochester se quitó el disfraz.

—Señor, ¡qué extraña idea!

—Pero bien realizada, ¿eh? ¿No le parece?

—Con las damas le habrá ido bien.

—¿Pero no con usted?

—Conmigo no hacía el papel de gitana.

—¿Qué papel hacía? ¿El mío?

—No, uno inexplicable. En una palabra, creo que ha intentado sonsacarme, o engañarme. Ha dicho tonterías para que yo las dijera. No es justo, señor.

—¿Me perdona, Jane?

—No lo sé hasta que no me lo piense. Si, al reflexionar, considero que no he sido muy absurda, intentaré perdonarle, pero no ha estado bien.

—Oh, ha sido muy correcta: muy cuidadosa y sensata.

Reflexioné, y pensé que lo había sido, en general. Fue un consuelo; de hecho, había estado alerta casi desde el principio de la entrevista. Sospeché que había algo de mascarada. Sabía que las gitanas y las quirománticas no se expresaban como lo había hecho esta supuesta anciana. Además, me había dado cuenta de la voz fingida y de su ansiedad por ocultar su rostro. Pero había tenido en la imaginación a Grace Poole, ese enigma andante, el misterio de todos los misterios, como la consideraba; ni por un momento había pensado en el señor Rochester.

—Bien —dijo— ¿en qué está pensando? ¿Qué significa esa sonrisa seria?

—Admiración y autosatisfacción, señor. Tengo su permiso para retirarme, supongo.

—No, quédese un momento; dígame qué están haciendo en el salón.

—Hablar de la gitana, estoy segura.

—¡Siéntese, siéntese! Quiero saber qué han dicho de mí.

—No debo quedarme mucho rato, señor. Deben de ser casi las once. ¿Está usted enterado, señor Rochester, de que ha venido un forastero desde su marcha esta mañana?

—¿Un forastero? No. ¿Quién puede ser? No esperaba a nadie. ¿Se ha ido?

—No; ha dicho que lo conoce desde hace mucho, y que podía tomarse la libertad de instalarse aquí hasta su regreso.

—¡Vaya por Dios! ¿Ha dicho su nombre?

—Su nombre es Mason, señor, y viene de las Antillas; de Puerto España, en Jamaica, creo.

El señor Rochester estaba de pie junto a mí, me había cogido la mano, como para conducirme a una silla. Cuando hablé, me apretó la muñeca, se le congeló la sonrisa en los labios y se le entrecortó la respiración.

—¡Mason! ¡Las Antillas! —dijo, con la voz que se podría esperar de un autómata al pronunciar palabras—; ¡Mason! ¡Las Antillas! —repitió, y dijo las mismas sílabas tres veces, poniéndose más pálido que la muerte entre palabra y palabra; apenas parecía saber lo que hacía.

—¿Se encuentra mal, señor? —inquirí.

—¡Jane, es un golpe; es un golpe, Jane!

Se tambaleó.

—Apóyese en mí, señor.

—Jane, una vez me ofreció el hombro; démelo ahora.

—Sí, señor, sí, y el brazo también.

Se sentó y me hizo sentar a su lado. Cogiéndome la mano entre las suyas, la frotó, dirigiéndome a la vez una mirada preocupada y funesta.

—¡Querida amiga! —dijo— ¡ojalá estuviera en una isla tranquila solamente con usted, lejos de los problemas y los peligros, y de los recuerdos espantosos!

—¿Puedo ayudarlo, señor? Daría mi vida por servirle.

—Jane, si necesito ayuda, la buscaré en usted, se lo prometo.

—Gracias, señor. Dígame qué debo hacer, e intentaré, por lo menos, hacerlo.

—Tráigame ahora una copa de vino del comedor, Jane. Estarán cenando allí. Y dígame si Mason está con ellos, y qué está haciendo.

Me fui y encontré a todos los invitados cenando en el comedor, tal como había dicho el señor Rochester. No estaban sentados alrededor de la mesa; la cena estaba dispuesta en el aparador y cada uno se había servido lo que le apetecía; estaban de pie en pequeños grupos, sosteniendo los platos y las copas en las manos. Todos parecían estar de buen humor; había risas y conversaciones animadas por doquier. El señor Mason estaba de pie cerca del fuego, hablando con el coronel y la señora Dent, y tenía un aspecto tan alegre como los demás. Llené una copa de vino (vi a la señorita Ingram mirarme con el ceño fruncido; supongo que pensaba que me propasaba), y volví a la biblioteca.

La mortal palidez había desaparecido del rostro del señor Rochester, que había recuperado su aspecto firme y serio. Tomó la copa de mi mano.

—¡A su salud, espíritu del bien! —dijo. Se tragó el contenido y me la devolvió—. ¿Qué hacen, Jane?

—Ríen y hablan, señor.

—¿No están serios y misteriosos, como si se hubieran enterado de algo extraño?

—En absoluto. Están bromeando y alegres.

—¿Y Mason?

—Él reía también.

—Si vinieran todos en tropel para escupirme, ¿qué haría, Jane?

—Echarlos de la habitación, señor, si pudiera.

Sonrió a medias:

—Pero si yo me reuniese con ellos y me mirasen con frialdad y cuchicheasen entre sí, burlándose, para después irse marchando uno tras otro, entonces, ¿qué? ¿Se marcharía usted con ellos?

—Creo que no, señor. Me complacería más quedarme con usted.

 

—¿Para consolarme?

—Sí, señor, para consolarlo lo mejor que pudiese.

—¿Y si ellos la desaprobaran por quedarse conmigo?

—Probablemente no me enteraría de su desaprobación, y, si lo hiciera, no me importaría en absoluto.

—¿Se arriesgaría a que la criticaran por mí?

—Me arriesgaría por cualquier amigo que mereciese mi apoyo, igual que usted.

—Vuelva al salón, acérquese discretamente a Mason y susúrrele al oído que ha venido el señor Rochester y que quiere verlo. Tráigalo aquí y déjenos.

—Sí, señor.

Cumplí su mandato. Toda la compañía me miró cuando pasé entre ellos. Busqué al señor Mason, le di el recado y salí delante de él; lo acompañé a la biblioteca y me fui al piso de arriba.

Muy tarde, después de estar mucho tiempo acostada, oí cómo se iban los huéspedes a sus habitaciones. Distinguí la voz del señor Rochester, que oí decir:

—Por aquí, Mason; este es su cuarto.

Hablaba con jovialidad; el tono alegre de su voz tranquilizó mi corazón. Me dormí rápidamente.

Capítulo V

Se me había olvidado correr las cortinas, como era mi costumbre, y también bajar la persiana. En consecuencia, cuando la luna, llena y radiante (porque hacía buena noche), llegó a ocupar el espacio del cielo frente a mi ventana y se asomó a través de los cristales desnudos, me despertó su espléndida luz. Al despertarme a altas horas de la noche, abrí los ojos para contemplarla, plateada y clara como el cristal. Era bella pero muy fastuosa, así que empecé a levantarme y extendí el brazo para correr la cortina.

¡Dios mío, qué grito!

El silencio y la serenidad de la noche fueron desgarrados por un sonido salvaje, agudo y estridente, que atravesó Thornfield Hall de parte a parte.

Se detuvieron mis pulsaciones, se me congeló el corazón, se me paralizó el brazo extendido. Se desvaneció el grito y no se repitió. De hecho, la criatura que hubiera emitido tal chillido difícilmente podía repetirlo. Ni el cóndor más grande de los Andes podría emitir dos veces seguidas semejante lamento, desde su nido rodeado de nubes. El ser que hubiera producido tal sonido debía descansar antes de iterar su esfuerzo.

Procedía del tercer piso, pues lo oí encima de mí. Y encima de mí, en el cuarto que estaba sobre mi habitación, oí una lucha que, a juzgar por el ruido, debía de ser encarnizada. Una voz medio ahogada gritó:

—¡Socorro, socorro, socorro! —tres veces en rápida sucesión—. ¿No va a venir nadie? —gritó, y, a través de las vigas y la escayola, y entre los violentos golpes y pataleos, pude distinguir:

—¡Rochester, Rochester, venga, por el amor de Dios!

Se abrió la puerta de un dormitorio y alguien corrió veloz por la galería. Sonaron otras pisadas en el suelo de arriba y algo cayó: siguió el silencio.

Me eché encima algo de ropa, a pesar de los temblores que me sacudían de pies a cabeza, y salí de mi cuarto. Todos estaban despiertos: en cada habitación, se oían exclamaciones y murmullos de espanto, se abrieron las puertas una tras otra, se asomaron los huéspedes uno tras otro y se fue llenando la galería. Tanto los caballeros como las señoras se habían levantado, y preguntaban confusamente: «¿Qué ha sido?», «¿Quién está herido?», «¿Qué ha sucedido?», «¡Traigan luz!», «¿Es un incendio?», «¿Son ladrones?» y «¿Adónde huimos?». La oscuridad habría sido absoluta si no hubiera sido por la luna. Corrían de un lado a otro, formaban corros; algunos sollozaban, otros se tambaleaban: la confusión era total.

—¿Dónde diablos está Rochester? —gritó el coronel Dent—. No está en su cuarto.

—¡Aquí estoy! —sonó la respuesta—. ¡Tranquilícense todos; ya voy!

Se abrió la puerta del extremo de la galería y se aproximó el señor Rochester llevando una vela; venía del piso superior. Una de las damas corrió enseguida hacia él: era la señorita Ingram.

—¿Qué terrible suceso ha ocurrido? —dijo—. ¡Hable! díganos lo que sea enseguida.

—Pero dejen ustedes de tirar de mí, que van a estrangularme —respondió, porque las señoritas Eshton se agarraban a él; y las dos viudas, ataviadas con amplias batas blancas, se acercaban como dos barcos a toda vela.

—¡Todo está bien, todo está bien! —exclamó él—. Solo es un ensayo de Mucho ruido y pocas nueces. Señoras, apártense, o me volveré peligroso.

Realmente tenía aspecto peligroso: los oscuros ojos despedían chispas. Haciendo un esfuerzo por calmarse, añadió:

—Una criada ha tenido una pesadilla, eso es todo. Es una persona impresionable y excitable; sin duda creía que el sueño era una aparición o algo así, y le ha dado un ataque de nervios. Deben regresar todos a sus cuartos, porque no podemos atenderle hasta que todo vuelva a la normalidad. Caballeros, hagan el favor de dar ejemplo a las señoras. Señorita Ingram, estoy seguro de que sabrá imponerse a estos miedos infundados. Amy y Louise, sean ustedes como palomas, y vuelvan a sus nidos. Mesdames —a las viudas—, cogerán ustedes frío si se quedan más tiempo en esta gélida galería.

De esta manera, lisonjeando u ordenando, consiguió que todos regresasen a sus respectivos dormitorios. No esperé a que me mandase volver al mío, sino que me retiré discretamente, tal como había salido.

Pero no para acostarme. Al contrario, comencé a vestirme cuidadosamente. Es probable que solo yo hubiera oído los sonidos que siguieron al grito y las palabras pronunciadas, ya que procedieron del cuarto que estaba encima del mío; pero fueron suficientes para que supiera que no había sido la pesadilla de una criada lo que había espantado a todos, y que la explicación del señor Rochester era simplemente una mentira inventada para tranquilizar a sus huéspedes. Me vestí, por lo tanto, con el fin de estar preparada para cualquier emergencia. Una vez vestida, me quedé sentada largo rato junto a la ventana, contemplando los jardines silenciosos y los campos plateados, a la expectativa de no sabía qué. Estaba convencida de que algún suceso había de seguir al extraño grito, la lucha y la petición de socorro.

Pero no. Volvió el silencio; todos los murmullos y movimientos fueron cesando poco a poco y, una hora más tarde, Thornfield Hall estaba nuevamente tan pacífico como el desierto. Aparentemente, el sueño y la noche habían recuperado su reino. Mientras tanto, la luna menguaba, a punto de desaparecer. Como no me gustaba estar levantada con el frío y la oscuridad, decidí tumbarme, vestida como estaba, en la cama. Me alejé de la ventana y me deslicé por la alfombra, haciendo el menor ruido posible; al agacharme para quitarme los zapatos, sonaron unos golpecitos cautelosos en la puerta.

—¿Me necesitan? —pregunté.

—¿Está levantada? —inquirió la voz que deseaba oír, es decir, la de mi señor.

—Sí, señor.

—¿Y vestida?

—Sí.

—Salga, pues, en silencio.

Obedecí. El señor Rochester estaba en la galería portando una luz.

—Me hace falta —dijo—; venga por aquí. No se apresure, y no haga ruido.

Llevaba unas zapatillas livianas, que me permitían andar tan silenciosa como un gato. Él se deslizó por la galería y la escalera, deteniéndose en el oscuro pasillo del fatídico tercer piso. Lo había seguido y me hallaba a su lado.

—¿Tiene usted una esponja en su cuarto? —me preguntó susurrando.

—Sí, señor.

—¿Y tiene sales, sales aromáticas?

—Sí.

—Pues vuelva y traiga ambas cosas.

Volví, busqué la esponja en el lavabo y las sales en el cajón, y desanduve el camino una vez más. Él esperaba aún con una llave en la mano, y, acercándose a una de las pequeñas puertas negras, la introdujo en la cerradura; se paró y se dirigió nuevamente a mí:

—¿No la pondrá enferma la vista de la sangre?

—Creo que no; nunca me he visto en situación de comprobarlo.

Sentí un estremecimiento al responderle, pero no tuve sensación de frío ni de desmayo.

—Deme la mano —dijo—, no conviene arriesgarnos a sufrir un desmayo.

Deslicé mis dedos entre los suyos. «Cálidos y firmes» fue su comentario, mientras giraba la llave y abría la puerta.

Vi la habitación que recordaba haber visto antes, el día que me había enseñado la casa la señora Fairfax. Tenía muchos cortinajes, que en esos momentos estaban recogidos en un punto, revelando una puerta anteriormente oculta. Dicha puerta estaba abierta; se veía luz en la habitación del otro lado, y oí un sonido de gruñidos y forcejeos, casi como una pelea de perros. El señor Rochester, dejando la vela, me dijo:

—Espere un minuto —y pasó a la habitación interior. Su entrada fue saludada con una carcajada, al principio estridente, pero terminando con el «ja, ja» sobrenatural típico de Grace Poole. Ella se hallaba presente, pues. Él dio unas instrucciones, sin palabras, aunque oí que una voz queda se dirigía a él; salió cerrando tras de sí la puerta.

—Venga aquí, Jane —dijo, y di la vuelta a una gran cama, cuyas cortinas cerradas ocultaban gran parte de la habitación. Había una butaca cerca de la cabecera, y un hombre sentado en ella, vestido, aunque sin chaqueta; estaba inmóvil, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados. El señor Rochester acercó la vela hacia él, y reconocí el rostro pálido y aparentemente inanimado del forastero, el señor Mason. Vi también que un lado de su camisa y su brazo estaban empapados en sangre.

—Sujete la vela —dijo el señor Rochester, y la cogí. Trajo una jofaina de agua del lavabo—. Sujete esto —dijo, y obedecí. Cogió la esponja, la mojó y la pasó por el rostro cadavérico; pidió el frasco de sales, y lo acercó a la nariz del señor Mason, que, poco después, abrió los ojos y se quejó. El señor Rochester desabrochó la camisa del herido, que llevaba el brazo y el hombro vendados. Limpió con la esponja la sangre, que fluía abundante.

—¿Es grave? —murmuró el señor Mason.

—¡Bah! No, un rasguño. No decaigas, anímate. Yo mismo iré ahora a buscar al cirujano; mañana podrás marcharte, espero. Jane… —prosiguió.

—¿Señor?

—Tendré que dejarla en este cuarto con este caballero durante una hora o quizás dos; vaya quitando la sangre con la esponja, tal como hago yo; si él se siente desfallecer, acerque el vaso de agua a sus labios y las sales a su nariz. No debe hablar con él bajo ningún pretexto y, Richard, arriesgarás tu vida si hablas con ella. Abre la boca o agítate siquiera, y no respondo de las consecuencias.

Otra vez se quejó el pobre hombre; parecía no atreverse a mover un músculo; el miedo, o a la muerte o a alguna otra cosa, lo tenía casi paralizado. El señor Rochester me colocó en la mano la esponja ensangrentada, que me puse a utilizar tal como él lo había hecho. Me observó durante un segundo y salió de la habitación con las palabras: «¡Recuerde, nada de conversación!». Tuve una sensación muy extraña cuando chirrió la llave en la cerradura y fueron alejándose las pisadas.

Aquí estaba, pues, en el tercer piso, encerrada en una de sus celdas enigmáticas, rodeada por la noche y con un espectáculo sangriento ante mis ojos y encomendado a mi cuidado, apenas separada de una asesina por una simple puerta. Era espantoso; podía soportar el resto, pero temblaba ante la idea de que Grace Poole pudiera abalanzarse sobre mí.

Pero debía quedarme en mi puesto. Debía vigilar aquel semblante mortecino, aquellos labios morados sellados por una orden, aquellos ojos ora abiertos, ora cerrados, ora vagando por la habitación, ora fijándose en mí, y siempre vidriosos con una mirada de espanto. Debía sumergir la mano una y otra vez en la jofaina de sangre y agua, y limpiar la sangre que goteaba. Debía ver cómo se agotaba la luz de la vela sin despabilar que iluminaba mi tarea; debía ver oscurecerse las sombras sobre la rica tapicería antigua, y convertirse en negrura bajo las cortinas de la enorme cama vetusta, y bailar de forma extraña en los paneles de un gran bargueño, cuya parte delantera, dividida en doce hojas, llevaba, en un estilo macabro, las cabezas de los doce apóstoles, cada una enmarcada en un cajón, y, encima de ellas, un crucifijo de ébano con un Cristo moribundo.

Según se detenía aquí o allá la luz intermitente, se inclinaba la cabeza de Lucas o se mecía la larga melena de Juan, o el rostro diabólico de Judas se agigantaba y parecía cobrar vida y amenazar una revelación del mismísimo Satanás bajo la forma de su subordinado.

En medio de todo aquello, además de vigilar, tenía que estar a la escucha por si se movía la bestia salvaje o el demonio que se encontraba en su guarida tras la puerta. Pero, desde la visita del señor Rochester, parecía estar hechizada. A lo largo de la noche, solo oí tres sonidos a largos intervalos: el crujido de una pisada, la repetición momentánea del gruñido canino y un profundo lamento humano.

 

También me preocupaban mis propios pensamientos. ¿Cuál era este crimen que se había encarnado en esta mansión apartada, que el dueño era incapaz de desterrar o someter? ¿Cuál era el misterio que tomaba forma de fuego o de sangre a altas horas de la noche? ¿Qué criatura era esta que, enmascarada bajo la forma del rostro y la figura de una mujer corriente, emitía voces, unas veces de demonio burlón, otras de ave carroñera?

Y este hombre sobre el que me inclinaba, este forastero tranquilo y vulgar, ¿cómo se había visto envuelto en esta red de horrores? ¿Por qué lo había atacado la Furia? ¿Qué motivo lo había llevado a esta parte de la casa a horas intempestivas, cuando debía estar durmiendo en su cama? Yo había oído al señor Rochester asignarle una habitación en el piso de abajo; ¿qué buscaba aquí? ¿Y por qué se mostraba tan ecuánime después de la violencia infligida? ¿Por qué se sometía tan serenamente al silencio impuesto por el señor Rochester? ¿Por qué impuso el señor Rochester este encubrimiento? Habían agraviado a su invitado, antes lo habían atacado a él mismo de manera atroz, y en ambas ocasiones había encubierto los ataques para enterrarlos en el olvido. Por último, me di cuenta de que el señor Mason estaba completamente sometido al señor Rochester, y de que la voluntad impetuosa de este dominaba la inercia de aquel; las pocas palabras que mediaron entre ambos me convencieron de este hecho. Era evidente que en su relación anterior, la disposición pasiva de aquel había estado habitualmente bajo la influencia enérgica de este. ¿De dónde procedía la consternación del señor Rochester cuando se enteró de la llegada del señor Mason? ¿Por qué el solo nombre de este ser irresoluto, a quien una palabra suya controlaba como a un niño, lo había dejado tan afectado como un roble partido por un rayo?

No podía olvidar su expresión y su palidez cuando susurró: «Jane, es un golpe, es un golpe, Jane». No podía olvidar cómo temblaba el brazo que apoyó sobre mi hombro. No era cosa sin importancia lo que hacía tambalear el espíritu fuerte y el cuerpo vigoroso de Fairfax Rochester.

«¿Cuándo vendrá? ¿Cuándo vendrá?» gritaba para mis adentros mientras se iba alargando la noche, mientras se quejaba el paciente y se iba debilitando por la pérdida de sangre. Pero no llegaban ni el día ni el auxilio. Una y otra vez acerqué el vaso de agua a los labios exangües de Mason; una y otra vez, le ofrecí las sales estimulantes. Mis esfuerzos parecían vanos: sus fuerzas declinaban rápidamente debido al sufrimiento físico o moral, o la pérdida de sangre, o las tres cosas juntas. Gemía de tal modo y tenía un aspecto tan débil, agitado y perdido, que temía que fuera a morir, ¡y ni siquiera me era permitido hablarle!

La vela, agotada por fin, se consumió; al apagarse, noté jirones de luz grisácea en torno a las cortinas de la ventana: se aproximaba el alba. Poco tiempo después, oí ladrar a Pilot allá abajo en la perrera del patio: renacieron las esperanzas. Y no sin motivos, pues, al cabo de cinco minutos, me advirtió el chirrido de la llave que mi vigilia tocaba a su fin. No debió de durar más de dos horas; muchas semanas se me han hecho más cortas.

Entró el señor Rochester, seguido por el cirujano que había ido a buscar.

—Bien, Carter, atiéndame —dijo a este—. Le doy solo media hora para curar la herida, vendarla y bajar al paciente.

—Pero ¿está en condiciones de moverse, señor?

—Sin duda alguna; no es nada grave; está nervioso y hay que animarlo. Venga, póngase a trabajar.

El señor Rochester retiró la pesada cortina y subió la persiana de lienzo para dejar entrar toda la luz posible; me sorprendió y alegró ver lo avanzado que estaba el día y vislumbrar los rayos rosados que empezaban a iluminar el este. Luego se acercó a Mason, a quien ya atendía el cirujano.

—Bien, amigo, ¿cómo te encuentras? —preguntó.

—Ella ha acabado conmigo, me temo —fue la débil respuesta.

—¡Nada de eso! ¡Valor! De aquí a quince días estarás como nuevo; has perdido un poco de sangre, eso es todo. Carter, convénzalo de que no está en peligro.

—Puedo hacerlo en conciencia —dijo Carter, que ya había quitado las vendas—. Solo quisiera haber venido antes; no habría perdido tanta sangre. ¿Pero qué es esto? La piel del hombro está desgarrada, además de cortada. Esta herida no ha sido infligida por un cuchillo, sino por unos dientes.

—Me mordió —murmuró—. Me atacó como una tigresa cuando Rochester le quitó el cuchillo.

—No debiste dejarla; debiste forcejear con ella desde el principio —dijo el señor Rochester.

—¿Pero qué se podía hacer, en las circunstancias? —respondió Mason—. ¡Oh, fue espantoso! —añadió con un escalofrío—. Y no lo esperaba: parecía tan tranquila al principio.

—Te lo advertí —fue la respuesta de su amigo—. Te dije que estuvieras en guardia cuando te acercaras a ella. Además, podías haber esperado hasta mañana para que yo estuviera contigo; ha sido una tontería intentar entrevistarte con ella esta noche, y solo.

—Pensé que le vendría bien.

—¡Pensaste, pensaste! ¡Me saca de quicio oírte! Pero has sufrido, y sufrirás bastante más, por desoír mis consejos, así que no diré nada más. Carter, ¡dese prisa! El sol saldrá pronto, y quiero que se marche.

—Enseguida, señor; ya está vendado el hombro. Debo atender a esta otra herida del brazo; lo ha mordido aquí también, me parece.

—Me chupó la sangre. Dijo que me iba a desangrar —dijo Mason.

Vi estremecerse al señor Rochester; una expresión de asco, horror y odio distorsionó su semblante, pero solo dijo:

—Venga, calla ya, Richard, y olvídate de sus desvaríos. No los repitas.

—¡Ojalá pudiera olvidarlo! —fue la respuesta.

—Lo olvidarás en cuanto te vayas del país; cuando regreses a Puerto España, puedes pensar en ella como en alguien muerto y enterrado, o mejor, no pienses en ella en absoluto.

—Será imposible olvidar esta noche.

—No será imposible. Sé fuerte, hombre. Hace dos horas, creías estar más muerto que vivo, y estás vivo y coleando. ¡Ya esta! Carter ha acabado, o casi. Yo te pondré en condiciones en un momento. Jane —se volvió hacia mí por primera vez desde su regreso—, tome esta llave, baje a mi cuarto y entre en mi camarín; abra el cajón de arriba del armario y saque una camisa limpia y un pañuelo de cuello; tráigalos aquí, y ¡dese prisa!

Me marché, acudí al armario que había mencionado, busqué los artículos que había pedido y regresé con ellos.

—Ahora —dijo—, vaya al otro lado de la cama mientras yo lo aseo, pero no abandone la habitación; puede que nos haga falta de nuevo.

Hice lo que me indicó.

—¿Había alguien levantado cuando ha bajado, Jane? —preguntó el señor Rochester un poco más tarde.

—No, señor; todo estaba en silencio.

—Conseguiremos que te marches sigilosamente, Dick; será lo mejor, tanto para ti como para aquella pobre criatura de allá. He luchado mucho tiempo para guardar el secreto, y no me gustaría que se descubriese ahora. Venga, Carter, ayúdelo a ponerse el chaleco. ¿Dónde has dejado la capa de piel? No puedes viajar ni una milla sin ella en este maldito clima frío, lo sé. ¿En tu cuarto? Jane, vaya corriendo al cuarto del señor Mason, el que está junto al mío, y traiga una capa que encontrará allí.

Otra vez me fui y otra vez volví, llevando un manto enorme, forrado y ribeteado de piel.

—Tengo otro recado para usted —dijo mi infatigable amo—; debe ir nuevamente a mi habitación. ¡Menos mal que va calzada con terciopelo, Jane! Un mensajero ruidoso sería un compromiso ahora. Debe usted abrir el cajón central del tocador y extraer un frasquito y un vaso que verá allí; ¡deprisa, Jane!

Fui volando a traer los recipientes solicitados.

—¡Muy bien! Ahora, doctor, me tomaré la libertad de administrarle una dosis yo mismo, bajo mi propia responsabilidad. Compré este jarabe en Roma, a un charlatán italiano, un individuo que usted despreciaría, Carter. No es para utilizarlo indiscriminadamente, pero va bien en una ocasión como esta. Jane, un poco de agua.