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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Aún no he dicho nada para condenar al señor Rochester por pretender casarse por interés y conexiones. Me sorprendió cuando me di cuenta por primera vez de que esa era su intención. No me había parecido un hombre fácil de influenciar por asuntos vulgares a la hora de elegir esposa, pero cuanto más consideraba la posición, educación y circunstancias de las personas en cuestión, menos justificada me sentía al juzgarlos y culparlos a él o a la señorita Ingram por actuar de acuerdo con las ideas y principios que les habían sido infundidos desde la niñez. Toda su clase sostenía dichos principios; supuse que tenían motivos para sostenerlos, que yo era incapaz de comprender. Yo creía que, si yo fuera un caballero como él, solo tomaría por esposa a alguien a quien pudiera amar: pero lo evidente de las ventajas para la felicidad del marido que este plan ofrecía, me convenció de que debían de existir argumentos en contra de adoptarlo que yo ignoraba totalmente. De lo contrario, estaba segura de que todo el mundo actuaría como yo lo hubiera hecho.



Pero, en otros puntos, además de este, me estaba volviendo muy indulgente con mi amo: me estaba olvidando de todos sus defectos, que antes vigilaba de cerca. Anteriormente acostumbraba a estudiar todos los aspectos de su carácter, a tomar lo malo con lo bueno y sopesarlo imparcialmente para formar un juicio justo. Ahora no veía lo malo. El sarcasmo que antaño me repeliera, la brusquedad que una vez me asustara eran como los condimentos de un plato exquisito: su presencia lo hacía picante, pero su ausencia lo habría hecho insípido. Y, en cuanto a ese algo vago, —¿era una expresión siniestra o triste, intrigante o desalentada?— que se revelaba al observador alerta de vez en cuando, para desaparecer de nuevo antes de poder comprender la extraña profundidad vista a medias; ese algo que me asustaba y espantaba, como si hubiera estado vagando entre colinas volcánicas y, de repente, hubiera sentido temblar el suelo y hubiera visto abrirse un abismo; yo, a intervalos, veía todavía ese algo, con el corazón palpitante, pero con los nervios tranquilos. En vez de querer rehuirlo, quería atreverme a adivinarlo, y consideraba afortunada a la señorita Ingram por poder mirar tranquilamente el abismo algún día, explorar sus secretos y analizar su naturaleza.



Mientras tanto, aunque yo pensaba solo en mi amo y su futura esposa, solo los veía a ellos, solo escuchaba las conversaciones de ellos y daba importancia solo a los movimientos de ellos, el resto del grupo estaba dedicado a sus propios intereses y aficiones. Lady Lynn y lady Ingram seguían confabulándose solemnemente, moviendo intencionadamente sendos turbantes, alzando sus cuatro manos en gestos paralelos de sorpresa, misterio u horror, según el tema de sus chismorreos, como un par de marionetas gigantes. La dulce señora Dent conversaba con la bondadosa señora Eshton, y ambas me dedicaban, en ocasiones, una palabra cortés o una sonrisa amable. Sir George Lynn, el coronel Dent y el señor Eshton hablaban de política, de asuntos del condado o de cuestiones de la justicia. Lord Ingram coqueteaba con Amy Eshton; Louisa tocaba y cantaba con uno de los jóvenes Lynn, mientras Mary Ingram escuchaba, lánguida, los galanteos del otro. A veces, todos, como de común acuerdo, suspendían sus actuaciones secundarias para observar y escuchar a los actores principales. Después de todo, el señor Rochester y, por su proximidad con él, la señorita Ingram, eran el alma de la reunión. Si él se ausentaba una hora de la habitación, un aire perceptible de aburrimiento parecía adueñarse del espíritu de sus huéspedes; su regreso invariablemente confería un nuevo impulso a la vivacidad de la conversación.



La falta de su influencia animadora se hizo notar especialmente un día que lo habían llamado a Millcote para atender unos asuntos, y no se esperaba su regreso hasta tarde. Era una tarde lluviosa, por lo que se aplazó el paseo que iban a dar los invitados a un campamento de gitanos, recientemente instalado en un ejido al otro lado de Hay. Algunos de los caballeros habían ido a los establos, y los más jóvenes jugaban al billar en la sala de billar con las damas jóvenes. Las viudas Ingram y Lynn se distraían jugando tranquilamente a las cartas. Blanche Ingram, habiendo rechazado con taciturnidad desdeñosa unos intentos por parte de las señoras Eshton y Dent de entablar conversación con ella, primero canturreaba unas melodías sentimentales al piano y, después, trajo una novela de la biblioteca y se tumbó apáticamente en un sofá, dispuesta a llenar con el hechizo de la ficción las tediosas horas de ausencia. Tanto la habitación como la casa estaban silenciosas; solo se oían de cuando en cuando las risas de los jugadores de billar.



Se acercaba el crepúsculo, el reloj ya había señalado la hora de arreglarse para la cena, cuando exclamó la pequeña Adèle, que estaba arrodillada junto a mí en el alféizar de la ventana del salón:



Voilà monsieur Rochester, qui revient!

.



Yo me giré y la señorita Ingram se levantó apresuradamente de su sofá; las demás también levantaron la vista de sus varias ocupaciones, pues, al mismo tiempo, se oyeron el crujir de ruedas y el ruido de las salpicaduras de los cascos de caballos sobre la gravilla mojada. Se acercaba una silla de posta.



—¿Cómo se le ocurre volver de esta manera? —dijo la señorita Ingram—. Se marchó montando a

Mesrour

, el caballo negro, ¿no es verdad? Y llevaba a

Pilot

 con él. ¿Qué habrá hecho con los animales?



Al decir esto, aproximó tanto a la ventana su alta persona y su amplia ropa que me vi obligada a echarme hacia atrás casi hasta el punto de romperme la espalda. Al principio, en su impaciencia, no se dio cuenta de que yo estaba allí, pero, cuando me vio, se fue a otra ventana con una mueca de desagrado. Se detuvo la silla de posta y se apeó un caballero vestido de viaje. No era el señor Rochester, sino un hombre alto y elegante, un extraño.



—¡Qué provocación! —exclamó la señorita Ingram— ¡niña impertinente! —apostrofando a Adèle—. ¿Quién te manda colocarte en la ventana para darnos falsas noticias? —y a mí me lanzó una mirada airada, como si yo tuviera la culpa.



Se oyó hablar a alguien en el vestíbulo y enseguida entró el recién llegado. Hizo una reverencia ante la señorita Ingram, probablemente porque la consideraba la mayor de las damas presentes.



—Parece que vengo en un momento inoportuno, señora —dijo—, puesto que está fuera mi amigo, el señor Rochester, pero acabo de hacer un largo viaje y creo que puedo tomarme la libertad que confiere una amistad dilatada e íntima de instalarme aquí a esperar su regreso.



Sus modales eran corteses y su acento al hablar se me antojó algo peculiar, no extranjero exactamente, pero tampoco del todo inglés; su edad era aproximadamente la del señor Rochester, entre treinta y cuarenta años. Tenía la tez especialmente cetrina, pero por lo demás era un hombre bien parecido, por lo menos, a primera vista. Al observarlo más detenidamente, se detectaba en su rostro algo desagradable, o mejor dicho, algo que no terminaba de agradar. Tenía los rasgos regulares, pero demasiado relajados; los ojos eran grandes y bien trazados, pero su mirada delataba una vida aburrida y hueca, o, por lo menos, así me lo parecía a mí.



El sonido de la campana de aviso para arreglarse dispersó el grupo. No fue hasta después de cenar que lo volví a ver, y parecía encontrarse a sus anchas. Sin embargo, su fisonomía me gustó aún menos que antes: me dio la impresión de ser, al mismo tiempo, inquieto y apático. Sus ojos vagaban sin sentido, lo que le daba un aspecto peculiar como nunca antes había visto. Para ser un hombre guapo y no desagradable de aspecto, me repugnaba muchísimo: no había fuerza en aquel rostro ovalado y barbilampiño, ni firmeza en aquella nariz aguileña ni en la pequeña boca bien dibujada; no había pensamientos en aquella frente baja y lisa; no había autoridad en aquellos ojos pardos e inexpresivos.



Sentada en mi rincón acostumbrado, observándolo a la luz de los candelabros de la repisa de la chimenea —que le daba de lleno, ya que él se encontraba sentado en un sillón junto al fuego, al que se acercaba cada vez más como si tuviera frío—, lo comparé con el señor Rochester. Creo, y lo digo con deferencia, que no podía ser mayor el contraste entre un ganso lustroso y un fiero halcón, o entre una oveja mansa y un perro de pelambre desgreñada y mirada alerta, su guardián.



Había hablado del señor Rochester como un viejo amigo. Amistad curiosa debía de ser, una ilustración aguda del refrán que dice: «los extremos se tocan».



Estaban sentados cerca de él dos o tres de los caballeros y, a ratos, me llegaban retazos de su conversación a través de la habitación. Al principio, no comprendía muy bien lo que oía, puesto que se interponía la conversación entre Louisa Eshton y Mary Ingram, sentadas más cerca de mí, en las frases fragmentadas que me llegaban a intervalos. Estas hablaban del forastero, y ambas lo llamaban «un hombre hermoso». Louisa dijo que era «un amor de hombre» y que «lo adoraba» y Mary pronunció el epítome del encanto su «boquita preciosa y bonita nariz».



—¡Y qué frente más pacífica! —exclamó Louisa—, tan lisa, sin ese ceño fruncido que me desagrada tanto, y ¡qué ojos y qué sonrisa más plácidos!



Entonces, para gran alivio mío, las reclamó el señor Henry Lynn al otro lado de la habitación, para aclarar algún punto sobre la excursión aplazada al ejido de Hay.



Otra vez podía concentrar toda mi atención en el grupo que estaba junto a la chimenea, y colegí que el recién llegado se llamaba señor Mason; después me enteré de que acababa de llegar a Inglaterra y de que era de otro país, lo que sin duda explicaba su tez tan morena y el motivo de que se sentara tan cerca del fuego y llevara abrigo dentro de la casa. Poco después, las palabras Jamaica, Kingston y Puerto España indicaban que residía en las Antillas, y no me sorprendió saber, unos minutos más tarde, que fue allí donde vio por primera vez y trabó conocimiento con el señor Rochester. Habló de lo poco que gustaban a su amigo los calores abrasadores, los huracanes y las estaciones de las lluvias de esa región. Yo sabía que el señor Rochester había viajado, porque me lo había contado la señora Fairfax, pero creía que se había limitado, en sus vagabundeos, al continente europeo; hasta ahora, no había oído hablar de sus visitas a paraderos más lejanos.

 



Estaba meditando estas cosas cuando un incidente algo inesperado vino a romper el hilo de mis reflexiones. El señor Mason, tiritando cuando alguien abrió la puerta, pidió que pusieran más carbón en el fuego, que había agotado las llamas a pesar de que quedaban muchas brasas rojas, que aún despedían calor. El lacayo que trajo el carbón se detuvo, al salir, junto al sillón del señor Eshton y le dijo algo en voz queda, de lo que acerté a oír solo las palabras «anciana» y «bastante difícil».



—Dígale que la mandaré meter en la picota si no se marcha de aquí —respondió el magistrado.



—¡No, espere! —interpuso el coronel Dent—. No la eche usted, Eshton, podemos aprovechar la ocasión: más vale consultar a las señoras. —Y en voz alta continuó—: Señoras, hablaban ustedes de ir al ejido de Hay a visitar el campamento gitano. Sam dice que se encuentra en la sala de los criados en estos momentos una vieja gitana, que insiste en que la traigan ante la «flor y nata», para predecir el futuro. ¿Quieren ustedes verla?



—No me diga, coronel —exclamó lady Ingram— que usted va a alentar a semejante impostora. ¡Que la echen enseguida, por supuesto!



—Pero no puedo convencerla de que se vaya, señora —dijo el lacayo—, ni los demás criados tampoco. Ahora mismo la señora Fairfax está con ella rogándole que se marche, pero se ha instalado en una silla junto a la chimenea y dice que nada puede arrancarla de allí hasta que se le permita entrar aquí.



—¿Y qué quiere? —preguntó la señora Eshton.



—«Predecir el futuro a los nobles», dice, señora; y jura que ha de hacerlo y que lo hará.



—¿Cómo es? —preguntaron al unísono las dos señoritas Eshton.



—Una criatura horriblemente fea y vieja, señorita, casi tan negra como un tizón.



—¡Pues será una verdadera bruja! —exclamó Frederick Lynn—. ¡Que pase inmediatamente!



—Desde luego —añadió su hermano—, sería una verdadera lástima perdernos semejante ocasión de divertirnos.



—Queridos muchachos, ¿en qué estáis pensando? —exclamó lady Lynn.



—Es absolutamente impensable aprobar un comportamiento tan irregular —interpuso la viuda Ingram.



—Anda, mamá, puedes y debes aprobarlo —pronunció la voz arrogante de Blanche, que se giró en el taburete del piano, donde, hasta ahora, se había quedado callada, aparentemente examinando algunas partituras—. Tengo curiosidad por oír mi futuro. Sam, dígale a la vieja bruja que venga.



—¡Queridísima Blanche! Acuérdate…



—Me acuerdo de todo lo que puedes decir, pero debo salirme con la mía. ¡Rápido, Sam!



—¡Sí, sí! —gritaron todos los jóvenes, tanto las señoritas como los caballeros—. ¡Que venga! será muy divertido.



Todavía dudaba el lacayo.



—Parece algo tosca —dijo.



—¡Vaya! —exclamó la señorita Ingram, y el hombre se fue.



Todo el grupo fue presa de la emoción. Siguió un fuego cruzado de bromas y chanzas hasta que regresó Sam.



—Ahora no quiere venir —dijo—. Dice que no es su misión presentarse ante el «rebaño vulgar», esas son palabras suyas. Debo conducirla a un cuarto donde esté ella sola, y los que quieran consultarla deben acudir de uno en uno.



—¿Lo ves, Blanche, reina mía? —empezó lady Ingram—, abusa. Acepta mi consejo, ángel mío, y…



—Condúzcala a la biblioteca, por supuesto —interrumpió el «ángel»—. Tampoco es misión mía escucharla ante el «rebaño vulgar». ¿Hay fuego en la biblioteca?



—Sí, señorita, pero ella tiene tan mal aspecto…



—¡Déjese de charlas, zoquete, y obedézcame!



Otra vez se marchó Sam y se reanudaron con más fuerza el misterio, la animación y las expectativas.



—Ya está preparada —dijo el lacayo, al aparecer de nuevo—. Quiere saber quién va a ser su primera visita.



—Creo que debo ir a echarle un vistazo antes de entrar las damas —dijo el coronel Dent—. Dígale, Sam, que va a ir un caballero.



Sam se fue y volvió.



—Dice, señor, que no recibirá a ningún caballero; que no se molesten en acercarse a ella. Tampoco —añadió, reprimiendo con dificultad una risita— a las señoras, con excepción de las jóvenes solteras.



—¡Por Júpiter, tiene buen gusto! —exclamó Henry Lynn.



La señorita Ingram se levantó muy solemne:



—Voy yo la primera —dijo, en un tono que hubiera sido adecuado para el caudillo de un ejército vencido al abrir una brecha en la vanguardia de sus soldados.



—¡Oh, mi bien, queridísima mía! ¡Piénsatelo, reflexiona! —fue el grito de su madre; pero pasó de largo en silencio majestuoso, salió por la puerta que mantenía abierta el coronel Dent, y la oímos entrar en la biblioteca.



Siguió un silencio relativo. Lady Ingram pensaba que era

le cas

 retorcerse las manos, lo que procedió a hacer. La señorita Mary declaró que creía que ella, por su parte, no se atrevería a ir. Amy y Louisa Eshton se rieron entre dientes y parecían asustadas.



Pasaron lentamente los minutos; transcurrieron quince antes de que volviera a abrirse la puerta de la biblioteca. La señorita Ingram regresó a través del arco.



¿Iba a reírse? ¿Lo tomaría a broma? Todos los ojos se dirigieron hacia ella con franca curiosidad, y ella devolvió sus miradas con otra de repulsa y frialdad; no tenía aspecto ni perturbado ni alegre; se acercó rígidamente a su sillón y se sentó en silencio.



—¿Y bien, Blanche? —preguntó lord Ingram.



—¿Qué ha dicho, hermana? —preguntó Mary.



—¿Qué le ha parecido? ¿Cómo se siente? ¿Es adivina de verdad? —inquirieron las señoritas Eshton.



—¡Calma, buena gente! —contestó la señorita Ingram— no me abrumen. Es realmente fácil excitar su capacidad para el asombro y la credulidad. Todos, incluida mi querida madre, por la importancia que conceden a este asunto, parecen ser de la opinión de que tenemos bajo nuestro techo a una auténtica bruja, aliada del mismísimo Satanás. He estado con una gitana errante, que ha ejercitado a la manera acostumbrada la ciencia de la quiromancia, y me ha dicho lo que estas personas suelen decir. He satisfecho mi capricho, y pienso que convendría que el señor Eshton pusiera a la arpía en la picota, tal como ha amenazado.



La señorita Ingram cogió un libro y se acomodó en el sillón, dando a entender que renunciaba a seguir la conversación. La estuve observando durante casi media hora: en todo ese tiempo, no volvió ni una vez la página, y su semblante se tornaba por momentos más sombrío e insatisfecho, delatando una amarga decepción. Era evidente que lo que había oído no la había favorecido, y a mí me pareció, por su arrebato de mal humor y taciturnidad, que a pesar de su pretendida indiferencia, ella misma le daba una importancia excesiva a las revelaciones que le habían hecho.



Mientras tanto, Mary Ingram, Amy y Louisa Eshton declararon que no se atrevían a entrar solas; sin embargo, todas querían ir. Se iniciaron unas negociaciones por medio del embajador, Sam; y tras muchas idas y venidas, hasta que, pienso, las pantorrillas debían de dolerle de tanto ejercicio, por fin, con gran dificultad, este consiguió que la sibila consintiera en recibir a las tres a la vez.



Su visita no fue tan discreta como la de la señorita Ingram: oímos risas y gritos histéricos procedentes de la biblioteca y, al cabo de unos veinte minutos, salieron atropelladamente por la puerta y llegaron corriendo por el vestíbulo como si estuvieran muertas de miedo.



—¡Estoy segura de que es algo sobrenatural! —gritaron todas—. ¡Qué cosas nos ha contado! ¡Lo sabe todo de nosotras! —y cayeron sin aliento en las sillas que les acercaron los caballeros apresuradamente.



Cuando los demás exigieron saber más detalles, declararon que les había dicho cosas que habían hecho y dicho cuando eran unas niñas, que había descrito libros y adornos que tenían en los camarines de sus casas: recuerdos regalados por diversos familiares. Afirmaron que incluso había adivinado sus pensamientos, y que había susurrado al oído de cada una el nombre de la persona que más le gustaba en el mundo y les había dicho lo que más deseaban.



En este punto, los caballeros insistieron en saber más pormenores de estas últimas cuestiones; pero solo consiguieron sonrojos, exclamaciones, temblores y risitas a cambio de su pertinacia. Las matronas, mientras tanto, ofrecían frasquitos de sales, blandían abanicos y reiteraban su enojo porque las jóvenes hubieran hecho caso omiso de sus advertencias. Los caballeros mayores se reían y los jóvenes ofrecían sus servicios a las bellas trastornadas.



En medio del tumulto, mientras tenía ocupados todos los sentidos en el cuadro que se representaba ante mí, oí una tosecilla a mi lado; me giré y vi a Sam.



—Por favor, señorita, la gitana dice que hay otra joven soltera en la habitación, que no ha ido a visitarla, y jura que no se marchará sin verlas a todas. He pensado que debía referirse a usted, puesto que no hay nadie más. ¿Qué le digo?



—Por supuesto que iré —contesté, contenta de tener la oportunidad inesperada de satisfacer mi curiosidad encendida. Me deslicé de la habitación sin que me viera nadie, pues todos estaban apiñados en torno al trío de recién llegadas, y cerré silenciosamente la puerta a mis espaldas.



—Si usted quiere, señorita —dijo Sam—, la esperaré en el vestíbulo. Si la asusta, me llama usted y entraré.



—No, Sam, vuelva usted a la cocina; no estoy asustada en absoluto. —Y era verdad; pero estaba nerviosa y sentía mucha curiosidad.





Capítulo IV



La biblioteca tenía un aspecto bastante tranquilo cuando entré, y la sibila, si es que era tal, estaba cómodamente sentada en una butaca junto a la chimenea. Llevaba una capa roja y un sombrero de gitana negro de ala ancha, atado bajo la barbilla con un pañuelo a rayas. Había una vela apagada encima de la mesa. Estaba inclinada sobre el fuego y parecía leer en un pequeño libro negro, como un devocionario, a la luz de las llamas; murmuraba las palabras para sí mientras leía, a la manera de muchas ancianas, y no dejó de hacerlo, de manera inmediata, cuando entré; era como si quisiera acabar el párrafo.



Me quedé de pie en la alfombra calentándome las manos, algo frías por haber estado tan lejos del fuego del salón. No había nada inquietante en el aspecto de la gitana. Cerró el libro y levantó lentamente la vista; el ala del sombrero tapaba parcialmente su rostro, pero pude ver, cuando lo levantó, que era un rostro extraño. Era todo moreno y negro: greñas elfinas se asomaban bajo una banda blanca que pasaba por debajo de su barbilla, medio tapando las mejillas, o, mejor dicho, quijadas; me miró enseguida, con una mirada insolente y directa.



—¿Conque quiere que le prediga el futuro? —dijo, con una voz tan decidida como su mirada, y tan tosca como sus facciones.



—No me importa, abuela; haga lo que quiera. Pero debo advertirle que no tengo fe.



—No me sorprende que me diga eso; esperaba tal insolencia de usted; lo he notado en su pisada cuando ha cruzado el umbral.



—¿Lo ha notado? Es usted aguda de oído.



—Sí, y aguda de vista, y también de mente.



—Necesita usted de todo ello en su profesión.



—Es verdad; especialmente cuando me las veo con clientes como usted. ¿Por qué no tiembla?



—Porque no tengo frío.



—¿Por qué no está pálida?



—Porque no estoy enferma.



—¿Por qué no consulta mis artes?



—Porque no soy tonta.



La vieja bruja se rio para sí bajo el sombrero y la venda, y, sacando una pipa corta y negra, la encendió y comenzó a fumarla. Habiéndose entregado un rato a esta ocupación sedante, enderezó el cuerpo encorvado, se sacó la pipa de los labios y dijo silabeando, mientras miraba fijamente el fuego:



—Tiene usted frío, está usted enferma y es tonta.



—Demuéstrelo —repliqué.



—Lo haré con pocas palabras. Tiene frío porque se encuentra sola; no hay contacto que despierte el fuego que tiene dentro. Está enferma, porque está privada de los sentimientos más elevados y dulces que puede conocer el ser humano. Es tonta, porque, aunque sufre, no pide ayuda ni da un solo paso para acercarse adonde esta la espera.

 



Volvió a colocarse la pipa corta y negra entre los labios y siguió fumando con vigor.



—Podría decir eso a casi cualquiera que supiera usted que vive solo como empleado en una gran casa.



—Podría decirlo a casi cualquiera; pero ¿sería cierto de cualquiera?



—Cualquiera en mis circunstancias.



—Exactamente: en

sus

 circunstancias. Encuéntreme a otro situado precisamente como usted.



—Se los podría encontrar a miles.



—No podría encontrar ni a uno. Aunque no lo sepa, está en una situación peculiar: muy cerca de la felicidad, sí; está a su alcance. Todos los materiales están preparados y hace falta solo un movimiento para combinarlos. La suerte los ha dejado un poco alejados entre sí; que se junten, y el resultado será el éxtasis.



—No entiendo los enigmas. En mi vida he podido resolver una adivinanza.



—Si quiere que hable más claramente, muéstreme la palma de su mano.



—Y debo cruzarla con una moneda de plata, supongo.



—Desde luego.



Le di un chelín que guardó en un viejo calcetín que sacó del bolsillo, lo ató y lo devolvió a su sitio, y me dijo que extendiera la mano. Así lo hice. Acercó su cara a mi palma y la estudió sin tocarla.



—Es demasiado suave —dijo—. No saco nada en claro de una mano así, casi sin líneas. Además, ¿qué puede haber en una palma? El destino no está escrito allí.



—Le creo —dije.



—No —continuó—, está en la cara, en la frente, alrededor de los ojos, en los mismos ojos, en la forma de la boca. Arrodíllese y levante la cabeza.



—Ahora se acerca usted a la realidad —dije, obedeciéndole—. Pronto empezaré a tener fe en usted.



Me arrodillé a media yarda de ella. Atizó el fuego, haciendo salir una llamarada de luz del carbón removido; sin embargo, el brillo ensombreció aún más su cara, mientras que iluminó la mía.



—Me pregunto cuáles eran sus sentimientos cuando ha venido a mí esta noche —dijo, tras examinarme un rato—. Me pregunto qué pensamientos ocupan su corazón durante todas las horas que pasa sentada en aquella habitación con la gente importante revoloteando ante usted como formas de una linterna mágica, con tan poco entendimiento entre ellos y usted como si fueran realmente sombras con forma humana, y no verdaderos seres humanos.



—Algunas veces me siento cansada, otras veces somnolienta, pero rara vez triste.



—Entonces tiene alguna esperanza secreta que la sostiene y la alienta con sugerencias sobre el futuro.



—No la tengo. Lo que más anhelo es ahorrar bastante dinero de mi salario para establecer algún día una escuela en una casa alquilada por mí.



—Es un sustento pobre para alimentar el espíritu; y sentada allí en el poyo, ya ve usted que conozco sus costumbres…



—Se lo han contado los criados.



—¡Ajá! Se cree muy lista. Bueno, puede que sí. A decir verdad tengo amistad con una de ellas: la señora Poole.



Me levanté sobresaltada al oír su nombre.



«Conque sí —pensé—, ¡hay algo diabólico en este asunto después de todo!».



—No se alarme —prosiguió el extraño ser—; es de fiar, la señora Poole, discreta y callada; cualquier persona puede confiar en ella. Pero, como decía, sentada en aquel poyo, ¿no piensa usted en nada más que su escuela? ¿No hay ninguno de los que ocupan los sofás y sillones que le interese? ¿No hay un rostro que estudia? ¿Una figura cuyos movimientos sigue usted, por lo menos, con curiosidad?



—Me gusta observar todos los rostros y todas las figuras.



—¿Y nunca se dedica especialmente a uno, o quizás a dos?



—Con frecuencia, cuando los gestos o miradas de una pareja tienen una historia que contar; me divierte observarlos.



—¿Qué historia es la que más le gusta oír?



—Oh, no hay mucha variedad. Suelen tratar del mismo tema, los galanteos, que prometen acabar en el mismo descalabro: el matrimonio.



—¿Y le gusta ese tema monótono?



—Realmente no me interesa en absoluto; no es nada para mí.



—¿Nada para usted? Cuando una dama joven, llena de vida y salud, encantadora, bella y dotada con los dones del rango y la fortuna, se sienta y sonríe al caballero que usted…



—Que yo, ¿qué?



—Que conoce y, tal vez, aprecia.



—No conozco a los caballeros que hay aquí. Apenas he intercambiado una sílaba con ninguno de ellos; y, en cuanto a apreciarlos, considero a algunos respetables, elegantes y de mediana edad, y a otros jóvenes, galantes, guapos y vivarachos; pero, desde luego, pueden ser los destinatarios de las sonrisas de quien quieran sin que yo me sienta de alguna forma implicada.



—¿No conoce usted a los caballeros que hay aquí? ¿No ha intercambiado una sílaba con ninguna de ellos? ¿Dice lo mismo del señor de la casa?



—Él no está en casa.



—¡Comentario profundo! ¡Evasiva ingeniosa! Se ha marchado a Millcote esta mañana y regresará esta noche o mañana. ¿Esta circunstancia lo excluye de su lista de conocidos? ¿Lo borra del mapa, como si nunca hubiera existido?



—No, pero me cuesta comprender qué tiene que ver el señor Rochester con el tema del que hablaba usted.



—Hablaba de las señoras que les sonríen a los caballeros; y, últimamente, los ojos del señor Rochester se han colmado de tantas sonrisas que se desbordan como una taza demasiado llena. ¿No se ha fijado nunca?



—El señor Rochester tiene derecho a disfrutar de la compañía de sus huéspedes.



—Su derecho es innegable. Pero ¿se ha fijado en que, de todas las historias de matrimonio que se cuentan aquí, el señor Rochester ha sido quien más enérgica y constantemente ha sido favorecido?



—El interés del que oye alienta la lengua del que habla —dije esto más para mí que para la gitana, cuyas palabras, voz y modales extraños me habían envuelto en una especie de ensoñación. Salía de sus labios una frase inesperada tras otra, hasta rodearme con una telaraña de confusión. Me preguntaba qué espíritu invisible se sentaba, desde hacía semanas, junto a mi corazón, vigilando su funcionamiento y anotando sus pulsaciones.



—¡El interés del que oye! —repitió— sí, el señor Rochester se ha quedado durante horas con el oído pegado a los labios encantadores que se deleitaban con su tarea de comunicar; y el señor Rochester estaba muy dispuesto a recibir, y agradecía mucho el pasatiempo, ¿se ha fijado?



—¡Agradecer! No recuerdo haber descubierto gratitud en su mirada.



—¡Descubierto! Entonces, lo ha analizado. ¿Y qué ha descubierto, si no era gratitud?



No dije nada.



—Ha visto usted amor, ¿verdad? Y, anticipándose, lo ha visto ya casado, y a su novia feliz.



—¡Mmn! No exactamente. Sus artes de bruja le fallan a veces.



—¿Qué diablos ha visto, entonces?



—No importa. He venido a preguntar, no a confesar. ¿Se sabe que se va a casar el señor Rochester?



—Sí, con la bella señorita Ingram.



—¿Pronto?



—Las apariencias parecen llevar a esa conclusión. Y, sin duda, aunque usted, con una audacia que merece castigo, parece dudarlo, será una pareja enormemente feliz. Él tiene que amar a una dama tan guapa, noble, ingeniosa y dotada; y probablemente, ella lo ame a él: si no a su persona, por lo menos, amará su fortuna. Sé que considera las propiedades un partido buenísimo, aunque, ¡Dios me perdone!, le he contado algunas cosas al respecto hace una hora que la han puesto muy seria. La sonrisa se ha borrado de su cara al instante. Yo le aconsejaría a su pretendiente moreno que ande con cuidado; si aparece otro con rentas más abundantes o más claras, lo atrapará.



—Pero, abuela, no he venido para sab