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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Es verdad el dicho que «la belleza está en los ojos del que mira». El rostro cetrino de mi señor, su enorme frente cuadrada, sus grandes cejas negras, sus ojos hundidos, sus marcadas facciones, su boca firme y grave —todo él energía, decisión y voluntad— no eran bellos según los cánones, pero para mí eran más que bellos. Estaban repletos de un interés y un influjo que me dominaban por completo, que arrancaban mis sentimientos de mi dominio, para encadenarlos al suyo. No pretendía amarlo. Bien sabe el lector que había luchado encarnizadamente para desarraigar los gérmenes del amor que vislumbré en mi alma, pero ahora, al contemplarlo de nuevo, brotaron espontáneamente, verdes y vigorosos. Me obligaba a amarlo sin siquiera mirarme.

Lo comparé con sus huéspedes. ¿Qué era la gallardía de los Lynn, la elegancia lánguida de lord Ingram, la distinción castrense del coronel Dent comparadas con la fuerza innata y el poder auténtico de él? No me cautivaba la apariencia de ellos ni sus expresiones, aunque me imagino que la mayoría de los observadores los hallarían atractivos, guapos y bien parecidos, mientras que considerarían al señor Rochester cetrino y basto de rasgos. Los vi sonreír y reírse —no eran nada—: la luz de las velas tenía tanta alma como sus sonrisas y el tintineo de una campana tanto sentido como sus risas. Vi sonreír al señor Rochester: se suavizaron sus facciones graves, sus ojos se tornaron brillantes y dóciles al mismo tiempo, con una luz inquisitiva y dulce. Hablaba en ese momento con Louisa y Amy Eshton. Me maravillaba verlas recibir plácidamente aquella luz que a mí me parecía tan penetrante. Esperaba que bajaran los ojos, que se les subieran los colores, pero me alegraba notar que no las afectaba en absoluto. «No significa para ellas lo que para mí —pensé—, él no es de su condición. Creo que es de la mía, estoy segura, me siento próxima a él, entiendo el lenguaje de su expresión y de sus movimientos. Aunque estemos muy separados por la riqueza y el linaje, tengo algo en mi cerebro y en mi corazón que me vincula mentalmente con él. ¿Dije, hace unos días, que lo único que tenía que ver con él era que recibía un salario de sus manos? ¿Me prohibí pensar en él excepto como el que me paga? ¡Una blasfemia contra la naturaleza! Todos los sentimientos buenos, puros y vigorosos que hay en mí se acumulan en torno a él. Sé que debo ocultar mis sentimientos, debo reprimir la esperanza, debo recordar que no puedo importarle. Porque cuando digo que soy de su condición, no quiero decir que tengo su fuerza para influir ni su hechizo para atraer, solo quiero decir que tenemos ciertos gustos y sentimientos en común. Debo repetirme constantemente, por lo tanto, que estamos separados para siempre y, sin embargo, mientras siga respirando y pensando, debo amarlo».

Se sirve el café. Las señoras están tan animadas como alondras desde la llegada de los caballeros; la conversación se ha hecho viva y alegre. El coronel Dent y el señor Eshton discuten de política mientras sus esposas escuchan. Las dos altivas viudas, lady Lynn y lady Ingram, confabulan, y sir George (a quien, por cierto, se me ha olvidado describir), un caballero de campo grande y rubicundo, está de pie ante su sofá, sosteniendo su taza de café e intercalando una palabra de vez en cuando. El señor Frederick Lynn se ha sentado al lado de Mary Ingram y le enseña los grabados de un magnífico tomo; ella mira y sonríe de cuando en cuando, pero, aparentemente, no dice gran cosa. Lord Ingram, alto y flemático, está apoyado con los brazos cruzados sobre el respaldo de la silla de la animosa Amy Eshton; ella lo mira y charla como un pajarillo; a ella este le agrada más que el señor Rochester. Henry Lynn se ha hecho con una otomana a los pies de Louisa, que Adèle comparte con él; él intenta hablar con ella en francés y Louisa se ríe de sus torpezas. ¿Con quién se reunirá Blanche Ingram? Está de pie sola junto a una mesa, elegantemente inclinada sobre un álbum. Parece estar esperando que la reclamen, pero no quiere esperar mucho, sino que busca ella misma a un compañero.

El señor Rochester, habiéndose separado de los Eshton, está de pie frente al fuego tan solitario como lo está ella junto a la mesa; ella se acerca a él y se coloca al lado opuesto de la chimenea.

—Señor Rochester, creía que no le gustaban los niños.

—Y no me gustan.

—Entonces, ¿cómo lo convencieron para que se hiciera cargo de semejante muñequita? —señalando a Adèle—. ¿De dónde la ha sacado?

—No la he sacado de ningún sitio; la han dejado a mi cuidado.

—Debió mandarla a la escuela.

—No podía: las escuelas son muy caras.

—Entonces, supongo que tiene usted una institutriz para ella. He visto a una persona hace un momento… ¿se ha marchado? No, está todavía detrás de las cortinas. Le paga usted, por supuesto, y me imagino que es tan cara o más, porque tiene que alimentarlas a ambas, además.

Yo temí (o ¿debería decir, esperé?) que la alusión a mi persona haría que el señor Rochester mirase en mi dirección, y me encogí aún más en la sombra, pero no dirigió los ojos hacia mí.

—No lo he pensado —dijo con indiferencia, mirando al frente.

—No, ustedes los hombres nunca piensan en la economía ni en el sentido común. Debería oír hablar a mi madre sobre las institutrices: creo que Mary y yo hemos tenido por lo menos una docena en nuestro tiempo, la mitad de ellas odiosas y las demás ridículas, y todas ellas una pesadilla, ¿verdad, mamá?

—¿Me has dicho algo, mi vida?

La joven así nombrada repitió la pregunta, dando una explicación del porqué.

—Queridísima, no me hables de las institutrices: la palabra me pone nerviosa. He sufrido martirio por su incompetencia y sus caprichos. ¡Gracias al cielo ya no me hacen falta!

En este punto, la señora Dent se inclinó hacia la virtuosa dama y le susurró algo al oído. Por la respuesta, supongo que le recordaba que se hallaba presente un miembro de la raza vilipendiada.

Tant pis[30] —dijo su señoría— ¡que le aproveche! —Y prosiguió en tono más bajo, pero suficientemente alto para que yo la oyera—. Ya me he fijado en ella. Soy buena fisonomista y veo en ella todos los vicios de su clase.

—¿Y cuáles son, señora? —preguntó el señor Rochester en voz alta.

—Se los diré cuando estemos a solas —replicó, moviendo tres veces el turbante de manera muy significativa y portentosa.

—Pero para entonces se me habrá pasado la curiosidad; quiero satisfacerla ahora.

—Pregúnteselo a Blanche, la tiene más cerca.

—¡Oh, no me lo remitas a mí, mamá! Solo tengo una palabra para describir a toda la tribu: son un fastidio. Y no es que yo haya sufrido mucho a sus manos; ya me cuidaba yo de volver las tornas. ¡Las bromas que gastábamos Theodore y yo a nuestras señorita Wilson, señora Grey y madame Joubert! Mary tenía siempre demasiado sueño para unirse con entusiasmo a las bromas. Con quien más nos divertimos fue con madame Joubert. La señorita Wilson era tan enfermiza, llorica y pusilánime, que no valía la pena atormentarla, en una palabra. Y la señora Grey era ordinaria e insensible; las bromas no le hacían mella. ¡Pero la pobre madame Joubert! Aún recuerdo sus arrebatos de furia cuando la exasperábamos demasiado: derramando el té, desmenuzando el pan con mantequilla, lanzando al techo nuestros libros y tocando una cantaleta con las reglas y los pupitres, la parrilla y los útiles del fuego. Theodore, ¿te acuerdas de aquellos buenos tiempos?

—Sssí, desde luego que sí —contestó lord Ingram, arrastrando las palabras—. Y la pobre tonta solía gritar: «¡Oh, ninios malvadas!», lo que nos incitaba a sermonearla por atreverse a instruir a unos individuos tan inteligentes como nosotros siendo tan ignorante ella misma.

—Así lo hacíamos. Y acuérdate, Tedo, de que yo te ayudé a perseguir (o acosar) a tu tutor, el inexpresivo señor Vining, el cura sin cura, como lo llamábamos. Él y la señorita Wilson tuvieron la desfachatez de enamorarse —por lo menos, así nos parecía a Tedo y a mí—. Los sorprendimos intercambiando miradas y suspiros tiernos, que interpretamos como muestras de una belle passion, y les aseguro que no tardamos en hacer público nuestro descubrimiento; lo utilizamos como una especie de palanca para que echaran de la casa a los dos pesos muertos. Mi queridísima mamá, en cuanto tuvo una sospecha del asunto, decidió que tenía algo de inmoral. ¿Verdad, madre adorada?

—Naturalmente, mi bien. Y tenía toda la razón, pueden ustedes creerme. Hay mil motivos por los que no se deben tolerar las relaciones entre las institutrices y los tutores en cualquier casa de bien; en primer lugar…

—¡Cielos, mamá! ¡Ahórranos el catálogo! Au reste, los conocemos todos: el peligro de dar mal ejemplo a los niños inocentes; las distracciones y consiguiente descuido de las obligaciones de los enamorados; la connivencia y la dependencia mutuas; la confianza resultante —incluso la insolencia—, la rebeldía y el caos generalizado. ¿Estoy en lo cierto, baronesa Ingram de Ingram Park?

—Sí, mi flor de lis, estás en lo cierto, ahora como siempre.

—Entonces no se diga más, cambiemos de tema.

Amy Eshton, que no oyó, o no quiso oír, este dictamen, interpuso con su voz dulce e infantil:

—Louisa y yo también solíamos burlarnos de nuestra institutriz, pero era una persona tan buena que nos lo aguantaba todo y nunca se alteraba. Jamás se enfadaba con nosotras, ¿verdad, Louisa?

—Es verdad, jamás; nos dejaba hacer lo que quisiéramos: saquear su mesa y su costurero y revolver sus cajones, y era de tan buen carácter que nos daba todo lo que pedíamos.

—Supongo —dijo con un gesto sarcástico de boca la señorita Ingram— que ahora nos corresponde escuchar un compendio de todas las institutrices que hayan existido. Para prevenir semejante catálogo, propongo nuevamente la introducción de otro tema. Señor Rochester, ¿secunda usted mi propuesta?

 

—Señorita, la apoyo en este punto y en todos.

—Entonces yo me asigno la obligación de elegirlo. Signior Eduardo, ¿está usted en voz esta noche?

—Donna Bianca, si usted lo ordena, lo estaré.

—En ese caso, signior, le impongo mi mandato soberano de aprestar los pulmones y otros órganos vocales, ya que serán requeridos para mi real servicio.

—¿Quién no querría ser el Rizzio de una María tan divina?

—¡Me importa un comino Rizzio! —exclamó ella, sacudiendo la cabeza con todos sus rizos al avanzar hacia el piano—. Soy de la opinión de que David, el violinista, debió de ser un individuo insulso; me agrada más el hosco Bothwell, pues considero que un hombre sin artes de diablo no es nada. La historia puede decir lo que quiera de James Hepburn, pero yo tengo la noción de que era exactamente el tipo de héroe bandido salvaje y bárbaro a quien habría consentido en adornar con dones de mi propia mano.

—¡Atención, caballeros! ¿Cuál de ustedes se parece más a Bothwell? —preguntó el señor Rochester.

—Yo creo que usted es el candidato más apropiado —respondió el coronel Dent.

—Por mi honor, estoy en deuda con usted —fue la respuesta.

La señorita Ingram, instalada altivamente en el piano, extendió sus níveas vestiduras en majestuosos pliegues e inició un flamante preludio, sin dejar de hablar. Aquella noche parecía darse ínfulas; tanto sus palabras como su porte parecían destinados a despertar no solo la admiración, sino también el asombro de su público. Estaba claro que se había propuesto impresionarlos con su aire resuelto y audaz.

—¡Estoy tan harta de los jóvenes de hoy en día! —exclamó, golpeando sin cesar las teclas—. ¡Pobres pusilánimes, incapaces de dar un solo paso fuera de las cancelas de papá, ni de acercarse siquiera a estas sin el permiso y la protección de mamá! ¡Son unos seres tan dedicados a los cuidados de sus bonitas caras, sus blancas manos y sus menudos pies, como si un hombre tuviera algo que ver con la belleza! Como si la belleza no fuera la prerrogativa de las mujeres, ¡su esclavitud y su patrimonio! Reconozco que una mujer fea es una mancha en el hermoso rostro de la creación, pero en lo que atañe a los caballeros, que se preocupen de poseer simplemente fuerza y valentía. Que su lema sea: Cazar y luchar. Lo demás no vale un comino. Este sería mi lema si fuera hombre.

»Cuando yo me case —prosiguió, después de una pausa, que nadie interrumpió— estoy decidida a que mi esposo no sea mi rival sino mi antítesis. No toleraré tener un contrincante cerca de mi trono; exigiré una veneración absoluta; que no comparta su adoración por mí con la forma que vea reflejada en el espejo. Señor Rochester, cante usted y yo tocaré.

—Estoy a sus órdenes —fue la respuesta.

—Entonces allá va una canción de corsarios. Sepa usted que adoro a los corsarios por lo que puede usted cantarla con spirito.

—Las órdenes procedentes de los labios de la señorita Ingram infundirían espíritu en una taza de leche aguada.

—Tenga cuidado, entonces. Si no me complace, me encargaré de mostrarle cómo se deberían hacer las cosas.

—Eso es ofrecer una recompensa a la incompetencia; ahora procuraré fracasar.

Gardez-vous en bien![31]. Si fracasa a propósito, idearé un castigo apropiado.

—La señorita Ingram debería ser misericordiosa, pues posee el poder de infligir un castigo más allá de la tolerancia humana.

—¡Ajá, explíquese! —ordenó la dama.

—Perdóneme, señorita, huelgan las explicaciones; debe de saber, por su propio sentido agudo, que su más mínima mohína sería un digno sustituto de la pena capital.

—¡Cante! —dijo ella, empezando a acompañarlo al piano con vivacidad.

«Ahora es el momento de escaparme», pensé, pero los tonos que se elevaron en el aire me detuvieron. Había dicho la señora Fairfax que el señor Rochester tenía buena voz. Era cierto: una voz de bajo melodiosa y poderosa, en la que volcaba sus sentimientos y su fuerza, abriéndose camino por el oído hasta el corazón, donde despertaba extrañas sensaciones. Esperé hasta que hubiera terminado la última vibración profunda y plena, hasta que se hubiera reanudado el curso de la conversación, interrumpida momentáneamente; entonces, abandoné mi rincón recóndito y salí por la puerta lateral, que, afortunadamente, estaba cerca. De allí había un pasillo estrecho que conducía al vestíbulo. Al pasar por él, me di cuenta de que llevaba la sandalia desabrochada; me agaché para abrocharla y me arrodillé sobre la alfombra que yacía al pie de la escalera. Oí abrirse la puerta del comedor; salió un caballero; levantándome apresuradamente, me encontré cara a cara con él: era el señor Rochester.

—¿Cómo está usted? —preguntó.

—Estoy muy bien, señor.

—¿Por qué no ha venido a hablar conmigo allí dentro?

Pensé que bien podía hacerle la misma pregunta, pero no me tomé la libertad de hacerlo. Contesté:

—No he querido molestarlo, señor, ya que parecía estar ocupado.

—¿Qué ha hecho durante mi ausencia?

—Nada especial: dar clase a Adèle, como siempre.

—Y ponerse bastante más pálida que antes, como me di cuenta a primera vista. ¿Qué ocurre?

—Nada en absoluto, señor.

—¿Se enfrió usted la noche que casi me ahogó?

—En absoluto.

—Vuelva usted al salón. Se retira demasiado temprano.

—Estoy cansada, señor.

Me miró durante un minuto.

—Y un poco deprimida —dijo—. ¿Por qué motivo? Dígamelo.

—Por nada, por nada, señor. No estoy deprimida.

—Pero yo sostengo que lo está, tanto, que unas palabras más harán brotar las lágrimas, que están brillando y nadando en sus ojos; y una gota ya se ha escapado de las pestañas y ha caído al suelo. Si tuviera tiempo y no sintiera un miedo atroz de que pasara algún criado charlatán, me enteraría de lo que significa esto. Bien, por esta noche, la disculpo; pero sepa usted que, mientras se queden mis huéspedes, la esperaré cada noche en el salón; tal es mi deseo; cúmplalo. Ahora váyase, y diga a Sophie que venga a llevarse a Adèle. Buenas noches, mi… —se detuvo, se mordió el labio y me dejó bruscamente.

Capítulo III

Eran días alegres en Thornfield Hall y también atareados; ¡qué diferentes de los tres primeros meses de tranquilidad, monotonía y soledad que había pasado bajo su techo! Parecían haberse disipado todas las sensaciones tristes, y olvidado todas las asociaciones sombrías: por todas partes había vida y ajetreo a lo largo del día. Era imposible cruzar la galería, antes tan silenciosa, o entrar en las habitaciones delanteras, antes tan vacías, sin encontrarse con una elegante doncella o un presumido ayuda de cámara.

La cocina, la despensa del mayordomo, la sala de los criados y el vestíbulo hervían igualmente de actividad, y los salones estaban vacíos y silenciosos solo cuando el cielo azul y el sol radiante de aquel tiempo primaveral incitaban a sus ocupantes a salir a los jardines. Incluso cuando se estropeó el tiempo y llovió durante varios días seguidos, no pareció entibiar la diversión; los esparcimientos dentro de la casa se hicieron más alegres y variados para contrarrestar la falta de distracción al aire libre.

Me preguntaba qué irían a hacer la primera noche que se propuso un cambio de diversiones. Hablaron de «jugar a las charadas», pero yo, en mi ignorancia, no entendía el término. Llamaron a los criados para que quitaran las mesas del comedor, cambiaran de lugar las luces y colocaran las sillas en semicírculo frente al arco. Mientras el señor Rochester y los demás caballeros dirigían estos cambios, las señoras corrían por las escaleras llamando a sus doncellas. A la señora Fairfax le pidieron informes sobre los recursos de la casa en materia de chales, vestidos y tapicerías de cualquier tipo, y saquearon algunos armarios del tercer piso, cuyo contenido, consistente en miriñaques de brocado, vestidos de raso, adornos de encaje y demás perifollos, bajaron, a brazos llenos, las doncellas. Después, se hizo una selección, y las cosas elegidas fueron llevadas al camarín del salón.

Mientras tanto, el señor Rochester había vuelto a convocar a las señoras en torno suyo, y seleccionaba a algunas para que formaran parte de su equipo.

—La señorita Ingram es mía, por supuesto —dijo, y después nombró a las dos señoritas Eshton y a la señora Dent. Me miró a mí: por casualidad me hallaba cerca, ocupada en abrochar la pulsera de la señora Dent, que se había abierto.

—¿Quiere usted jugar? —preguntó. Negué con la cabeza. No insistió, aunque temía que lo hiciera, sino que me permitió regresar tranquilamente a mi asiento habitual.

Él y sus colaboradores desaparecieron tras la cortina. El otro equipo, con el coronel Dent a la cabeza, se sentó en el semicírculo de sillas. Uno de los caballeros, el señor Eshton, me miró como proponiendo que me invitaran a unirme a ellos; pero lady Ingram se negó en el acto.

—No —la oí decir—. Parece demasiado torpe para este tipo de juegos.

Al poco tiempo, se oyó el tintineo de una campanilla y se levantó la cortina. Dentro del arco se veía la pesada figura de sir George Lynn, también elegido por el señor Rochester, envuelta en una sábana blanca; ante él había un gran libro abierto sobre una mesa; a su lado se encontraba Amy Eshton, ceñida con la capa del señor Rochester y sosteniendo un libro en la mano. Alguien, a quien no se vio, tocó alegremente la campanilla y Adèle (que había insistido en formar parte del equipo de su tutor) avanzó saltando y esparciendo las flores de una cesta que llevaba en el brazo. Después apareció la forma magnífica de la señorita Ingram, vestida de blanco, con un largo velo en la cabeza y una corona de rosas alrededor de la frente; a su lado marchaba el señor Rochester, y se acercaron juntos a la mesa. Se arrodillaron, y ocuparon su puesto detrás de ellos la señora Dent y Louisa Eshton, vestidas también de blanco. Siguió una ceremonia muda, que, fue fácil discernir, representaba una boda. A su fin, el coronel Dent y su grupo se consultaron susurrando durante dos minutos, al cabo de los cuales el coronel exclamó:

—¡Novia! —El señor Rochester hizo una reverencia y se bajó la cortina.

Siguió un largo intervalo antes de que se volviera a levantar. La segunda vez, el cuadro estaba más elaborado que la primera. Como he apuntado en otra ocasión, el salón tenía acceso desde el comedor por medio de dos escalones, y encima del superior, a una o dos yardas del borde, se encontraba una gran jofaina de mármol, que reconocí como un adorno del invernadero, generalmente habitada por peces de colores y rodeada de plantas exóticas, cuyo transporte debió de causar algunos problemas, por su tamaño y peso.

Sentado en la alfombra junto a esta jofaina, se veía al señor Rochester, envuelto en chales y con un turbante en la cabeza. Sus ojos pardos, su tez cetrina y sus rasgos sarracenos iban perfectamente con su vestuario: era el modelo exacto de emir oriental, verdugo o víctima de la cuerda de arco. Al poco rato, entró en escena la señorita Ingram. Ella también iba ataviada a la manera oriental, con un fular atado, a modo de fajín, a la cintura, un pañuelo bordado rodeando la frente, los brazos torneados desnudos, uno de ellos sujetando con elegancia un cántaro en su cabeza. Tanto sus facciones como su cutis y su porte general sugerían la idea de una princesa israelita de la época patriarcal, tal como, sin duda, pretendía.

Se aproximó a la jofaina y se inclinó como para llenar su cántaro, que colocó de nuevo en la cabeza. El personaje del borde del pozo hizo ademán de abordarla para pedirle alguna cosa: «Aprisa bajó el cántaro y le dio de beber[32]». Él sacó un joyero de entre sus ropajes y lo abrió, mostrando magníficos brazaletes y aretes, a lo que ella hizo gestos de asombro y admiración. Él se arrodilló y colocó el tesoro a los pies de ella, que dio muestras de incredulidad y de júbilo. El extraño le puso en los brazos los brazaletes y en las orejas los aretes. Eran Eleazar y Rebeca: solo faltaban los camellos.

El equipo de adivinadores juntaron las cabezas: era evidente que no se ponían de acuerdo sobre qué palabra o sílaba ilustraba esta escena. El coronel Dent, el portavoz, pidió «el cuadro del conjunto», y se bajó la cortina otra vez.

 

La tercera vez que se levantó se veía solamente una pequeña parte del salón, estando oculto el resto por un biombo cubierto de telas oscuras y burdas. La jofaina ya no estaba allí y, en su lugar, había una mesa de pino y una silla de cocina; estos objetos eran visibles gracias a la luz tenue que procedía de una linterna de asta, pues las velas de cera estaban apagadas.

En medio de este sórdido escenario, había un hombre sentado con los puños cerrados sobre las rodillas y la mirada baja. Reconocí al señor Rochester, aunque estaba bien disfrazado con el rostro tiznado, las ropas desordenadas (la chaqueta le colgaba de un brazo, como arrancada durante una lucha), el gesto desesperado y ceñudo, y el cabello erizado y revuelto. Al moverse, se oyó el ruido de cadenas: llevaba grilletes en las muñecas.

—¡Bridewell![33] —exclamó el coronel Dent. La charada estaba resuelta.

Después de una pausa lo suficientemente larga para que los actores se pusieran su ropa normal, regresaron al comedor. El señor Rochester acompañaba a la señorita Ingram, quien lo felicitaba por su actuación.

—¿Sabe usted —dijo— que, de los tres personajes, me gustaba más el último? Si le hubiera tocado vivir unos cuantos años antes, ¡habría podido ser un galante salteador de caminos!

—¿Me he quitado todo el hollín de la cara? —preguntó él, volviéndose hacia ella.

—¡Sí, por desgracia! Nada podría sentarle mejor que el maquillaje de rufián.

—¿Entonces le resulta atractivo un salteador de caminos?

—Un salteador de caminos inglés es casi tan atractivo como un bandido italiano, y solo podría superar a este un pirata levantino.

—Pues sea lo que sea yo, usted acuérdese de que es mi esposa; hace solo una hora que nos casamos, ante todos estos testigos. —Ella se ruborizó y soltó una risita—. Y ahora, Dent —continuó el señor Rochester—, les toca a ustedes. —Él y su bando se sentaron en las sillas abandonadas por sus contrincantes. La señorita Ingram se colocó a la derecha de su director de escena y los otros jugadores se sentaron en las sillas a ambos lados. Yo ya no esperaba con interés que se alzara el telón: mi atención estaba absorta en los espectadores; mis ojos, anteriormente fijos en el arco, estaban atraídos irresistiblemente al semicírculo de sillas. Ya no me acuerdo de la charada que representaron el coronel Dent y su equipo, ni de qué palabra eligieron, ni de cómo lo hicieron, pero veo aún la consulta que tuvo lugar tras cada escena: veo al señor Rochester volverse hacia la señorita Ingram y ella hacia él; la veo a ella inclinar la cabeza en dirección a él hasta que sus rizos de azabache casi tocaron el hombro o la mejilla de él; oigo sus cuchicheos mutuos; recuerdo el intercambio de miradas; y algunas veces recuerdo incluso el sentimiento que despertó tal espectáculo en mí.

Te he contado ya, lector, que había aprendido a amar al señor Rochester. No me era posible dejar de amarlo ahora, simplemente porque había dejado de fijarse en mí (podía pasar horas en su compañía sin que me dirigiera los ojos ni una vez), porque veía que dedicaba toda su atención a una gran señora que no se dignaba ni a tocarme con el borde de su vestido al pasar y que, si alguna vez caía por casualidad su mirada oscura y altiva sobre mi persona, la retiraba al instante como de un objeto demasiado mezquino para merecer su atención. No podía dejar de amarlo porque estuviera segura de que él se casaría con esta señora, ya que leía en ella el convencimiento de que eran estas sus intenciones y porque yo presenciara en él un estilo de cortejo que, aunque descuidado y prefiriendo ser buscado antes que buscar, era, sin embargo, por su mismo descuido, cautivador, y, por su orgullo, irresistible.

No había nada que entibiara o matara el amor en aquellas circunstancias, pero sí muchas cosas que provocaran el desespero. Muchas también, pensarás, lector, que engendraran los celos, si es que una mujer en mi situación podía permitirse tener celos de una dama en la situación de la señorita Ingram. Pero no era celosa, o por lo menos muy pocas veces; esta palabra no explicaba la naturaleza del dolor que padecía. A la señorita Ingram le faltaba algo para provocar mis celos: era demasiado imperfecta para despertarlos. Perdona esta aparente paradoja: sé lo que me digo. Era muy llamativa, pero no era auténtica. Tenía un bello cuerpo y muchos talentos deslumbradores, pero su mente era mediocre y su corazón yermo por naturaleza. No florecía nada de manera espontánea en esa tierra; ningún fruto natural deleitaba por su lozanía. No era buena, no era original: acostumbraba a repetir citas altisonantes de los libros, pero nunca ofrecía, ni tenía, opinión propia. Preconizaba sentimientos elevados, pero desconocía los sentimientos de compasión y piedad, carecía de ternura y sinceridad. Demostraba esto con demasiada frecuencia, descargando la antipatía malévola que albergaba contra la pequeña Adèle, rechazándola con algún epíteto ofensivo cuando se acercaba esta, a veces echándola de la habitación, y tratándola siempre con frialdad y acritud. Otros ojos, además de los míos, observaban estas manifestaciones de carácter; las observaban de cerca, con agudeza y perspicacia. Sí, el futuro novio, el señor Rochester mismo, ejercía una vigilancia constante sobre su pretendida; y fueron su sagacidad, su recelo, su conciencia perfecta y diáfana de los defectos de su amada, la evidente ausencia de pasión de sus sentimientos por ella, lo que me causaban un sufrimiento incesante.

Me di cuenta de que se iba a casar con ella por razones de familia o, quizás, políticas, porque le convenían su rango y sus conexiones. Me parecía que no le había entregado su amor y que ella no tenía las cualidades necesarias para ganar ese tesoro. Esta era la cuestión, esto era lo que me exasperaba y torturaba los nervios, aquí residía mi sufrimiento: ella no era capaz de enamorarlo.

Si ella hubiera conseguido una victoria inmediata y él hubiera depositado su corazón a sus pies, yo me habría tapado la cara, me habría vuelto hacia la pared y (metafóricamente) habría muerto para ellos. Si la señorita Ingram hubiese sido una mujer buena y noble, dotada de fuerza, fervor, bondad y sentido, yo habría librado una batalla con dos tigres: los celos y la desesperación. Después de que estos me hubieran arrancado y devorado el corazón, la habría admirado, habría reconocido su perfección y me habría callado durante el resto de mis días. Cuanto más absoluta su superioridad, más profunda habría sido mi admiración y más serena mi resignación. Pero, tal como estaban las cosas, observar los intentos de la señorita Ingram de fascinar al señor Rochester, ser testigo de sus constantes fracasos sin que ella se diese cuenta de ello, creyendo, en su vanidad, que cada flecha disparada daba en el blanco y vanagloriándose de su éxito, cuando su orgullo y engreimiento repelían cada vez más lo que ella pretendía atraer; ser testigo de aquello era hallarse bajo una excitación sin fin y una despiadada represión.

Porque cuando fracasaba, yo veía cómo habría podido tener éxito. Las flechas que rebotaban del pecho del señor Rochester y caían inofensivas a sus pies, si hubieran sido disparadas por una mano más certera, sabía que habrían penetrado, hirientes, su orgulloso corazón, habrían traído el amor a sus ojos graves y la ternura a su rostro sardónico. O, mejor aún, sin armas, se habría podido hacer una conquista silenciosa.

«¿Por qué no puede ella influir más en él, ya que tiene el privilegio de estar tan cerca? —me preguntaba—. No es posible que lo quiera realmente, no con un amor verdadero. Si fuera así, no tendría que colmarlo tan pródigamente de sonrisas, ni echarle miradas tan tenazmente, ni darse aires tan rebuscados, ni adoptar tantas posturas. Creo que, simplemente, estando sentada a su lado sin decir nada y sin echarle miradas, conseguiría meterse en su corazón más fácilmente. Yo he visto en la cara de él una expresión muy diferente de la que la endurece cuando ella lo acosa tan enérgicamente; pero esa expresión nació espontáneamente, no se había buscado por medio de artes ampulosas y maniobras calculadoras. Y solo había que aceptarla: contestar a lo que preguntaba, sin pretensiones, y hablarle, cuando era necesario, sin aspavientos, y, de esta forma, aumentaba y se hacía más amable y simpática, y despedía el mismo calor que un rayo de sol. ¿Cómo va a complacerlo ella cuando estén casados? No creo que lo consiga. Sin embargo, podría conseguirse, y su esposa sería, estoy convencida, la mujer más feliz bajo el sol».