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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Capítulo II

Pasó una semana sin que llegaran noticias del señor Rochester; pasaron diez días, y aún no había vuelto. La señora Fairfax dijo que no le sorprendería que se fuera directamente de Leas a Londres, y de allí al continente, sin aparecer por Thornfield durante un año; no era raro que se marchara de una manera tan repentina e inesperada. Al oír esto, empecé a sentirme extrañamente estremecida y desfallecida. De hecho, me estaba dejando llevar por una sensación opresiva de decepción, pero, haciendo acopio de serenidad y recordando mis principios, puse orden rápidamente en mis sentimientos. Fue maravilloso cómo superé la torpeza pasajera, cómo despejé las dudas que me hacían creer que los movimientos del señor Rochester eran un asunto que me atañía de manera vital. Y no tuve que humillarme con una idea servil de inferioridad; al contrario, me dije simplemente:

«Tú no tienes nada que ver con el señor de Thornfield, aparte de recibir el salario que te paga por instruir a su protegida, y sentirte agradecida por el trato respetuoso y amable que, si cumples con tu deber, tienes derecho a esperar de él. Date cuenta de que este es el único vínculo que él realmente reconoce que existe entre los dos, y no lo conviertas en el objeto de tus sentimientos refinados, ni de tus embelesos, ni de tus sufrimientos. No es de tu clase; mantente dentro de tu casta, y ten la autoestima suficiente para no derrochar todo el amor de tu corazón, alma y espíritu donde tal don no es deseado y sería despreciado».

Continué tranquilamente desempeñando mis obligaciones del día; pero, de vez en cuando, se insinuaban entre mis pensamientos vagas sugerencias de motivos por los que debía abandonar Thornfield; involuntariamente me dedicaba a inventar anuncios y hacer cavilaciones sobre nuevos puestos. No me pareció necesario reprimir aquellos pensamientos: que brotaran y dieran fruto si podían.

El señor Rochester llevaba ausente más de quince días, cuando llegó una carta en el correo para la señora Fairfax.

—Es del amo —dijo, mirando las señas—. Ahora supongo que sabremos si hemos de esperar su regreso o no.

Y, mientras rompía el sello y leía el documento, yo seguí tomando mi café (estábamos desayunando); estaba caliente, y atribuí a este hecho el intenso rubor que tiñó de repente mis mejillas. El motivo del temblor de mis manos o de que derramara involuntariamente la mitad del contenido de la taza en el plato, no quise analizarlo.

—Bien, a veces pienso que estamos demasiado tranquilos aquí, pero ahora corremos el riesgo de tener demasiada actividad, por lo menos, durante algún tiempo —dijo la señora Fairfax, sosteniendo la carta todavía ante sus lentes.

Antes de permitirme pedir una explicación, até las cintas del delantal de Adèle, que se habían desatado; después de servirle, además, otro bollo y de llenar de leche su taza, dije con indiferencia:

—Supongo que el señor Rochester no va a volver pronto.

—Desde luego que sí, dentro de tres días, dice; es decir, el próximo jueves, y no viene solo. No sé cuántas personas elegantes de Leas van a venir con él; manda instrucciones de que se preparen los mejores dormitorios, y de que se limpien la biblioteca y el salón, y he de traer más ayudantes de cocina de la George Inn, en Millcote, y de donde pueda; las señoras vendrán con sus doncellas y los caballeros con sus ayudas de cámara, así que tendremos la casa llena. —La señora Fairfax acabó de tomarse el desayuno y se marchó deprisa para comenzar los preparativos.

Los tres días fueron, según predijo ella, de mucha actividad. Yo había pensado que todos los cuartos de Thornfield estaban muy pulcros y ordenados, pero parece ser que me equivocaba. Se trajeron a tres mujeres para ayudar, y no he visto, ni antes ni después, tanto frotar, cepillar, descolgar y colgar cuadros, sacar brillo a espejos y arañas, encender fuego en los dormitorios, orear sábanas y colchones. Adèle corría como loca en medio de todo ello. Los preparativos para recibir compañía y las expectativas de su llegada la pusieron fuera de sí. Quería que Sophie repasara todos sus toilettes, como llamaba a sus vestidos, que renovara los que estuvieran passées y que oreara y preparara los nuevos. Y ella no hacía más que corretear por las habitaciones de delante, saltar encima de las camas, tumbarse sobre las pilas de colchones, largueros y almohadas que yacían ante los enormes fuegos que ardían en las chimeneas. Estaba dispensada de las tareas de clase: la señora Fairfax había reclamado mis servicios, por lo que pasaba todo el día en la despensa ayudando (o estorbando) a ella y a la cocinera, aprendiendo a hacer natillas, tarta de queso y repostería francesa, sazonar y preparar la caza y adornar fuentes de postre.

Se esperaba que llegaran los invitados el jueves por la tarde, a tiempo para cenar a las seis. En el ínterin, no tuve tiempo de alimentar quimeras y creo que estuve tan activa y alegre como todos los demás, con la excepción de Adèle. Sin embargo, de cuando en cuando sentía tristeza dentro de mi alegría y, a pesar mío, me encontraba de nuevo inmersa en un mar de dudas, augurios y sombrías conjeturas. Esto ocurría cuando veía abrirse lentamente la puerta del tercer piso (últimamente cerrada con llave) para dar paso a la figura de Grace Poole con su gorro pudoroso, su delantal blanco y su pañuelo; cuando la observaba deslizarse por el corredor, sus pasos amortiguados por las zapatillas de tela, cuando la veía asomarse a los dormitorios bulliciosos y desordenados —solo para decir una palabra, quizás, a una de las limpiadoras sobre la forma correcta de bruñir una parrilla, limpiar una repisa de mármol o quitar una mancha del papel pintado, y luego seguir su camino—. De este modo bajaba, una vez al día, a la cocina; comía, fumaba una buena pipa junto al fuego, y volvía, llevando su jarra de cerveza, a la soledad privada de su tenebrosa guarida. Solo pasaba una hora de las veinticuatro con los otros criados en la cocina, y el resto de su tiempo transcurría en un cuarto del tercer piso con techo bajo y paneles de roble. Allí se sentaba y cosía —y probablemente reía tristemente para sí— tan sola como un prisionero en un calabozo.

Lo más extraño de todo era que no había un alma en la casa, salvo yo, que se fijara en sus costumbres o que se sorprendiera por ellas; nadie hablaba de su posición o empleo, nadie la compadecía por su soledad y aislamiento. Una vez oí parte de una conversación entre Leah y una de las limpiadoras, el tema de la cual era Grace. Leah dijo algo que no cogí, y la limpiadora comentó:

—La pagan bien, supongo.

—Sí —dijo Leah— ¡ojalá me pagaran lo mismo a mí! Aunque no puedo quejarme, son bastante espléndidos en Thornfield, pero no cobro ni una quinta parte de lo que cobra la señora Poole. Está ahorrando, por cierto; cada trimestre va al banco de Millcote. No me extrañaría que hubiera ahorrado suficiente para vivir independiente si se quisiera marchar, pero supongo que se ha acostumbrado a este lugar y, por otra parte, todavía no ha cumplido los cuarenta y es fuerte y capaz para cualquier trabajo. Es demasiado pronto para que deje su empleo.

—Supongo que es buena trabajadora —dijo la limpiadora.

—Comprende lo que ha de hacer, mejor que nadie —contestó Leah intencionadamente—, y no podría hacer cualquiera lo que hace ella, ni por todo el dinero que cobra.

—Me imagino que no —fue la respuesta—. Me pregunto si el amo…

La limpiadora iba a seguir, pero en ese momento se giró Leah y me vio, e inmediatamente le dio un codazo a su compañera.

—¿Es que no lo sabe? —oí susurrar a la mujer.

Leah negó con la cabeza y dejaron la conversación. Todo lo que saqué en limpio fue que había un misterio en Thornfield, y que yo era excluida a propósito de ese misterio.

Llegó el jueves. Se había terminado todo el trabajo la tarde anterior: se extendieron las alfombras, se enguirnaldaron las cortinas, se colocaron las blanquísimas colchas, se ordenaron los tocadores, se pulimentaron los muebles, se llenaron los jarrones de flores. Tanto los dormitorios como los salones estaban tan espléndidos como las manos pudieron conseguir. El vestíbulo y el gran reloj tallado estaban también deslumbrantes, y los peldaños y el pasamanos de la escalera relucían como el cristal. En el comedor, el aparador fulgía con el brillo de la plata. En el salón y en el camarín, había jarrones de flores exóticas por doquier.

Llegó la tarde. La señora Fairfax se puso su mejor vestido de raso, sus guantes y su reloj de oro, porque le correspondía a ella recibir a los visitantes y acompañar a las señoras a sus habitaciones. Adèle también se arregló, aunque yo pensé que había pocas probabilidades de que la presentaran a los huéspedes, por lo menos ese día. Sin embargo, permití que Sophie la vistiera con uno de sus trajes cortos de muselina de falda amplia. Por mi parte, no había necesidad de hacer cambios; no me haría falta abandonar mi refugio en el aula, pues se había convertido en refugio para mí, «un refugio muy agradable para los tiempos difíciles»[23].

Era un día templado de primavera, uno de esos días de finales de marzo o principios de abril que amanecen sobre la tierra como precursores del verano. Ahora se acercaba a su fin, pero la tarde era aún cálida y me quedé trabajando en el aula junto a la ventana abierta.

—Se está haciendo tarde —dijo la señora Fairfax, vestida ya con sus mejores galas—. Me alegro de haber pedido la cena para una hora más tarde de lo que dijo el señor Rochester, porque ya son más de las seis. He mandado a John a la entrada a ver si puede ver algo en la carretera; desde allí se ve a mucha distancia en dirección a Millcote. —Se acercó a la ventana—. ¡Aquí está! —dijo, asomándose—. John, ¿hay noticias?

 

—Ya vienen, señora —fue la respuesta—. Estarán aquí dentro de diez minutos.

Adèle fue corriendo a la ventana. Yo la seguí, cuidando de ponerme a un lado, tapada por la cortina, de modo que pudiera ver sin ser vista.

Los diez minutos calculados por John se hicieron muy largos, pero por fin se oyeron las ruedas, aparecieron cuatro jinetes galopando por la calzada y detrás llegaron dos carruajes. En los vehículos había un revuelo de velos y plumas; dos de los jinetes eran jóvenes y vistosos; el tercero era el señor Rochester, montado en su negro corcel, Mesrour, con Pilot brincando delante de él; a su lado montaba una señora, y tanto él como ella eran los primeros del grupo. La amazona morada de ella llegaba al suelo, su velo ondulaba en la brisa y, entre sus pliegues transparentes, relucían sus rizos de azabache.

—¡La señorita Ingram! —exclamó la señora Fairfax, y salió deprisa para ocupar su puesto abajo.

La cabalgata siguió la curva del camino de entrada, dio la vuelta a la casa y la perdí de vista. Adèle pidió permiso para bajar, pero la senté en mi regazo y le expliqué claramente que en ningún momento debía presentarse ante las damas a no ser que se lo pidieran expresamente, diciéndole que el señor Rochester se enfadaría mucho de lo contrario. «Vertió algunas lágrimas al oír esto»[24], pero, viéndome muy seria, finalmente optó por enjugárselas.

Se oía un alegre bullicio en el vestíbulo: los acentos graves de los caballeros se mezclaban armoniosamente con los tonos argentinos de las señoras y, entre todas las voces, se podía distinguir la sonora del amo de Thornfield Hall, dando la bienvenida a sus huéspedes galantes. Después, se oyeron pasos ligeros en la escalera y una confusión de movimientos por el pasillo, risas quedas y alegres, el abrir y cerrar de puertas, y luego, durante un rato, el silencio.

Elles changent de toilettes —dijo Adèle, que había seguido cada movimiento con el oído; luego suspiró—. Chez maman —dijo— quand il y avait du monde, je les suivait partout, au salon et à leurs chambres; souvent je regardais les femmes de chambre coiffer et habiller les dames, et c’était si amusant: comme cela on apprend[25].

—¿No tienes hambre, Adèle?

Mais oui, mademoiselle: voilà cinq ou six heures que nous n’avons pas mangé[26].

—Entonces, mientras las señoras están en sus cuartos, bajaré a traerte algo de comer.

Y saliendo con cuidado de mi refugio, fui por una escalera de servicio que conducía directamente a la cocina. En aquella zona, todo era fuego y confusión; la sopa y el pescado estaban en la última fase de su preparación, y la cocinera estaba pendiente de sus crisoles en un estado mental y físico que hacía temer la combustión espontánea. En la sala de los criados, había dos cocheros y tres ayudas de cámara sentados o de pie alrededor de la chimenea. Supuse que las doncellas estarían arriba con sus señoras. Las nuevas criadas traídas de Millcote bullían por todas partes. Sorteando aquel caos, llegué por fin a la despensa, donde me hice con un pollo fío, un panecillo, algunas tartaletas y un par de platos y cubiertos, y, con tal botín, me batí en retirada. Había vuelto a la meseta y estaba cerrando la puerta a mis espaldas, cuando un ronroneo me advirtió que las señoras estaban a punto de salir de sus dormitorios. No podía llegar al aula sin pasar por delante de algunas de sus puertas y arriesgarme a ser descubierta con mi carga de provisiones, por lo que me quedé quieta en un extremo que, al no tener ventanas, estaba bastante oscuro, porque se había puesto el sol y caía la noche.

Las bellas señoras fueron saliendo una tras otra, alegres y ligeras, con vestidos que relucían en la media luz. Se quedaron un momento juntas al otro extremo del corredor conversando en un tono vivaz aunque amortiguado; después bajaron la escalera, haciendo casi tan poco ruido como la neblina al bajar por el monte. Su aspecto colectivo me había dejado una impresión de elegancia de alta cuna como nunca antes hubiera visto.

Encontré a Adèle asomada a la puerta medio abierta del aula.

—¡Qué señoras más bellas! —exclamó en inglés—. ¡Ojalá pudiera reunirme con ellas! ¿Cree que el señor Rochester nos mandará llamar luego, después de cenar?

—Creo que no; el señor Rochester tiene otras cosas en que pensar. Olvida a las señoras por esta noche; quizás las veas mañana. Aquí tienes la cena.

Tenía mucha hambre, así que el pollo y las tartaletas la entretuvieron un rato. Fue una suerte que me hubiera hecho con esta comida, porque si no, tanto ella como yo y Sophie, a la que dimos parte de nuestra colación, habríamos corrido el riesgo de quedarnos sin cenar: todos los de abajo estaban demasiado ocupados para pensar en nosotras. No acabaron de retirar los postres hasta pasadas las nueve, y, a las diez, aún había lacayos corriendo de aquí para allá con bandejas de café. Permití a Adèle quedarse levantada mucho más de lo acostumbrado, porque dijo que le sería imposible dormirse con las puertas de abajo abriéndose y cerrándose constantemente y el alboroto de la gente. Además, una vez que se hubiera desvestido, podría llegar un mensaje del señor Rochester, et alors quel dommage![27].

Le estuve contando cuentos mientras quiso escucharlos y, luego, para variar de actividad, la saqué al corredor. Estaba encendida la lámpara del vestíbulo y la divirtió apoyarse en la balaustrada y observar a los criados ir y venir. Muy entrada la noche, empezó a salir el sonido de música del salón, adonde habían llevado el piano; Adèle y yo nos sentamos en un peldaño en lo alto de la escalera para escuchar. Al rato, se unió una voz a las bellas notas del instrumento; era una voz de mujer, muy dulce. El solo fue seguido por un dueto, y luego por otro solo; los intervalos se llenaron con los murmullos de alegres conversaciones. Estuve mucho rato escuchando; me di cuenta de repente de que mi oído se interesaba solamente en analizar la mezcla de sonidos y distinguir la voz del señor Rochester en medio de la algarabía, y, cuando lo consiguió, cosa que no tardó en hacer, se propuso realizar una tarea más difícil todavía: convertir los sonidos, inarticulados por la distancia, en palabras.

Dieron las once. Miré a Adèle, que tenía la cabeza apoyada en mi hombro; le pesaban ya los párpados, así que la cogí en brazos y la llevé a la cama. Era casi la una cuando las señoras y los caballeros se retiraron a sus cuartos.

El día siguiente fue tan bueno como su predecesor, y el grupo lo dedicó a hacer una excursión a algún lugar de los alrededores. Salieron temprano por la mañana, algunos a caballo y otros en coche; presencié tanto la salida como el regreso. Como en la ocasión anterior, la señorita Ingram era la única amazona, y, como en la ocasión anterior, el señor Rochester galopaba a su lado; iban un poco apartados de los demás. Comenté este hecho a la señora Fairfax que estaba en la ventana conmigo:

—Usted dijo que no era probable que pensaran en casarse —dije—, pero ya ve que es evidente que el señor Rochester la prefiere a las otras señoras.

—Si, supongo. Sin duda la admira.

—Y ella a él —añadí—. Mire usted cómo inclina la cabeza hacia él como si le hiciera confidencias. Me gustaría ver su rostro. Aún no lo he visto.

—Lo verá usted esta noche —respondió la señora Fairfax—. Comenté al señor Rochester que Adèle tenía muchas ganas de ser presentada a las señoras, y él dijo: «Que venga al salón después de cenar, y diga a la señorita Eyre que la acompañe».

—Habrá dicho eso por educación simplemente. Estoy segura de que no hace falta que vaya yo —contesté.

—Bueno, yo le comenté que, como usted no está acostumbrada a estar con compañía, pensé que no le gustaría presentarse ante un grupo tan alegre de personas, todas extrañas, y él contestó rápidamente: «¡Tonterías! Si pone reparos, dígale que es mi expreso deseo, y, si aún se resiste, dígale que iré a buscarla yo mismo».

—No tendrá que molestarse —respondí—. Iré, si no tengo elección, pero no me apetece. ¿Usted estará allí, señora Fairfax?

—No, di una excusa, y él la admitió. Le explicaré cómo arreglárselas para evitar la vergüenza de una entrada formal, que es la peor parte del asunto. Debe usted entrar en el salón cuando esté vacío, antes de que las señoras se retiren de la mesa, y elegir un sitio en un rincón tranquilo. No tiene que quedarse mucho tiempo después de llegar los caballeros, si no quiere. Deje que vea el señor Rochester que está usted allí y escápese después; nadie se dará cuenta.

—¿Cree usted que se quedarán mucho tiempo estas personas?

—Quizás dos o tres semanas, seguro que no más. Después de las vacaciones de Pascua, sir George Lynn, recientemente elegido representante de Millcote en el Parlamento, tendrá que ir a Londres a ocupar su escaño. Supongo que lo acompañará el señor Rochester; me sorprende que se haya quedado tanto tiempo ya en Thornfield.

Noté con cierta alarma que se aproximaba la hora en la que habría de dirigirme con mi alumna al salón. Adèle había estado todo el día en un estado de éxtasis al saber que iba a ser presentada a las señoras por la noche, y no se tranquilizó hasta que Sophie empezó la operación de vestirla. La importancia de aquel proceso la serenó y, cuando se vio peinada, con los tirabuzones dispuestos en bonitos racimos, vestida con el traje de raso rosado, el fajín atado y los mitones de encaje puestos, estuvo tan seria como un juez. No hizo falta decirle que no desordenara su ropa; una vez engalanada, se sentó, recatada, en una silla, teniendo cuidado de levantar antes la falda de raso para no arrugarla, y me prometió que no se movería hasta que yo estuviera dispuesta. Yo me arreglé enseguida; me puse rápidamente mi mejor vestido (el gris perla, que había comprado para la boda de la señorita Temple y que no me había vuelto a poner), me alisé velozmente el cabello y me coloqué en un momento mi único adorno, el broche de perlas. Bajamos.

Afortunadamente había otra entrada al salón sin pasar por el comedor, donde estaban todos cenando. Encontramos la habitación vacía; ardía un gran fuego en el hogar de mármol y brillaban solitarias velas de cera entre las preciosas flores que adornaban las mesas. La cortina carmesí pendía del arco, y aunque esta tapicería era una separación pequeña del grupo del comedor contiguo, hablaban tan bajo que no se oía de su conversación más que un murmullo tranquilizador.

Adèle, aún aparentemente bajo la influencia de la solemnidad de la ocasión, se sentó sin una palabra en el escabel que le señalé. Yo me retiré al poyo de la ventana y, cogiendo un libro de una mesa cercana, intenté leer. Adèle aproximó el escabel a mis pies y, después de un rato, me tocó la rodilla.

—¿Qué ocurre, Adèle?

Est-ce que je ne puis pas prendre une seule de ces fleurs magnifiques, mademoiselle? Seulement pour compléter ma toilette[28].

—Le das demasiada importancia a tu «toilette», Adèle, pero puedes coger una flor. —Y tomé una rosa de un jarrón y la coloqué en su fajín. Suspiró con una satisfacción inenarrable, como si se acabara de colmar su copa de felicidad. Giré la cara para ocultar una sonrisa que no pude reprimir: había algo ridículo e incluso doloroso en la grave veneración innata de la pequeña parisina por las cuestiones de vestuario.

Se oyó el sonido suave de gente levantándose, se corrió la cortina del arco y se vio el comedor, con su larga mesa iluminada por la luz de la araña, haciendo relucir la plata y la magnífica cristalería que la cubrían, y, de pie en la entrada, un grupo de señoras; pasaron, y la cortina volvió a caer a sus espaldas.

Solo eran ocho, pero daban la impresión de ser muchas más cuando entraron. Algunas eran muy altas; varias vestían de blanco, y todas tenían unos vestidos amplios, que parecían aumentar sus cuerpos como la niebla engrandece la luna. Me levanté y les hice una reverencia, y una o dos me correspondieron con un movimiento de cabeza; las otras solo se quedaron mirándome.

Se dispersaron por la habitación y me recordaron una bandada de aves de plumaje blanco, por la ligereza y liviandad de sus movimientos. Algunas se recostaron en los sofás y otomanas; otras se inclinaron sobre las mesas para examinar las flores y los libros, y las demás se agruparon alrededor del fuego. Todas hablaban en un tono bajo y claro, que parecía serles habitual. Me enteré de sus nombres más tarde, pero los mencionaré aquí.

 

Primero estaban la señora Eshton y sus dos hijas. Se veía que ella había sido muy guapa, y se conservaba bien todavía. De sus hijas, la mayor, Amy, era algo pequeña, inocente e infantil de cara y de modales, y de talle atractivo; el vestido de muselina blanca con fajín azul le sentaba bien. La segunda, Luisa, era más alta y de figura más elegante, muy bonita de cara, del tipo que los franceses llaman minois chiffonné. Las dos hermanas eran pálidas como azucenas.

Lady Lynn era un personaje grande y robusto de unos cuarenta años, muy erguida y arrogante, ricamente ataviada con un vestido de raso de colores cambiantes. Su cabello castaño brillaba bajo una pluma azul y una tiara de piedras preciosas.

La esposa del coronel Dent era menos vistosa, pero, en mi opinión, más señorial. Era esbelta, de rostro pálido y dulce y cabello rubio. Me agradaban más su traje de raso negro, su chal de suntuoso encaje extranjero y sus alhajas de perlas que el esplendor irisado de la señora con título.

Pero las tres más distinguidas —en parte, quizás, por ser las más altas del grupo— eran la viuda lady Ingram y sus hijas, Blanche y Mary. Eran altísimas las tres. La viuda podía tener entre cuarenta y cincuenta años: todavía conservaba su buen tipo, y el cabello, por lo menos a la luz de las velas, era aún negro; también los dientes parecían perfectos. La mayoría de las personas la hubieran llamado una mujer espléndida para su edad, y, sin duda, lo era, físicamente hablando; pero había una expresión de arrogancia casi intolerable en su porte y en su rostro. Tenía rasgos romanos y una papada que terminaba en una garganta como una columna; estos rasgos me parecían no solo hinchados y ensombrecidos, sino incluso surcados por el orgullo, y la barbilla seguía el mismo patrón, colocada con una rigidez casi sobrenatural. Tenía, asimismo, unos ojos duros y fieros, que me recordaron los de la señora Reed; mascaba las palabras al hablar, con voz grave, de inflexiones pomposas y dogmáticas; en fin, una persona insoportable. Un traje de terciopelo carmesí y un turbante de un tejido indio de lamé le conferían (me imagino que creía ella) una dignidad verdaderamente regia.

Blanche y Mary eran de la misma estatura, erguidas y altas como álamos. Mary era demasiado delgada para su altura, pero Blanche estaba moldeada como una Diana. La observé, por supuesto, con especial interés. Primero, quería comprobar si su aspecto confirmaba la descripción de la señora Fairfax; segundo, si se asemejaba en algo a la miniatura que había pintado de ella; y tercero —¡he de decirlo!— si era como se me antojaba debía de ser la pareja elegida por el señor Rochester.

En cuanto a su aspecto, correspondía punto por punto tanto a mi retrato como a la descripción de la señora Fairfax. Busto noble, hombros torneados, cuello grácil, ojos oscuros, rizos negros: todos estaban allí. ¿Pero el rostro? El rostro era como el de su madre, una versión joven y sin arrugas: la misma frente baja, las mismas facciones arrogantes, el mismo orgullo. Sin embargo, no era un orgullo tan melancólico; se reía a menudo, y su risa era sardónica, como la expresión habitual de su boca arqueada y altanera.

Se dice que el ingenio va unido a la fatuidad; no sé si la señorita Ingram era ingeniosa, pero fatua sí era, muchísimo. Se puso a discutir de botánica con la dulce señora Dent. Parece que la señora Dent no había estudiado esta ciencia, aunque, como dijo, le gustaban las flores, «especialmente las silvestres». La señorita Ingram sí la había estudiado y utilizaba los tecnicismos con soltura. Me di cuenta enseguida de que estaba (lo que se llama coloquialmente) chanceándose de la señora Dent, es decir, burlándose de su ignorancia; puede que sus chances fuesen ingeniosos, pero, desde luego, no eran bienintencionados. Tocó el piano, y su ejecución fue impecable; cantó, y su voz fue hermosa; habló francés con su madre, y lo habló bien, fluidamente y con buen acento.

Mary tenía una expresión más dulce y abierta que Blanche, las facciones más suaves y el cutis bastante más claro (la mayor de las señoritas Ingram era tan morena como una española), pero a Mary le faltaba vitalidad: su rostro carecía de expresión y sus ojos de brillo; no tenía nada que decir. Una vez sentada, se quedó quieta como una estatua en su pedestal. Ambas hermanas iban ataviadas de blanco inmaculado.

¿Me parecía ahora la señorita Ingram la posible elegida del señor Rochester? No lo sabía, no conocía su gusto en cuestiones de belleza femenina. Si le gustaba lo majestuoso, ella era la majestuosidad personificada; además, era educada y garbosa. Pensé que la mayor parte de los hombres la admiraría, y ya creía tener pruebas de que ella admiraba. Para despejar la última sombra de duda, solo me quedaba verlos juntos.

No has de suponer, lector, que Adèle ha estado sentada inmóvil en el escabel a mis pies todo este tiempo. No, cuando entraron las señoras, se levantó, se adelantó a recibirlas, hizo una elegante reverencia y dijo, muy seria:

Bon jour, mesdames.

La señorita Ingram la miró con aire burlón y exclamó:

—¡Vaya, qué muñequita!

Lady Lynn comentó:

—Supongo que es la pupila del señor Rochester, la francesita de la que habló.

La señora Dent le estrechó bondadosamente la mano y le dio un beso.

Amy y Louisa Eshton exclamaron simultáneamente:

—¡Qué ángel!

Y se la llevaron a un sofá, donde se encontraba aún, acomodada entre ambas y charloteando alternativamente en francés e inglés chapurreado, manteniendo la atención no solo de las dos jóvenes, sino de la señora Eshton y de lady Lynn, todas las cuales la colmaban de mimos.

Por fin traen el café y llaman a los caballeros. Yo me quedo en la sombra, si es que existe alguna en el aposento tan vivamente iluminado, medio oculta por las cortinas. Se alza la cortina del arco nuevamente, y entran ellos. El aspecto colectivo de los señores, como el de las damas, es impresionante: todos van de negro, la mayoría de ellos son altos, y algunos jóvenes. Henry y Frederick Lynn son unos lechuguinos realmente elegantes, y el coronel Dent es un hombre de aspecto castrense. El señor Eshton, magistrado del distrito, es señorial con el cabello totalmente blanco, aunque las cejas y las patillas son aún oscuras, lo que le da el aspecto de un père noble de théâtre[29]. Lord Ingram es muy alto, como sus hermanas, y, como ellas, bien parecido, aunque comparte con Mary la mirada apática y desidiosa; parece tener más longitud de extremidades que vitalidad de sangre o vigor de cerebro.

¿Y dónde está el señor Rochester?

Es el último; aunque yo no miro hacia el arco, lo veo entrar. Intento concentrar mi atención en las agujas de mallas y en las redecillas del bolso que estoy haciendo. Solo quiero pensar en la labor que tengo entre manos, solo ver las cuentas de plata e hilos de seda que yacen en mi regazo. Sin embargo, veo claramente su figura, y recuerdo, inevitablemente, la última ocasión en la que la contemplé: después de prestarle lo que él consideraba un servicio esencial, mientras me cogía de la mano y me miraba la cara con ojos que revelaban un corazón henchido y deseoso de desbordarse, y yo era el motivo. ¡Qué cerca estuve de él en aquel momento! ¿Qué había ocurrido desde entonces para cambiar la relación que existía entre ambos? Ahora, sin embargo, ¡qué distantes estábamos! Tan distantes, que no esperaba que se aproximase a hablar conmigo. No me sorprendió que, sin mirarme, tomase asiento al otro lado de la habitación y comenzase a conversar con algunas señoras.

En cuanto vi que su atención estaba fija en ellas y que podía mirar sin que me observase, mis ojos se dirigieron involuntariamente a su rostro. No pude controlar mis párpados: se levantaron, y mis pupilas se fijaron en él. Lo miré y obtuve de ello un intenso placer, un placer preciado aunque doloroso: de oro puro con una punta hiriente de acero. Un placer como el que siente un hombre moribundo por falta de agua, que sabe que el pozo al que se ha arrastrado es de aguas venenosas, y, no obstante, se inclina para beber profundamente de ellas.