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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Volumen II

Capítulo I

Deseaba y temía al mismo tiempo ver al señor Rochester al día siguiente a aquella noche en vela; ansiaba oír de nuevo su voz y, sin embargo, temía ver sus ojos. Durante la primera parte de la mañana, esperaba que llegara en cualquier momento. No era su costumbre entrar a menudo en al aula, pero algunas veces nos hacía breves visitas, y yo tenía la impresión de que no faltaría ese día.

Pero la mañana transcurrió como siempre: no sucedió nada que interrumpiera el tranquilo curso de las lecciones de Adèle; solo una vez, poco después del desayuno, oí alboroto cerca del cuarto del señor Rochester, la voz de la señora Fairfax, la de Leah, la de la cocinera, es decir, la mujer de John, e incluso el timbre brusco del mismo John. Hubo exclamaciones como «¡Menos mal que el señorito no se ha quemado vivo en la cama!», «Siempre es peligroso tener una vela en el dormitorio», «¡Qué suerte que tuviera la presencia de ánimo para pensar en la jarra de agua!», «¿Por qué no despertaría a nadie?», «Esperemos que no haya cogido frío al dormir en el sofá de la biblioteca», etc.

Este conciliábulo fue seguido por los ruidos producidos al frotar y colocar las cosas en su sitio, y cuando pasé por la puerta abierta al bajar a comer, vi que habían vuelto a poner todo en orden; solo la cama se hallaba sin cortinajes. Leah estaba de pie en el alféizar de la ventana frotando los cristales manchados por el humo. Iba a dirigirme a ella, porque quería saber qué versión de los hechos le habían contado: pero, al acercarme, vi a otra persona en el cuarto, una mujer sentada en una silla al lado de la cama, cosiendo anillas a las nuevas cortinas. No era otra que Grace Poole.

Allí estaba, seria y taciturna como siempre, con su vestido de paño marrón, delantal a cuadros, pañuelo blanco y gorro. Estaba absorta en su trabajo, que parecía ocupar todos sus pensamientos. No había en la dura frente ni en las facciones vulgares ningún indicio de la palidez o la desesperación que uno esperaría ver en el rostro de una mujer que había intentado cometer un asesinato, y cuya víctima la había seguido hasta su guarida la noche anterior para (según creía yo) acusarla del crimen que había intentado llevar a cabo. Yo estaba asombrada, atónita. Levantó la vista mientras yo la observaba, pero no se sobresaltó ni cambió de color en señal de emoción, culpabilidad o miedo de ser descubierta. Dijo «Buenos días, señorita» a su manera breve y flemática de siempre y, cogiendo otra anilla, siguió cosiendo.

«Le haré una prueba —pensé—, tal circunspección es incomprensible».

—Buenos días, Grace —dije—. ¿Ha pasado algo aquí? Hace un rato me ha parecido oír hablar a todos los criados.

—Solo que el amo estuvo leyendo en la cama anoche y se durmió con la vela aún encendida y se prendieron las cortinas, pero, por suerte, se despertó antes de incendiarse las sábanas o la madera, y consiguió apagar las llamas con el agua de su jarra.

—¡Qué asunto más extraño! —dije con voz queda. Después, mirándola fijamente—: ¿No despertó a nadie el señor Rochester? ¿Nadie lo oyó?

Nuevamente levantó los ojos a mi cara, y esta vez había un atisbo de conciencia en su expresión. Pareció examinarme con cautela y después dijo:

—Sabe usted que los criados duermen lejos, señorita, y no sería fácil que lo oyeran. Las habitaciones de usted y de la señora Fairfax son las más cercanas a la del señorito, pero la señora Fairfax dice que no oyó nada; cuando uno se hace mayor, suele dormir profundamente. —Hizo una pausa y luego añadió, con una especie de indiferencia fingida, pero, aún así, con un tono marcado e insinuante—: Pero usted es joven, señorita, y yo diría que tiene el sueño ligero; ¿quizás oyó algún ruido?

—Sí —dije, bajando el tono para que no me oyese Leah, que todavía sacaba brillo a las ventanas—. Al principio creía que era Pilot, pero Pilot no se ríe, y estoy segura de haber oído reír: una carcajada extraña.

Cogió más hilo, lo enceró, enhebró la aguja con pulso firme y después dijo, con total serenidad:

—Es poco probable que el señorito se riese, señorita, al hallarse en semejante peligro. Debió de soñarlo.

—No lo soñé —dije acaloradamente, provocada por su tranquilidad descarada. Me dirigió otra vez la misma mirada penetrante y sabedora.

—¿Le ha dicho al amo que oyó usted una carcajada? —inquirió.

—No he tenido ocasión de hablar con él esta mañana.

—¿No se le ocurrió abrir la puerta y asomarse al corredor? —preguntó también.

Parecía estar interrogándome, intentando sonsacarme información sin que me diese cuenta. Se me ocurrió que, si descubriera que yo sabía o sospechaba que ella era culpable, me gastaría a mí alguna de sus bromas macabras, por lo que consideré prudente estar alerta.

—Al contrario —dije—, eché el cerrojo.

—¿Entonces no es su costumbre echarlo todas las noches al acostarse?

«¡Qué arpía! Quiere conocer mis costumbres para hacer sus planes en consecuencia». Se impuso la indignación sobre la prudencia, y contesté vivamente:

—Hasta ahora he dejado a menudo de echar el cerrojo, por no considerarlo necesario. No era consciente de que acechara ningún peligro en Thornfield Hall. Pero de ahora en adelante —recalqué estas palabras—, me aseguraré de cerrarlo todo muy bien antes de atreverme a acostarme.

—Será muy prudente —fue su respuesta—, este vecindario es tan tranquilo como cualquiera que conozca, y nunca he oído hablar de que hayan entrado ladrones en esta casa, aunque hay plata por valor de cientos de libras en el armario de la plata, como sabe todo el mundo. Y ya ve usted que, para una casa tan grande, hay muy pocos criados, porque el amo nunca ha vivido mucho aquí, y cuando está, como es soltero, necesita pocos cuidados. Pero yo creo que es mejor pecar por exceso que por defecto; es fácil cerrar una puerta y es mejor tener un cerrojo entre una y cualquier malhechor que pueda haber. Mucha gente, señorita, está a favor de confiar en la Providencia, pero yo creo que la Providencia no suple los medios, sino que aprecia los que se toman con discreción. —Y aquí dio fin a su perorata, muy larga para ella y pronunciada con el recato de una cuáquera.

Yo aún me encontraba totalmente atónita ante lo que me parecía su increíble dominio de sí misma y su hipocresía inescrutable, cuando entró la cocinera.

—Señora Poole —dijo, dirigiéndose a Grace—, pronto estará lista la comida de los sirvientes. ¿Quiere usted bajar?

—No. Ponga usted la pinta de cerveza y el trozo de pudin en una bandeja, y me lo llevaré arriba.

—¿Tomará un poco de carne?

—Un poquito, y un pedacito de queso, nada más.

—¿Y su sagú?

—Olvídelo de momento. Bajaré antes de la merienda y lo prepararé yo misma.

La cocinera se volvió hacia mí para decirme que me esperaba la señora Fairfax, así que me marché.

Durante la comida, apenas me enteré de la versión de la señora Fairfax de la conflagración de las cortinas por estar demasiado ocupada en intentar comprender el carácter enigmático de Grace Poole, y más aún, en meditar el problema de su posición en Thornfield, y en preguntarme por qué no la habían detenido esa misma mañana o, por lo menos, no la habían despedido del servicio de su amo. Este prácticamente se había declarado convencido de su culpabilidad la noche anterior. ¿Qué causa misteriosa impedía que la acusara? ¿Por qué me había exigido silencio al respecto? Era extraño: un caballero valiente y arrogante parecía estar, de alguna forma, en poder de uno de los más viles de sus servidores, tanto, que, incluso cuando atentaba contra su vida, no se atrevía a acusarla abiertamente y, mucho menos, castigarla.

Si Grace hubiera sido joven y guapa, me habría sentido tentada a pensar que sentimientos más tiernos que la prudencia o el miedo influían en el señor Rochester, pero, siendo ella fea y mayor, rechacé la idea. «Sin embargo —reflexioné—, ha sido joven una vez; debió de ser joven al mismo tiempo que su amo; la señora Fairfax me dijo una vez que llevaba muchos años aquí. No creo que haya sido bonita jamás, pero, por lo que sé, puede que tenga una personalidad singular y una fortaleza de carácter que compensen su falta de atractivos personales. El señor Rochester es amante de lo audaz y lo excéntrico, y Grace, cuando menos, es excéntrica. ¿Y si un antiguo enamoramiento (un antojo muy posible para una naturaleza tan impulsiva y terca como la de él) lo ha puesto en su poder, de modo que ahora ejercita sobre él una influencia secreta, de la que no puede deshacerse y que no se atreve a ignorar, por ser resultado de su propia indiscreción?». Pero cuando llegué a este punto de mis cavilaciones, se me presentó tan claro a la imaginación el cuerpo cuadrado e informe de la señora Poole y su semblante feo, seco e incluso basto, que pensé: «No, ¡imposible! No puede ser cierta mi suposición. Sin embargo —me sugirió la voz secreta que nos habla dentro de nuestro corazón—, tampoco eres hermosa, y quizás le agrades al señor Rochester; en cualquier caso, a menudo has tenido esa impresión, y anoche… ¡recuerda sus palabras, recuerda su mirada, recuerda su voz!».

Lo recordaba todo muy bien: palabras, mirada y tono se me representaron vivamente en ese instante. Me encontraba en el aula, y Adèle estaba dibujando; me incliné sobre ella y guie su lápiz. Levantó la vista algo sobresaltada.

Qu’avez-vous, mademoiselle? —dijo—. Vos doigts tremblent comme la feuille, et vos joues sont rouges: mais rouges comme des cerises![22].

 

—Tengo calor, Adèle, por estar agachada —ella siguió dibujando y yo seguí pensando.

Me apresuré a echar de mi mente la idea odiosa que había albergado respecto a Grace Poole, porque me repugnaba. Me comparé con ella, y descubrí que éramos diferentes. Bessie Leaven había dicho que yo era toda una señora, y había dicho la verdad: era una señora. Además, ahora tenía mucho mejor aspecto que cuando me vio Bessie; tenía mejor color, había engordado, tenía más vida, estaba más animada, porque tenía esperanzas más optimistas y placeres más intensos.

«Se acerca la noche —pensé, mirando hacia la ventana—. No he oído ni la voz ni los pasos del señor Rochester en la casa hoy, pero confío en verlo esta noche. Temía el encuentro por la mañana, pero ahora lo deseo, porque la espera ha durado tanto tiempo sin cumplirse que se ha convertido en impaciencia».

Cuando terminó de caer el crepúsculo y Adèle me dejó para ir a jugar con Sophie en el cuarto de juegos, lo deseé más intensamente todavía. Estaba alerta para oír el sonido de la campana, para oír llegar a Leah con un recado. A veces imaginaba que oía los pasos del señor Rochester mismo, y me volvía hacia la puerta, esperando que se abriera para que entrara. Pero la puerta permaneció cerrada y solo la oscuridad entraba por la ventana. No obstante, no era tarde; a menudo me mandaba llamar a las siete o a las ocho, y solo eran las seis. Confiaba en no verme decepcionada del todo, ¡con tantas cosas que tenía que decirle! Quería sacar nuevamente el tema de Grace Poole para ver lo que me respondería. Quería preguntarle directamente si realmente creía que había sido ella la autora del espantoso atentado de la noche anterior, y, de ser así, por qué mantenía en secreto su maldad. Me importaba poco que lo fuera a irritar mi curiosidad; conocía el placer de molestarlo para luego consolarlo; era lo que más me deleitaba, y un instinto certero evitaba que me propasara: nunca me atrevía a traspasar los límites de la provocación, pero me gustaba ejercer mis habilidades en esos mismos límites. Guardando todas las pequeñas formas de respeto y toda la propiedad de mi puesto, podía enfrentarme a él en la discusión sin miedos ni cortapisas: así nos complacía a ambos.

Al fin, crujió un paso en la escalera y apareció Leah, pero solo para anunciar que la merienda estaba servida en el cuarto de la señora Fairfax. Allí me dirigí, contenta por lo menos de ir al piso de abajo, porque así, pensaba, me acercaba más a la presencia del señor Rochester.

—Debe de tener ganas de merendar —dijo la buena señora cuando me reuní con ella— ha comido tan poco a la hora de almorzar. Me temo —continuó— que no está usted muy bien hoy; parece acalorada y febril.

—Oh, estoy muy bien. Jamás me he sentido mejor.

—Entonces debe demostrarlo con un buen apetito. ¿Quiere llenar la tetera mientras acabo esta aguja? —Cuando completó dicha tarea, se levantó para bajar la persiana, que antes había mantenido alzada, supongo que para aprovechar al máximo la luz de día, aunque el crepúsculo daba paso rápidamente a la oscuridad total.

—Hace buena noche —dijo, mirando a través del cristal—, aunque no lucen las estrellas. Después de todo, el señor Rochester ha tenido un día favorable para su viaje.

—¡Viaje! ¿Es que el señor Rochester se ha ido a algún sitio? No sabía que hubiera salido.

—Pues se marchó inmediatamente después del desayuno. Se ha ido a Leas, a casa del señor Eshton, a unas diez millas al otro lado de Millcote. Creo que hay un grupo grande reunido allí: lord Ingram, sir George Lynn, el coronel Dent y otros.

—¿Lo esperan de vuelta esta noche?

—No, ni mañana tampoco. Es muy probable que se quede una semana o más. Cuando se reúnen estos personajes importantes, se encuentran tan rodeados de elegancia y alegría, tan bien provistos de todo lo agradable y entretenido, que no tienen prisa por separarse. Los caballeros, sobre todo, son muy solicitados en tales ocasiones, y el señor Rochester tiene tantos talentos y es tan alegre en sociedad, que, tengo entendido, es todo un favorito. Las señoras le tienen en gran estima, aunque su aspecto no parece una gran recomendación a sus ojos. Pero supongo que sus conocimientos y sus habilidades, y quizás su riqueza y su linaje, compensan cualquier defecto en su apariencia.

—¿Hay señoras en Leas?

—Están la señora Eshton y sus tres hijas, unas damas muy elegantes. Luego están las honorables Blanche y Mary Ingram, unas mujeres muy hermosas, creo. De hecho, conocí a Blanche, hace seis o siete años, cuando ella era una joven de dieciocho. Vino aquí a un baile y cena que celebró el señor Rochester. Hubiera debido ver el comedor aquel día, ¡qué ricamente adornado y qué bien iluminado! Pienso que habría unos cincuenta damas y caballeros, todos de las mejores familias del país, y la señorita Ingram era la más hermosa de todas.

—¿Y dice usted que la vio, señora Fairfax? ¿Cómo era?

—Sí, la vi. Las puertas del comedor estaban abiertas y, como era Navidad, a los sirvientes se les permitió reunirse en el vestíbulo para oír cantar y tocar a algunas señoras. El señor Rochester quiso que yo pasara, así que me senté en un rincón discreto y los observé. Jamás he visto una escena más espléndida: las señoras estaban magníficamente ataviadas, y la mayoría —por lo menos, la mayoría de las jóvenes— estaban guapas, pero la señorita Ingram era la reina, desde luego.

—¿Y cómo era?

—Alta, bien formada, los hombros torneados, un cuello largo y grácil, la tez olivácea, morena pero transparente; facciones nobles, los ojos algo parecidos a los del señor Rochester: grandes y negros, y tan brillantes como sus joyas. Y un cabello maravilloso, muy bien peinado: una corona de gruesas trenzas por detrás, y, por delante, los rizos más largos y lustrosos que jamás haya visto. Iba vestida de blanco inmaculado y llevaba un fular color ámbar echado sobre el hombro, cruzando el pecho, atado a un lado y cayendo con largos flecos hasta debajo de las rodillas. Llevaba también una flor de color ámbar en el pelo, que contrastaba con la cascada azabache de sus rizos.

—La admiraron mucho, por supuesto.

—Por supuesto, y no solo por su belleza, sino también por su talento. Fue una de las señoras que cantaron; la acompañó un caballero al piano. Ella y el señor Rochester cantaron un dueto.

—¡El señor Rochester! No sabía que cantara.

—Pues tiene una bonita voz de bajo, y excelente gusto para la música.

—¿Y la señorita Ingram? ¿Cómo era su voz?

—Una voz modulada y potente: cantó maravillosamente, fue un placer oírla; y tocó después. No soy entendida en música, pero el señor Rochester lo es, y le oí decir que su actuación fue extremadamente buena.

—¿Y esta señorita bella y habilidosa no se ha casado todavía?

—Parece ser que no. Creo que ni ella ni su hermana tienen gran fortuna. La mayoría de las propiedades del viejo lord Ingram estaban indivisas y el hijo mayor lo heredó casi todo.

—Me extraña que no se haya prendado de ella ningún noble o caballero rico. El señor Rochester, por ejemplo. Él es rico, ¿verdad?

—Sí, pero, verá, hay una diferencia de edad considerable. El señor Rochester tiene casi cuarenta años y ella solo veinticinco.

—¿Y qué importa eso? Se forman parejas más desiguales todos los días.

—Es cierto. Pero no me imagino que el señor Rochester tenga semejante idea. ¡Pero no come usted nada! Apenas ha probado bocado desde que ha empezado a merendar.

—No, tengo demasiada sed para comer. ¿Me permite tomar otra taza de té?

Estuve a punto de sacar otra vez el tema de la probabilidad de una unión entre el señor Rochester y la bella Blanche, pero llegó Adèle y la conversación se fue por otros derroteros.

Cuando me encontraba sola de nuevo, repasé todo lo que me habían dicho. Miré dentro de mi corazón para examinar mis pensamientos y sentimientos, e intenté devolver, con mano dura, al seguro redil del sentido común los que se habían desviado hacia los parajes sin lindes y sin senderos de la imaginación.

Citada en mi propio tribunal, y después de atestiguar la Memoria sobre las esperanzas, deseos y sentimientos que alimentaba desde la noche pasada y sobre mi estado de ánimo general durante casi quince días; habiéndose presentado a declarar la Razón, a su habitual manera tranquila, y habiendo contado esta el relato sencillo y sin adornos de cómo yo había rechazado lo verdadero para devorar lo ideal, dicté sentencia de esta manera:

Que nunca había respirado el aliento de la vida una idiota mayor que Jane Eyre, que una tonta más fantasiosa jamás se había atracado con dulces mentiras, ni tragado veneno como si fuese néctar.

«¿ —dije— favorita del señor Rochester? ¿, investida con el poder de agradarlo? ¿, importarle de alguna manera? Vamos, me repugna tu insensatez. Has hallado placer en muestras casuales de preferencia, muestras equívocas, viniendo de un caballero de buena familia, un hombre de mundo, a una novicia y subordinada. ¿Cómo te has atrevido? ¡Pobre tonta crédula! ¿Ni por amor propio has podido ser más sensata? Esta mañana has repasado la breve escena de anoche, ¡esconde la cara de vergüenza! ¿Conque dijo algo sobre tus ojos? ¡Ciega inexperta! ¡Levanta los párpados pesados para contemplar tu execrable insensatez! No le conviene a ninguna mujer que la adule un superior que no puede tener intención de casarse con ella; y es una locura por parte de todas las mujeres fomentar dentro de ellas un amor secreto que, si no es correspondido ni conocido, devorará la vida de la que se alimenta, y si es correspondido, la atraerá, al estilo del ignis fatuus, a lugares cenagosos de donde no puede salir.

»Escucha tu sentencia entonces, Jane Eyre. Mañana, colócate un espejo delante y dibuja con tiza tu propia imagen, fielmente, sin atenuar ni un defecto; no omitas ninguna línea imperfecta y no corrijas ninguna irregularidad, y escribe debajo “Retrato de una Institutriz, huérfana, pobre y fea”.

»Después, coge un trozo de suave marfil (tienes uno en tu caja de dibujo), y tu paleta y mezcla los colores más frescos, claros y suaves, elige tus pinceles más delicados de pelo de camello y dibuja cuidadosamente el rostro más bello que puedas imaginar. Coloréalo con los tonos más suaves y las sombras más dulces, según la descripción que de Blanche Ingram hiciera la señora Fairfax. Recuerda los rizos de ébano, los ojos orientales… ¿Qué? ¿Usarás de modelo los del señor Rochester? ¡Orden en la sala! ¡No toleraré gimoteos, ni sentimentalismos, ni lamentaciones! sino solo buen sentido y resolución. Recuerda las líneas majestuosas y armoniosas, el busto griego; que se vean el precioso brazo torneado y la mano delicada; no olvides la sortija de brillantes ni la pulsera de oro; reproduce fielmente la ropa: encajes etéreos y raso lustroso, fular elegante y rosa dorada, y llámalo “Blanche, una dama distinguida”.

»Cuando, en el futuro, se te ocurra pensar que te aprecia el señor Rochester, saca estos dos retratos y compáralos, diciendo: “Es probable que el señor Rochester consiguiera el amor de esta noble dama si se lo propusiera. ¿Es probable que pierda el tiempo pensando en esta otra, plebeya indigente e insignificante?”.

»Así lo haré», resolví, y después de tomar esta decisión, me serené y me quedé dormida.

Fui fiel a mi palabra. Una hora o dos fueron suficientes para dibujar con carbón mi propio retrato y, en menos de quince días, había acabado la miniatura de marfil de una Blanche Ingram imaginaria. Era una hermosa cara y, cuando la comparé con la cabeza de carbón, el contraste era tan grande como pudiera desear mi autodominio. Me beneficié de la tarea: había mantenido ocupadas mi cabeza y mis manos, y había dado fuerza y firmeza a las impresiones que quería imprimir para siempre en mi corazón.

Poco tiempo después, tuve ocasión de felicitarme por la tarea de sana disciplina a la que había sometido mis sentimientos; gracias a ella, pude enfrentarme a los sucesos posteriores con una serenidad, que, de no estar preparada, habría sido incapaz siquiera de aparentar externamente.