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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Est-ce que ma robe va bien? —gritó, con un salto hacia adelante— et mes souliers? et mes bas? Tenez, je crois que je vais danser![19].

Y extendiendo su vestido, cruzó bailando la habitación hasta que, llegando adonde estaba el señor Rochester, giró ligera sobre la punta de los pies y se dejó caer sobre una rodilla a sus pies, exclamando:

Monsieur, je vous remercie mille fois de votre bonté —y añadió, levantándose—: C’est comme cela que maman faisait, n’est-ce pas, monsieur?[20].

—¡E-xac-ta-men-te! —fue la respuesta—, y comme cela sacaba el oro inglés del bolsillo de mis pantalones ingleses. He sido inocente también, señorita Eyre, sí, verde como la hierba; usted no está teñida de un verdor primaveral más fuerte de que lo estuve yo. Mi primavera pasó, pero me ha dejado entre manos esta florecilla francesa, de la que a veces, según de qué humor esté, preferiría deshacerme. Ya no aprecio la raíz de donde brotó; habiendo descubierto que era de la clase que se abona solo con oro en polvo, tengo menos apego a su flor, especialmente cuando tiene un aspecto tan artificial como el de ahora. La mantengo y cuido de ella, basándome en el principio de los católicos de expiar muchos pecados, grandes o pequeños, por medio de una buena obra. Le explicaré todo esto algún día. Buenas noches.

Capítulo XV

El señor Rochester me lo explicó, de hecho, en una ocasión posterior.

Fue una tarde en la que se encontró por casualidad con Adèle y conmigo en el jardín; mientras ella jugaba con Pilot y un volante de badminton, me pidió que paseara por una larga avenida de hayas, desde donde podíamos vigilarla.

Me contó entonces que era hija de una bailarina de ópera, Céline Varens, a la que había profesado una vez lo que llamaba una grande passion. Céline decía corresponder a esta pasión con más calor todavía. Él, aunque feo, creía ser su ídolo; creía, según dijo, que ella prefería su taille d’athlète a la elegancia del Apolo de Belvedere.

—Y me halagaba tanto, señorita Eyre, la preferencia de esta sílfide gala por un gnomo británico, que la hice instalar en una casa; le llené la casa de criados, le di un carruaje, telas de cachemir, brillantes, ropa de encajes y otros lujos. Resumiendo, emprendí el proceso de arruinarme al estilo clásico, como cualquier otro enamoriscado. Evidentemente, no poseía la originalidad para trazar una nueva vía hacia la vergüenza y la destrucción, sino que anduve por el camino trillado con precisión estúpida sin desviarme un ápice. Como me merecía, seguí la suerte de todos los amartelados. Le hice una visita por sorpresa una noche, sin que Céline me esperase, y me dijeron que había salido. Era una noche cálida y estaba cansado de pasear por París, así que me senté en su boudoir, contento de aspirar el aire consagrado por su reciente presencia. No, exagero, pues nunca pensé que tuviera virtudes celestiales. Lo que flotaba en el aire era el perfume de quemar unas pastillas de almizcle y ámbar, y no el olor a santidad. Como empezaba a asfixiarme con los vahos de las flores del invernadero y las esencias esparcidas, se me ocurrió abrir la puerta y salir al balcón. Había luna y luz de gas, además, y era una noche serena y tranquila. El balcón estaba amueblado con una o dos sillas y me senté, saqué un cigarro y ahora también sacaré uno, si me lo permite.

Aquí se produjo una pausa, que se llenó con el acto de sacar y encender un cigarro; cuando lo acercó a sus labios y expelió un chorro de incienso de La Habana al aire helado y sin sol, prosiguió:

—A mí me gustaban también los bombones en aquellos días, señorita Eyre, y estaba croquant[21], perdone el barbarismo, confites de chocolate y fumando por turnos, observando mientras tanto los carruajes que rodaban por la calle de moda hacia el cercano teatro de la ópera, cuando reconocí una elegante calesa tirada por una hermosa pareja de caballos ingleses, vista claramente a la viva luz nocturna de la ciudad, como la voiture que había regalado a Céline. Ella volvía y mi corazón golpeaba con impaciencia contra las rejas de hierro donde estaba apoyado. Se detuvo el carruaje, tal como esperaba, en la puerta de la casa y se apeó mi seductora, exactamente la palabra para describir una enamorada de ópera; aunque estaba envuelta en una capa, un estorbo innecesario, por cierto, en una cálida noche de junio, la conocí inmediatamente por el pie diminuto que se asomó bajo la falda de su vestido al saltar desde los peldaños del carruaje. Inclinado sobre el balcón, estuve a punto de murmurar mon ange con un tono que solo hubiera sido audible para el oído del amor, cuando vi saltar otra figura del coche, también envuelta en una capa, pero esta llevaba una espuela en el pie, que resonó en la calzada, y un sombrero en la cabeza, que pasó por la porte cochère de la casa.

»Usted nunca ha sentido celos, ¿verdad, señorita Eyre? Claro que no; no hace falta que se lo pregunte, ya que nunca ha estado enamorada. Ya experimentará ambos sentimientos; duerme aún su alma, todavía no ha llegado la sacudida que la despierte. Creerá usted que todas las existencias transcurren en un flujo tan tranquilo como el de su propia juventud hasta ahora. Flotando con los ojos cerrados y los oídos tapados, no ve erguirse las rocas del fondo de la corriente, ni oye borbotar las rompientes contra ellas. Pero yo le digo, y fijase bien en mis palabras, que llegará un día a un desfiladero rocoso en el canal, donde la corriente de la vida se convertirá en remolinos y confusión, en espuma y ruido: entonces, o se romperá en pedazos contra los riscos o será levantada y llevada por una ola superior a unas aguas más mansas, como donde me encuentro yo ahora.

»Me gusta este día, me gusta el cielo de acero, me gustan el rigor y la serenidad del mundo bajo esta escarcha. Me gusta Thornfield: su antigüedad, su aislamiento, sus viejos árboles llenos de grajos y sus viejos espinos, su fachada gris y las filas de oscuras ventanas que reflejan el firmamento metálico. ¡Pero durante mucho tiempo he odiado solo pensar en él, lo he evitado como si fuera una gran casa apestada! ¡Todavía detesto…!

Rechinó los dientes y calló. Se detuvo y golpeó el duro suelo con la bota. Parecía hallarse apresado por algún pensamiento odioso, que lo tenía agarrado tan fuertemente que no podía avanzar.

Bajábamos por la avenida cuando se paró de esta manera; ante nosotros estaba la casa. Levantando la vista hasta las almenas, les dedicó una mirada tan penetrante como nunca he visto, antes o después. Dolor, vergüenza, ira, impaciencia, repugnancia, odio: todas estas cosas parecían luchar temblorosas en las grandes pupilas dilatadas bajo aquellas cejas de ébano. La lucha para ver cuál vencía fue encarnizada, pero se alzó y se impuso otro sentimiento, algo duro y cínico, voluntarioso y resuelto, que calmó su pasión y congeló su semblante; prosiguió:

—Durante el momento en que he estado callado, señorita Eyre, he llegado a un acuerdo con mi destino. Se ha puesto allí, junto al tronco de ese haya, en forma de arpía, como las que aparecieron ante Macbeth en el páramo de Forres. «¿Quieres a Thornfield?», me ha dicho, levantando un dedo, con el que ha escrito en el aire un recordatorio en fantásticos jeroglíficos a lo largo de la fachada de la casa, entre las ventanas de arriba y las de abajo. «¡Quiérelo si eres capaz! ¡Quiérelo si te atreves!».

»“Lo querré”, he dicho, “me atreveré a quererlo” y —añadió ceñudo— cumpliré mi palabra. Venceré los obstáculos del camino hacia la felicidad, hacia la bondad, sí, bondad, quiero ser mejor persona de lo que he sido, como el leviatán de Job rompió la lanza, el dardo y la cota de malla. Los obstáculos que los demás creen que son de hierro y latón, a mí me parecerán solo de paja y madera podrida.

En este momento se le puso delante Adèle con su volante.

—¡Vete! —gritó bruscamente— ¡manténte a distancia, niña, o vete adentro con Sophie!

Como continuó con su paseo en silencio, me atreví a devolverlo al punto donde se había quedado en su relato:

—¿Se marchó usted del balcón, señor, cuando entró mademoiselle Varens?

Casi esperaba un desaire por mi pregunta inoportuna, pero, al contrario, se sacudió su ensimismamiento, me dirigió la mirada y pareció levantarse la sombra de su frente.

—¡Me había olvidado de Céline! Bien, sigamos. Cuando vi a mi hechicera acompañada de un galán, me pareció oír un siseo, y la verde serpiente de los celos, alzándose en espirales ondulantes en el balcón iluminado por la luna, se deslizó dentro de mi chaleco y se abrió camino a mordiscos hasta instalarse en mi corazón. ¡Qué extraño! —exclamó, de repente alejándose de su relato—. Es extraño que la elija a usted como confidente de todo esto, jovencita, y también extraño que me escuche usted tranquilamente, como si fuera la cosa más normal del mundo que un hombre como yo cuente historias sobre su amante bailarina de ópera a una niña singular y sin experiencia como usted. Pero esto explica aquello, como le insinué en otra ocasión: usted, con su seriedad, prudencia y discreción, está hecha para ser destinataria de secretos. Además, sé con qué tipo de mente me comunico; sé que no es probable que se contagie: es una mente original, única. Afortunadamente, no pretendo herirla, pero aunque lo pretendiera, no podría. Cuanto más conversemos usted y yo, mejor, porque mientras que yo no puedo contaminarla, usted sí puede aliviarme a mí.

Después de esta digresión, continuó:

 

—Me quedé en el balcón. «Vendrán a su boudoir, sin duda —pensé—, les prepararé una emboscada». Así que extendí la mano por la puerta abierta y corrí la cortina, dejando una abertura para poder observarlos, luego cerré la puerta, dejando un resquicio suficiente para dar salida a «los juramentos de los amantes», y volví sigilosamente a mi silla, me senté y entró la pareja. Pegué el ojo rápidamente a la abertura. Entró la doncella de Céline, encendió una lámpara, la colocó en la mesa y se retiró. De este modo pude verlos claramente a los dos; se quitaron las capas y allí estaba «la Varens» engalanada con raso y joyas, regalos míos, por supuesto, y allí estaba su acompañante con uniforme de oficial. Reconocí a un vizconde libertino, un joven disoluto sin cerebro al que había encontrado en algunas fiestas, y al que no me había molestado en odiar por considerarlo demasiado despreciable. Al reconocerlo, el colmillo de la serpiente, los celos, se desvaneció al instante porque al mismo tiempo se extinguió mi amor por Céline. No valía la pena luchar por una mujer capaz de traicionarme con semejante rival; solo merecía el desprecio, aunque menos que yo mismo, que me había dejado engañar.

»Comenzaron a hablar, y su conversación me tranquilizó del todo: frívola y mercenaria, sin corazón y sin sentido, conseguía aburrir a un oyente más que enfurecerlo. Había una tarjeta mía en la mesa que, cuando la vieron, sacó mi nombre a colación. Ninguno de los dos poseía suficiente ingenio para humillarme, pero me insultaron tan groseramente como pudieron a su manera frívola, especialmente Céline, que estuvo incluso brillante al hablar de mis defectos personales, o deformidades, como los llamó. Ella solía cantar su ferviente admiración de lo que llamaba mi beauté mâle, a diferencia de usted, que me dijo rotundamente en nuestra segunda entrevista que no me consideraba guapo. Me sorprendió el contraste entonces, y…

Adèle vino corriendo de nuevo.

—Monsieur, John ha venido a decir que ha llegado su administrador para hablar con usted.

—En ese caso, debo abreviar. Abriendo la puerta, entré, liberé a Céline de mi protección, le dije que se marchara de la casa y le ofrecí dinero para sus gastos inmediatos. Ignoré sus gritos, histeria, súplicas, excusas y convulsiones y me cité con el vizconde para encontrarnos en el Bois de Boulogne. A la mañana siguiente, tuve el placer de enfrentarme con él y dejé una bala en uno de sus pobres brazos blancuzcos, débiles como las alas de un pollo enfermo, y así pensé haberme librado de aquella chusma. Pero por desgracia, seis meses antes, la Varens me había dado esta hija, Adèle, que aseguraba era mía y puede que lo sea, aunque no veo ninguna prueba de esta paternidad en su cara. Pilot se me parece más que ella. Unos años después de romper yo con la madre, esta abandonó a su hija y se escapó a Italia con un músico o un cantante. No reconocí el derecho natural de Adèle a que yo la mantuviera, ni lo reconozco, porque no soy su padre, pero al enterarme de que estaba totalmente desvalida, arranqué a la pobre criatura del fango y el barro de París para trasplantarla en la tierra limpia y saludable de un jardín de la campiña inglesa. La señora Fairfax la buscó a usted para instruirla, pero ahora que sabe usted que es la hija ilegítima de una bailarina de ópera francesa, quizás cambie su actitud hacia su puesto y su alumna. Vendrá usted un día de estos a decirme que ha encontrado otro puesto, que me ruega que busque una nueva institutriz, ¿no es así?

—No. Adèle no es responsable de las culpas de su madre ni de las de usted; la aprecio y ahora que sé que es, en cierta manera, huérfana, abandonada por su madre y repudiada por usted, señor, estaré aún más unida a ella. ¿Cómo podría preferir a la hija mimada de una familia rica, que odiaría a su institutriz y la consideraría un fastidio, que a una solitaria huérfana, que la trata como a una amiga?

—¡Así que lo ve usted bajo ese prisma! Bien, debo entrar en la casa y usted también; se está haciendo de noche.

Pero me quedé unos minutos más con Adèle y Pilot. Hicimos una carrera y jugamos con la raqueta y el volante. Cuando entramos y le quité el sombrero y el abrigo, la senté en mi regazo, donde la tuve durante una hora, permitiéndola charlotear todo lo que quiso. Ni siquiera la reñí por unas pequeñas libertades y trivialidades en las que solía caer cuando se le hacía mucho caso, y que indicaban una superficialidad de carácter probablemente heredada de su madre y no muy atractiva para una mentalidad inglesa. Busqué en su expresión y sus facciones algún parecido con el señor Rochester, pero no encontré ninguno; no había ninguna característica, ningún gesto que indicase parentesco entre ellos. Era una lástima; si se hubiera podido demostrar que se le parecía, la habría querido más.

Hasta que no me hube retirado a mi cuarto a pasar la noche, no revisé cuidadosamente el relato que me había contado el señor Rochester. Como él había dicho, probablemente no había nada de extraordinario en la esencia de la narración: la pasión de un inglés rico por una bailarina francesa y la traición de esta eran asuntos corrientes, sin duda, en la alta sociedad; pero había algo decididamente extraño en el paroxismo de emoción que lo embargó de repente al expresar su buen humor actual y su recién hallado placer en su vieja casa y sus propiedades. Medité perpleja este incidente, pero al final lo dejé, por encontrarlo inexplicable de momento, y me puse a considerar el trato de mi amo hacia mí. La confianza que había tenido a bien depositar en mí me pareció un tributo a mi discreción, y lo acepté como tal. Su comportamiento hacia mí había sido más uniforme desde hacía unas semanas que al principio. Nunca parecía estorbarlo; no tenía arranques de fría altivez; cuando nos encontrábamos por casualidad, parecía alegrarse; siempre me dedicaba unas palabras y a veces una sonrisa; cuando me llamaba a su presencia, me honraba con una cordialidad que me hacía sentir que realmente tenía el poder de divertirlo, y que buscaba esas charlas vespertinas tanto por su propio placer como por mi bienestar.

A decir verdad, yo hablaba poco, pero le oía hablar con gusto. Estaba en su naturaleza ser comunicativo, le gustaba hacer vislumbrar a una mente ignorante del mundo escenas y maneras (no me refiero a escenas escabrosas ni maneras disipadas, sino otras cuyo interés estribaba en su gran escala y la extraña novedad que las caracterizaba); y me proporcionaba un vivo placer oír las nuevas ideas que él ofrecía, plasmar las imágenes que retrataba y seguir sus pensamientos por las nuevas regiones que revelaba, y nunca me asustó ni molestó con alusiones nocivas.

Yo no experimentaba ninguna cohibición dolorosa gracias a la naturalidad de su comportamiento y a la amable franqueza, tan correcta como cordial, con la que me trataba y con la que me atraía hacia sí. Algunas veces me sentía como si él fuera pariente mío y no mi amo; sin embargo, a veces aún se ponía arrogante, pero no me importaba, porque sabía que era su manera de ser. Me encontraba tan feliz y contenta con este nuevo interés en la vida que dejé de echar de menos una familia. Mi mísero sino pareció expandirse, se llenaron los huecos de mi existencia, mi salud mejoró, aumenté de peso y de fuerzas.

¿Todavía era feo el señor Rochester a mis ojos? No, lector. La gratitud y muchas asociaciones amenas y agradables convirtieron su cara en el objeto que más me gustaba contemplar; su presencia en una habitación la animaba más que el fuego más vivo. No obstante, no me había olvidado de sus defectos, que no me era posible olvidar, porque me los mostraba a menudo. Era orgulloso, sarcástico, poco tolerante con todo lo que le parecía inferior. En el fondo de mi alma, sabía que su gran bondad hacia mí se contrarrestaba con una injusta severidad hacia otros muchos. También era inexplicablemente voluble; más de una vez, cuando me mandaba llamar para que le leyera, lo encontraba sentado solo en la biblioteca con la cabeza apoyada en los brazos cruzados y, cuando levantaba la cabeza, un gesto malhumorado, casi maligno, ensombrecía sus facciones. Pero yo creía que su volubilidad, su brusquedad y su antigua falta de moralidad (digo antigua porque parecía haberse regenerado) tenían su origen en alguna cruel injusticia del destino. Creía que era un hombre de tendencias más elevadas, principios superiores y gustos más refinados de lo que las circunstancias habían desarrollado, la educación inculcado o la providencia alentado. Creía que tenía excelentes cualidades, aunque en ese momento se encontrasen algo ajadas y enmarañadas. No puedo negar que me sentía conmovida por su pena, fuera cuál fuese, y habría dado cualquier cosa con tal de aliviársela.

Aunque había apagado la vela y me había tumbado en la cama, no podía dormir pensando en su mirada cuando se detuvo en la avenida para contar cómo se le había aparecido el destino, retándolo a ser feliz en Thornfield.

«¿Por qué no? —me pregunté—. ¿Qué lo separa de la casa? ¿Se marchará otra vez pronto? La señora Fairfax ha dicho que rara vez se queda más de quince días, y lleva ya ocho semanas aquí. Si se marcha, será un cambio triste. Si estuviera ausente durante la primavera, el verano y el otoño, ¡qué lúgubres parecerían los días soleados!».

No sé si me dormí o no después de estos pensamientos; en cualquier caso, me sobresalté al oír un vago murmullo, extraño y funesto, que sonaba, me pareció, exactamente encima de mí. Deseé no haber apagado la vela, porque era una noche tristemente oscura y mi espíritu estaba decaído. Me incorporé atenta en la cama, pero el sonido se había detenido.

Intenté dormir de nuevo, pero mi corazón latía con ansiedad, mi serenidad interna estaba deshecha. Dieron las dos en el reloj lejano del vestíbulo. En aquel momento me pareció oír un roce en la puerta de mi cuarto, como si unos dedos barrieran sus paneles al buscar a tientas su camino por el oscuro corredor. «¿Quién está ahí?» dije, pero no recibí respuesta. Estaba estremecida de miedo.

De repente, se me ocurrió que podía ser Pilot, que muchas veces, cuando dejaban abierta la puerta de la cocina, llegaba hasta el umbral de la habitación del señor Rochester; yo misma lo había visto allí por las mañanas. La idea me tranquilizó un poco y me volví a echar. El silencio calma los nervios alterados y, como una quietud total llenaba la casa de nuevo, empecé a notar que me dormía de nuevo. Pero el destino no quiso que descansara aquella noche. Apenas me había llegado el sueño cuando lo espantó un incidente bastante espeluznante.

Fue una carcajada demoníaca, queda, reprimida y grave, que pareció provenir de la misma cerradura de mi puerta. La cabecera de mi cama estaba cerca de la puerta y al principio creí que el duende que reía estaba al lado de mi cama, o más bien agazapado junto a mi almohada. Me levanté y miré alrededor, pero no pude ver nada. Mientras miraba fijamente, se repitió el sonido antinatural y me di cuenta de que venía de detrás de los paneles. Mi primer impulso fue levantarme y echar el cerrojo, y el siguiente, gritar:

—¿Quién está ahí?

Alguna cosa gorgoteó y gimió. Al poco tiempo, se oyeron pasos alejarse por la galería hacia la escalera del tercer piso. Recientemente habían puesto allí una puerta para separarlo del resto de la casa, y oí cómo se abrió y cerró y luego se hizo el silencio.

«¿Ha sido Grace Poole? ¿Está poseída por el diablo?» pensé. Me era imposible quedarme más tiempo sola, debía ir a buscar a la señora Fairfax. Me puse apresuradamente un vestido y un chal, corrí el cerrojo y abrí la puerta con mano temblorosa. Fuera había una vela encendida, en la alfombra del pasillo. Me sorprendió este hecho, pero me asombró más notar el aire turbio, como lleno de humo; mientras miraba a izquierda y derecha para ver de dónde procedían aquellos jirones azules, percibí un fuerte olor a quemado.

Oí crujir algo: era una puerta abierta, la puerta del señor Rochester, y de allí salía una nube de humo. No pensé más en la señora Fairfax, no pensé más en Grace Poole y sus carcajadas; en un instante había entrado en su cuarto. Llamaradas de fuego rodeaban la cama: ardían las cortinas. En medio del incendio, yacía el señor Rochester, inmóvil, profundamente dormido.

—¡Despierte! ¡Despierte! —grité y lo sacudí, pero solo gruñó y se dio la vuelta: estaba atontado por el humo. No había un minuto que perder, se estaban prendiendo las sábanas. Corrí hacia el lavabo y la jarra y afortunadamente ambos eran grandes y estaban llenos de agua. Los levanté, inundé la cama y a su ocupante, fui volando a mi propio cuarto, llevé mi propia jarra, volví a bautizar el lecho y, con la ayuda de Dios, conseguí apagar las llamas que lo devoraban.

 

El siseo del fuego al apagarse, la rotura de una jarra que tiré después de vaciarla, y, sobre todo, el chaparrón al que lo sometí despertaron, por fin, al señor Rochester. Aunque estaba oscuro, sabía que estaba despierto porque lo oí estallar en extrañas imprecaciones al verse inmerso en un charco de agua.

—¿Hay una inundación? —gritó.

—No, señor —respondí—, pero ha habido un incendio. Por favor levántese; ya está apagado. Le traeré una vela.

—Por todos los duendes de la cristiandad, ¿es Jane Eyre? —preguntó—. ¿Qué ha hecho conmigo, bruja, hechicera? ¿Quién más está en la habitación? ¿Se ha propuesto ahogarme?

—Le traeré una vela, señor, y, por el amor del cielo, levántese. Alguien ha querido hacerle daño. Cuanto antes averigüe quién ha sido, mejor.

—Ya está, estoy levantado. Pero si va ahora por la vela, será bajo su propio riesgo. Espere dos minutos hasta que me ponga algunas prendas secas, si es que queda alguna. Sí, aquí está mi bata. Ahora, váyase corriendo.

Lo hice y volví con la vela que todavía estaba en el pasillo. Me la cogió de la mano y la levantó para mirar la cama, toda negra y quemada, las sábanas empapadas y la alfombra calada de agua.

—¿Qué ha sido y quién lo ha hecho? —preguntó.

Le conté brevemente lo que había ocurrido: la extraña carcajada que oí en el pasillo, los pasos subiendo al tercer piso, el humo, el olor a fuego que me habían conducido a su habitación, el estado de las cosas allí y cómo lo había inundado con toda el agua que pude encontrar.

Mientras me escuchaba muy serio, su rostro expresaba más preocupación que asombro; no habló enseguida cuando concluí.

—¿Llamo a la señora Fairfax? —pregunté.

—¿A la señora Fairfax? No, ¿para qué rayos la iba usted a llamar? ¿Qué puede hacer ella? Deje que duerma tranquila.

—Entonces traeré a Leah y despertaré a John y a su esposa.

—No, estése quieta. Lleva puesto un chal, pero si aún tiene frío, coja mi capa, arrópese con ella y siéntese en el sillón. Tenga, se la pongo yo. Ahora ponga los pies en el escabel para que no se mojen. Voy a dejarla unos minutos. Me llevaré la vela. Quédese donde está hasta que vuelva, quieta como un ratón. Debo hacer una visita al tercer piso. Acuérdese de no moverse, y no llame a nadie.

Se marchó: vi alejarse la luz. Caminó silenciosamente por la galería, abrió la puerta de la escalera con el menor ruido posible, la cerró a sus espaldas y desapareció el último haz de luz. Quedé totalmente a oscuras. Escuché por si oía algo, pero no había ruido alguno. Pasó mucho tiempo. Empecé a cansarme y tenía frío, a pesar de la capa; además, no vi ningún sentido en quedarme, ya que no había de despertar a los demás. Estaba a punto de arriesgarme a incurrir en la desaprobación del señor Rochester desobedeciendo sus órdenes, cuando volvió a verse la luz débilmente reflejada en las paredes de la galería y a oírse los pasos de sus pies descalzos en la alfombra. «Espero que sea él —pensé—, y no algo peor».

Entró muy pálido y sombrío.

—Lo he descubierto todo —dijo, dejando la vela en el lavabo—. Ha sido como pensaba.

—¿Cómo, señor?

No respondió, sino que permaneció con los brazos cruzados mirando al suelo. Al cabo de unos minutos inquirió con un tono algo peculiar:

—No recuerdo si ha dicho que ha visto alguna cosa al abrir la puerta de su habitación.

—No, señor, solo la palmatoria en el suelo.

—¿Pero ha oído una risotada extraña? ¿Había oído antes la misma risa o algo semejante?

—Sí, señor; hay una mujer que viene aquí a coser, que se llama Grace Poole; ella se ríe de esa manera. Es una persona singular.

—Así es. Grace Poole, lo ha adivinado. Es como usted dice, singular, mucho. Bien, reflexionaré sobre el asunto. Mientras tanto, me alegro de que sea usted la única persona, aparte de mí, que sepa todos los detalles del incidente de esta noche. No es usted una tonta parlanchina: no diga usted nada a nadie. Yo buscaré una explicación para el estado de esto —señalando la cama—; ahora vuelva usted a su cuarto. Yo estaré muy bien en el sofá de la biblioteca durante el resto de la noche. Son casi las cuatro; en dos horas se levantarán los criados.

—Buenas noches, entonces —dije, saliendo.

Pareció sorprenderse, contradictoriamente, puesto que acababa de decirme que me fuera.

—¿Qué? —exclamó— ¿ya me abandona? ¿Y de esta manera?

—Ha dicho usted que me podía marchar, señor.

—Pero no sin despedirse, no sin decirle yo unas palabras de reconocimiento y buena voluntad, no de este modo seco y escueto. ¡Me ha salvado la vida! ¡Me ha arrancado de las garras de una muerte horrible y dolorosa! ¡Y se marcha como si fuésemos extraños! Por lo menos deme la mano.

Extendió la mano, le di la mía, y la cogió, primero con una y, después, entre las dos suyas.

—Me ha salvado la vida. Me complace tener una deuda tan inmensa con usted. No puedo decir más. No hay otra persona en el mundo a quien hubiera tolerado como acreedor de semejante favor; pero con usted es diferente. Su beneficio no es una carga para mí.

Hizo una pausa y me miró; se asomaron a sus labios palabras casi visibles… pero las contuvo.

—Buenas noches nuevamente, señor. No existe tal deuda, beneficio, carga ni favor en este caso.

—Sabía —continuó— que me haría bien de alguna forma, en algún momento. Lo noté en sus ojos la primera vez que la vi: su expresión y su sonrisa no… —se paró de nuevo— no… —prosiguió rápidamente— me deleitaron hasta el fondo de mi corazón sin motivos. La gente habla de simpatías naturales y he oído hablar de hadas buenas: hay algo de verdad hasta en las fábulas más fantásticas. Mi queridísima salvadora, buenas noches.

Había una extraña energía en su voz y un extraño fuego en su mirada.

—Me alegro de haber estado despierta —dije e hice ademán de marcharme.

—Entonces, ¿se marcha?

—Tengo frío, señor.

—¿Frío? Sí, ¡ahí de pie en un charco de agua! ¡Váyase, Jane, váyase! —pero aún retenía mi mano, y no pude soltarla. Se me ocurrió un ardid.

—Creo que oigo moverse a la señora Fairfax —dije.

—Bien, ¡déjeme! —relajó sus dedos y me fui.

Regresé a mi cama, pero no pensé en dormirme. Hasta que amaneció, estuve revuelta en unas aguas tormentosas, alternándose olas de inquietudes con embistes de regocijo. A veces, pensé ver las orillas, dulces como las colinas de Beulah, más allá de las aguas, y, de vez en cuando, un viento refrescante, nacido de la esperanza, llevaba mi espíritu triunfante hacia la ribera; pero no pude alcanzarla ni con la imaginación, porque una brisa contraria soplaba desde la tierra y me echaba hacia atrás una y otra vez. El buen sentido se resistió al delirio, el discernimiento ahuyentó la pasión. Demasiado febril para descansar, me levanté en cuanto despuntó el alba.