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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Apenas había atado los cordones de la carpeta cuando, mirando su reloj, dijo abruptamente:

—Son las nueve; ¿en qué está pensando, señorita Eyre, para tener a Adèle levantada hasta tan tarde? Llévela a la cama.

Adèle fue a darle un beso antes de abandonar la habitación; él toleró su caricia, pero no pareció disfrutarla más de lo que lo hubiera disfrutado Pilot, ni siquiera tanto.

—Les deseo buenas noches a todas —dijo señalando la puerta con un gesto de la mano, significando que se había cansado de nuestra compañía y quería despedirnos. La señora Fairfax dobló su labor, yo cogí la carpeta, le hicimos una reverencia, a la que respondió él con un saludo glacial, y nos retiramos.

—Me había dicho usted que el señor Rochester no era nada fuera de lo común, señora Fairfax —comenté cuando me reuní con ella en su cuarto, después de acostar a Adèle.

—¿Y no es así?

—Yo creo que no: es muy voluble y brusco.

—Es verdad. Supongo que puede parecérselo a un extraño, pero estoy tan acostumbrada a su forma de ser que nunca pienso en ello; y si tiene excentricidades de carácter, hay que perdonárselas.

—¿Por qué?

—En parte, porque está en su naturaleza, y ninguno de nosotros somos responsables de nuestra naturaleza, y en parte, tiene pensamientos dolorosos, sin duda, que lo atormentan y hacen que varíe su humor.

—¿Sobre qué?

—Problemas familiares, para empezar.

—Pero no tiene familia.

—Ahora, no, pero la ha tenido; al menos, ha tenido parientes. Perdió a su hermano mayor hace unos años.

—¿Su hermano mayor?

—Sí. El actual señor Rochester no ha sido propietario de las tierras mucho tiempo, solo unos nueve años.

—Nueve años es bastante tiempo. ¿Tanto quería a su hermano que todavía llora su pérdida?

—Pues, no, quizás no. Tengo entendido que hubo problemas entre ellos. El señor Rowland Rochester no fue del todo justo con el señor Edward, y es posible que predispusiera a su padre contra él. Al viejo caballero le gustaba el dinero y se preocupaba de mantener unidas las propiedades familiares. No quería que se dividieran, pero también quería que tuviese dinero el señor Edward para poder mantener el esplendor de su apellido; poco después de su mayoría de edad, se tomaron unas medidas que no fueron del todo justas, y causaron muchos males. El viejo señor Rochester y el señor Rowland se unieron para poner al señor Edward en lo que él consideró una situación dolorosa, con el fin de que hiciese fortuna; nunca supe exactamente la naturaleza de esa situación, pero su espíritu no pudo soportar el padecimiento. No es una persona que perdone fácilmente: rompió con su familia y durante muchos años vivió una vida precaria. No creo que haya residido quince días seguidos en Thornfield desde que la muerte de su hermano, intestado, lo convirtió en amo de la propiedad; verdaderamente no es sorprendente que rehuya este lugar.

—¿Por qué debería rehuirlo?

—Quizás lo considere melancólico.

La respuesta era evasiva; me habría gustado recibir una más clara; pero la señora Fairfax o bien no podía o no quería darme una información más explícita sobre el origen y la naturaleza de las cuitas del señor Rochester. Aseguró que eran un misterio para ella y que lo que sabía eran sobre todo conjeturas. De hecho, era evidente que quería que dejara el tema, y así lo hice.

Capítulo XIV

En los días siguientes vi poco al señor Rochester. Por las mañanas parecía estar muy ocupado con sus asuntos, y por las tardes venían de visita caballeros de Millcote o los alrededores, y a veces se quedaban a cenar con él. Cuando su esguince mejoró lo suficiente para permitirle montar a caballo, se iba de paseo con frecuencia, probablemente para corresponder a estas visitas, porque no solía regresar hasta bien entrada la noche.

En ese tiempo, ni siquiera llamó a Adèle ante su presencia, y el único contacto que yo tuve con él se limitó a unos encuentros fortuitos en el vestíbulo, en la escalera o en la galería, y en estas ocasiones pasaba a mi lado altiva o fríamente, apenas saludándome con un distante movimiento de cabeza o una mirada indiferente, y a veces inclinándose y sonriendo con cortesía y amabilidad galantes. No me ofendían sus cambios de humor, porque me di cuenta de que yo no tenía nada que ver con ellos: los altibajos dependían de causas ajenas a mí.

Un día tenía invitados para cenar, y pidió que le llevaran mi carpeta, para exhibir su contenido, sin duda. Los caballeros se marcharon temprano para asistir a una reunión pública en Millcote, según me dijo la señora Fairfax, pero, como era una noche desapacible y lluviosa, el señor Rochester no los acompañó. Poco después de la marcha de aquellos, tocó la campana: llegó el mensaje de que bajáramos Adèle y yo. Cepillé el cabello de Adèle, la arreglé un poco y, habiendo comprobado que yo estaba ataviada con mis ropajes habituales de cuáquera, que no tenían nada para retocar —puesto que todo era tan sencillo y sin adornos, incluido el cabello trenzado, que no había nada que desordenar—, bajamos. Adèle se preguntaba si el petit coffre habría llegado por fin, ya que, debido a algún error, su llegada se había retrasado. Se cumplió su deseo: allí estaba, una pequeña caja de cartón, sobre la mesa, cuando entramos al comedor. Ella pareció reconocerlo por instinto.

Ma boîte, ma boîte![15] —exclamó, corriendo hacía ella.

—Sí, ahí tienes tu boîte por fin. Llévatela a un rincón, auténtica hija de París, y diviértete destripándola —dijo la voz grave y mordaz del señor Rochester, que procedía de las profundidades de un enorme sillón junto al fuego—. Y cuidado —continuó— con molestarme con detalles del proceso anatómico o informes sobre el estado de las entrañas. Que la operación se lleve a cabo en silencio, tiens-toi tranquille, enfant; comprends-tu?[16].

A Adèle apenas le hizo falta la advertencia; ya se había retirado al sofá con su tesoro, y estaba ocupada en desatar la cuerda que sujetaba la tapadera. Habiendo quitado ese estorbo y levantado algunas hojas plateadas de papel de seda, simplemente exclamó:

Oh, Ciel! Que c’est beau![17] —y se quedó absorta, contemplándolo extáticamente.

—¿Está ahí la señorita Eyre? —preguntó el amo, medio levantándose de su sillón para mirar hacia la puerta, junto a la cual yo me encontraba todavía.

—Bien, adelántese y siéntese aquí —acercó un sillón al suyo.

—No soy aficionado a la charla de los niños —prosiguió—; solterón como soy, su media lengua no tiene asociaciones agradables para mí. Me sería intolerable pasar toda la tarde tête-à-tête con un mocoso. No aleje usted ese sillón, señorita Eyre; siéntese exactamente donde yo lo he puesto, si no le importa, quiero decir. ¡Al diablo con la etiqueta! Siempre se me olvida. Tampoco me atraen demasiado las ancianas ingenuas. A propósito, debo mandar llamar a la mía, pues no está bien desatenderla. Es una Fairfax, o estuvo casada con uno, y dicen que la sangre tira mucho.

Llamó para enviarle una invitación a la señora Fairfax, que llegó enseguida con su cesta de calceta en la mano.

—Buenas tardes, señora. La he hecho llamar por un motivo caritativo: he prohibido a Adèle que me hable de sus regalos, y está a punto de reventar de ganas de hablar. Tenga usted la bondad de hacerle de auditora e interlocutora; será una de las obras más benévolas que haya hecho usted nunca.

De hecho, en cuanto vio Adèle a la señora Fairfax, la llamó al sofá y llenó su regazo con los objetos de porcelana, marfil y cera que había en su boîte, a la vez que la colmaba de explicaciones extáticas en el mejor inglés que sus pobres conocimientos le permitían.

—Ahora que he cumplido con el papel de buen anfitrión —siguió el señor Rochester—, haciendo que se diviertan mis invitadas, debe permitírseme buscar mi propio placer. Señorita Eyre, adelante usted su sillón un poco más, todavía está muy lejos; no puedo verla sin sacrificar mi postura en este sillón cómodo, cosa que no pienso hacer.

Hice lo que me pidió, aunque hubiera preferido mantenerme en la sombra. Pero el señor Rochester tenía un modo tan directo de dar órdenes que parecía natural obedecerle en el acto.

Como ya he dicho, estábamos en el comedor; la araña, encendida para la cena, llenaba la habitación con una luz festiva; el gran fuego brillaba rojo y alegre; los cortinajes morados pendían rica y generosamente del alto ventanal y del arco aún más alto; todo era silencio salvo la charla queda de Adèle (que no se atrevía a hablar en voz alta) y, llenando las pausas, el batir de la lluvia invernal contra los cristales.

El señor Rochester, sentado en su sillón de damasco, tenía un aspecto diferente del que otras veces había visto, no tan severo, mucho menos sombrío. Tenía una sonrisa en los labios y un brillo en los ojos, no estoy segura si producidos por el vino o no, pero me parece muy probable. En una palabra, estaba de un humor de sobremesa, más expansivo y cordial y más desenvuelto que su humor frío y austero de las mañanas. A pesar de todo, aún se le veía serio, con la enorme cabeza apoyada en el respaldo acolchado de su sillón y la luz del fuego reflejada en sus facciones graníticas y sus grandes ojos oscuros —porque tenía unos ojos grandes y oscuros, y muy hermosos, también—, no exentos de ciertos cambios en su profundidad que, si no denotaban dulzura, a veces, por lo menos, lo parecía.

 

Él llevaba dos minutos mirando el fuego y yo mirándolo a él al mismo tiempo, cuando, al volver de pronto la cabeza, me vio con la vista fija en su rostro.

—Me examina usted, señorita Eyre —dijo—. ¿Me considera guapo?

Si lo hubiera pensado, habría contestado a su pregunta con una evasiva convencional y cortés, pero la respuesta se me escapó de la boca antes de darme cuenta:

—No, señor.

—¡Vaya, vaya! hay algo excepcional en usted —dijo—, tiene aires de mojigata, extraña, callada, seria y sencilla, sentada ahí con las manos juntas y los ojos mirando la alfombra, salvo, por cierto, cuando se dirigen penetrantes a mi cara, como ahora mismo, por ejemplo; y cuando se le pregunta algo o se le hace un comentario que requiere respuesta, suelta usted una réplica contundente que, si no hiriente, por lo menos es brusca. ¿Qué quiere usted decir?

—Señor, he hablado sin pensar, perdóneme. Debería haber dicho que no es fácil dar una respuesta improvisada a una pregunta sobre el físico, que hay gustos diferentes, que la belleza importa poco, o algo de este estilo.

—No debería haberlo hecho en absoluto. ¡Conque la belleza importa poco! Así, con el pretexto de suavizar su ultraje anterior, de ablandarme y apaciguarme, ¡me clava usted un cortaplumas bajo el oído! Venga, dígame qué defectos me encuentra, se lo ruego. ¿Supongo que tengo todos mis miembros y todas mis facciones como los demás hombres?

—Señor Rochester, permítame que me retracte de mi primera respuesta. No pretendía provocar una discusión; solo ha sido una torpeza.

—Exactamente, así me lo parece y se la voy a hacer pagar. Critíqueme: ¿no le gusta mi frente?

Alzó las ondas negras que yacían horizontales sobre su frente para mostrar una masa bastante sólida de órganos intelectuales con un hueco repentino donde debía de estar el signo de la benevolencia.

—Dígame, señorita, ¿soy idiota?

—Ni mucho menos, señor. ¿Me creería mal educada si le preguntase a mi vez si es usted un filántropo?

—Ahí está otra vez: ¡clavándome el cortaplumas de nuevo, mientras finge darme golpecitos en la cabeza! Y es porque le he dicho que no me gusta la compañía de niños y ancianas ¡digámoslo en voz baja! No, señorita, no soy filántropo por lo general, pero tengo conciencia —y señaló las protuberancias que se dice indican esa facultad y que, afortunadamente para él, eran bastante visibles, y daban, de hecho, una anchura notable a la parte superior de su cabeza—. Y, además, alguna vez tuve una especie de ternura de corazón. Cuando era tan joven como usted, era un tipo bastante sensible, amigo de los inexpertos, los desamparados y los desgraciados. Pero la fortuna me ha maltratado desde entonces, me ha amasado incluso con los nudillos, y ahora presumo de ser duro y resistente como una pelota de caucho, aunque con algún resquicio todavía, y con un punto vulnerable en medio de la protuberancia. ¿Aún hay esperanzas para mí?

—¿Esperanzas de qué, señor?

—¿De una última transformación de caucho a carne nuevamente?

«Decididamente, ha bebido demasiado vino», pensé, y no supe responder a su extraña pregunta. ¿Cómo iba a saber yo si podía transformarse de nuevo?

—Parece usted estar perpleja, señorita Eyre, y aunque no es más bella que yo guapo, un aire de perplejidad la favorece. Además, a mí me viene bien, porque mantiene alejados sus ojos inquisitivos de mi rostro y los entretiene en mirar las flores de estambre de la alfombra; así que siga usted perpleja. Jovencita, estoy dispuesto a ser sociable y comunicativo esta noche.

Con esta declaración, se levantó del sillón y se quedó de pie apoyando el brazo en la repisa de mármol de la chimenea. En esta postura, se veía su talle tan claramente como su cara, con la inusitada anchura de pecho, casi desproporcionado con su altura. Estoy segura de que mucha gente lo habría considerado un hombre feo; sin embargo, había tanto orgullo inconsciente en su porte y tanta naturalidad en su comportamiento, tal aspecto de indiferencia por su apariencia externa, una confianza tan arrogante en otras cualidades, intrínsecas o fortuitas, para suplir la falta del simple atractivo personal, que, mirándolo, uno compartía su indiferencia y, aunque de una forma ciega e imperfecta, compartía también su confianza.

—Estoy dispuesto a ser sociable y comunicativo esta noche —repitió—, por eso la he mandado llamar; el fuego y la lucerna no eran bastante compañía para mí, ni lo hubiera sido Pilot, puesto que ninguno de ellos sabe hablar. Adèle es un poco mejor, aunque deja mucho que desear, y la señora Fairfax, igual; usted, estoy convencido, puede servirme si quiere: la primera noche que la invité, me desconcertó usted. Desde entonces, casi la he olvidado; otras ideas han ahuyentado su recuerdo de mi memoria. Pero esta noche estoy decidido a estar a gusto, olvidar lo inoportuno y recordar lo agradable. Me agradaría sonsacarle y descubrir más cosas sobre usted, así que hable.

En lugar de hablar, sonreí, y no fue precisamente una sonrisa complaciente o sumisa.

—Hable —insistió.

—¿Sobre qué, señor?

—Sobre lo que quiera. Dejo a su elección tanto el tema como la forma de tratarlo.

En consecuencia, me quedé sin decir palabra. «Si espera que hable por el mero hecho de hablar y darme importancia, descubrirá que se ha dirigido a la persona equivocada», pensé.

—¿Es usted muda, señorita Eyre?

Seguí muda. Inclinó la cabeza hacia mí y pareció sumergirse en mis ojos con una rápida mirada.

—¿Obstinada? —dijo— y molesta. Bien, era de esperar. He hecho mi petición de forma absurda, casi insolente. Señorita Eyre, me disculpo. El caso es que, para que quede claro, no quiero tratarla como a un inferior; quiero decir (corrigiéndose), solo pretendo la superioridad que me confiere una diferencia de edad de veinte años y la experiencia de cien. Esto es legítimo, et j’y tiens, como diría Adèle, y, en virtud de esta superioridad, solamente quiero que tenga usted la bondad de hablar conmigo un poco ahora y distraer mis pensamientos, mortificados por rozar siempre el mismo asunto, gangrenoso como un clavo oxidado.

Se había dignado a ofrecer una explicación, casi una disculpa; no era insensible a su llaneza, y no quise aparentarlo.

—Estoy dispuesta a entretenerlo si está en mi mano, señor, pero no puedo introducir un tema, pues ¿cómo voy a saber qué le interesa? Hágame preguntas, y contestaré lo mejor que pueda.

—Entonces, en primer lugar, ¿está usted de acuerdo conmigo en que tengo que ser un poco dominante y brusco, exigente, incluso, por los motivos que he nombrado? Es decir, que tengo edad para ser su padre y he experimentado muchas luchas con muchos hombres de muchos países y he deambulado por medio mundo, mientras que usted ha vivido tranquila con el mismo grupo de personas en la misma casa.

—Haga lo que quiera, señor.

—Esa no es una respuesta: o, mejor dicho, es una respuesta muy irritante por lo evasiva; conteste claramente.

—No creo, señor, que tenga usted derecho a darme órdenes simplemente porque es mayor que yo o porque ha visto más mundo que yo; su pretensión de superioridad se basa en el uso que ha hecho de su tiempo y su experiencia.

—¡Mm! Buena respuesta, pero no voy a admitirla, ya que no me conviene. He usado equivocadamente, por no decir abusado, de ambas ventajas. Olvidándonos de la superioridad entonces, debe usted estar conforme con acatar mis órdenes de vez en cuando sin molestarse ni ofenderse por el tono autoritario, ¿quiere?

Sonreí y pensé para mí: «El señor Rochester es raro de verdad; parece haber olvidado que me paga treinta libras al año por acatar sus órdenes».

—La sonrisa está muy bien —dijo, dándose cuenta enseguida de mi gesto fugaz—, pero hable usted también.

—Pensaba, señor, que pocos amos se preocuparían en indagar si sus subordinados asalariados se molestaban u ofendían al recibir sus órdenes.

—¡Subordinados asalariados! ¿Cómo? ¿Es usted una subordinada asalariada? Sí, sí, me había olvidado del salario. Entonces, sobre esa base mercenaria, ¿permitirá usted que bravuconee un poco?

—No, señor, no sobre esa base; pero sobre la base de que lo había olvidado y que le importa si un empleado está a gusto o no en su empleo, no podría estar más de acuerdo.

—¿Y estará de acuerdo en perdonar muchas formas y frases convencionales sin pensar que su omisión sea señal de insolencia?

—Estoy segura, señor, de que nunca confundiría la informalidad con la insolencia; la primera me complace, y a la segunda no se sometería ningún ser nacido libre, ni por un salario.

—¡Tonterías! la mayoría de los seres nacidos libres se someterán a cualquier cosa por un salario; por lo tanto, hable por usted misma y no se atreva a hacer generalizaciones sobre algo que ignora usted totalmente. No obstante, mentalmente le estrecho la mano por su respuesta, a pesar de su inexactitud, tanto por la forma de decirlo como por su esencia. Su manera de hablar ha sido franca y sincera, algo que no se ve con mucha frecuencia, sino al contrario, la recompensa de la franqueza suele ser la afectación o la frialdad, o la interpretación burda, errónea y torpe del significado. No hay tres colegialas-institutrices inmaduras de cien que me hubieran contestado como lo ha hecho usted. Pero no pretendo halagarla; si usted está hecha con otro molde diferente de las demás, no es por mérito propio, sino de la Naturaleza. Y después de todo, me precipito en sacar conclusiones; por lo que sé, puede que no sea usted mejor que las demás; puede que tenga unos defectos imperdonables para contrarrestar sus pocos puntos positivos.

«Y usted también», pensé. Nuestras miradas se cruzaron al tener yo este pensamiento; pareció comprender la expresión y contestó como si las palabras hubieran sido dichas además de imaginadas.

—Sí, sí, tiene usted razón —dijo—, tengo muchos defectos yo también; lo sé y no quiero atenuarlos, se lo aseguro. Dios no quiera que sea demasiado severo con los demás; tengo una existencia pasada, una serie de actos, un color de vida para contemplar dentro de mí, que bien podrían atraer el escarnio de mis semejantes. Emprendí un camino, o más bien, porque como otros pecadores, me gusta echar la culpa a la mala suerte y las circunstancias adversas, fui lanzado a un camino a la edad de veintiún años, y nunca he vuelto a encontrar el camino correcto; pero podría haber sido diferente, podría haber sido tan bueno como usted, más sabio, casi tan puro. Le envidio su paz de espíritu, su conciencia tranquila, su memoria incontaminada. Jovencita, una memoria sin mancha ni contaminaciones debe de ser un tesoro exquisito, una fuente inagotable de consuelo, ¿no es así?

—¿Cómo era su memoria a los dieciocho años?

—Entonces estaba bien, impoluta y sana; ningún chorro de aguas de sentina la había convertido en un charco hediondo. La Naturaleza me había destinado a ser, en conjunto, un buen hombre, señorita Eyre, uno de los mejores, y ya ve usted que no lo soy. Usted dirá que no lo ve, por lo menos yo me complazco en sacar esta impresión de sus ojos, por cierto, tenga usted cuidado con lo que expresa con esos órganos, porque leo su lenguaje con facilidad. Le doy mi palabra de que no soy un malvado, no ha de suponerlo ni debe atribuirme tal eminencia, pero debido, creo firmemente, más a las circunstancias que a mis inclinaciones naturales, soy un pecador normal y corriente, un estereotipo de todas las disipaciones con las que los ricos y los inútiles quieren llenar su vida. ¿Le sorprende que le confiese esto? Sepa que, en el curso de su vida futura, a menudo se encontrará usted elegida como confidente de los secretos de sus conocidos. La gente sabrá instintivamente, como yo lo he sabido, que no es su fuerte hablar de sí misma, sino escuchar a los demás hablar de sí; pensarán también que los escucha sin desprecio malévolo por su indiscreción, sino con una especie de compasión innata, no menos reconfortante y alentadora por ser discreta en sus manifestaciones.

—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede usted adivinar todo esto, señor?

—Lo sé muy bien y por eso hablo casi con la misma libertad como si estuviera escribiendo mis pensamientos en un diario. Usted dirá que debería haber superado las circunstancias; es verdad, pero no lo hice. Cuando el destino me hirió, no tuve suficiente sabiduría para mantenerme frío: me desesperé, y después me volví pervertido. Ahora, cuando algún tonto vicioso provoca mi desprecio por su lenguaje ruin, no puedo presumir de ser mejor que él, he de confesar que él y yo estamos en el mismo nivel. ¡Ojalá me hubiera mantenido firme, bien lo sabe Dios! Huya usted del remordimiento cuando se sienta tentada a pecar, señorita Eyre, porque el remordimiento es el veneno de la vida.

 

—Dicen que se cura con la penitencia, señor.

—No es verdad. Puede que se cure con la reforma, y yo podría reformarme, me quedan fuerzas para ello, si… pero ¿de qué sirve pensarlo, impedido y maldito como estoy? Además, ya que se me niega irremediablemente la felicidad, tengo derecho a hallar placer en la vida, y lo hallaré, cueste lo que cueste.

—Entonces se pervertirá más todavía, señor.

—Es posible, pero ¿por qué, si puedo encontrar placeres nuevos y dulces? Y los puedo encontrar tan nuevos y tan dulces como la miel silvestre que encuentra la abeja en los páramos.

—Pero le picará y tendrá un sabor amargo, señor.

—¿Cómo lo sabe? Nunca la ha probado. ¡Qué seria, qué solemne se ha puesto! Y es tan ignorante del tema como la cabeza de este camafeo —cogiéndolo de la repisa de la chimenea—. No tiene usted derecho a sermonearme, neófita, que aún no ha traspasado el umbral de la vida y no sabe nada de sus misterios.

—Solo le recuerdo sus propias palabras, señor. Ha dicho usted que el errar conlleva el remordimiento, y que el remordimiento es el veneno de la vida.

—¿Y quién habla ahora de errar? No creo que la idea que ha pasado por mi cerebro sea un error. Creo que ha sido más inspiración que tentación, ha sido muy amena y sedante, lo sé. ¡Aquí viene de nuevo! No es un diablo, se lo aseguro, o, si lo es, se ha puesto la ropa de un ángel de luz. Creo que debo admitir a un huésped tan bello cuando pide entrar a mi corazón.

—Desconfíe, señor, no es un verdadero ángel.

—Una vez más, ¿cómo lo sabe? ¿Qué instinto le permite distinguir entre un serafín caído al abismo y un mensajero del trono eterno, entre un guía y un seductor?

—Lo he deducido por su aspecto, señor, que era de preocupación, cuando ha dicho que le ha vuelto la tentación. Estoy segura de que le hará más desgraciado si lo escucha.

—En absoluto. Trae el mensaje más benévolo del mundo; por lo demás, no es usted el guardián de mi conciencia, así que no se inquiete. Pase usted, bello viajero.

Dijo esto como si hablase con una aparición invisible para cualquier ojo que no fuera el suyo; luego, doblando los brazos, que había extendido a medias, sobre el pecho, pareció abrazar con ellos al ser invisible.

—Ahora —prosiguió, dirigiéndose a mí nuevamente—, he recibido al peregrino, que creo realmente es una deidad disfrazada. Ya me ha hecho bien. Mi corazón era una especie de osario, y ahora se convertirá en santuario.

—A decir verdad, señor, no lo comprendo en absoluto. No sigo la conversación, porque está fuera de mi alcance. Solo sé una cosa: ha dicho usted que no era tan bueno como le hubiera gustado y que lamentaba sus propias imperfecciones; una cosa sí entiendo: me ha insinuado que tener la memoria manchada era un azote constante. A mí me parece que, si lo intentara de veras, con el tiempo le sería posible convertirse en lo que usted mismo aprobaría. Si a partir del día de hoy empezara resueltamente a corregir sus pensamientos y acciones, en unos cuantos años habría acumulado un nuevo depósito impoluto de recuerdos al que podría acudir con gusto.

—Bien pensado y bien dicho, señorita Eyre; y en este momento estoy pavimentando el infierno con energía.

—¿Señor?

—Estoy colocando buenas intenciones, que me parecen tan duraderas como las piedras. Por supuesto que mis compañías y actividades serán distintas de lo que han sido.

—¿Y mejores?

—Y mejores, tanto como el oro puro es mejor que la vil escoria. Parece usted desconfiar de mí, pero yo no desconfío; sé cuál es mi objetivo y cuáles mis motivos, y en este momento apruebo una ley, inalterable como la de los medos y los persas, declarando correctos uno y otros.

—No pueden serlo, señor, si hace falta un nuevo estatuto para legalizarlos.

—Lo son, señorita Eyre, aunque necesiten absolutamente de un nuevo estatuto; las combinaciones desconocidas de circunstancias exigen reglamentos desconocidos.

—Parece una máxima peligrosa, señor, porque se puede ver enseguida que se presta a los abusos.

—¡Sabia sentencia! Es así; pero juro por mis «lares y penates» que no abusaré de él.

—Es usted humano y falible.

—Lo soy; usted también, ¿y qué?

—Los humanos y falibles no debemos usurpar un poder que solo puede confiarse a los divinos y perfectos.

—¿Qué poder?

—El decir de cualquier línea de conducta extraña y no sancionada: «Que sea correcta».

—«Que sea correcta»: las palabras exactas, usted las ha dicho.

—Ojalá lo sea entonces —dije, levantándome, ya que consideraba inútil proseguir un discurso que era todo oscuridad para mí. Además, me daba cuenta de que el carácter de mi interlocutor estaba más allá de mi entendimiento, o, por lo menos, más allá de su alcance actual; sentía también la incertidumbre, la vaga sensación de inseguridad que acompaña el convencimiento de la ignorancia.

—¿Adónde va?

—A acostar a Adèle. Es más de la hora acostumbrada.

—Me tiene miedo, porque hablo como una esfinge.

—Su lenguaje es enigmático, señor; pero, aunque estoy perpleja, desde luego no tengo miedo.

—Sí, tiene miedo; su amor propio teme una torpeza.

—En ese sentido me siento aprensiva: no tengo ganas de decir tonterías.

—Si lo hiciera, sería de un modo tan serio y sereno que yo lo confundiría con el sentido común. ¿Nunca se ríe usted, señorita Eyre? No se moleste en responder, pues ya veo que pocas veces se ríe, pero sabe reír de muy buena gana. Créame, no es usted austera por naturaleza, de la misma manera que yo no soy vicioso por naturaleza. Las limitaciones de Lowood todavía la influyen un poco, controlando sus facciones, acallando su voz y constriñendo sus miembros. Teme usted, en presencia de un hombre y un hermano, o padre o amo o lo que usted quiera, sonreír con demasiada alegría, hablar con demasiada libertad o moverse con demasiada rapidez. Pero con el tiempo, creo que aprenderá a ser natural conmigo, de la misma manera que yo encuentro imposible ser convencional con usted. Entonces, sus miradas y sus movimientos tendrán más vivacidad y variedad de la que ahora se atreven a ofrecer. Veo a intervalos la mirada de una rara especie de ave a través de los barrotes tupidos de una jaula. Es una prisionera vehemente, inquieta y resuelta; si estuviera libre, volaría hasta las nubes. ¿Se empeña en marcharse?

—Han dado las nueve, señor.

—No importa, espere un minuto, Adèle no está lista para acostarse todavía. Mi situación, señorita Eyre, con la espalda vuelta al fuego y de cara a la habitación, me permite observar. Mientras hablaba con usted, he echado una mirada a Adèle de vez en cuando, tengo mis propios motivos para considerarla un objeto curioso de estudio, motivos que quizás, no, seguro, le haré saber algún día; ha sacado de su caja, hace unos diez minutos, un vestido de seda rosa y la cara se le ha iluminado embelesada al desenvolverlo. Lleva la coquetería en la sangre, se mezcla con sus sesos y condimenta la médula de sus huesos. «Il faut que je l’essaie!» ha gritado, «Et à l’instant même!»[18] y ha salido corriendo de la habitación. Ahora está con Sophie, sometiéndose a un proceso de embellecimiento. Dentro de unos momentos volverá y sé lo que veré: una miniatura de Céline Varens, tal como aparecía en el escenario de… al levantarse el telón, pero eso no importa. Sin embargo, mis sentimientos más tiernos están a punto de sufrir un sobresalto, tengo el presentimiento. Quédese para ver si se cumple.

Poco después se oyeron los pasos de Adèle al brincar por el vestíbulo. Entró transformada, tal como había predicho su tutor. Un vestido de raso color rosa, muy corto y con tantos vuelos como su tamaño permitía, había reemplazado el vestido marrón que antes llevaba. Una corona de capullos de rosa ceñía su frente y medias de seda y sandalias de raso blanco adornaban sus pies.