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Jane Eyre

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Jane Eyre
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Czyta Alan Shearman, Alexis Jacknow, Cerris Morgan-Moyer, Darren Richardson, Emily Bergl, Jane Carr, Jeanne Syquia, Joanne Whalley, Nick Toren
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Jane Eyre / Джейн Эйр
Jane Eyre / Джейн Эйр
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Me sentía con ganas de ser útil o, por lo menos, solícita, creo, porque volví a acercarme a él.

—Si está usted herido y necesita ayuda, puedo traer a alguien o de Thornfield Hall o de Hay.

—Gracias, me las arreglaré. No hay ningún hueso roto, solo está torcido —se levantó nuevamente e intentó caminar, pero el esfuerzo le arrancó un «¡ay!» involuntario.

Como todavía quedaba algo de luz de día y la luna brillaba con fuerza, pude verlo claramente. Estaba envuelto en una capa de montar con cuello de piel y hebillas de acero; no pude ver muchos detalles, pero observé que era de mediana altura y bastante fornido. Tenía el rostro moreno, con facciones, graves y frente amplia. Los ojos y el entrecejo fruncido mostraban su ira y frustración en aquellos momentos. Ya no era joven, pero aún no de mediana edad, quizás unos treinta y cinco años. No me inspiraba nada de miedo y solo un poco de timidez. Si hubiese sido un caballero guapo de aspecto heroico, no me habría atrevido a hacerle preguntas de aquella manera en contra de su voluntad ni a ofrecerle mis servicios sin haberlos pedido él. Casi nunca había visto a un joven guapo y nunca había hablado con ninguno. Tenía una reverencia y veneración teóricas hacia la belleza, la elegancia, la galantería y la fascinación, pero si me hubiera encontrado con estas cualidades plasmadas en forma masculina, mi instinto me habría dicho que no podrían ni querrían congeniar conmigo, y los habría evitado como evitaría el fuego, los rayos o cualquier otra cosa brillante pero hostil.

Si por lo menos el forastero hubiera sonreído y se hubiera mostrado de buen humor cuando le hablé, si hubiera rehusado mi ofrecimiento de socorro alegremente y con gratitud, yo habría reemprendido mi camino sin sentirme inclinada a indagar más. Pero el ceño fruncido y la hosquedad del viajero hicieron que me sintiera a mis anchas. Cuando me hizo señas de que me fuera, me mantuve en mi puesto y dije:

—No puedo dejarlo, señor, a una hora tan tardía en este camino solitario, hasta que no lo vea en condiciones de montar al caballo.

Me miró cuando dije esto; antes apenas había vuelto sus ojos en mi dirección.

—Me parece que usted debería estar en casa también —dijo—, si es que tiene casa por esta zona. ¿De dónde ha venido?

—De allá abajo, y no me da nada de miedo estar bajo la luz de la luna. Iré corriendo a Hay con gusto, si usted lo desea; de todos modos, me dirijo allí para echar una carta.

—¿Vive usted allá abajo, quiere decir en la casa almenada? —señalando Thornfield Hall, blanquecina a la luz de la luna y destacando por ello sobre los bosques, que parecían una masa de sombras, en contraste con el cielo del oeste.

—Sí, señor.

—¿De quién es la casa?

—Del señor Rochester.

—¿Conoce usted al señor Rochester?

—No, jamás lo he visto.

—¿Es que él no vive allí?

—No.

—¿Puede decirme dónde está?

—No lo sé.

—No es usted criada de la casa, por supuesto. Usted es… —se detuvo y miró mi ropa, que era muy sencilla, como de costumbre: una capa de merino y un sombrero de castor, ambas prendas negras y ninguna lo bastante buena como para ser de la doncella de una dama. Se esforzaba por descubrir quién era, así que lo ayudé.

—Soy la institutriz.

—¡Vaya, la institutriz! —repitió— ¡que me ahorquen si no se me había olvidado! ¡La institutriz! —y de nuevo escudriñó mis ropas. Dos minutos más tarde, se levantó de la cerca. Su rostro mostró dolor al intentar moverse.

—No puedo encargarle que vaya a buscar ayuda —dijo—, pero puede usted ayudarme personalmente, si me hace el favor.

—Sí, señor.

—¿No tendrá un paraguas que me sirva de bastón?

—No.

—Intente coger la brida del caballo para acercármelo. ¿No tendrá miedo?

Habría tenido miedo de tocar el caballo si hubiera estado sola, pero cuando me dijo que lo hiciera, obedecí de buena gana. Dejé en la cerca el manguito, me acerqué al gran corcel e intenté cogerle la brida, pero era una bestia briosa y no me dejó acercarme a su cabeza. Lo intenté una y otra vez, pero fue en vano. Tenía muchísimo miedo de las coces de sus patas delanteras. El viajero se quedó mirando algún tiempo y por fin se rio.

—Ya veo —dijo— que la montaña no va a venir a Mahoma, así que lo único que puede usted hacer es ayudar a Mahoma a ir a la montaña. Le ruego que venga aquí.

Al hacerlo, me dijo:

—Perdone, pero me veo obligado a valerme de usted —y puso la mano pesadamente sobre mi hombro y, apoyándose en mí, se acercó renqueando a su caballo. Una vez hubo cogido la brida, dominó enseguida al animal y se subió a la silla con una mueca de dolor al doblar el pie torcido.

—Ahora —dijo, dejando de morderse fuertemente el labio inferior—, deme la fusta, que está allí bajo el seto.

La busqué y se la di.

—Gracias. Apresúrese en llevar su carta a Hay y vuelva lo más deprisa que pueda.

Al tocar el caballo con la espuela, este primero se encabritó y luego salió al trote, con el perro detrás; desaparecieron los tres

como el brezo en un paraje desolado

llevado por el viento furioso[11].

Recogí el manguito y me marché. El incidente se había acabado: fue un incidente sin importancia, sin romanticismo, sin interés en un sentido, y, sin embargo, marcó un cambio en una vida monótona. Se me había pedido ayuda, y yo la había prestado. Estaba contenta de haber hecho algo; aunque trivial y transitoria, había sido una hazaña activa, y estaba cansada de mi existencia pasiva. La nueva cara también era como un nuevo cuadro en la galería de la memoria, muy diferente de los que ya colgaban allí, primero, por ser masculina, y segundo, porque era morena, fuerte y grave. La veía ante mí cuando llegué a Hay y eché la carta en la estafeta de correos y la veía aún al caminar cuesta abajo de vuelta a casa. Cuando llegué a los escalones de la cerca, me paré un minuto, miré alrededor y escuché, pensando que podía oír de nuevo los cascos de un caballo y que podía aparecer un jinete envuelto en una capa con un perro semejante a un Gytrash. Pero solo vi el seto y un sauce desmochado irguiéndose inmóvil a la luz de la luna. Oí solo el murmullo del viento, soplando caprichoso entre los árboles de Thornfield, a una milla de distancia. Y cuando miré abajo en dirección al murmullo, vi una luz en una ventana de la fachada, que me recordó que se hacía tarde, por lo que apresuré el paso.

No me gustó volver a Thornfield. Pasar el umbral era regresar al estancamiento; cruzar el vestíbulo silencioso, subir la escalera sombría, entrar en mi solitario cuarto, reunirme con la plácida señora Fairfax y pasar la larga tarde invernal con ella y nadie más era sofocar la agitación suscitada por el paseo y volver a ceñir mis facultades con los grilletes de una existencia demasiado uniforme y serena, una existencia cuyos privilegios de seguridad y comodidad estaba dejando de apreciar. ¡Qué bien me habría venido en aquel momento encontrarme lanzada en medio de los tormentos de una vida insegura de lucha, para que la experiencia amarga me enseñara a añorar el sosiego que ahora despreciaba! Sí, me habría venido tan bien como a un hombre sentado en un sillón demasiado cómodo dar un largo paseo, y el deseo de movimiento era tan natural en mis circunstancias como lo hubiera sido en las de él.

Me rezagué en la entrada; me rezagué sobre el césped; paseé de un lado a otro por el empedrado. Estaban cerradas las persianas de la puerta de cristal y no podía ver adentro. Tanto mis ojos como mi espíritu parecían atraídos lejos de la casa sombría, de la hondonada gris que se me figuraba repleta de células negras, hacia el cielo que se extendía ante mí, un mar azul inmaculado, libre de nubes, que la luna atravesaba con marcha solemne, mirando hacia lo alto al dejar cada vez más abajo las colinas tras las cuales había salido, dirigiéndose al cenit negro infinitamente profundo e inconmensurablemente remoto. Al contemplar las estrellas temblorosas que la seguían, se estremeció mi corazón y se encendió mi sangre. Las cosas pequeñas nos devuelven a la realidad: sonó el reloj del vestíbulo y fue suficiente; dejando la luna y las estrellas, abrí una puerta lateral y entré.

El vestíbulo no estaba a oscuras, ni tampoco lo alumbraba solo la lámpara de bronce en lo alto; al igual que los peldaños inferiores de la escalera de roble, estaba iluminado por un cálido resplandor. Este procedía del gran comedor, cuya doble puerta se encontraba abierta, mostrando un fuego acogedor, que se reflejaba en el hogar de mármol y los útiles de la chimenea de latón, revelando cálidamente las tapicerías moradas y los muebles lustrados. Revelaba también un grupo de personas junto al fuego, que apenas alcancé a vislumbrar, como apenas conseguí oír un alegre murmullo de voces, entre las que me pareció distinguir la de Adèle, cuando se cerró la puerta.

Me dirigí apresuradamente a la habitación de la señora Fairfax; también ardía un fuego allí, pero no había vela y no estaba la señora Fairfax. En su lugar, completamente solo, sentado tieso en la alfombra mirando gravemente las llamas, vi un gran perro peludo blanco y negro, similar al Gytrash de la vereda. Se parecía tanto que me acerqué y dije Pilot, y se levantó para acercarse a olfatearme. Lo acaricié y movió la enorme cola, pero era una bestia inquietante para estar a solas con ella, y no sabía de dónde había salido. Toqué la campanilla, porque quería una vela y una explicación de este visitante. Acudió Leah.

—¿De quién es este perro?

—Vino con el señor.

—¿Con quién?

—Con el amo, el señor Rochester, que acaba de llegar.

 

—Bien. ¿La señora Fairfax está con él?

—Sí, y la señorita Adèle. Están en el comedor, y John ha ido a buscar al médico, porque el amo ha tenido un accidente: se ha caído su caballo y se ha torcido el tobillo.

—¿Se ha caído en la vereda de Hay?

—Sí, bajando la colina. Ha resbalado en el hielo.

—¡Ah! Tráeme una vela, por favor, Leah.

Entró a traérmela, seguida por la señora Fairfax, quien repitió las noticias, añadiendo que había llegado el señor Carter, el médico, que estaba con el señor Rochester. Salió apresurada a encargar que preparasen el té y yo me encaminé a mi cuarto para quitarme la ropa.

Capítulo XIII

El señor Rochester, al parecer, bajo órdenes del médico, se acostó temprano aquella noche y se levantó tarde a la mañana siguiente. Cuando por fin bajó, fue para atender sus asuntos: habían llegado su administrador y algunos colonos, que esperaban hablar con él.

Adèle y yo nos vimos obligadas a desocupar la biblioteca, que hacía falta a diario como sala de recibo para las visitas. Se encendió fuego en una de las habitaciones de arriba, adonde llevé nuestros libros y que arreglé como futura aula. Me di cuenta durante la mañana de que Thornfield Hall era un lugar transformado; ya no era silencioso como una iglesia, sino que frecuentemente se oían llamadas a la puerta, pasos que atravesaban el vestíbulo y nuevas voces hablando con timbres diferentes. Un río de movimiento del mundo exterior inundaba la casa, que tenía amo; a mí, por mi parte, me gustaba más así.

No fue fácil dar clase a Adèle ese día; le costaba aplicarse, no hacía más que ir corriendo a la puerta para ver si veía al señor Rochester por encima de la barandilla de la escalera, inventaba excusas para bajar, sospeché, a visitar la biblioteca, donde sabía yo que molestaba. Cuando me enfadaba y la obligaba a estarse quieta, hablaba sin cesar de su «ami, monsieur Édouard Fairfax de Rochester», como lo llamaba (yo no había oído antes su nombre de pila), y de los regalos que le había traído, pues parece que él había insinuado la noche anterior que, cuando llegara su equipaje de Millcote, se encontraría en él una cajita cuyo contenido sería de interés para ella.

Et cela doit signifier —dijo—, qu’il y aura là-dedans un cadeau pour moi, et peut-être pour vous aussi mademoiselle. Monsieur a parlé de vous: il m’a demandé le nom de ma gouvernante, et si elle n’était pas une petite personne, assez mince et un peu pâle. J’ai dit qu’oui: car c’est vrai, n’est-ce pas, mademoiselle?[12].

Mi alumna y yo almorzamos, como de costumbre, en la sala de la señora Fairfax. Pasamos la tarde, que fue desapacible, en el aula. Al caer la noche, dejé que Adèle guardara sus libros y trabajos y bajara corriendo, deduciendo, por el silencio comparativo y la falta de llamadas a la puerta, que ya estaba libre el señor Rochester. Una vez sola, me acerqué a la ventana, pero no se veía nada desde allí; el crepúsculo y la nieve llenaban el aire e incluso ocultaban el césped. Bajé la cortina y regresé a la chimenea.

Estaba dibujando en las brasas un panorama parecido a un cuadro que recordaba haber visto del castillo de Heidelberg, sobre el río Rin, cuando entró la señora Fairfax, rompiendo en pedazos el mosaico que estaba componiendo, además de ahuyentar unos pensamientos inoportunos que empezaban a abrumar mi soledad.

—El señor Rochester agradecerá que usted y su alumna tomen el té con él esta tarde en el salón —dijo—; ha estado tan ocupado todo el día que no ha podido verla antes.

—¿A qué hora toma el té? —pregunté.

—A las seis. Cuando está en el campo, lo hace todo temprano. Vaya a cambiarse de vestido ahora. Iré con usted para abrochárselo. Tome la vela.

—¿Hace falta que me cambie de vestido?

—Sí, sería mejor. Yo siempre me visto de etiqueta por las noches cuando está aquí el señor Rochester.

Esta ceremonia adicional se me antojó algo solemne. Sin embargo, fui a mi cuarto y, con la ayuda de la señora Fairfax, sustituí el vestido de paño negro por uno de seda negra, el mejor y único que tenía, aparte de otro gris claro, que, según las ideas de etiqueta que teníamos en Lowood, me pareció demasiado elegante para ponérmelo excepto en las ocasiones más excepcionales.

—Necesita usted un broche —dijo la señora Fairfax. Tenía solo uno pequeño de perlas, obsequio de la señorita Temple cuando se marchó; me lo puse y bajamos. Desacostumbrada a los extraños, me parecía toda una prueba ser convocada por el señor Rochester. Dejé que me precediera la señora Fairfax y me quedé oculta en su sombra cuando cruzamos el comedor y, pasando por el arco, cuya cortina se hallaba echada en aquella ocasión, entramos en el elegante aposento del otro lado.

Dos velas de cera brillaban sobre la mesa y otras dos sobre la repisa de la chimenea; calentándose a la lumbre de un fuego magnífico, se encontraba Pilot, con Adèle de rodillas a su lado. Medio recostado en un sofá, estaba el señor Rochester, con la pierna apoyada en un almohadón; observaba a Adèle y al perro, y el fuego iluminaba de lleno su cara. Reconocí a mi viajero de las cejas anchas y negras y la frente cuadrada, que parecía más cuadrada todavía por la línea horizontal de pelo negro. Reconocí su nariz decidida, más llamativa por su personalidad que por su belleza, cuyas anchas ventanas revelaban, pensé, mal genio; su boca, barbilla y mandíbula serias… sí, todas eran muy serias, desde luego. Su talle, ahora sin capa, armonizaba con su fisonomía por ser también cuadrado. Supongo que tenía buen tipo en el sentido atlético del término: ancho de pecho y estrecho de caderas, aunque ni alto ni elegante.

El señor Rochester debió de notar la entrada de la señora Fairfax y mía, pero pareció no estar de humor para saludarnos, porque ni siquiera levantó la vista cuando nos acercamos.

—Aquí está la señorita Eyre —dijo la señora Fairfax con su discreción habitual. Él hizo una reverencia sin quitar la vista del grupo de perro y niña.

—Que se siente la señorita Eyre —dijo, y había algo en su reverencia rígida y en el tono impaciente y formal que parecía dar a entender «¿Qué diablos me importa a mí que esté ahí o no la señorita Eyre? Ahora mismo no tengo ganas de hablar con ella».

Me senté sin alterarme lo más mínimo. Es probable que me hubiera confundido un recibimiento de consumada cortesía, al que no habría sabido responder con la elegancia correspondiente, pero su ruda veleidad me libraba de esa obligación. Al contrario, me sentí tranquila y en ventaja ante sus modales excéntricos. Además, la extravagancia de su proceder me picó la curiosidad: tenía interés por ver cómo iba a seguir.

Siguió como lo hubiera hecho una estatua, es decir, ni habló ni se movió. La señora Fairfax pareció pensar que hacía falta que alguien se mostrara amable, por lo que empezó a hablar. Con su bondad habitual (y su trivialidad habitual también), lo compadeció por el día tan atareado que había soportado y por lo molesto que debía de ser el dolor del esguince, y después alabó su paciencia y perseverancia para sobrellevarlo todo.

—Señora, quisiera tomar el té —fue la única respuesta que recibió. Ella se apresuró a tocar la campanita y, cuando llegó la bandeja, se puso a disponer las tazas, cucharas y demás objetos con rapidez. Adèle y yo nos acercamos a la mesa, pero el amo no se movió del sofá.

—¿Quiere usted acercarle la taza al señor Rochester? —me dijo la señora Fairfax—. Adèle podría derramarla.

Hice lo que me pidió. Cuando él cogió la taza de mi mano, Adèle, considerando el momento propicio para hacerle una petición a mi favor, exclamó:

N’est-ce pas, monsieur, qu’il y a un cadeau pour mademoiselle Eyre, dans votre petit coffre?[13].

—¿Quién habla de cadeaux? —dijo él rudamente—. ¿Esperaba usted un regalo, señorita Eyre? ¿Le gustan los regalos? —y me miró la cara con ojos oscuros, airados y penetrantes.

—No lo sé, señor, pues tengo poca experiencia al respecto. La opinión general es que son objetos agradables.

—¡La opinión general! ¿Pero qué opina usted?

—Me sentiría obligada a tomarme algún tiempo, señor, antes de darle una respuesta digna de su aprobación. Un regalo tiene muchas facetas, ¿no es verdad? y hay que considerarlas todas, antes de pronunciarse sobre su naturaleza.

—Señorita Eyre, no es usted tan espontánea como Adèle. Ella me pide a gritos un cadeau en cuanto me ve, mientras que usted anda con rodeos.

—Porque yo confío menos en mis merecimientos que ella, que puede alegar una antigua amistad y el derecho de la costumbre, ya que dice que usted suele regalarle juguetes, pero si yo tuviera que defender mi caso, me vería en un apuro, porque soy una extraña para usted y no he hecho nada que me dé derecho a su reconocimiento.

—¡Vaya, no sea usted demasiado modesta! He hecho muchas preguntas a Adèle y me dice que usted se toma muchas molestias con ella. No es inteligente ni tiene talento, y, sin embargo, ha mejorado mucho en poco tiempo.

—Señor, ya me ha dado usted mi cadeau, y se lo agradezco. La recompensa que anhelamos todos los profesores es el elogio del progreso de nuestros alumnos.

—¡Mm! —gruñó el señor Rochester, y tomó el té en silencio.

—Vengan al fuego —dijo el amo cuando se llevaron la bandeja y se instaló la señora Fairfax en un rincón con su calceta, mientras Adèle me llevaba de la mano por la habitación, mostrándome los hermosos libros y adornos que estaban sobre las consolas y cómodas. Obedecimos, como era nuestra obligación; Adèle quiso instalarse en mi regazo, pero él le ordenó que jugara con Pilot.

—¿Lleva usted tres meses viviendo en mi casa?

—Sí, señor.

—¿Y vino desde…?

—Desde la escuela Lowood, en el condado de…

—¡Ajá! Un establecimiento benéfico. ¿Cuánto tiempo estuvo usted allí?

—Ocho años.

—¡Ocho años! Debe de tener mucho apego a la vida. ¡Pensaba que la mitad de ese tiempo en un lugar semejante hubiera acabado con la constitución de cualquiera! No me extraña que tenga usted aspecto de ser de otro mundo. Me preguntaba de dónde había sacado esa cara. Cuando nos encontramos anoche en la vereda de Hay, pensé sin saber por qué en los cuentos de hadas y casi estuve a punto de preguntarle si había hechizado a mi caballo. Todavía no estoy muy seguro de ello. ¿Quiénes son sus padres?

—No tengo.

—Ni ha tenido nunca, supongo. ¿Los recuerda usted?

—No.

—Ya me parecía. Entonces, ¿estaba esperando a su gente sentada en la cerca?

—¿A quién, señor?

—A los hombrecitos de verde: la noche de luna era propicia. ¿Es que irrumpí en una de sus reuniones para que me pusiera usted el hielo en la calzada?

Negué con la cabeza.

—Los hombrecitos de verde se marcharon todos de Inglaterra hace cien años —dije, hablando con la misma seriedad con que lo había hecho él—. Ni siquiera en el camino de Hay ni en los campos alrededor se puede encontrar huella de ellos. Creo que sus parrandas no se verán nunca más bajo la luna de verano, otoño o invierno.

La señora Fairfax dejó caer su labor y, con las cejas levantadas, parecía preguntarse qué clase de charla era esa.

—Bien —dijo el señor Rochester—, si no tiene padres, debe de tener parientes. ¿Tiene tíos?

—No, ninguno que haya visto.

—¿Y su casa?

—No tengo.

—¿Dónde viven sus hermanos?

—No tengo hermanos.

—¿Quién la recomendó para este puesto?

—Puse un anuncio y la señora Fairfax me contestó.

—Sí —dijo la buena señora, que ahora sabía qué terreno pisábamos—, y doy gracias por la elección que la providencia me llevó a hacer. La señorita Eyre ha sido una compañera inestimable para mí, y una profesora amable y solícita para Adèle.

—No se moleste usted en alabarla —respondió el señor Rochester—, los elogios no me influirán; haré mis propios juicios. Ha empezado por hacer caer mi caballo.

—¿Señor? —dijo la señora Fairfax.

—A ella le debo este esguince.

La viuda tenía un aspecto de perplejidad.

—Señorita Eyre, ¿ha vivido alguna vez en una ciudad?

—No, señor.

—¿Ha conocido a muchas personas?

—A nadie más que las alumnas y profesoras de Lowood, y ahora a los residentes de Thornfield.

 

—¿Ha leído usted mucho?

—Solo los libros que se han puesto a mi alcance, ni muchos ni muy eruditos.

—Ha vivido usted como una monja; sin duda está ducha en cuestiones religiosas. Brocklehurst, que tengo entendido administra Lowood, es clérigo, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Y probablemente las muchachas lo adoraban, como las religieuses de un convento adoran a su director espiritual.

—Oh, no.

—¡Qué fríamente lo dice! ¿Cómo puede ser que una novicia no adore a su director espiritual? Me suena a blasfemia.

—Me desagradaba el señor Brocklehurst, y no era la única en tener ese sentimiento. Es un hombre severo, pomposo y entrometido a la vez. Nos hizo rapar a todas y, en nombre de la economía, nos compraba agujas e hilo de mala calidad, con las que apenas podíamos coser.

—Esa era falsa economía —comentó la señora Fairfax, enterándose de nuevo del sentido de nuestro diálogo.

—¿Y era ese su único defecto? —inquirió el señor Rochester.

—Nos mataba de hambre cuando era el único administrador del departamento de aprovisionamiento, antes de nombrarse el comité, y nos aburría con largos sermones una vez por semana y con lecturas vespertinas de libros de su propia cosecha, sobre muertes repentinas y el juicio final, que nos daban miedo a la hora de acostarnos.

—¿Qué edad tenía cuando fue a Lowood?

—Unos diez años.

—Y se quedó ocho años allí; por lo tanto, ¿tiene dieciocho ahora?

Asentí.

—Ya ve lo útil que es la aritmética: sin su ayuda, no habría podido adivinar su edad. Es una cosa difícil cuando las facciones y la expresión son tan dispares como en su caso. Dígame pues, ¿qué aprendió en Lowood? ¿Sabe tocar?

—Un poco.

—Por supuesto; esa es la respuesta clásica. Vaya a la biblioteca, quiero decir, haga el favor de ir. Perdone mi tono autoritario, estoy acostumbrado a decir «Haz esto» y que se haga. No puedo cambiar mis hábitos porque haya un nuevo miembro en la casa. Vaya, pues, a la biblioteca, llévese una vela, deje la puerta abierta y toque una melodía.

Salí, obedeciendo sus instrucciones.

—¡Suficiente! —gritó unos minutos después—. Ya veo que toca usted un poco, como cualquier colegiala inglesa, quizás algo mejor que algunas, pero no bien.

Cerré el piano y volví. Prosiguió el señor Rochester:

—Adèle me mostró unos bocetos esta mañana, que dijo eran suyos. Me pregunto si los hizo usted sola: probablemente la ayudó un profesor de dibujo.

—¡Desde luego que no! —exclamé.

—Ah, he herido su orgullo. Bien, traiga su carpeta, si asegura que el contenido es original. Pero si no está segura, no me lo afirme; enseguida distingo las chapucerías.

—Entonces no diré nada y puede usted juzgarlo por sí mismo, señor.

Fui a la biblioteca por la carpeta.

—Acérqueme la mesa —dijo, y la llevé junto a su sofá. Se aproximaron Adèle y la señora Fairfax para ver los dibujos.

—No agobien —dijo el señor Rochester—, cojan los dibujos de mi mano según vaya acabando con ellos, pero no pongan sus caras cerca de la mía.

Estudió detenidamente cada boceto y dibujo. Apartó tres y alejó de sí los demás después de mirarlos.

—Llévelos a la otra mesa, señora Fairfax —dijo— y mírelos con Adèle; usted —mirándome a mí—, siéntese de nuevo y conteste a mis preguntas. Veo que estos dibujos fueron ejecutados por una sola mano, ¿fue la suya?

—Sí.

—¿Y cuándo ha encontrado el tiempo para hacerlos? Le habrán llevado mucho tiempo y bastante deliberación.

—Los hice durante las dos últimas vacaciones que pasé en Lowood, cuando no tenía más ocupaciones.

—¿De dónde los ha copiado?

—De mi cabeza.

—¿De esa cabeza que veo sobre sus hombros?

—Sí, señor.

—¿Y contiene más moblaje del mismo tipo?

—Yo creo que sí, y espero que… mejor.

Extendió los dibujos ante sí y los miró nuevamente por turnos.

Mientras él está ocupado, te contaré, lector, qué son y, primero, debo dejar sentado que no eran ninguna maravilla. Es cierto que los temas se me presentaron vívidamente a la imaginación. Tal como los vi con los ojos del espíritu antes de intentar plasmarlos, eran llamativos, pero mi mano no fue capaz de realizar mi fantasía, y en cada caso hizo un pálido retrato de lo que había concebido.

Estos dibujos estaban realizados con acuarelas. El primero representaba nubes bajas y amoratadas, barridas por encima de un mar embravecido. Todo el fondo estaba difuminado y también el primer término, las olas más cercanas. No se veía tierra. Un haz de luz daba relieve a un mástil medio sumergido, sobre el que estaba posado un cormorán oscuro y grande, sus alas salpicadas de espuma, cuyo pico sujetaba una pulsera de oro con gemas engarzadas, que había pintado con los colores más vivos que pude conseguir de mi paleta y los detalles más claros que mi lápiz supo dar. Hundiéndose debajo del ave y del mástil, fulguraba el cadáver de una ahogada en las aguas verdes; la única parte que se veía claramente era un bello brazo, del que se había arrancado la pulsera.

El segundo dibujo tenía en primer plano únicamente la cima borrosa de una colina, con la hierba y algunas hojas inclinadas, como movidas por una brisa. Más allá, en lo alto, se extendía una franja de cielo azul oscuro como al atardecer. Elevándose hacia el cielo, había un busto de mujer realizado con los colores más oscuros y suaves que pude combinar. Su pálida frente estaba coronada con una estrella, y el rostro se veía como a través de una difusión de vapor. Los ojos relucían oscuros y salvajes; el cabello ondeaba entre sombras, como una nube oscura desgarrada por la tormenta o los rayos. Sobre su cuello había un pálido reflejo como de luz de luna, y el mismo suave resplandor tocaba la fila de finas nubes de donde se alzaba esta visión de la Estrella Vespertina.

El tercero representaba la punta de un iceberg horadando el invernal cielo polar: una fila de luces septentrionales elevaba sus débiles lanzas a lo largo del horizonte. En primer plano, eclipsando estas, se erguía una cabeza gigantesca, inclinada hacia el iceberg y apoyada sobre él. Dos delgadas manos se juntaban y apoyaban en la frente, sujetando ante el rostro un velo negro. Lo único visible eran unas sienes exangües, blancas como el hueso, y un ojo hundido y fijo, sin más expresión que una desesperación vidriosa. Por encima de la frente, entre los pliegues de un turbante negro, vago como una nube en su forma y textura, resplandecía una aureola de llamas blancas, realzadas por fulgores de tintes más ardientes. Esta media luna era «La imagen de una Corona Real», y lo que ceñía era «la forma sin forma»[14].

—¿Era usted feliz cuando pintó estos cuadros? —preguntó el señor Rochester poco después.

—Estaba absorta, señor, sí, y era feliz. Pintarlos fue, en una palabra, disfrutar de uno de los placeres más intensos que he conocido.

—Eso no es decir mucho. Sus placeres, por lo que cuenta, han sido pocos. Pero imagino que habitaba usted una especie de tierra de ensoñación artística mientras mezclaba y aplicaba estos extraños colores. ¿Pasaba mucho tiempo con ellos a diario?

—No tenía otra cosa que hacer porque eran vacaciones, y me pasaba con ellos desde la mañana hasta el mediodía y desde el mediodía hasta la noche, y los días largos del verano favorecieron mis ganas de trabajar.

—¿Y quedó usted satisfecha del resultado de sus fervorosos esfuerzos?

—Ni mucho menos. Me atormentaba el contraste entre mi idea y mi trabajo: en cada caso había imaginado una cosa que fui incapaz de realizar.

—No del todo; ha conseguido plasmar la sombra de su idea aunque probablemente no más. No tenía suficiente habilidad o conocimientos artísticos para realizarla; sin embargo, sus acuarelas son peculiares para ser de una colegiala. En cuanto a las ideas, son fantásticas. Debió de ver en sueños los ojos de la Estrella Vespertina. ¿Cómo pudo pintarlos tan claros y a la vez tan vagos, ya que el planeta de la frente eclipsa su luz? ¿Y qué mensaje ocultan sus solemnes profundidades? ¿Y quién le enseñó a pintar el viento? Se ve un viento fuerte en ese cielo y sobre esta colina. ¿Dónde ha visto usted Latmo?, porque esto es Latmo. Ya está, guarde usted los dibujos.