Jane Eyre

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Capítulo VI

El día siguiente comenzó como el anterior, levantándonos y vistiéndonos a la débil luz de las velas, pero esta vez tuvimos que prescindir de la ceremonia del aseo porque el agua de los lavabos estaba helada. Había cambiado el tiempo la noche anterior, y un gélido viento del noreste, que silbó entre los resquicios de las ventanas del dormitorio toda la noche, nos hizo tiritar en nuestras camas y convirtió el agua de los jarros en hielo.

Antes de acabar la larga hora y media de oraciones y lectura de la Biblia, creí morirme de frío. Por fin llegó la hora del desayuno, y aquella mañana no estaba quemada la avena. La calidad era pasable, pero la cantidad escasa. ¡Qué porción más pequeña me había correspondido! Hubiera querido tomar el doble.

En el curso del día me destinaron a la cuarta clase, y me asignaron tareas y ocupaciones como a las demás. Hasta entonces había sido espectadora de la vida de Lowood, pero a partir de ese momento había de convertirme en partícipe. Al principio, al no tener costumbre de memorizar, las lecciones me parecieron largas y arduas. También me desconcertaba el cambio frecuente de una tarea a otra, por lo que me alegré cuando, alrededor de las tres de la tarde, la señorita Smith me puso en las manos una tira de muselina de dos yardas de longitud, junto con una aguja, un dedal y los demás útiles, y me mandó sentarme en un rincón tranquilo del aula para hacerle un dobladillo. En ese momento, la mayoría de las alumnas también estaban cosiendo, pero todavía había un grupo leyendo alrededor de la silla de la señorita Scatcherd, y en el silencio que reinaba, se podía oír el tema de su lección, cómo respondía cada una y los reproches o recomendaciones de la señorita Scatcherd ante cada actuación. Era la historia de Inglaterra, y entre las lectoras se encontraba mi amiga del pórtico. Al principio de la lección había estado a la cabeza de la clase, pero, por un error de pronunciación o por no hacer caso a la puntuación, de repente fue enviada al último lugar. Incluso en ese puesto poco prominente, la señorita Scatcherd continuó prodigándole una especial atención, dirigiéndole frases como estas: «Burns (pues así se llamaba, al parecer; a todas las chicas nos llamaban por el apellido, como en las escuelas de chicos), Burns, tienes el zapato ladeado, pon bien el pie inmediatamente». «Burns ¡qué manera de sacar la barbilla!». «Burns, insisto en que mantengas la cabeza erguida. No te quiero tener delante de esta guisa», y así sucesivamente.

Cuando hubieron leído dos veces el capítulo, las chicas cerraron los libros y se prepararon para contestar a las preguntas. La lección había versado sobre parte del reinado de Carlos I, y las preguntas fueron acerca de tonelajes, gravámenes y fletes, que la mayoría parecía no saber contestar. Sin embargo, cada pregunta era resuelta al instante por Burns, cuya memoria parecía haber retenido la esencia de todo el texto y por lo tanto contestó correctamente a todos los puntos. Yo esperaba que la señorita Scatcherd elogiara su atención, en vez de lo cual gritó de repente:

—¡Qué chica más sucia y desagradable! ¡No te has limpiado las uñas hoy!

El silencio de Burns, que no contestó, me sorprendió. «¿Por qué no explica que no ha podido ni limpiarse las uñas ni lavarse la cara, ya que el agua estaba helada?» pensé.

La señorita Smith requirió mi atención, pidiéndome que le sujetara una madeja de hilo y, mientras ella hacía ovillos, me hablaba de vez en cuando, preguntándome si había ido antes a la escuela, si sabía bordar, coser y tejer. No pude seguir enterándome de los movimientos de la señorita Scatcherd hasta que hube acabado. Cuando regresé a mi puesto, esta última impartió una orden cuyo significado no cogí, pero Burns abandonó el aula enseguida para ir a un cuartucho interior donde se guardaban los libros, de donde volvió al instante llevando en la mano una vara. Entregó a la señorita Scatcherd ese siniestro instrumento con una reverencia, y serenamente, sin que se lo mandaran, desabrochó su delantal. La señorita Scatcherd le asestó en el acto y con vigor una docena de golpes en el cuello con la vara. Burns no derramó ni una lágrima, ni cambió en nada la expresión de su cara, como pude observar durante una pausa que tuve que hacer en mi costura, porque mis dedos temblaban de furia impotente e inútil ante este espectáculo.

—¡Muchacha rebelde! —exclamó la señorita Scatcherd— no hay manera de corregir tus costumbres desaliñadas. Llévate la vara.

Burns obedeció. Observándola detenidamente cuando salió del cuarto de los libros, vi cómo guardaba en el bolsillo el pañuelo, y que todavía brillaba en su mejilla la huella de una lágrima.

La hora de recreo por la tarde me parecía el rato más agradable del día en Lowood. El pedazo de pan y el trago de café servidos a las cinco renovaban nuestra vitalidad si no saciaban nuestro apetito. Se relajaba la tensión del día y el aula parecía más cálida que por la mañana, ya que se permitía que ardieran los fuegos con más vigor para suplir la falta de las velas, aún no encendidas. El anochecer, la algarabía tolerada y la confusión de muchas voces nos daban una sensación placentera de libertad.

En la tarde del día que presencié el castigo impartido por la señorita Scatcherd a su alumna Burns, deambulé sin compañía entre los bancos y mesas de grupos alegres de chicas, pero sin sentirme sola. Cuando pasaba por delante de las ventanas, de vez en cuando levantaba las persianas para mirar afuera, donde caía mucha nieve, tanta, que formaba montoncitos en las lunas inferiores, y, acercando el oído al cristal, podía distinguir del alegre alboroto de dentro el aullido desconsolado del viento en el exterior.

Con toda probabilidad, de haberme separado recientemente de una buena casa y de unos padres bondadosos, esta habría sido la hora en que más los hubiera echado de menos. El viento me habría entristecido y el oscuro caos habría perturbado mi tranquilidad. Pero siendo otro mi caso, me proporcionaron ambas cosas una extraña emoción y, sintiéndome temeraria y febril, hubiera deseado que el viento aullase más fuertemente, que se incrementase la oscuridad y que la confusión se convirtiese en clamor.

Saltando por encima de los bancos y deslizándome por debajo de las mesas, me aproximé a una de las chimeneas, donde encontré a Burns, arrodillada junto al guardafuegos alto de alambre y absorta en la lectura de un libro a la débil luz de las brasas.

—¿Todavía estás con Rasselas? —le pregunté al acercarme.

—Sí —dijo—, y acabo de terminarlo.

Cinco minutos más tarde, lo cerró, con mucho gusto por mi parte. «Ahora —pensé—, quizás consiga hacerla hablar». Me senté a su lado en el suelo.

—¿Cuál es tu nombre de pila?

—Helen.

—¿Vienes de lejos?

—Del norte, cerca de la frontera con Escocia.

—¿Volverás alguna vez?

—Espero que sí, pero nadie puede saber seguro lo que pasará en el futuro.

—Debes de tener ganas de abandonar Lowood.

—No, ¿por qué? Me enviaron aquí para educarme, y sería inútil marcharme antes de lograr ese objetivo.

—Pero esa profesora, la señorita Scatcherd, te trata con tanta crueldad.

—¿Crueldad? ¡En absoluto! Es muy estricta, y le disgustan mis defectos.

—Si yo estuviera en tu lugar, la odiaría. Me resistiría a sus castigos. Si me pegara con la vara, la arrancaría de sus manos y la rompería delante de sus narices.

—Probablemente no lo harías, pero si lo hicieras, el señor Brocklehurst te expulsaría de la escuela, y eso apenaría mucho a tu familia. Es mucho mejor aguantar con paciencia un dolor que solo tú sientes que precipitarte a hacer algo cuyas consecuencias afectarían a toda tu familia. Además, la Biblia nos enseña a devolver bien por mal.

—Pero parece vergonzoso que te azoten y te manden estar de pie en el centro de una habitación llena de personas, a ti, que eres tan mayor. Yo soy mucho más pequeña, y no lo soportaría.

—Sin embargo, sería tu obligación soportarlo, si no puedes evitarlo. Es tonto decir que no puedes soportar lo que te depara el destino.

La escuché admirada. No podía comprender esta doctrina de aguantarlo todo, y menos aún comprendía o compartía su indulgencia hacia su castigadora. De todas maneras, pensé que Helen Burns veía las cosas desde un prisma invisible a mis ojos. Sospeché que ella tenía razón y yo no. Pero no quise ahondar en el asunto, y, como Félix[2], lo aplacé hasta un momento más propicio.

—Dices que tienes defectos, Helen. ¿Cuáles? A mí me pareces muy buena.

—Entonces aprende de mí y no juzgues por las apariencias. Como dijo la señorita Scatcherd, soy negligente. Soy incapaz de mantener ordenadas las cosas, soy descuidada, se me olvidan las normas, leo en vez de aprender las lecciones y no tengo método. A veces digo, como tú, que no puedo soportar que me sometan a reglas sistemáticas. Todo esto es una provocación para la señorita Scatcherd, que es ordenada, puntual y meticulosa por naturaleza.

—Y malhumorada y cruel —añadí, pero ella calló y no dio muestras de admitirlo.

—¿La señorita Temple te trata con tanta severidad como la señorita Scatcherd?

Al oír pronunciar el nombre de la señorita Temple, se asomó una sonrisa en su rostro serio.

—La señorita Temple es toda bondad. Le duele ser severa con cualquiera, incluso con las peores alumnas de la escuela. Ella percibe mis errores y me informa de ellos con dulzura, y si hago algo digno de alabanza, me elogia generosamente. Es una gran muestra de mi naturaleza desastrosa que ni sus amonestaciones tan suaves y racionales me influyen suficientemente para corregir mis defectos. Y sus elogios, aunque los tengo en gran estima, tampoco me estimulan para ser siempre cuidadosa y previsora.

 

—Eso sí que es curioso —dije—; es tan fácil ser cuidadosa.

—Para ti sin duda lo es. Te observaba en clase esta mañana y vi que ponías mucha atención. No te distraías mientras la señorita Miller explicaba la lección y te hacía preguntas. Yo, en cambio, me distraigo continuamente. Cuando debería escuchar a la señorita Scatcherd y poner atención a todo lo que dice, a menudo ni siquiera la oigo, sino que caigo en una especie de ensoñación. A veces creo estar en Northumberland y me parece que los ruidos que me rodean son los del burbujeo de un arroyo que pasa por Deepden, cerca de casa. Luego, cuando me toca responder, tienen que despertarme, y como no he oído lo que se ha dicho, sino mi arroyo imaginario, no tengo respuesta.

—Sin embargo, ¡qué bien respondiste esta tarde!

—Fue por pura casualidad, pues el tema sobre el que leíamos me interesaba. Esta tarde, en lugar de soñar con Deepden, me preguntaba cómo un hombre con tantos deseos de hacer el bien pudo actuar tan injusta e indiscretamente como algunas veces lo hizo Carlos I. Pensé que era una lástima que, con toda su integridad y rectitud, no pudiera ver más allá de las prerrogativas de la corona. ¡Ojalá hubiera podido ver más allá para darse cuenta del cariz del llamado espíritu de la época! No obstante, me gusta Carlos I, lo respeto y lo compadezco, pobre rey asesinado. Sus enemigos fueron peores, ya que derramaron sangre que no tenían derecho a derramar. ¿Cómo se atrevieron a asesinarlo?

Helen hablaba para sí, pues se había olvidado de que no la entendía, de que era casi ignorante del tema del que hablaba. La hice regresar a mi nivel.

—¿Y también se te va el santo al cielo cuando es la señorita Temple quien da la lección?

—No, la verdad es que no muchas veces, porque la señorita Temple suele decir cosas más nuevas que mis propias reflexiones. Me resulta especialmente agradable el lenguaje que utiliza, y la información que comunica a menudo es exactamente lo que yo quiero saber.

—Entonces, ¿con la señorita Temple eres buena?

—Sí, de manera pasiva. No me esfuerzo, sino que sigo mis inclinaciones. La bondad de ese tipo no tiene mérito.

—Sí que tiene mérito. Eres buena con los que son buenos contigo. Yo no aspiro a más. Si la gente fuera siempre bondadosa y obediente con los crueles e injustos, los malos se saldrían siempre con la suya. Nunca tendrían miedo, por lo que nunca cambiarían, sino que serían cada vez peores. Cuando nos pegan sin motivo, debemos devolver con creces el golpe, estoy segura, para asegurarnos de que no nos vuelvan a pegar.

—Espero que cambies de opinión al hacerte mayor. De momento, eres una niña sin preparación.

—Pero lo siento así, Helen. No debo querer a los que insistan en no quererme a mí, por mucho que intente agradarles. Debo resistirme a los que me castigan injustamente. Es tan natural como querer a los que me muestran afecto, o someterme al castigo que considero merecido.

—Esa doctrina es la de los paganos y las tribus salvajes, pero los cristianos y las naciones civilizadas la repudian.

—¿Cómo? No entiendo.

—No es la violencia lo que vence al odio, ni la venganza lo que cura mejor la injuria.

—Entonces, ¿qué es?

—Lee el Nuevo Testamento y fíjate en lo que dice Jesucristo y en cómo actúa. Haz de sus palabras tu norma y de su conducta tu ejemplo.

—¿Qué dice?

—Ama a tus enemigos; bendice a los que te maldigan; haz el bien a los que te odien y traten mal.

—Entonces tendría que amar a la señora Reed, lo que no puedo hacer, y tendría que bendecir a su hijo John, lo que es imposible.

A su vez, Helen Burns me pidió que me explicara, y me puse enseguida a contar atropelladamente la historia de mis penas y resentimientos. Amargada y agresiva cuando me excitaba, hablé tal como sentía, sin reserva ni cortapisas.

Helen me escuchó pacientemente hasta el final. Yo esperaba que hiciera algún comentario, pero nada dijo.

—Bueno —pregunté impaciente— ¿no es una mujer mala y sin sentimientos la señora Reed?

—No dudo de que te haya tratado mal, porque no le gusta tu tipo de carácter, como ocurre entre la señorita Scatcherd y yo. Pero ¡con qué detalle recuerdas todo lo que te ha hecho! ¡Qué impresión más profunda parece haberte causado su injusticia! Ningún mal trato marca tan a fondo mis sentimientos. ¿No serías más feliz si intentaras olvidar su severidad y las emociones tan apasionadas que te inspiraba? Creo que la vida es demasiado corta para pasarla fomentando la mala voluntad y recordando los agravios. Todos estamos cargados de defectos en este mundo, y así debe ser, pero pronto llegará el momento de deshacernos de ellos, cuando nos deshagamos de nuestros cuerpos corruptibles. El envilecimiento y el pecado nos abandonarán junto con nuestros pesados cuerpos, y solo quedará el resplandor del espíritu, el impalpable principio de la vida y del pensamiento, tan puro como cuando salió de nuestro Creador para darnos vida. Regresará al lugar de donde salió, quizás para llegar a un ser más noble que el hombre, ¡quizás para pasar por escalas de gloria desde la pálida alma humana hasta fundirse con el serafín! Estoy segura de que no se le permitirá degenerar, por el contrario, del hombre al demonio. No, no puedo creer eso. Tengo otra creencia, que nadie me ha enseñado y de la que hablo rara vez, a la que me aferro porque me complace, pues ofrece esperanza a todos los seres. Y es que la eternidad es un descanso, un gran hogar, y no un espanto y un abismo. Además, esta creencia me permite distinguir claramente entre el criminal y su delito, y me permite perdonar a aquel de todo corazón mientras aborrezco este. Con esta creencia, la venganza no me preocupa, la humillación no me repugna intolerablemente y la injusticia no me abruma. Vivo tranquila, esperando el final.

La cabeza de Helen, siempre inclinada, se hundió un poco más al terminar esta frase. Me di cuenta por su mirada de que ya no quería hablar conmigo, sino quedarse a solas con sus propios pensamientos. No tuvo mucho tiempo para meditar, porque se acercó poco después una supervisora, una muchacha grande y tosca, y exclamó con fuerte acento de Cumberland:

—Helen Burns, si no vas ahora mismo a ordenar tu cajón y guardar tu labor, le diré a la señorita Scatcherd que venga a verlo.

Suspiró Helen al perder su momento de ensoñación y, levantándose, obedeció sin demora, sin contestar a la supervisora.

Capítulo VII

Mi primer trimestre en Lowood me pareció un siglo, y no precisamente el siglo de oro. Consistió en una lucha tediosa con las dificultades de acostumbrarme a nuevas normas y tareas inusitadas. Me inquietaba más el temor del fracaso en estas cuestiones que la dureza física de mi vida, que no era poca.

Durante enero, febrero y parte de marzo, las grandes nevadas y, más tarde, el deshielo, hicieron casi impracticables los caminos, por lo que solo salíamos del jardín para ir a la iglesia; sin embargo, dentro de esos muros teníamos que pasar una hora al aire libre cada día. Nuestras ropas eran insuficientes para protegernos del frío intenso. No teníamos botas, y la nieve se metía dentro de nuestros zapatos y se derretía. Las manos sin guantes se entumecían y se nos llenaban de sabañones, y los pies también. Recuerdo claramente la desazón enloquecedora que padecía por este motivo cuando se me inflamaban los pies por las noches, y el tormento de introducir en los zapatos por las mañanas los dedos agarrotados e hinchados. La escasa cantidad de comida también era motivo de angustia. Nosotras, con el apetito que corresponde al desarrollo infantil, apenas recibíamos bastante para mantener con vida a un inválido. Esta falta de alimentos generaba el abuso de las chicas más jóvenes por parte de las mayores, que, cuando tenían ocasión, privaban a aquellas de su ración con zalemas o amenazas. Muchas veces, habiendo repartido entre dos pretendientes el trozo de pan moreno de la merienda y sacrificado la mitad de la taza de café a otra, me tragaba el resto con lágrimas furtivas provocadas por el hambre.

Los domingos de invierno eran días melancólicos. Debíamos caminar dos millas hasta la iglesia de Brocklehurst, donde celebraba el servicio nuestro protector. Salíamos con frío y llegábamos con más aún, y durante el rito matutino casi nos quedábamos paralizadas. Estaba demasiado lejos para regresar a almorzar, así que, entre servicio y servicio, nos administraban una ración de fiambre, en las mismas cantidades exiguas que de costumbre.

Al término de la ceremonia vespertina, volvíamos por una carretera accidentada y expuesta al gélido viento invernal, que soplaba por encima de una cordillera de montañas nevadas del norte, casi despellejándonos las caras.

Recuerdo a la señorita Temple caminando ligera y veloz entre nuestras filas decaídas, arropada con su capa de cuadros, que aleteaba al viento, alentándonos con sus palabras y su ejemplo a mantenernos animadas y marchar, como decía, «como fornidos soldados». Las otras pobres profesoras estaban, por lo general, demasiado abatidas para intentar ponerse a animar a las demás.

¡Qué ganas teníamos de acercarnos al resplandor y el calor de un fuego vivo cuando regresáramos! Pero ese placer nos era negado, por lo menos a las más pequeñas, pues las chimeneas del aula eran rodeadas en el acto por una fila doble de muchachas mayores, y detrás quedábamos las pequeñas en grupitos, los brazos ateridos envueltos en los delantales.

La hora de la merienda traía un poco de consuelo bajo la forma de una doble ración de pan (una rebanada entera, y no media), con el regalo añadido de una fina capa de mantequilla. Era el banquete semanal, esperado por todas de domingo a domingo. Solía arreglármelas para quedarme con una porción de esta liberal colación, aunque invariablemente me obligaban a sacrificar el resto.

Pasábamos la noche del domingo recitando de memoria el catecismo y los capítulos cinco, seis y siete de San Mateo, y escuchando un largo sermón leído por la señorita Miller, cuyos bostezos incontenibles delataban su cansancio. A menudo estas actividades eran interrumpidas por una representación del papel de Eutico[3] por media docena de niñas pequeñas. Estas, vencidas por el sueño, solían caerse, si no desde el tercer piso, por lo menos del cuarto banco, y las levantaban medio muertas. La solución era empujarlas al centro del aula y obligarlas a estar allí de pie hasta después del sermón. Algunas veces les fallaban las piernas, y caían al suelo todas revueltas, en cuyo caso las apuntalaban con los taburetes altos de las supervisoras.

Todavía no he mencionado las visitas del señor Brocklehurst, que estuvo ausente durante la mayor parte del primer mes desde mi llegada, quizás por haber alargado su estancia con su amigo el archidiácono. Su ausencia suponía un alivio para mí. No hace falta que diga que tenía mis motivos para temer su llegada. Sin embargo, por fin llegó.

Una tarde (ya llevaba yo tres semanas en Lowood), sentada con una pizarra en la mano luchando con una división de varias cifras, al levantar los ojos, distraída, hacia la ventana, vislumbré el paso de una figura, cuya silueta enjuta reconocí casi por instinto; cuando, dos minutos más tarde, se levantó toda la escuela en masa, incluidas las profesoras, no hizo falta que mirase para saber a quién saludaban de aquella manera. Cruzó el aula de dos zancadas y se detuvo al lado de la señorita Temple, también de pie, la misma columna negra que me había contemplado tan amenazadora sobre la alfombra de Gateshead. Miré de reojo aquella obra arquitectónica. Había acertado: era el señor Brocklehurst, con un abrigo abrochado hasta arriba, y con un aspecto más largo, estrecho y rígido que nunca.

Tenía mis propias razones para estar preocupada por aquella aparición: recordaba demasiado bien las insinuaciones alevosas de la señora Reed sobre mi carácter, y la promesa hecha por el señor Brocklehurst de informar a la señorita Temple y las profesoras de mi naturaleza perversa. Todo ese tiempo había temido el cumplimiento de esta promesa, había esperado a diario la llegada del «hombre que iba a venir», cuyos informes sobre mi vida y obras pasadas habían de tacharme para siempre de niña malvada. Ya había llegado. Se puso al lado de la señorita Temple, hablándole al oído. No dudé de que le estuviera revelando mi vileza, y la vigilé con penosa ansiedad, esperando ver cómo, en cualquier momento, me volvería sus ojos oscuros llenos de rechazo y desprecio. También agucé el oído y, como estaba sentada cerca de donde estaban ellos, oí la mayor parte de lo que dijo, lo que alivió momentáneamente mi preocupación.

 

—Supongo, señorita Temple, que servirá el hilo que compré en Lowton; me pareció que era precisamente de la calidad adecuada para las camisetas de percal, y elegí las agujas para el mismo fin. Dígale a la señorita Smith que se me olvidó apuntar las agujas de zurcir, pero le enviaré algunos paquetes la semana próxima, y que de ninguna manera debe repartir más de una a la vez por alumna, ya que, si tienen más, son descuidadas y las pierden. Y por cierto, señorita, quisiera que se cuidase mejor de las medias de lana. La última vez que estuve aquí, me acerqué a la huerta para examinar la ropa tendida, y había bastantes medias negras en mal estado. A juzgar por el tamaño de los agujeros que tenían, pude ver que no habían sido bien remendadas.

Hizo una pausa.

—Se seguirán sus instrucciones, señor —dijo la señorita Temple.

—Y, señorita —continuó—, la lavandera me cuenta que a algunas chicas les dan dos cuellos por semana. Es demasiado, pues las normas establecen uno solo.

—Creo que puedo explicárselo, señor. A Agnes y Catherine Johnstone, unos amigos las invitaron a tomar el té en Lowton el jueves pasado, y yo les di permiso para ponerse cuellos limpios para la ocasión.

El señor Brocklehurst asintió con la cabeza.

—Por esta vez lo pasaré por alto, pero procure que no ocurra muy a menudo. Y otra cosa me sorprendió también: me he enterado, por el ama de llaves, de que dos veces en los últimos quince días se ha servido a las chicas un refrigerio de pan y queso. ¿Cómo puede ser esto? He repasado las normas y no he encontrado ninguna referencia a los refrigerios. ¿Quién ha introducido esta innovación y con qué autoridad?

—Debe considerarme responsable a mí, señor —contestó la señorita Temple—; el desayuno fue tan malo que no pudieron comerlo las alumnas, y no me atreví a dejarlas en ayunas hasta la hora de comer.

—Permítame un momento, señorita. Está usted enterada de que es mi propósito, al educar a estas muchachas, no acostumbrarlas a los lujos y excesos, sino hacerlas fuertes, pacientes y abnegadas. Si por casualidad ocurre algún contratiempo, como una comida estropeada o con mucho o poco condimento, no se debe neutralizar su pérdida mediante su sustitución por una delicadeza mayor, mimando de esta forma el cuerpo y obviando el objetivo de esta institución. Al contrario, debe contribuir a la educación moral de las alumnas, animándolas a sacar fuerzas de flaquezas en momentos de privaciones pasajeras. En estas ocasiones, sería oportuno un breve sermón, en el que una profesora juiciosa hablaría de los sufrimientos de los primeros cristianos, los tormentos de los mártires y las exhortaciones del mismo Jesucristo, que llamó a sus discípulos para que tomasen su cruz y lo siguiesen, y advirtió que no solo de pan vive el hombre, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios; y a sus consuelos divinos, «bienaventurados los que tenéis hambre o sed por mí». Señorita, cuando pone usted pan y queso en las bocas de estas muchachas en lugar de avena quemada, es posible que esté alimentando sus cuerpos terrenales, pero ¡cómo priva usted sus almas inmortales!

Mientras tanto, el señor Brocklehurst, de pie ante la chimenea con las manos a la espalda, observaba majestuosamente a la concurrencia. De pronto, parpadeó como si algo lo hubiera deslumbrado o escandalizado, y dijo con palabras más atropelladas que de costumbre:

—Señorita Temple, ¿qué… qué le ocurre a esa muchacha del cabello rizado? ¿Pelirroja, señorita, y cubierta de rizos? —y señaló con mano temblorosa el objeto de su ultraje con el bastón.

—Es Julia Severn —respondió con voz queda la señorita Temple.

—Julia Severn, señorita. ¿Y por qué motivo tiene ella, o cualquier otra, el cabello rizado? ¿Por qué, desafiando a todas las leyes y principios de esta casa evangélica y benéfica, se muestra tan abiertamente mundana como para llevar el cabello hecho una maraña de rizos?

—Los rizos de Julia son naturales —contestó la señorita Temple, con voz aún más baja.

—¡Naturales! Sí, pero no nos conformamos con lo natural. Quiero que estas muchachas sean hijas de Dios. ¿Por qué semejante exceso? He dado a entender una y otra vez que quiero que se recojan el cabello de manera recatada y sencilla. Señorita Temple, a esta muchacha hay que raparle del todo; haré venir al barbero mañana. Y veo a otras con un exceso parecido. Que se dé la vuelta esa chica alta. Diga que se levanten todas las de la primera clase y se vuelvan hacia la pared.

La señorita Temple se pasó el pañuelo por los labios, como para borrar una sonrisa involuntaria, pero dio la orden y, cuando se enteraron las chicas de la primera clase de lo que pretendía de ellas, obedecieron. Echándome hacia atrás en mi banco, pude ver las miradas y muecas con las que comentaban la orden. Fue una lástima que el señor Brocklehurst no las viera también, ya que quizás se hubiera dado cuenta de que, por mucho que manipulase el exterior de estas chicas, el interior estaba mucho más allá de su interferencia de lo que imaginaba.

Estudió el envés de estas medallas humanas durante unos cinco minutos y después dictó sentencia. Sus palabras cayeron como un toque de difuntos:

—¡Que se recorten todos esos moños!

La señorita Temple pareció objetar.

—Señorita —prosiguió él— he de servir a un Amo cuyo reino no es de este mundo. Es mi misión mortificar los deseos carnales de estas muchachas, enseñarles a vestirse con recato y sobriedad, y no con ropas caras y tocados complicados. Cada una de las jóvenes que tenemos delante lleva un mechón de cabello que la misma vanidad hubiera podido trenzar. Este, repito, debe ser cortado. Piense en el tiempo que pierden, en…

En este punto, la entrada de otras tres visitas, unas damas, interrumpió al señor Brocklehurst. Les habría convenido llegar un poco antes para escuchar su sermón sobre la vestimenta, pues venían esplendorosamente ataviadas de terciopelo, seda y pieles. Las más jóvenes del trío (guapas muchachas de dieciséis y diecisiete años) llevaban sombreros de castor gris a la moda de entonces, adornados con plumas de avestruz; de debajo de las alas de estos elegantes tocados caía una abundancia de finos mechones primorosamente rizados. La señora mayor venía envuelta en un costoso chal de terciopelo con adornos de armiño, y lucía un tupé de rizos a la francesa.

La señorita Temple saludó a estas damas con deferencia como la señora y las señoritas Brocklehurst, y fueron conducidas a un puesto de honor delante de la concurrencia. Parece ser que habían llegado en el carruaje con su reverendo pariente, y que habían efectuado un registro de las habitaciones de arriba, mientras él estaba ocupado en tratar de negocios con el ama de llaves, interrogar a la lavandera y sermonear a la directora. Empezaron a dirigir varios comentarios y reproches a la señorita Smith, encargada de la ropa blanca y la inspección de los dormitorios, pero no tuve tiempo para escuchar lo que hablaban porque otros asuntos llamaron más mi atención.

Hasta ese punto, aunque me enteré de la conversación del señor Brocklehurst con la señorita Temple, no dejé de tomar precauciones para salvaguardar mi persona, precauciones que pensé serían eficaces si conseguía pasar desapercibida. A tal efecto, me había echado atrás en el banco y, con apariencia de estar ocupada con la aritmética, me había ocultado la cara tras la pizarra. Quizás hubiera evitado que me viesen de no ser por la pizarra traicionera, que se me escapó de las manos y cayó estrepitosamente al suelo, atrayendo así todas las miradas. Supe que había llegado mi hora y, al agacharme para recoger los dos trozos de la pizarra, me armé de valor para enfrentarme a lo peor. Y llegó.