Za darmo

David Copperfield

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Capítulo 5 El ángel bueno y el ángel malo

A la mañana siguiente de aquel deplorable día de dolor de cabeza, de mareos y de arrepentimiento, iba a salir, sin acordarme ya bien de la fecha del festín, como si un escuadrón de titanes hubiera lanzado la antevíspera en un pasado de muchos meses, cuando vi a un muchacho que subía con una carta en la mano. No se daba mucha prisa para ejecutar su misión; pero cuando me vio mirarle desde lo alto de la escalera por encima de la barandilla echó a correr y llegó a mi lado tan sofocado como si llevara muchas horas sin parar.

-¿Míster T. Copperfield? -dijo tocándose el sombrero.

Estaba tan emocionado por la convicción de que aquella carta era de Agnes, que apenas podía contestar que era yo. Terminé, sin embargo, por decirle que yo era míster T. Copperfield, y no puso ninguna dificultad en creerme.

-Aquí está la carta, y espero contestación.

Lo dejé en el descansillo de la escalera y cerré la puerta al volver a entrar en casa; estaba tan conmovido, que me vi obligado a dejar la carta encima de la mesa al lado del desayuno para familiarizarme un poco con la letra antes de decidirme a romper el sobre.

A1 leerla vi que era una carta muy cariñosa y que no hacía ninguna alusión al estado en que me había encontrado la antevíspera en el teatro. Decía únicamente:

«Mi querido Trotwood:

»Estoy en casa del apoderado de papá, míster Waterbrook, en Ely-place, Holborn. ¿Puedes venir a verme hoy? Estaré a la hora que me digas.

»Siempre tu afectuosa, AGNES.»

Tardé tanto en escribir una respuesta que me satisficiera algo, que no sé lo que el muchacho creería. Estoy seguro de que hice lo menos media docena de borradores: Uno empezaba: «¿Cómo puedo esperar, mi querida Agnes, borrar nunca de tu memoria la impresión de asco… ». Al llegar ahí no estaba satisfecho y la rompí. Otra empezaba: «Ya Shakespeare hizo la observación, mi querida Agnes, de lo extraño que era que un hombre pueda meter a su propio enemigo en su boca… » . Pero ese hombre indefinido me recordó a Markhan, y no continué. Traté de hacer hasta poesía. Empecé una de seis sílabas: «¡Oh, no recordemos!» … ; pero aquello se parecía al « 15 de noviembre», y me pareció un absurdo. Después de muchas tentativas escribí:

«Mi querida Agnes:

Tu carta es como tú. ¿Qué más puedo decir en su favor? Iré a las cuatro. Con mucho cariño y arrepentimiento, T. C.»

Con esta misiva (que tan pronto como estuvo fuera de mis manos deseé recobrarla) partió, por último, el muchacho.

Si el día fuera la mitad de penoso para cualquiera de los profesionales empleados en el Tribunal de Doctores que lo fue para mí, creo sinceramente que expiarían con crueldad la parte que les toca de aquel viejo y rancio queso eclesiástico. Dejé la oficina a las tres y media; algunos minutos después vagaba por los alrededores de la casa de míster Waterbrook. Sin embargo, la hora fijada para mi cita había pasado hacía un cuarto de hora, según el reloj de Saint Andrew Hilborn, antes de que yo hubiera reunido el valor suficiente para llamar a la campanilla particular, a la izquierda de la puerta de míster Waterbrook.

Los negocios profesionales de míster Waterbrook se hacían en el piso bajo, y los de un orden más elevado (que eran muchos), en el primer piso. Me hicieron entrar en un bonito salón, un poco ahogado, donde encontré a Agnes haciendo punto.

Tenía una expresión tan serena y tan buena y me recordó tan vivamente los días de fresca y dulce inocencia que había pasado en Canterbury, en contraste con el miserable espectáculo de borrachera y vicio que le había presentado yo la antevíspera que, dejándome llevar de mi arrepentimiento y de mi vergüenza, me porté como un niño. Sí; tengo que confesarlo: me deshice en lágrimas, y todavía ahora no sé si al fin y al cabo fue lo mejor que podía haber hecho, o si me puse en ridículo.

-Si hubiera sido cualquier otra persona la que me hubiese visto en aquel estado, Agnes -le dije, evitando mirarla-, no estaría ni la mitad de afligido; pero que fueras tú, ¡precisamente tú! ¡Ah! ¡Habría preferido morirme!

Ella puso un instante su mano sobre mi brazo, y a aquel contacto me sentí consolado y animado y no pude por menos de llevar aquella mano a mis labios y besarla con agradecimiento.

-Siéntate y no te desesperes -dijo Agnes en tono cariñoso-. No te desesperes, Trotwood; si no puedes tener en mí completa confianza, ¿en quién vas a tenerla?

-¡Ah, Agnes! -contesté-. ¡Eres mi ángel bueno!

Ella sonrió casi con tristeza, y movió la cabeza.

-Sí, Agnes, mi ángel bueno, siempre mi ángel bueno.

-Si fuera eso verdad, Trotwood -repuso-,hay una cosa que le gustaría mucho a mi corazón.

La miré interrogando; pero figurándome lo que iba a decir.

-Me gustaría prevenirte contra tu ángel malo -me dijo mirándome con fijeza.

-Mi querida Agnes -empecé-, si te refieres a Steerforth…

-Precisamente, Trotwood -me contestó.

-Entonces, Agnes, te equivocas mucho. ¿Él ser mi ángel malo, ni el de nadie? Steerforth es para mí un guía, un apoyo, un amigo. Mi querida Agnes, sería una injusticia indigna de tu carácter benévolo juzgarle por el estado en que me has visto la otra noche.

-No le juzgo por el estado en que te vi la otra noche -replicó tranquilamente.

-Entonces ¿por qué?

-Por muchas cosas que son bagatelas en sí mismas, pero que en conjunto tienen gran importancia. Le juzgo en parte, Trotwood, por lo que tú mismo me has contado de él, y por tu carácter, y por la influencia que ejerce sobre ti.

Había siempre algo en la dulzura de su voz que parecía hacer vibrar en mí una cuerda que sólo respondía a aquel sonido. Era una voz de un tono grave siempre; pero cuando estaba emocionada, como ahora, tenía algo que me conmovía. Sentado y mirándola mientras bajaba los ojos hacia su labor, me parecía estarle todavía oyendo; y Steerforth, a pesar de toda mi admiración, se oscurecía ante aquel sonido.

-Es mucho atrevimiento en mí -dijo Agnes mirándome de nuevo-, que vivo tan retirada y sé tan poco del mundo, darte un consejo tan decidido, y hasta tener una opinión tan definida; pero sé de lo que conviene, Trotwood; sé que es consecuencia del recuerdo de nuestra infancia común y del sincero interés que me inspira todo lo que te concierne. Eso me hace atrevida. Estoy segura de no equivocarme en lo que lo digo; estoy segura. Me parece que es otra persona, y no yo, quien te habla cuando te aseguro que es un amigo peligroso para ti.

Yo seguía mirándola y seguía escuchándola después de que hubiera terminado de hablar, y la imagen de Steerforth, aunque grabada todavía en mi corazón, se cubrió de nuevo con una nube sombría.

-No soy tan insensata que pretenda -dijo Agnes volviendo a su tono de costumbre- que puedas cambiar de pronto de sentimientos ni de convicción, sobre todo tratándose de un sentimiento que nace de tu naturaleza confiada. Además, no es cosa que debas hacer a la ligera. Únicamente te pido, Trotwood, que, si te acuerdas alguna vez de mí… quiero decir -continuó con una dulce sonrisa, pues le iba a interrumpir y sabía muy bien por qué-, quiero decir que todas las veces que te acuerdes de mí te acuerdes también del consejo que te he dado. ¿Me perdonarás por todo esto?

-Te perdonaré, Agnes, cuando hagas justicia a Steerforth y te parezca tan bien como a mí.

-¿Y antes no? -dijo Agnes.

Vi pasar una sombra por su cara cuando nombré a Steerforth; pero pronto me devolvió su sonrisa, y recobramos la confianza de siempre.

-Y tú, Agnes, ¿cuándo me perdonarás aquella noche?

-Cuando no la recuerdes —dijo Agnes.

Quería así apartar el recuerdo; pero yo estaba demasiado preocupado para consentirlo, a insistí en contarle cómo había llegado a rebajarme de aquel modo, y desarrollé ante ella la cadena de circunstancias, de las que el teatro sólo había sido, por decirlo así, el último eslabón. Fue un gran descanso para mí, y al mismo tiempo me daba ocasión para extenderme elogiando todo lo que debía a Steerforth y los cuidados que se había tomado por mí cuando yo no era capaz de cuidarme de mí mismo.

-No olvides -dijo Agnes, cambiando tranquilamente de conversación cuando terminé- que te has comprometido a contarme, no solamente tus penas, sino también tus pasiones. ¿Quién ha sucedido a miss Larkins, Trotwood?

-Nadie, Agnes.

-Alguien, Trotwood -dijo Agnes riendo y amenazándome con un dedo.

-No, Agnes; palabra de honor. En realidad, en casa de mistress Steerforth hay una señora que tiene mucho espíritu y con la cual me gusta charlar: miss Dartle… ; pero no la quiero.

Agnes se echó a reír de su ocurrencia y me dijo que si continuaba siendo mi confidente iba a escribir un pequeño diario de mis enamoramientos violentos, con la fecha de su nacimiento y de su fin, como las tablas de reinos en la historia de Inglaterra. Después de esto me preguntó si había visto a Uriah.

-¿Uriah Heep? No. ¿Está en Londres?

-Viene todos los días aquí a las Oficinas del piso bajo -replicó Agnes-. Estaba ya en Londres ocho días antes que yo. Temo que sea para algún asunto desagradable, Trotwood.

-¿Algún asunto que te preocupa? Agnes, ¿de qué se trata?

Agnes dejó su labor y me contestó, cruzando las manos y mirándome de un modo pensativo con sus hermosos ojos dulces:

-Creo que va a entrar como asociado de mi padre.

-¿Quién? ¿Uriah? ¿Habrá conseguido el miserable, con sus bajezas, deslizarse hasta un puesto semejante? -exclamé con indignación-. ¿Y no has tratado de impedirlo, Agnes? Piensa en las relaciones que tendrán que seguir. Hay que hablar; no se le puede dejar a tu padre dar un paso tan imprudente; hay que impedirlo, Agnes, mientras sea posible.

 

Agnes me miraba, y volvió la cabeza, sonriendo débilmente, al ver mi excitación. Después respondió:

-¿Recuerdas nuestra última conversación a propósito de papá? Fue poco tiempo después, dos o tres días quizá, cuando me dejó vislumbrar por primera vez lo que te digo ahora. Era muy triste verle luchar contra su deseo de hacerme creer que era un asunto de su libre elección y el trabajo que le costaba ocultarme que se veía obligado a ello. Estuve muy triste.

-¡Obligado, Agnes! ¿Qué es lo que le obliga?

-Uriah -respondió después de titubear un momentose las ha arreglado para hacerse el indispensable. Es listo y está alerta. Ha adivinado las debilidades de mi padre, las ha animado y se ha aprovechado de ellas; en fin, si quieres que te diga todo lo que pienso, Trotwood, papá le tiene miedo.

Vi claramente que habría podido decirme más; que sabía o adivinaba más; pero no quise causarle la tristeza de interrogarla; pues sabía que si callaba era por cariño a su padre; sabía que desde hacía mucho tiempo las cosas tomaban aquel camino; sí, reflexionando, no podía disimular que hacía mucho tiempo que aquello se preparaba, y guardé silencio.

-Su influencia sobre papá es muy grande -dijo Agnes-; le demuestra mucha humildad y agradecimiento; quizá sea verdad … ; así lo espero; pero, en realidad, se ha colocado en una situación que le da mucha fuerza, y temo que se aprovechará de ella sin compasión.

Dije, indignado, que era un canalla, y por el momento aquello me calmó.

-En el momento de que hablo, cuando mi padre me hizo esa confidencia -prosiguió Agnes-, Uriah le había dicho que tenía que dejarle; que lo sentía; que era una cosa que le causaba mucha pena, pero que le hacían muy buenas ofertas. Papá estaba más abatido y agobiado por las preocupaciones que nunca, y parece ser que le tranquiliza mucho ese expediente de asociación, aunque al mismo tiempo está como herido y humillado.

-¿Y cómo recibiste tú la noticia, Agnes?

-Espero haber hecho lo que debía, Trotwood. Estaba segura de que era necesario para la tranquilidad de papá que se llevara a cabo ese sacrificio; por lo tanto, le he rogado que lo haga: le he dicho que sería un peso mucho menor para él… ¡ojalá haya dicho la verdad!… y que eso nos proporcionaría más ocasiones que nunca de estar juntos. ¡Oh, Trotwood! -exclamó Agnes cubriéndose el rostro con las manos para ocultar sus lágrimas-. Casi me parecía que obraba como enemiga de mi padre más que como una hija cariñosa, pues estoy convencida de que los cambios que hemos observado en él sólo provienen de su abnegación por mí. Sé que se ha estrechado el círculo de sus deberes y de sus afectos, sólo para concentrarlos en mí. Sé todas las privaciones que se ha impuesto por mí, y que todas las preocupaciones que han ensombrecido su vida y enervado sus fuerzas y su energía han sido por concentrar todos sus pensamientos en mí sola. ¡Ah, si pudiera repararlo todo! ¡Si pudiera llegar a levantarle, lo mismo que he sido la causa inocente de su declive!

Nunca había visto llorar a Agnes. Había visto lágrimas en sus ojos cada vez que yo llevaba un premio nuevo del colegio; también las había visto la última vez que hablamos de su padre; y la había visto ocultar su dulce rostro cuando nos habíamos separado, pero nunca había sido testigo de una pena semejante. Estaba tan triste que no sabía decirle más que niñerías como esta: «Te lo ruego, Agnes, te lo ruego; no llores, hermana mía».

Pero Agnes era demasiado superior a mí por su carácter y constancia (lo sé ahora, aunque entonces no sé si me daba cuenta) para necesitar mucho tiempo mis ruegos. La serenidad angelical de sus modales, que la ha marcado en mis recuerdos con sello tan distinto al de todas las demás criaturas, reapareció pronto, como cuando una nube se borra en un cielo sereno.

-Probablemente no continuaremos solos mucho tiempo -dijo Agnes-, y puesto que ahora tengo ocasión, permíteme que te pida, Trotwood, que estés amable con Uriah. No lo rechaces. No le quieras mal, como sé que estás dispuesto a hacerlo habitualmente, porque vuestros caracteres no simpatizan. Quizá no le hacemos justicia, pues no sabemos nada positivo de él; en todo caso, piensa siempre en papá y en mí.

Agnes no tuvo tiempo de decirme más, pues la puerta se abrió y mistress Waterbrook, una señora muy grande, o que Ilevaba un traje muy grande, no lo sé, pues no podía darme cuenta de dónde terminaba el traje y empezaba la señora, entró. Tenía el vago recuerdo de haberla visto en el teatro como si hubiera pasado ante mí en una linterna mágica mal alumbrada; pero ella parecía acordarse perfectamente de mí, y todavía sospechaba que seguía embriagado.

Descubriendo, sin embargo, poco a poco que estaba sereno, y creo también que dándose cuenta de que era un joven bien educado, mistress Waterbrook se comportó conmigo de buenas maneras y empezó a preguntarme si paseaba mucho por los parques; después, si frecuentaba la sociedad. Ante mi respuesta negativa a las dos preguntas, noté que empezaba a perder interés para ella; sin embargo, puso muy buena voluntad en disimularlo, y me invitó a comer al día siguiente. Yo acepté la invitación y me despedí de ella. Al salir pregunté por Uriah en las oficinas; no estaba, y dejé mi tarjeta.

Cuando al día siguiente llegué a la hora de comer y la puerta de la calle se abrió, me encontré sumergido en un baño de vapor, perfumado de olor de cordero, que me hizo adivinar que no iba a ser yo el único invitado. Además, reconocí al muchacho que me había llevado la carta, ahora revestido de librea y puesto a la entrada de la escalera para ayudar al criado a anunciarnos. Observé que hacía lo posible para fingir que no me conocía, cuando me preguntó mi nombre confidencialmente; pero me había reconocido muy bien, y los dos estábamos violentos: ¡cosas de la conciencia!

Conocí a míster Waterbrook, un caballero de mediana edad, con el cuello muy corto y el de la camisa muy ancho; no le faltaba más que tener la nariz negra para ser todo el retrato de un perro de presa. Me dijo que tenía una gran satisfacción en conocerme, y en cuanto me hube puesto a los pies de mistress Waterbrook, me presentó con mucha ceremonia a una señora imponente, vestida con un traje de terciopelo negro, con una gran toca también de terciopelo negro en la cabeza: en una palabra, la tomé por una parienta próxima de Hamlet, su tía por ejemplo.

Se llamaba mistress Spiker; su marido también estaba allí, y tenía un aspecto tan glacial, que sus cabellos me parecían que no eran grises, sino que estaban cubiertos de escarcha. Todos demostraban la mayor deferencia a la pareja Spiker. Agnes me dijo que la causa provenía de que míster Henry Spiker era el abogado de alguien o de algo, no sé qué, que tenía alguna relación con «la Tesorería».

Encontré a Uriah Heep vestido de negro en medio de la gente. Me dijo lleno de humildad, cuando le estreché la mano, que estaba orgulloso de que me ocupara de él y que realmente se sentía muy agradecido por mi amabilidad. Yo habría preferido menos emoción, pues, en el exceso de su agradecimiento, no hizo más que rondar toda la noche a mi alrededor, y cada vez que me dirigía a Agnes estaba seguro de ver en un rincón sus ojos vidriosos y su rostro cadavérico que nos espiaba como un espectro.

Los otros invitados me parecieron estar helados como el vino. Uno de ellos, sin embargo, atrajo mi atención aún antes de que fuéramos presentados. Había oído anunciar a míster Traddles; mis pensamientos se volvieron inmediatamente hacia Salem-House. ¿Será Tomy, pensaba, aquel que dibujaba tantos esqueletos?

Esperé la entrada de míster Traddles con renovado interés. Y vi a un joven tranquilo, de aspecto grave y modales modestos, con los cabellos tiesos de un modo grotesco y los ojos grises demasiado abiertos; desapareció tan pronto en un rincón oscuro que me costó trabajo examinarlo. Por último, pude verle mejor, y, o mis ojos se engañaban mucho, o era mi antiguo y desgraciado Tomy.

Me acerqué a míster Waterbrook para decirle que me parecía tener el gusto de encontrar en su casa a un antiguo compañero.

-¿De verdad? -dijo míster Waterbrook, sorprendido-. Es usted demasiado joven para haber ido al colegio con míster Henry Spiker.

-¡Oh! No me refiero a él -respondí, Hablo de un caballero que se llama Traddles.

-¡Ah, sí, sí! -dijo mi anfitrión con mucho menos interés-. Es posible.

-Si es realmente la misma persona —dije mirando hacia Traddles-, hemos estado juntos en un colegio que se llamaba Salem-House; era un excelente muchacho.

-¡Oh, sí! Traddles es un buen muchacho -aprobó mi anfitrión, moviendo la cabeza con condescendencia-, Traddles es muy buen muchacho.

-En realidad, es una coincidencia muy curiosa.

-Tanto más porque está aquí por casualidad; ha sido invitado hoy por la mañana porque había un sitio de más en la mesa a consecuencia de la indisposición del padre de míster Spiker. Es un hombre muy bien educado el padre de míster Spiker, míster Copperfield.

Murmuré algunas palabras de asentimiento muy caluroso y verdaderamente meritorias por parte de un hombre que, como yo, nunca había oído hablar de él; y después pregunté cuál era la profesión de míster Traddles.

-Traddles -dijo míster Waterbrook- estudia para el foro; es muy buen muchacho, incapaz de hacer daño a nadie, de no ser a sí mismo.

-¿Y qué daño puede hacerse a sí mismo? -pregunté, contrariado por aquella noticia.

-Ya sabe usted -repuso míster Waterbrook haciendo un gesto y jugando con la cadena de su reloj con un aire de superioridad casi impertinente, No creo que llegue nunca a nada. Estoy seguro, por ejemplo, de que nunca reunirá quinientas libras. Traddles me ha sido recomendado por uno de mis amigos de la profesión. ¡Ah, sí, sí! Ya lo creo que tiene talento para estudiar una causa y exponer claramente una cuestión por escrito; pero eso es todo. Yo tengo el gusto de cederle de vez en cuando algún asunto que para él no deja de tener importancia… ¡Ah, sí, sí!

Me chocaba mucho el aplomo con que mister Waterbrook pronunciaba de vez en cuando la expresión «sí, sí». El énfasis que ponía en ella era extraño: daba la impresión de un hombre que había nacido, no, como se dice vulgarmente, con una cucharilla de plata, sino con una escala, y que había subido uno tras otro todos los escalones de la vida, hasta que había podido lanzar desde lo alto de la fortaleza una mirada de filósofo y de superioridad sobre el pueblo que estaba en las trincheras.

Continuaba reflexionando sobre este asunto cuando anunciaron la comida. Míster Waterbrook ofreció su brazo a la tía de Hamlet; mister Henry Spiker, el suyo a mistress Waterbrook; Agnes, a quien yo tenía deseos de reclamar, fue confiada a un señor sonriente que tenía las piernas muy delgadas. Uriah, Traddles y yo, en nuestra categoría de juventud, bajamos los últimos sin ninguna ceremonia. De la contrariedad de no haber dado el brazo a Agnes me compensó el encontrar ocasión en la escalera de reanudar la amistad con Traddles, que se alegró mucho de verme, mientras Uriah se retorcía a nuestro lado con una humildad y una satisfacción tan indiscretas, que yo tenía ganas de tirarle por el hueco de la escalera.

Traddles y yo, en la mesa, acabamos cada uno en un rincón opuesto; él estaba perdido en el brillo deslumbrante de un traje de terciopelo rojo, y yo en el luto de la tía de Hamlet. La comida fue muy larga y la conversación giró por completo sobre la aristocracia de nacimiento, sobre lo que se llama « la sangre». Mistress Waterbrook nos repitió varias veces que ella, si tenía alguna debilidad, era por « la sangre».

En varias ocasiones pensé que habríamos estado mucho mejor siendo menos amables. Éramos tan exageradamente amables, que el círculo de la conversación resultaba muy limitado. Entre los invitados había un mister y mistress Gulpidge que tenían algo que ver (míster Gulpidge por lo menos), aunque no directamente, con los asuntos legales de la Banca; y entre la Banca y la Tesorería estábamos tan exclusivistas como la circular de la Cámara que no sabe salir de ahí. Para añadir atractivo a la cosa, la tía de Hamlet tenía el defecto de su familia, y se dedicaba constantemente a soliloquios sin ilación sobre todos los asuntos a que se aludía. A decir verdad, eran muy poco numerosos; pero como siempre recaían sobre «la sangre», tenía un campo casi tan vasto para sus especulaciones abstractas como su sobrino.

Parecíamos una partida de ogros; tan sangriento era el tono de la conversación.

 

-Confieso que soy de la opinión de mistress Waterbrook -dijo míster Waterbrook levantando el vaso de vino hasta los ojos- Hay muchas cosas que están bien en su estilo, pero a mí denme « la sangre».

-¡Ohl No hay nada -observó la tía de Hamlet- tan satisfactorio, nada que se acerque más al bello ideal… de toda esta clase de cosas, hablando en general. Hay algunos espíritus vulgares (no muchos, me gusta creer, pero algunos) que prefieren postrarse ante lo que podríamos llamar ídolos, positivamente ídolos. Ante grandes servicios recibidos o grandes inteligencias. Pero eso son puntos intangibles; « la sangre» no lo es. Si vemos sangre en una nariz, la reconocemos; la vemos en una barbilla, y decimos: « Ahí está, eso es sangre» ; es una cosa positiva, se puede tocar, y no admite dudas.

El caballero sonriente de las piernas delgadas que había dado el brazo a Agnes planteó la cuestión de una manera todavía más rotunda, según me pareció.

-¿Saben ustedes? —dijo aquel señor mirando a su alrededor con una sonrisa imbécil- « La sangre» es una cosa que no podemos deshacer; existe quieran o no. Hay jóvenes, ¿saben ustedes?, que pueden estar algo por debajo de su rango por su educación y sus modales, y que hacen tonterías, ¿saben ustedes?, y que se comprometen a sí mismos y a los demás, y todo esto … ; pero es delicioso reflexionar que hay «sangre» en ellos, ¿saben ustedes? Por mi parte, preferiría que me tirase al suelo un hombre de «sangre» a que me levantara uno que no lo fuese.

Esta declaración, que resumía admirablemente la esencia de la cuestión, tuvo mucho éxito y atrajo la atención de todos sobre el orador, hasta el momento de retirarse las señoras. Observé entonces que mister Gulpidge y míster Henry Spiker, que hasta entonces se habían mantenido recíprocamente a distancia, formaron una línea defensiva contra nosotros y cambiaron a través de la mesa un diálogo misterioso.

-Ese asunto de la primera fianza de cuatro mil quinientas libras no ha seguido el curso que se esperaba, Gulpidge -dijo míster Henry Spiker.

-¿Se refiere usted al D. de A.? -dijo míster Spiker.

-Al C. de B. -dijo míster Gulpidge.

Míster Spiker frunció las cejas y pareció muy impresionado.

-Cuando le fue presentada la cuestión a lord… no necesito nombrarle… -dijo míster Gulpidge, interrumpiéndose.

-Comprendo -dijo míster Spiker-, N.

Míster Gulpidge hizo un signo misterioso.

-Cuando se la presentaron, su contestación fue: «O dinero o no hay libertad».

-¡Dios mío! -exclamó míster Spiker.

-«O dinero o no hay libertad» -repitió míster Gulpidge con fuerza-. El presunto heredero… ¿me entiende usted?

-«K» -dijo míster Spiker con una mirada de complicidad.

-K… entonces se negó positivamente a firmar. Le esperaron en Newmarker con ese objeto; pero él se negó a ello.

Míster Spiker estaba tan interesado, que parecía de piedra.

-Por el momento así han quedado las cosas -dijo mister Gulpidge echándose hacia atrás en la silla-. Nuestro amigo Waterbrook me perdonará que me explique en términos generales; pero es a causa de la magnitud de los intereses que intervienen.

Mister Waterbrook se sentía demasiado orgulloso (según me pareció) de que se trataran en su mesa, aunque sólo fuera por alusión, semejantes intereses y semejantes nombres, y tomó una expresión de gran inteligencia, aunque estoy seguro de que no había comprendido más que yo sobre el asunto que se estaba tratando. Además, aprobó en grado sumo la discreción que se observaba. Mister Spiker, después de haber recibido de su amigo mister Gulpidge una confidencia tan importante, deseaba, como es natural, corresponderle. Así, el diálogo precedente fue seguido de otro muy semejante, sólo que esta vez le tocaba a mister Gulpidge demostrar sorpresa. Después empezó él de nuevo, y mister Spiker se sorprendió a su vez, y así se siguieron turnando. Durante todo este tiempo los demás estábamos oprimidos por el interés tremendo que envolvía la conversación, y nuestro anfitrión nos miraba con orgullo, como a víctimas de un saludable respeto y admiración.

Por lo tanto, me puse muy contento cuando pude subir con Agnes y, después de charlar con ella en un rincón, la presenté a Traddles, que era tímido, pero simpático, y tan buena persona como siempre. Traddles se vio obligado a dejarnos temprano, pues partía a la mañana siguiente (para estar ausente un mes), de manera que no pude hablar con él todo lo que habría querido; pero nos prometimos, cambiando nuestras direcciones, proporcionarnos el gusto de vernos en cuanto él estuviera de vuelta en Londres. Se interesó mucho cuando supo que yo había encontrado a Steerforth y habló de él con tal entusiasmo, que le hice repetir delante de Agnes lo que pensaba; pero Agnes se contentó con mirarme y mover un poco la cabeza cuando estuvo segura de que sólo la veía yo.

Como estaba rodeada de gentes con las que no me parecía que podia estar muy a sus anchas casi me alegré cuando le oí decir que sólo podía continuar en Londres pocos días, a pesar de mi pena por perderla. La idea de aquella separación próxima me animó a quedarme hasta el fin de la velada. Charlando con ella y oyendo su voz, que me recordaba toda la felicidad de mi vida en la vieja y grave casa que ella embellecía, habría podido continuar toda la noche; pero no habiendo excusa para permanecer allí cuando empezaron a apagar las luces, me vi obligado a marcharme, aunque muy en contra de mi voluntad. Entonces me di cuenta más que nunca de que era mi ángel bueno, y si al pensar en su dulce rostro y plácida sonrisa me parecían que eran los de un ángel que brillaba sobre mí, espero que me lo perdonará.

He dicho que todo el mundo se había retirado; pero debía haber exceptuado a Uriah, a quien no he incluido en esa denominación y que no se había alejado de nosotros en toda la noche. Bajó tras de mí las escaleras y salió poniéndose muy despacio en sus dedos de esqueleto los dedos todavía más largos de sus guantes, que precían de un gran Guy Fawkes.

No me apetecía nada la compañía de Uriah; pero, recordando la súplica de Agnes, le pregunté si quería acompañarme a casa y tomar conmigo una taza de café.

-¡Oh!, ¿de verdad?, señorito Copperfield; dispénseme, míster Copperfield -me contestó-; pero el llamarle del otro modo me viene tan naturalmente… ; no querría de ningún modo molestarle haciéndole llevar a su casa a una persona tan humilde como yo.

-No me molesta nada -contesté-. ¿Quiere usted venir?

-Tendré muchísimo gusto -contestó Uriah retorciéndose.

-Bien, entonces vamos -dije yo.

No podía por menos de estar con él algo brusco; pero no parecía darse cuenta. Tomamos el camino más corto, sin hablar gran cosa en el trayecto, pues él llevó su humildad hasta el extremo de tardar en ponerse los guantes todo el camino.

La escalera estaba oscura, y le agarré de la mano para evitar que se diera un golpe; me parecía que había agarrado a un sapo, tan fría y húmeda la tenía; tanto, que estuve a punto de soltarla y huir. Agnes y la hospitalidad prevalecieron, sin embargo, y le conduje ante mi chimenea. Cuando encendí la luz cayó en arrebatos de admiración ante mis habitaciones; y cuando hice el café en un sencillo cacharro de estaño, que a mistress Crupp le gustaba muy particularmente para aquel use (quizá porque no estaba hecho para eso, sino para calentar el agua de afeitarse, y quizá porque había una cafetera de gran precio oxidándose en la despensa), manifestó tal emoción, que tuve gams de vertérsela en la cabeza para escaldarle.

-¡Oh!, de verdad, señorito Copperfield… , quiero decir mister Copperfield -dijo Uriah-, verle sirviéndome es lo que menos me habría podido figurar nunca. Pero de un lado y de otro me suceden tantas cosas que nunca habría podido esperarme, dado lo humilde de mi situación, que me parece que las bendiciones llueven sobre mi cabeza. Quizá ha oído usted hablar de un cambio en mi porvenir, señorito Copperfield, ¡perdón!, quería decir mister Copperfield.