Macabros

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CRIMEN EN CUSTODIA

* * *

El caso de los tarros lecheros (1963)

El asesinado es también responsable de su propia muerte. Y el robado es también culpable de ser robado. El justo no es inocente de los hechos del malvado. Os hablo con verdad, aunque las palabras pesen duramente sobre vuestros corazones.

Khalil Gibran, El profeta.

En la esquina de calle Yungay con Uruguay se emplaza uno de los monumentos arquitectónicos más bellos de la región de Valparaíso. Diseñado y construido en 1911 por Carlos Federico Claussen, el edificio fue la sede porteña del Banco de Chile hasta 1946, fecha en que el fisco lo adquiere y entrega en comodato a la Prefectura de Valparaíso de la Policía de Investigaciones de Chile.

Esta iniciativa constituyó una de las medidas del gobierno regional por minimizar la proliferación de hechos delictuales, que en esos años asolaban el naciente comercio y turismo en el sector del Mercado Cardonal. Bandidos, cuenteros y criminales sembraron el temor en los cerros de Valparaíso y protagonizaron rojos titulares de la prensa local. Muchas publicaciones actuales redescubren al puerto principal como escenario de homicidios mediáticos, que fueron resueltos bajo la investigación científica y medios de prueba irrefutables, propios de una policía de alto rendimiento.

La publicación Crímenes con historia, de la Universidad de Viña del Mar, por ejemplo, compila sucesos de connotación social que acaecieron en esa región y que alcanzaron impacto nacional (UVM, 2007). En su decena de casos, donde se encuentran “El chino de la moto”, “El loco Mariano”y “El constructor Víctor Moenen”, pena el femicidio del sector de Playa Ancha, que el tiempo no ha sabido borrar de la memoria visual ni olfativa de sus habitantes.

El crimen se huele

Atardece en el viejo cuartel policial de avenida Uruguay. El oficial de guardia Ociel Castro Labarca sintoniza una radio junto al negro teléfono ubicado en el mesón de atención. La guardia nocturna de los viernes siempre ofrece diligencias complejas, pero esa noche se proyecta distinta ante el esperado espectáculo del IV Festival de Viña del Mar 1963. En el escritorio del fondo de la sala, el joven detective Juan Seoane Miranda1 teclea sin compás en su máquina de escribir. Redacta el décimo documento del día, esta vez por una investigación de muerte sospechosa sin culpables por el momento.

“Pareciera ser más importante un show internacional que la seguridad ciudadana. ¿No le parece, inspector Cárdenas?”, le inquirió Seoane al viejo policía, esperando una respuesta optimista. “Espero estar vivo para la creación de la Brigada de Homicidios aquí en Valparaíso”. Las palabras del inspector Hernán Cárdenas Zúñiga resuenan en el alto techo de la sala, evocando las infructíferas gestiones por replicar en el puerto la unidad de homicidios que ya se había creado en Santiago.

En la oscura noche porteña titilan las luces de las casas, adornando los cerros de Valparaíso. El tráfico de vehículos había aumentado y la bohemia se palpitaba en restaurantes, cantinas y boliches. El reloj de la guardia hace rato marcó la medianoche y solo la máquina de escribir de Seoane entorpece la transmisión de Radio Minería, en directo desde Viña del Mar.

Transcurrieron así varias noches. A mediados de marzo una pareja de adultos cruzó la mampara del cuartel y la voz del hombre, con acento argentino, alertó a los oficiales. “Venimos a denunciar a un asesino”. El oficial Castro atendió la denuncia y apuntó ágilmente los antecedentes que el trasandino describía, aún atónito por el macabro descubrimiento.

Raúl Lucero Toledo, apodado “el Che”, nacido en Córdoba, Argentina, denunció el hecho en compañía de Luisa Duarte, su esposa. En sus habituales labores como chofer de taxi, mientras se encontraba en el paradero de Cerro Barón, fue solicitado por un profesor a altas horas de la noche para una particular carrera. Le pidió que lo llevara a su domicilio con un tarro lechero vacío y desde allí que se dirigiera a Viña con el tarro colmado de contrabando. Al llegar al domicilio en calle Chaigneaux, el profesor entró a su casa y el taxista, a causa del trasnoche, lo esperó durmiendo en el auto, tal como su cliente le había sugerido al advertirle que se demoraría algunos minutos en regresar.

Raúl se despertó al momento en que el profesor subía el tarro al asiento trasero. Este le indicó la nueva dirección y enfilaron a la ciudad jardín. Pasado el amanecer llegaron a una modesta casa donde vivía el Crespo Herrera, maestro soldador del taller Uruguay que se ubicaba en el centro de la ciudad, quien conocía al profesor por su oficio de fabricante de juguetes. Le pidió ayuda al soldador para sellar la tapa del tarro lechero, argumentando que debía trasladarlo pronto a Limache, petición a la que accedió a regañadientes por la temprana hora. Así, Raúl los condujo en su taxi hasta el taller del Crespo Herrera. Su cansancio era evidente, pero el dinero que le reportarían esas carreras, incluido el flete a Limache, le vendría bien a su irregular arca financiera.

Tras soldar con dificultad el recipiente, que presentaba su apertura rebajada, el profesor le sinceró a Raúl que no portaba ese día el dinero para viajar a Limache. Ante la avanzada hora de la mañana no podía regresar con el tarro a su casa, porque no habría moradores. Con estas justificaciones, le pidió custodiar el recipiente en el maletero del taxi, a lo que Raúl se negó por tratarse de un vehículo de alquiler. Su sustento dependía del traslado de pasajeros y el tarro molestaría en la cajuela. Así, y solo por el atractivo dividendo de la carrera a Limache, el chofer aceptó custodiar el tarro en su propio domicilio.

Primero lo ubicó en el living de su casa, pero ante la eventualidad de que entraran a robar optó, junto a Luisa, por dejarlo en el dormitorio, a un costado del ropero. El profesor no volvió a aparecer y los días transcurrieron. A casi una semana del encargo empezó a salir un mal olor y creyeron que se trataba de un ratón muerto por las trampas que habían instalado. Abrieron puertas y ventanas para ventilar la habitación. No encontraron nada, pero el olor persistía.

El miércoles 13 de marzo salieron a comer y, al regresar por la noche, volvieron a sentir el mal olor. Repitieron la misma operación para ventilar la pieza, habiendo rebuscado inútilmente de dónde procedía. Al siguiente día, Luisa fue categórica. El olor salía del tarro, por lo que optaron por ubicarlo en el patio, bajo el cobertizo. Rápidamente Raúl se dirigió al domicilio donde el profesor había cargado el recipiente lechero. Golpeó insistentemente la puerta hasta que salió el papá, negando que allí viviera Nicolás. Cuando el chofer le explicó que no se trataba de cobranzas el papá admitió que sí vivía Nicolás, pero que estaba en Limache. No pudo ubicarlo. Dejó el recado de que lo andaba buscando. Ya no le importaba la carrera a Limache, solo quería deshacerse de la extraña encomienda. Fue al taller del Crespo Herrera, pero este ignoraba tanto el paradero del profesor como el contenido del tarro. Sus sospechas comenzaron a inquietarlo.

Ese jueves, Raúl y Luisa salieron de paseo, a la Virgen de Pompeya, y regresaron al atardecer. La pestilencia se sentía desde la calle. Al entrar a su casa, observaron que un débil hilo sanguinolento y aceitoso emanaba desde el tarro. Decidieron reubicarlo sobre un cartón, un saco y un mantel de nylon. Tomaron el recipiente desde las asas y lo dejaron caer pesadamente, desprendiéndose un lado de la tapa que lo cubría. El olor nauseabundo penetró en sus fosas nasales, envolviéndolos en el repugnante y asqueado hedor. Las sospechas de que en su interior hubiera un trozo humano aumentaron. Raúl decidió hacer la denuncia en Investigaciones y Luisa lo acompañó. No quería seguir en compañía de un cadáver en su propia casa.

La perspicacia del inspector Cárdenas

Tras la denuncia, el inspector Cárdenas recibió la instrucción de asumir el caso. En el carro policial, y en compañía del matrimonio, se dirigieron al lugar del hecho, en calle Santa Teresa número 226, de Playa Ancha.

El inspector Cárdenas iba sentado en el puesto de jefe de máquina, junto al conductor y en compañía del detective Seoane. Camino al lugar recordaba innumerables casos de homicidios que supo resolver con éxito, pero reconoció en cada uno de ellos lo difícil que resulta encontrar la primera pista. La demora en encontrar evidencias afecta no solo el curso de la investigación, sino que fomenta la impaciencia tanto de los afectados y los familiares como de los propios investigadores. El caso debían abordarlo rápido antes que la prensa elaborara sus propias conjeturas.

Investigadores y denunciantes se bajaron del vehículo policial e ingresaron a la vivienda. En la parte baja de la propiedad, que da hacia el lado de la quebrada, la tenue luz fijada en el cobertizo alumbraba el sitio del suceso y al siniestro contenedor. El tarro lechero medía 45 centímetros de alto y tenía una circunferencia aproximada de 50 centímetros. Su parte superior parecía haber sido rebajada. Los investigadores, con las manos enguantadas y protegidos con mascarillas, procedieron a destrabar la tapa para inspeccionar el contenido del recipiente. El cerrojo de estaño comenzó a ceder, y a medida que se iba abriendo, el metal de la soldadura constituyó la bisagra de la tapa que rechinó tétrica y triste, como canción mortuoria en el preludio del macabro hallazgo. Luego dejó de chirriar y mantuvo un respetuoso silencio, casi sepulcral, como anunciando el trágico deceso del occiso, acentuado por el penetrante olor a putrefacción. Los horrorizados testigos observaron el cuerpo de un bebé de poco más de un año, cuya cabeza estaba envuelta en una ensangrentada mantita azul.

 

“Los muertos hablan” se repetía el inspector Cárdenas, recordando una de las premisas más importantes de la criminalística en el sitio del suceso. En la investigación forense un cadáver puede comunicar cómo perdió la vida, dónde, si fue arrastrado desde otro lugar, qué arma usaron para matarlo y si opuso resistencia frente a su muerte. También puede contar la fecha y hora en que murió, las circunstancias meteorológicas y hasta sus rasgos de personalidad. El cadáver “es el único testigo que no miente, porque ya no tiene sentimientos”, se repetía el viejo investigador.

El cadáver del niño, con su cara envuelta en un paño, exhibía sus manos amarradas en la espalda. En esta escena, además, se identificaba un alambre que rodeaba firmemente el cuello del infante. El inusual modo de perpetrar el crimen, con el contrasentido de ocultar el cuerpo inerte de un lactante dentro de un tarro lechero, exigía de los sabuesos policiales el máximo empeño por esclarecer la verdad. Ante la fetidez emanada, que era demasiada, la experiencia del inspector indujo lo peor. “Su madre debe estar debajo”, se dijo a sí mismo. Y estaba.

Ánforas macabras

El persistente hedor que emanaba llamaba la atención de los vecinos, quienes al ver el automóvil de Investigaciones, con sus luces en medio de la noche, difundieron la noticia por quebradas y cerros. Los diligentes policías, en tanto, ubicaron el rígido cadáver del niño sobre una superficie contigua al tarro lechero a fin de examinar sus signos mucosos. Estos se manifestaban “por la desecación a nivel del borde libre de los labios y de las mucosas genitales, de coloración amarronada rojiza o negruzca” (Trezza, 2006: 34-35). La importancia para los investigadores de reconocer estas modificaciones cadavéricas, habituales en neonatos y niños pequeños, fue descartar lesiones producidas por abuso sexual.

Con asombro comprobaron que al interior del tarro lechero se encontraba el torso superior de una mujer con la cabeza hacia abajo, más un cuchillo de mesa con empuñadura verde. El homicida dejó ropa y una frazada al interior del recipiente, creyendo quizás que necesitarían abrigarse cuando debieran cruzar los ignotos terrenos del más allá. El trasandino, dueño de casa, solícito informó la dirección del profesor, lugar al que una patrulla a cargo del inspector Jaime Herrera Villegas, en compañía del detective Franklin Quijada Torres, se dirigió con imperiosa premura. Se presumía que allí estaban las piezas faltantes de este negro puzle policial.

En la calle Chaigneaux 564, de Cerro Barón, vivían los padres del profesor. La casa se ubicaba en la parte principal del terreno, orientada hacia la calle. El patio central luce un parrón que alcanza el fondo del sitio, en cuyo costado se emplaza una construcción de material ligero con cuatro piezas. En la última habitación vivía el hombre que la policía buscaba.

Previo al ingreso de los investigadores a la vivienda, el panorama es incierto. El paradero del profesor es una incógnita y el desconocimiento de antecedentes por parte de los padres es evidente. El profesor huyó y su ubicación era desconocida (Erlandsen, 2006). Solo se podría predecir las características del sujeto y el contexto del crimen a partir de la descripción e interpretación de su habitación. Con el consentimiento de su madre ante la orden judicial, descerrajan la puerta de la modesta pieza y la impronta del profesor queda develada ante sus ojos.

Reconstruir el pasado a partir de las huellas del presente era la consigna. Eso bien lo sabía el inspector Herrera Villegas. Cada accesorio, cada marca, cada detalle debía ser analizado con el mismo interés con que horas atrás el inspector Cárdenas inspeccionó la macabra ánfora que contenía al bebé y a la mujer. Por insignificante y nimio que algún elemento parezca, este puede brindar una evidencia determinante, tanto para la investigación criminal como para el procedimiento y juicio penal.

El sol madrugador de marzo en el litoral no entibiaba el gélido escenario, y el desorden del cubículo que los investigadores tenían enfrente no facilitaba la tarea de determinar un punto de partida para el análisis. El tiempo parecía detenido y el descuido en el orden y en la limpieza dio cuenta de un sujeto desaseado. La desorganización, especialmente en ropa de cama y ropa de guagua, junto a herramientas, utensilios y otros accesorios, sugerían el aspecto de un morador carente de amor propio. Para cualquier ojo humano no había huellas que evidenciaran allí la consumación de un crimen, pero en aquella espartana habitación el inspector Cárdenas había depositado en su compañero, el inspector Herrera Villegas, el desafío de calzar las piezas faltantes de este funesto rompecabezas.

Junto al muro se hallan dos catres grandes (uno café y otro blanco), un mueble de cocina y una mesa chica. Sobre una cama hay una maleta abierta con algunas prendas en su interior. Detrás de los catres hacia la cabecera hay un balde con agua. El piso de madera se observa lavado, raspado y húmedo. El tono blanquizco que se proyecta hacia la bajada de cama se contrapone al color del resto de las tablas del suelo de polvorienta apariencia. El sagaz inspector olfatea lo que allí había sucedido. El inspector Herrera debía responder a las expectativas depositadas en él por el viejo Cárdenas. Al levantar las tablas se observa, a simple vista, sin microscopio, escurrimiento de sangre en las junturas que cubría buena parte de los maderos.

Este crucial hallazgo fue la antesala de un descubrimiento mayor. En el mueble de cocina se observa una cuchara y un tenedor con empuñadura verde, y entre el catre y el mueble de cocina descubren un nuevo tarro lechero. El recipiente, celoso guardador del mortal secreto del homicida, es de las mismas características que el encontrado en la vivienda del denunciante, pero este no está rebajado. Se encuentra cerrado herméticamente y sellado con pasta de piroxilina. Al abrirlo fuera de la habitación “desprende un olor nauseabundo y se advierte, dentro de él, ropas y pedazos de carne humana en avanzado estado de descomposición” (PDI, 2009: 2).

El inspector Herrera Villegas le comunica al viejo Cárdenas que en la pieza se encontró un trozo de alambre galvanizado, de dos metros de longitud, junto a utensilios de cocina de similares características al cuchillo que estaba dentro del primer recipiente y una sierra.También le informa que los restos humanos encontrados en el segundo tarro lechero se encuentran putrefactos y han sido colocados a presión, empujándolos fuertemente con algún elemento pesado. Tras ocultarlos se han hinchado por efectos de la descomposición y, tanto por la rígida disposición de restos humanos como por el hecho de que los investigadores no portaban equipamiento para inspeccionar un segundo contenedor, fue difícil sacarlos en el lugar. En su interior contenía una extremidad inferior femenina completa y otra cercenada en tres partes disímiles.

El inspector Cárdenas, sabueso ducho en materia forense, debió contener sus emociones. A pesar de su experiencia en homicidios, entereza y temple, en él emergió el padre y el ciudadano, que por su incólume naturaleza humana reprocha las deleznables consecuencias de una mente desquiciada ¿Quién es el sujeto detrás de este macabro crimen? ¿Qué razones lo llevaron a cometer tan horrendo homicidio? ¿Cómo puede el homicida portar la noble vocación docente? Fueron algunas de las preguntas que espontáneamente despuntaron respecto al escurridizo criminal.

Entre la pizarra y la botella

Nicolás Alberto Arancibia Muñoz es chileno natural de Arica. Nació el 26 de octubre de 1932, con 30 años a 1963. Es hijo de Arturo Arancibia, alcohólico y de oficios esporádicos, y de Irene Muñoz, madre de carácter autoritario. Desde niño Nicolás depende afectivamente de su mamá. Cuando esta jubiló, recibió el dinero y adquirió su vivienda en calle Chaigneaux, en Cerro Barón. Inscribió la propiedad a nombre de todos sus hijos, ya que su deseo es que al morir la hereden ellos y no su esposo, que nunca trabajó en nada y que, por su adicción al alcohol, podría aprovecharse del dinero de la venta del inmueble.

Nicolás no presenta problemas psiquiátricos, a pesar de tener un hermano con una anomalía severa y antecedentes de cuadros de delirio de persecución enfocados en su abuela materna. Su aspecto se presenta descuidado, con evidente abandono personal. Su rostro es inexpresivo y sus cabellos son largos y desordenados. Es un sujeto alto, macizo y rubio, desprolijo en su afeitar y viste frecuentemente un terno celeste a rayas que acompaña regularmente con una llamativa camisa rosada. Desde muy joven ha trabajado, siendo obrero durante tres años. Durante dos años estudió Pedagogía en la Escuela Normal de Viña del Mar, paralelamente a su trabajo en la construcción.

Tras titularse como profesor primario y ser destinado a la ciudad de Los Andes, se casó el 19 de octubre de 1956, a la edad de 24 años, con Adriana Villarroel Fuentes, a quien conoció mientras estudiaba. Adriana es dos años mayor que él y es practicante. Junto a ella se trasladó a Los Andes, donde trabajó durante dos años. Luego se mudaron a Limache, lugar donde ejerció la docencia en la Escuela Quinta N° 100, en Lo Gamboa, permaneciendo allí solo cuatro años, para luego trasladarse a Valparaíso y posteriormente a Illapel, donde se desempeñó un año en cada colegio. Nicolás descarta que esta falta de estabilidad laboral se deba a su falta de compromiso, atribuyéndolo a su esposa, quien “se quejaba de la falta de comodidad en los pueblos pequeños, instándolo permanentemente a solicitar nuevas destinaciones” (informe psiquiátrico).

De esta manera, en su desempeño laboral Nicolás denota inestabilidad y falta de pertenencia. Acostumbraba a vestir desaseado, con su terno celeste pálido y desteñido, y con frecuencia se le veía ebrio. Según palabras de su propia esposa, el profesor Arancibia es de mal carácter, retraído y muy poco comunicativo. Siempre opta por resolver individualmente sus problemas. Con Adriana tuvieron a Vivian, su primera hija, al tiempo que le pidió estar un momento solo en otra ciudad. Una mañana llegó la esposa con la hija y él estaba con resaca tras una noche de juerga. Despertó de mal humor y golpeó a su esposa. Adriana se marchó con la promesa de no volver a verlo.Tras el perdón, volvieron a vivir juntos y tuvieron a Sandra, su segunda hija, pero la violencia fue reiterada y la unión se tornó dañina. Una golpiza la dejó con parálisis facial, sin que Adriana consignara la denuncia. Por aquel tiempo arrendaban en Limache, en una pensión en Lo Gamboa S/N, en casa de Rosa Ahumada, cuidada por la señora Aurora Córdova. La nieta de la pensionista, la joven Aurora del Tránsito, de primorosos 17 años, le ayudaba a cuidar a la niña a raíz de las lesiones que Adriana tenía, generando una mutua compañía entre ambas.

La esposa del profesor notó una furtiva amistad entre su marido y la joven Aurora, pero no le dio mayor importancia, ya que solo quería volver a Valparaíso con su familia. Adriana anhelaba dejar de exponerse a la violencia de Nicolás y este deseaba formalizar su relación con la joven Aurora. De hecho, el mismo Nicolás gestionó el camión para mudar a su esposa a Valparaíso.

Nicolás y Adriana se separan tras cuatro años de convivencia, con el antecedente de haberse separado tres veces en ese tiempo. Acordó pagarle 30.000 pesos mensuales, pero este compromiso lo cumplió solo los dos primeros meses, en octubre y en noviembre de 1960, faltando a su palabra llegado diciembre. Ante ello, Adriana recurrió a la Dirección Escolar y después al Juzgado de Menores, logrando que al profesor se le descontara mensualmente el 50% de su sueldo, monto que alcanzó inicialmente la suma de 60.000 pesos y luego 75.000. Arancibia alegó que se separó por infidelidad comprobada de su esposa, y que a la fecha ella realizaba “labores del sexo”, asegurando estipendios mensuales para el cuidado de sus hijas. Lo cierto es que el descuento fue inapelable, asumiendo así su nueva y complicada situación económica. Se mudó con la joven Aurora a una pensión más barata para luego volver donde sus padres, solicitando su traslado a una escuela en Valparaíso.