Za darmo

Post

Tekst
0
Recenzje
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Cementerio

Hoy, Lucía recuerda el momento en el que le anunciaron que su búsqueda había terminado: “A mí me informan en julio, el 4 de julio de 2019, lo que había sucedido. Me dirijo al juzgado primero, después al cementerio. Y allí hay otro problema: cuando me indican dónde estaba, se habían equivocado. En el certificado de defunción habían anotado mal el lugar donde lo habían sepultado. Había una pileta, había unas baldositas. No había una tumba, no había nada allí”. Tuvo que ponerse a buscar otra vez.

La infraestructura de administración de la muerte argentina es también muy deficitaria. Situaciones como esta que atravesó Lucía, en las que las personas muertas son tratadas como si no fueran personas, son un rasgo de ese sistema que se expresa en muchos otros aspectos: “Entonces me dicen que es muy común que pase eso. Pero tampoco debería suceder porque son cuerpos, que pertenecen a una persona. Si es un NN tiene que estar bien localizado porque la duda era ‘¿es mi hijo el que está en ese lugar o es otro?’, porque hay un sector en el que hay muchos NN”. Luego de una ronda más del periplo, Lucía encontró el lugar donde está su hijo muerto. Nos dice que también encontró, por fin, una certeza.

Auxilio

En nuestro país la respuesta estatal a la desaparición de personas es muy deficiente, cualquiera sea el motivo de esa desaparición. Este déficit se expresa en miles de casos en los que no existe un plan preciso y claro que organice la búsqueda para que culmine con una explicación sobre lo que pasó. Muchas de estas historias son conocidas, llegan a la esfera pública y se transforman en nombres que todes recordamos, fotos que se reiteran con frecuencia, pancartas que evocan otras desapariciones, las del pasado. Muchas otras, la mayoría, no. Son las historias de cientos de familias y de amigues que viven con una ausencia que no tiene respuesta ni tampoco la atención del sistema institucional ni de los medios de comunicación.

Al hecho de que muchas veces las investigaciones judiciales son deficientes en sí mismas, se suma que suelen contar con la colaboración auxiliar de las fuerzas de seguridad que, en general, arrastran déficits de formación y herramientas técnicas análogos a los de quienes les convocan para la búsqueda, aunque con sus particularidades.

Con este trasfondo, muy pronto el vínculo entre les que deben investigar y quienes buscan a alguien –que se encuentran en situaciones de fragilidad emocional y muchísimas veces también viven vidas ya precarizadas– es marcado por la desconfianza: ya sea por falta de empatía, por opacidad, por desidia, por racismo y, en algunos casos, por encubrimiento, una y otra vez quienes tienen la obligación de buscar no responden a las necesidades de quienes esperan. Así le ocurrió a Lucía, convertida ella misma en una detective munida de técnicas artesanales, guiada por su propia sensibilidad e intuición para construir un camino de búsqueda.

Hoy, solo cuando una desaparición ocupa un lugar importante en la agenda pública, como resultado de la presión social y colectiva, una búsqueda comienza a avanzar. Cuando esto ocurre, muchas veces ya es tarde para una investigación adecuada de los hechos. Este destiempo es la causa de muchas desapariciones extendidas que el Estado no puede resolver y de muertes cuyas circunstancias no puede explicar. Pero las cosas pueden ser aún peores: una fiscalía puede encontrar a alguien y volver a ocultarlo, como pasó con Nicolás.

El peso de estas malas búsquedas en la consolidación de desapariciones ni siquiera es valorado cuando ocurren hechos que tienen impacto político. En agosto de 2020, finalmente el Poder Judicial les dio la razón a la madre y al hijo de Gabriela Viagrán, la mujer que viajaba junto con Fernando Pomar y sus hijas Candelaria y Pilar. Les cuatro estuvieron desaparecides durante veinticuatro días, en noviembre de 2009. Sobre la familia se construyeron las más variadas teorías, hasta que fueron encontrades al costado de la ruta 31. Habían tenido un accidente, y tal como once años después afirmó la Cámara de Apelación en lo Contencioso Administrativo de San Martín: “Se dio una serie inusitada de incumplimientos funcionales por parte del personal que intervino en la búsqueda, que provocó una demora en el hallazgo de la familia, lo que se traducía como una falta de servicio, que compromete la responsabilidad del Estado provincial”. A les Pomar no les encontraron los rastrillajes, mal hechos, sino una persona que les vio al pasar por el lugar en el que estaban. Este año, el 15 de agosto de 2020, Facundo Astudillo Castro fue encontrado por un pescador, luego de tres meses y medio de permanecer desaparecido y mientras se investigaba a la policía bonaerense. Los rastrillajes habían estado cerca. No lo suficiente.

Así las cosas, un primer paso parecería ser la comprensión del fenómeno de las desapariciones contemporáneas. Difícilmente se puedan diseñar estrategias de investigación si se continúa creyendo que se trata de un conjunto homogéneo de casos que se resolverá solo con respuestas generalistas. Lo que les ocurrió a Lucía y a Nicolás poco tiene que ver con lo que le ocurrió a Mariela Bortot, que estuvo desaparecida mil veintiocho días luego de ser asesinada por un hombre que también abusó de ella y ocultada en un campo de plantación de maíz en Córdoba. Ni con lo que le ocurrió a Santiago Maldonado, quien desapareció durante un operativo violento e ilegal de la Gendarmería Nacional y no fue encontrado por setenta y siete días. Ni con lo que les pasa a los miles de adolescentes que cada año se ausentan de sus hogares. Las salidas y las fugas de establecimientos neuropsiquiátricos ocurren con frecuencia, pero no hay una acción estatal para evitar que se transformen en desapariciones. En una publicación editada por el CELS en conjunto con el Proyecto Fénix, en 2018, Natalia Federman planteaba en el artículo “Desapariciones: la negación del derecho a la propia muerte”:

En cada desaparición pueden existir indicios que puedan enmarcar el hecho en una u otra hipótesis, pero ninguna debe ser descartada a priori. Por ello, es primordial que los operadores judiciales tengan una escucha atenta al núcleo afectivo. En general, en los relatos de ellos/as están las pistas más importantes: si se ausentaron antes, si se ausentarían porque hubo algún conflicto, si estaban en alguna situación especial de vulnerabilidad frente a actores estatales u organizaciones criminales.

Las desapariciones que tienen como hipótesis la responsabilidad de las fuerzas de seguridad también requieren estrategias de investigación particulares –ya que, por ejemplo, deben excluir a las instituciones cuyos agentes están bajo sospecha– y procedimientos de búsqueda adecuados a los indicios. Esto no es solo necesario para el futuro, sino para nuevas investigaciones sobre las personas que aún no fueron encontradas.

Pero no se trata solo de una responsabilidad estatal, aunque allí residan las responsabilidades últimas. La construcción de las desapariciones contemporáneas como un problema público, social, de todes, que debe ser atendido, que merece respuestas no marketineras sino comprometidas con soluciones de verdad, depende en buena medida del modo en que la sociedad se relacione con estas ausencias. Si solo reclamamos por ellas cuando se las puede asociar a un hecho de violencia policial o cuando se las puede transformar en un “caso”, y si la solidaridad comunitaria con quienes buscan a alguien depende de la mediatización y sus criterios de qué es noticia y qué no, difícilmente haya soluciones reales que permitan que quienes buscan y quienes son buscades puedan encontrarse. Un avance podría ocurrir si las organizaciones de derechos humanos, que en general hemos priorizado como campo de nuestro trabajo las desapariciones que podían asociarse a la violencia de las fuerzas armadas o de seguridad, comenzamos a considerar que todas las desapariciones no voluntarias son un problema que exige una solución –y que determinar ese carácter es una responsabilidad que el Estado no puede procrastinar–, al tiempo que construimos visiones actualizadas sobre los procesos sociales que las explican.

Lucía quiere hacer algo con su experiencia. Ya en el final de la conversación, mientras nos avisa que pronto tiene que conectarse por Zoom con sus alumnes del colegio secundario para una clase, nos dice: “El dolor, cada familia lo tiene que atravesar. Yo decidí transformar el dolor en acción. Mi hijo amaba a Spinetta y me quedó eso. Yo no voy a sufrir por sufrir: que el dolor sirva para que para otro pueda ser un poco más liviano y que pueda hacer el duelo rápido. Porque esto a las personas les trae secuelas, aquellos que no pueden enterrar, sepultar a sus seres queridos… ¿Cuándo se hace un duelo? ¿Dónde está? ¿Qué respuesta se le da a la hija, a mi nieta? Son cuestiones que ya trascienden lo legal, es a nivel de lo humano. Se evitaría todo esto que yo pasé, se le daría otro camino. Mi deseo es que esto sirva para allanar el camino a los próximos que va a haber, lamentablemente. Son temas muy duros que la gente no quiere escuchar. Pensamos que a nosotros no nos va a pasar. Cuando te toca, no sabés para dónde ir”.

[1] Los nombres propios de personas y lugares fueron modificados para proteger la privacidad de quienes vivieron los hechos.

SEGURIDAD

Una salida popular al consenso punitivo

Joaquín Castro Valdez, Victoria Darraidou, Macarena Fernández Hofmann, Paula Litvachky, Manuel Tufró

1.

El país atraviesa una crisis de seguridad. No podría ser de otra manera si los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra. Y el progresismo, ¿qué tiene para ofrecer? Nada, si son todos garantistas. Hay que poner más policías en la calle y darles herramientas para que puedan trabajar, porque hoy tienen las manos atadas.

 

Desde la década de 1990, afirmaciones como estas valen como verdades indiscutibles para una amplia gama de actores del sistema político, de los medios de comunicación, y también en las conversaciones cotidianas en cualquier barrio. Son algunos de los consensos más amplios en nuestro sentido común en torno a la cuestión de la seguridad. En ellos convergen tanto quienes por cuestiones ideológicas sostienen propuestas de mano dura, como aquellos que se apropian de esos sentidos comunes por razones de (supuesto) realismo político. Podemos llamar “realismo punitivista” a este punto de encuentro entre el manodurismo y algunos sectores progresistas cuando asumen responsabilidades de gobierno. Este “realismo” se justifica, por un lado, como respuesta a una demanda social que estaría exigiendo todo el tiempo endurecer la respuesta penal. Por el otro, se alimenta de la idea de que por fuera del punitivismo no hay nada para ofrecer en términos de propuestas para la seguridad. Al menos nada atractivo medido en capital político. Este enfoque es el que tuvo mayor continuidad en las últimas tres décadas.

La consolidación de este consenso político, con matices entre gestiones distintas, revela también los límites que encontraron en los últimos años las estrategias adoptadas por quienes nos agrupamos bajo la consigna de la “seguridad democrática”. De ahí que la pregunta que nos hacemos es qué puede aportar el campo popular para construir un frente que cambie esta perspectiva conservadora.

2.

Es cierto que hasta el momento el realismo punitivista no ha dado espacio para que se materialicen las ideas más extremas de castigo como la pena de muerte o la intervención de las Fuerzas Armadas en la seguridad interior. Se expresa, sin embargo, en un consenso que resulta evidente en la continuidad del encarcelamiento masivo, la inflación indiscriminada del aparato policial, o la concentración de enormes recursos del sistema penal y de seguridad en delitos menores pero que se considera que “irritan”. Como se ha dicho innumerables veces, nada demuestra que estas políticas consensuadas de hecho hayan tenido efectos positivos a gran escala y en el largo plazo. Que sigamos discutiendo esto una y otra vez nos da la razón sobre su fracaso, pero fueron exitosas en algo: instalaron la idea de que el progresismo gobernó la seguridad a lo largo de estas décadas.

Entonces, más que en el éxito o en el fracaso de las políticas del realismo punitivo, hay que buscar en otros lugares las razones de su persistencia. Está claro que estos consensos están atravesados por los cálculos de costo-beneficio que realizan actores del sistema político en términos electorales, y también por la necesidad de surfear un entorno mediático con gran capacidad de esmerilar gestiones de múltiples formas.

Ya transcurrieron más de diez años desde la firma del Acuerdo para la Seguridad Democrática, que congrega a personas con experiencia de gestión, especialistas, organizaciones de derechos humanos y sociales y académicos. Creemos que ahora tiene sentido plantear algunas preguntas que ayuden a pensar e implementar políticas de seguridad y de gestión de los conflictos desde una perspectiva de inclusión y ampliación de derechos. Por ejemplo, ¿tenemos que seguir concentrando los esfuerzos casi exclusivamente en el diálogo con el Estado y en promover políticas públicas, formar cuadros intermedios y ocupar lugares de gestión, así como en participar en el debate público desde nuestra calidad de expertos o desde la denuncia de las prácticas de violencia institucional? ¿O es momento de construir y articular un pensamiento común y estrategias con otros actores por fuera del Estado, con el horizonte de conformar un sujeto social que demande formas de gestión de la conflictividad y el delito diferentes a las del realismo punitivista y que, eventualmente, también pueda sostener desde afuera gestiones no punitivistas?

Ya sabemos que el punitivismo configura las demandas de endurecimiento, aunque se presenta como si solo estuviera respondiendo a una exigencia espontánea de “la gente”. En este punto retomamos la pregunta en torno a cuánto de ese poder configurador tiene que ver con un espacio que dejamos vacante los propios actores del campo popular y de la seguridad democrática. Ese camino de configuración de demandas públicas está mucho más consolidado en relación con el activismo orientado a denunciar y visibilizar las diferentes formas de violencia estatal. Hay múltiples organizaciones, familiares, activistas, referentes, con trayectorias muy interesantes y capacidad de interpelar a amplios sectores de la sociedad. En algunos casos, intervienen en el debate público con una perspectiva que va más allá de la impugnación de la violencia, planteando que hay una relación íntima entre la persistencia de la violencia institucional y el reciclaje de determinadas políticas de seguridad. Pero en general podemos afirmar que la demanda por otras formas de gestionar los conflictos, las violencias, los delitos no tuvo un gran nivel de desarrollo político en el campo popular. ¿Cómo es posible ampliar esta construcción e involucrar a otros actores sociales en las discusiones sobre seguridad y violencias?

3.

Esta idea de involucrar más actores a la hora de pensar e implementar las políticas de seguridad y gestión de las violencias no es nueva. A mediados de la década de 1990, cuando la “inseguridad” se consolidó como tema central de la agenda política, esta ampliación apareció como una alternativa para romper el monopolio policial del saber y del hacer sobre seguridad. Esta estrategia asumió dos formas principales: la convocatoria a actores no estatales bajo el paraguas de la participación ciudadana o comunitaria, y la ampliación a otros actores del Estado bajo la forma de la multiagencialidad. Fue implementada por actores políticos que entendieron que la policía era parte del problema y que el castigo era una solución insuficiente. Pero también se transformó en una retórica adoptada por gestiones que en la práctica no se alejaron de las recetas punitivistas. La participación ciudadana en seguridad tuvo diversas encarnaciones en las últimas décadas. Enunciada con un lenguaje de ampliación democrática, las políticas participativas se orientaron a diversos fines, desde mejorar la percepción pública de las fuerzas de seguridad a través de un “acercamiento a la comunidad”, hasta intentar construir mecanismos de control externo del accionar policial a partir de la información que circulaba en los ámbitos participativos. La implementación de estas políticas presentó problemas múltiples que se repitieron una y otra vez, como la interpelación casi exclusiva a sectores de clase media asustados por la inseguridad –por lo que se construyeron espacios que fueron cajas de resonancia de las demandas más conservadoras–, y la colonización de estos espacios por parte de la policía, que los instrumentalizó para incidir sobre la sociedad civil, instalar diagnósticos y explicaciones, y amplificar sus propias demandas. Estas políticas adolecieron de una marcada precariedad, derivada de la falta de apoyo sostenido por parte de los gobiernos, que en general se desinteresaron rápidamente y pocas veces las tomaron en serio.

La otra vertiente implicó pensar la ampliación a otros actores del Estado involucrados en la gestión de las violencias. Esta perspectiva multiagencial se materializó de diversas formas, partiendo del diagnóstico de que si la violencia y el delito son problemáticas complejas y multicausales, requieren intervenciones también complejas que no pueden agotarse en la herramienta policial y el encierro. Se cuentan aquí las iniciativas de prevención social del delito, impulsadas por las mismas áreas de seguridad que coordinaron intervenciones no policiales orientadas por la idea de que el trabajo sobre las causas estructurales del delito tiene un valor preventivo. En general, estas experiencias fueron muy limitadas en cuanto a presupuesto, y la población alcanzada fueron mayoritariamente algunos varones jóvenes identificados como “en riesgo” de iniciarse o de persistir en trayectorias delictivas. Sufrieron también la falta de sostén político, y su carácter efímero impidió ver resultados.

La lógica multiagencial adoptó entonces otra modalidad que podríamos denominar “de desembarco”, caracterizada por un despliegue mucho más ambicioso por el cual diversas agencias del Estado “bajaban” de manera coordinada a determinados barrios considerados peligrosos, para intentar saldar distintos déficits de acceso a derechos. En general, estos despliegues acompañaron operaciones de saturación territorial de las fuerzas de seguridad, con políticas compensatorias dirigidas a responder a otros problemas y no limitadas a la presencia policial. Si bien con estos programas se atendieron múltiples problemáticas, desde la documentación hasta cuestiones de salud, la propia lógica de la “bajada” y posterior retirada atentó, en la mayoría de los casos, contra la posibilidad de lograr algún impacto en la reducción de la violencia. Estas políticas contemplaban la articulación de acciones con organizaciones –sobre todo partidarias– que tenían presencia en el barrio. Pero una vez que se desplegaron, esa construcción fue más difusa y cuando finalmente se retiraron, no quedó nada o casi nada de esa política.

A este recorrido por las formas que asumió la estrategia de multiplicar los actores que intervenían en las problemáticas de seguridad y violencias se podría sumar la experiencia de los observatorios de seguridad. Se trata de iniciativas implementadas sobre todo a escala local por algunos municipios y también por algunas universidades nacionales. Los observatorios proponen generar información para identificar problemas en torno al delito y las violencias, aportar a la definición de políticas públicas para abordarlos y evaluar el desempeño de las gestiones en esa materia. Muchos tuvieron dificultades para consolidarse o para acceder a la información oficial. Algunos lograron producir un conocimiento valioso, que en general tiene circulación en los ámbitos de la discusión académica, pero que encuentra muchísimas barreras para permear el diseño de las políticas de seguridad.

Aun con sus desempeños limitados, algunas de estas iniciativas que intentaron genuinamente despegarse de la lógica policial aportaron experiencias valiosas para pensar la intervención en seguridad. Importa revisar estos antecedentes para entender por qué muchas no se sostuvieron, ni pudieron formar parte de una construcción social que elaborara una idea distinta sobre la gestión de las conflictividades y el delito.

4.

En la última década, algunas organizaciones con trabajo territorial comenzaron a sentir más de cerca el embate de las lógicas de circulación de violencias, a partir de lo que parece ser una expansión de la presencia de bandas, clanes o redes que gestionan mercados ilegales, con la tolerancia o participación directa de las fuerzas policiales. Las políticas de encarcelamiento masivo multiplicaron la cantidad de personas que, al salir de la cárcel, vuelven a esos mismos barrios sin ningún tipo de contención, lo que también se transformó en un asunto a abordar para algunas organizaciones. Por propia iniciativa, sin apoyo estatal, surgieron algunas experiencias que, al tiempo que dan cuenta de graves urgencias, muestran la capacidad e imaginación política del campo popular y expanden los límites de lo posible más allá de las lógicas acotadas de la participación ciudadana y la multiagencialidad ofrecidas por el Estado.

El 7 de septiembre de 2013 Kevin Molina, un chico de 9 años, fue asesinado al quedar en medio de una balacera entre bandas. Esto ocurrió en el barrio Zavaleta, en CABA, una zona en la que existía un despliegue de la Prefectura Naval Argentina. Sin embargo, los prefectos optaron por no intervenir y “dejar que se maten entre ellos”. Pero Zavaleta es también un barrio donde tiene un fuerte arraigo una de las asambleas de La Poderosa, organización territorial con presencia en varios puntos del país. La muerte de Kevin fue el punto de quiebre, un episodio que vino a coronar una serie de abusos y humillaciones cotidianas por parte de los prefectos. Desde La Poderosa se organizó entonces una experiencia inédita bautizada “Control Popular de las fuerzas de seguridad”. La organización instaló una casilla en pleno barrio, donde comenzó a recibir y sistematizar las denuncias por los abusos y también por los incumplimientos de los efectivos que patrullaban el barrio. Al mismo tiempo, construyó un vínculo con organizaciones de derechos humanos y con la Procuración contra la Violencia Institucional (Procuvin), del Ministerio Público Fiscal de la Nación, para judicializar algunas de las denuncias. Esta estrategia de involucramiento por parte de un movimiento social propone mejorar la seguridad en los barrios humildes, dar a conocer y problematizar las muertes por violencia institucional, y aportar “una mirada barrial”, recolectando pruebas y testimonios, a las investigaciones judiciales para contrapesar la versión policial dominante.

 

Esta experiencia muestra las potencialidades del involucramiento de una organización con arraigo territorial y capacidad de montar, no sin conflictos y resistencias de parte de las fuerzas de seguridad, del gobierno y de quienes viven en el propio barrio, un sistema de control de la policía con un nivel de capilaridad que el Estado nunca podría alcanzar. Sistema que resulta cada vez más necesario tras el aumento de policías desplegados en estos barrios en los últimos años. Resulta particularmente interesante que el Control Popular no se posiciona en reclamo de una salida de la policía del barrio, sino que demanda que esta cumpla con su deber de proteger a les habitantes y no victimizarles. En este sentido, es una estrategia contra la violencia institucional, pero también excede esa perspectiva y discute los modos de trabajo policial en los barrios pobres.

Desde nuestro punto de vista, hay dos factores que limitaron el alcance de esta iniciativa. Por un lado, la fuerte exposición de quienes participaban de la iniciativa en un contexto de ausencia de protección estatal en el barrio limitó las denuncias sobre la circulación de la violencia. La estrategia fue concentrarse en uno de los actores de esta violencia –las fuerzas de seguridad, sobre las que se supone que el Estado debería poder intervenir de manera inmediata– y así visibilizar indirectamente otras lógicas complejas ligadas a actividades ilegales que tenían lugar en el barrio. Por otro lado, en lugar de tomar la actividad del Control Popular como un valioso insumo para controlar el desempeño policial, las diferentes gestiones que ocuparon el Ministerio de Seguridad de la Nación entre 2013 y 2019 intentaron boicotear y debilitar la iniciativa. Así se socavó el efecto que podría haber tenido sobre las conductas de los prefectos, gendarmes y policías que circularon por el barrio en estos años.

5.

En la zona sur del conurbano bonaerense comenzaron a gestarse en 2016 las Defensorías Territoriales en Derechos Humanos (DTDH). Impulsadas en un comienzo por el Centro de Participación Popular Monseñor Enrique Angelelli, una organización territorial con varias décadas de trabajo en Florencio Varela, las DTDH se multiplicaron y constituyeron una red autónoma con trabajo en Varela, Berazategui, Quilmes, Lanús, Lomas de Zamora y Mar del Plata. La red está constituida por equipos instalados de manera permanente en algunos de los barrios más violentos de estas jurisdicciones.

Quienes integran los equipos son personas de los propios barrios, en algunos casos familiares de privades de libertad o de víctimas de la violencia policial, pero también referentes y activistas de otros ámbitos, como movimientos sociales y universidades. Todes les integrantes inician un proceso de formación que luego se sostiene de manera continua y que implica conocer en detalle el funcionamiento y la composición de las burocracias estatales, iniciar conversaciones con actores clave de los poderes Ejecutivo y Judicial, y también con funcionarios policiales o penitenciarios. Estas tareas se emprenden con diversos objetivos. Por un lado, avanzar con un trabajo de incidencia sobre les funcionaries estatales a nivel municipal y provincial, con el fin de que, cuando ocurre algún hecho, exista ya una red de vinculaciones que posibilite construir información fidedigna y pensar modos de intervención que resultan muy complejos de desplegar si el punto de partida es la emergencia, es decir, si no existe un trabajo previo acumulado. Pero al mismo tiempo, se apunta con esto a lograr una descentralización y territorialización de los saberes activistas que permitan ganar autonomía en relación con los organismos de derechos humanos u otros actores a los que se suele convocar frente a estos hechos, y que en general terminan interviniendo en contextos desconocidos que son, muchas veces, tierra arrasada en términos de organización. En ese sentido, se busca autonomía respecto de les abogades, cuyas intervenciones muchas veces tienen las limitaciones ya señaladas. La formación, la acción y la revisión constante de lo actuado permiten a les integrantes de las DTDH empoderarse y tomar conciencia de que existen muchas intervenciones posibles (incluso con o contra el Poder Judicial) que no requieren la participación de abogades. En líneas generales, la existencia de equipos locales con capacidad para dialogar, tensar, acompañar y monitorear el trabajo de policías, fiscales, defensores y funcionaries puede tener el efecto de que la inacción, la inercia o el encubrimiento oficial no pasen desapercibidos. De este modo, aun cuando en algunas ocasiones la tensión se plantee en términos de disputa, ruptura o denuncia de la acción estatal, se trata más bien de una estrategia que busca interactuar con el Estado, complementarlo y corregirlo.

Resulta interesante notar que, por sus características, las DTDH implican no solo el planteo de una “agenda de derechos humanos desde los territorios”, en diálogo pero también en tensión con las agendas planteadas desde los organismos, sino también una crítica al modo en que la mayor parte de los movimientos sociales abordan los problemas de circulación de violencias en los territorios. Desde las DTDH se observó que ese abordaje se caracteriza, entre otras cuestiones, por la ausencia de un trabajo cotidiano y sostenido, intervenciones espasmódicas en la emergencia y posterior retirada, falta de voluntad para producir conocimientos y vinculaciones para la incidencia a nivel barrial o municipal, y excesiva confianza y/o dependencia de les profesionales del derecho. Se plantea entonces la necesidad de un trabajo de incidencia en las propias organizaciones con llegada a los territorios, que en general se realiza “por abajo”: muchas vecinas y vecinos de barrios del conurbano interesades en trabajar estos temas y que integran movimientos sociales se suman, además, a las DTDH, ya que no existe un requisito de “exclusividad”.

6.

La inexistencia o extrema precariedad de las políticas de acompañamiento e inclusión de las personas que egresan de la cárcel hace que al salir no tengan ningún apoyo que facilite su inserción en el mercado laboral. Esta inserción resulta difícil por varias cuestiones, pero sobre todo porque se trata de personas provenientes mayoritariamente de sectores populares donde rige el trabajo precario y la falta de empleo; y porque, además, deben enfrentarse al estigma de haber estado privades de la libertad, lo que dificulta que sean contratades. En general, les empleadores contratan a otre en su lugar. En algunos casos, se encuentran con los impedimentos para acceder a un trabajo fijados por ley, como la Ley 25.164, que establece que las personas con antecedentes penales no pueden ser contratadas por la administración pública. Todos estos problemas se ven intensificados porque cada vez más personas se hallan en esta complicada situación, a partir de la explosión de la población carcelaria que, en la provincia de Buenos Aires, aumentó casi un 80% entre 2009 y 2019. Las personas que tienen que “volver al barro” son cada vez más. Y la preocupación que muchos políticos y líderes de opinión dicen tener por el problema de la reincidencia no se condice con la ausencia de medidas para acompañar este retorno al medio libre.