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MANICOMIOS

Tres puntos para cambiar la política de salud mental

Mariana Biaggio, Joaquín Castro Valdez, Fabián Murúa, Víctor Manuel Rodríguez G., Macarena Sabin Paz, Myriam Selhi, Ana Sofía Soberón, Teresa Texidó

El encierro no es una respuesta válida a las carencias sociales

Vivir para siempre en un neuropsiquiátrico es la principal alternativa que ofrece el Estado a las personas de bajos recursos con padecimientos de salud mental. En otras palabras, lo que determina que una persona esté internada durante décadas no es tanto su estado de salud, sino su nivel de acceso a derechos sociales.

Luisa, Alicia e Isabel vivieron alrededor de veinticinco años internadas en el Hospital Neuropsiquiátrico Melchor Romero, en La Plata, provincia de Buenos Aires. Hace tres años, las tres mujeres, ya adultas mayores, se propusieron cruzar el muro del manicomio. Juntando sus pensiones, alquilaron una casa en el barrio del hospital en la capital bonaerense. Lograron al fin vivir libres y de manera autónoma.

Durante dos años compartieron el techo, la cocina, los pasillos que habían elegido. Hasta que, como cualquier persona mayor, necesitaron cada vez más ayuda para realizar tareas diarias de aseo y de cocina. Dado que ninguna política pública les brindó esos apoyos, en febrero de este año tuvieron que volver al manicomio. Esa nueva vida que había brotado de tanto deseo y esfuerzo fue truncada por necesidades comunes y previsibles, que no tienen que ver con el padecimiento mental, sino con el paso del tiempo y la falta de recursos.

En septiembre hubo un primer brote de covid-19 en la sala F del Melchor Romero, donde Luisa, Alicia e Isabel habían sido reinternadas. Luisa se contagió, su cuadro de salud se agravó y falleció en octubre. Alicia e Isabel siguen allí y atraviesan el duelo por la pérdida de su amiga. Pasaron ocho meses desde que volvieron al hospital, pero siguen pagando el alquiler de la casa porque esperan regresar.

En la sala D del mismo hospital, Diana, Mirta, Blanca y Rita comenzaron en 2018 a planificar su vida afuera. Llevan institucionalizadas 47, 35, 42 y 27 años respectivamente. Con el acompañamiento de les trabajadores del Melchor Romero, se reúnen con otras compañeras que también sueñan un futuro extramuros.

“Nací un 20 de septiembre de 1942 en Corrientes, Loma de Vallejos –cuenta Diana–. Me crié en el campo hasta que me fui al Chaco. Hasta que a los 8 años llegó un Citroën y me vine a Buenos Aires con mi padre. Ahí en el Chaco andaba a caballo y nunca el caballo me tiró. Me cruzaba los montes casi descalza para hacer los mandados. También ordeñaba vacas. Conocí La Plata muy poco, ahí no había escuela. Recién en Buenos Aires fui a la escuela, hice hasta segundo grado, aprobada para tercero. Pero no fui más porque falleció mi tía que me lavaba el guardapolvo. Ella me mandaba de punta en blanco. En La Matanza vivíamos con mi papá en una fábrica donde él trabajaba. Con los dueños de ahí, los domingos amasábamos fideos caseros, también hacíamos estofado de cordero y varias cosas más. Mi papá me llevaba al cine, al parque, a la calesita. Íbamos los sábados a la noche al restaurante a comer pollo al espiedo. Estudiaba corte y confección. Sé coser, lavar la ropa a mano muy bien. Me gustan las plantas, me gusta tejer, cocinar, todo lo que es aseo doméstico. Luego de unos años, falleció mi papá. Como yo era menor, me llevaron a la Minoría de La Granja. Ahí cumplí la mayoría y me trajeron acá, a la sala D, donde hace cincuenta años que estoy internada, en el Melchor Romero”.

El relato de Diana fue interrumpido por la pandemia: estaba en pleno ejercicio de redacción de sus memorias cuando fue trasladada a la parte general del hospital, donde aguarda los resultados del hisopado de covid-19 por un nuevo brote. Mirta, Blanca y Rita siguen esperando el regreso de su compañera. Dialogan sobre sus proyectos y dicen poco, lo suficiente para expresar su deseo de irse pronto a habitar una casa donde se sentirán bien, fuera del hospital.

La insuficiencia de las políticas públicas contrasta con la voluntad de las personas internadas, los movimientos sociales y quienes pugnan por la desmanicomialización. Muches trabajadores sostienen los proyectos colectivos de autogestión para dejar atrás la vida en el manicomio.

Belén Maruelli, médica clínica, y Camila Azzerboni, trabajadora social, se desempeñan en el hospital e integran el Movimiento por la Desmanicomialización de Romero. Así comprenden, según su experiencia, el apoyo que amerita la externación: “Tenés que pensar cómo proveer condiciones materiales que debieran garantizarse desde otro lado. Acompañar estos procesos implica desde conseguir la casa, las garantías, las cacerolas, los colchones y hasta ir a limpiar. Es también acompañar la angustia de habitar lugares indignos, las mudanzas constantes, garantizar la comida. Al mismo tiempo que estamos ahí en lo más concreto del día a día y en lo emocional, también estamos en la batalla cultural de combatir la idea y el estigma de las personas que fueron encerradas, transmitir que el lugar de esa persona no es el manicomio”.

Hay diferentes dispositivos que acompañan la externación de hospitales psiquiátricos, aunque su alcance es limitado. Profesionales, organizaciones comunitarias, iniciativas de economía solidaria, medios comunitarios y espacios de creación artística ayudan a quienes quieren abandonar el manicomio a recuperar las capacidades abatidas por el encierro. Estas experiencias no se han traducido en políticas sostenidas. Dependen de la voluntad y la iniciativa de las personas internadas y del soporte de trabajadores que, incluso con recursos propios, solventan lo que el Estado no brinda.

“Son tareas que se terminan haciendo desde la convicción y el amor porque, si no, sabés que esa persona se queda adentro y se muere en el manicomio. El esfuerzo por garantizar la vida afuera, de la mejor manera posible, es parte de la reparación a las víctimas por los años de encierro, de lo cual el Estado es responsable y nosotras de eso estamos convencidas”, enfatizan las integrantes del Movimiento por la Desmanicomialización de Romero.

La posibilidad de tener un hogar propio requiere una política pública de salud mental centrada en apoyar la vida afuera y en comunidad. El proceso de externación y su duración no dependen solo de la preparación de las personas internadas y del dispositivo que las va a acompañar afuera. El principal obstáculo es el habitacional. La justicia estableció en 2015[1] que cuatro personas internadas en los hospitales Borda y Moyano permanecían allí solo por motivos sociales y obligó al Estado nacional y al de la ciudad de Buenos Aires a brindar las soluciones. Cinco años después, la sentencia sigue incumplida.

En el Hospital Melchor Romero, se pueden apreciar lentos pero certeros avances tanto en las condiciones de vida de las personas institucionalizadas como en la gestión de recursos provinciales para la externación de aquellas que quieran hacerlo. En 2014, el Movimiento por la Desmanicomialización de Romero, la Comisión Provincial por la Memoria y el CELS interpusimos una acción judicial colectiva por la situación de las personas institucionalizadas en este neuropsiquiátrico. La demanda movilizó cierta respuesta estatal, con el involucramiento de varios órganos provinciales en el proceso, pero por su dimensión y complejidad exige voluntad política y asignación de los recursos presupuestarios suficientes para generar transformaciones que apunten a la sustitución definitiva del manicomio. Sin embargo, aun en un hospital como el Romero, con una gran movilización ligada a la implementación de la Ley Nacional de Salud Mental, la falta de cobertura de las necesidades básicas que surgen durante la externación reproduce la fuerza centrípeta del manicomio, como en el caso de Luisa, Alicia e Isabel.

A pesar de la lentitud del Estado en redirigir su política hacia el fomento de la vida en comunidad, existe una incesante voluntad de las personas para organizarse y salir del manicomio, pensando, deseando y planificando una vida afuera. Las acompaña en ese objetivo un movimiento social y político que involucra a numerosos sectores: las agrupaciones de usuaries de los servicios de salud mental, los movimientos sociales, el marco normativo y los órganos internacionales de monitoreo de los derechos humanos que reclaman al Estado que cambie su injustificable relación con esta parte de la sociedad.

Un enfoque feminista de los cuidados puede transformar el paradigma de la salud mental

La desmanicomialización es más que el alta médica, más que una salida formal y física del espacio hospitalario. Implica la deconstrucción del modo en que el manicomio se instala y transforma a quien lo ha vivido. Es un proceso de recuperación de la autonomía en las decisiones de la vida cotidiana, en la construcción de rutinas propias, de la identidad y la singularidad de personas que durante años fueron consideradas une paciente entre muches, en ocasiones siendo nombradas por su diagnóstico o por el número de su cama. Este proceso exige reconfigurar los modos de acompañar y cuidar fuera del encierro.

Se trata de implementar una política de respeto al otre, a su dignidad y voluntad, a las diferencias y singularidades. Cuidar en el afuera implica reconocer y fortalecer todo lo que la persona puede hacer por sí misma y poner a disposición apoyo y asistencia, sin atropellar el derecho a tomar decisiones sobre la propia vida.

En la lógica manicomial, el cuidado es entendido como control, restricción, aislamiento. Es un vínculo desconfiado y temeroso, que ve en las personas institucionalizadas una fuente de amenazas, problemas, molestias y adversidades. El cuidado manicomial viene a contener un supuesto peligro latente, siempre al borde de estallar. El cuidado también puede ejercerse en una clave paternalista, que infantiliza e incapacita al sujeto y genera un vínculo asimétrico que, lejos de solventar las dificultades, las incrementa y mina la independencia y la autonomía. La persona manicomializada es pensada como alguien que no puede –ni debe– tomar decisiones sobre su propia vida, y nunca podrá.

 

El feminismo aporta una mirada transformadora sobre el cuidado al destacar su importancia como un trabajo reproductivo, de sostén de otros aspectos materiales y sociales de la vida. También visibiliza que esa carga recae de forma desigual sobre las mujeres, como una obligación exclusiva de ellas, de modo gratuito, individualizado y limitado al ámbito privado y doméstico. En el manicomio la división del trabajo reproduce estas pautas de género. En la perspectiva biologicista y medicamentalizadora, las intervenciones consideradas importantes son las que involucran el cuerpo y lo modifican, las que producen un cambio drástico y observable en el comportamiento o el estado emocional. Por el contrario, se subestiman los cuidados que implican construir vínculos, intervenciones integrales, que abordan la salud en su dimensión preventiva y colectiva, de desarrollo de capacidades de autocuidado. Aquellas actividades que ayudan a cuidar, cuidarse y convivir con otres ocupan una jerarquía secundaria y subordinada. En la gestión institucional estas áreas persisten con poco financiamiento y, a contrapelo, con iniciativa y mucha voluntad tanto de quienes viven en el manicomio como de quienes trabajan allí.

Una ética del cuidado obliga a pensar en la generación de apoyos diferenciales, adecuados para cada caso, no solo con relación a los grados de autonomía sino a los aspectos de la vida que fueron restringidos por los estereotipos y por el estigma sobre el sufrimiento mental.

La mirada feminista sobre los cuidados también permite delinear la especificidad de la situación de las mujeres madres en el manicomio. Las mujeres psiquiatrizadas han renunciado a las normatividades de género. Han desafiado el modelo impuesto de mujer sumisa, de pocas palabras, con escasa manifestación de la libido, dedicada al cuidado del hogar, de la familia y a la procreación por su sola capacidad gestante. El ideal de la mujer que no flaquea, que no se desestabiliza ni se descontrola. En la historia clínica de una mujer de 40 años internada en el Melchor Romero, consta que fue llevada al hospital por su marido porque: “Primero dejó de trabajar y ahora no hace nada de la casa, ni cuida a los chicos”.

En el manicomio, las funciones estereotipadas de género son parte de lo que se considera determinado por la biología y la genética. Al mandato de la procreación, de ser madres, se agrega la imposición moral de ser “buena madre”. Las entrevistadas recuerdan frases escuchadas dentro del hospital como “No está en sus genes ser madre” o “Hay que darle anticonceptivos porque el SIDA se cura, pero ¿quién se ocupa del paquete?”.

Norma tiene 24 años. Desde los 8 vivió en distintas instituciones para menores, pasó por un parador y una corta estadía en situación de calle, hasta que hace cinco años ingresó al Melchor Romero, donde aún continúa. Durante el parto, fue esterilizada sin su consentimiento, por una orden judicial en una acción iniciada de oficio por la asesora de menores e incapaces. Su hijo fue dado en adopción plena, aun cuando ella demostró que deseaba y podía sostener el vínculo. Norma insiste en esto. Salvo destacadas excepciones, la mayor parte de las instituciones públicas que han intervenido en su caso no la ayudaron ni a verlo ni a mantener algún contacto, o al menos a que él sepa que ella existe. El prejuicio hacia la discapacidad psicosocial anidado en las lógicas judiciales decretó que Norma no debía maternar y que debía desaparecer de la vida de su hijo.

Este tipo de intervenciones parece ignorar que la maternidad es una función que siempre, en todos los casos, se realiza con apoyos. El feminismo, junto con un paradigma social de la discapacidad, permite repensar esos apoyos, las posibilidades de socializar el rol materno y de cuidado.

La renuncia a las funciones asignadas al género se interpreta como supuesta manifestación de fenómenos psicopatológicos, que se corresponden con diagnósticos como depresión, bipolaridad, angustia exacerbada, aumento de la libido. La respuesta de las instituciones públicas ha sido el encierro, la separación de sus hijes y la medicalización. La noción de “mala madre” es reflejo de los estereotipos asentados en las normatividades de género. El control sobre las capacidades reproductivas se extiende a otras prácticas rectificadoras que se realizan de forma compulsiva, como la esterilización quirúrgica, el suministro de anticonceptivos inyectables, la interrupción de embarazos. Prácticas muchas veces realizadas sin consentimiento e incluso sin conocimiento de quien las padece.

La maternidad, si bien se materializa en los cuidados físicos cotidianos, también implica una tarea de acogida que construye en le niñe la posición de ser reconocide, amade y deseade y le permite constituirse en un ser valioso para les otres. A su vez, es una función cultural, en la que influyen las formas sociales, históricas, familiares, rituales y comunitarias. Lo que a veces se presenta como la necesidad de separar a una madre de su hije puede tener que ver con la falta de apoyos para sostener ese vínculo. Para acompañar a alguien a retomar su vida en comunidad, es necesario poner a su disposición cuidados y apoyos que también permitan que esa persona cuide a otres –como a sus hijes–, en tanto nadie es quien es sin los vínculos y afectos que le constituyen.

La salud en el centro del debate público

2020 era el año propuesto para el fin de los manicomios en la Argentina. En 2010 se decidió por ley que la salud y la vida de las personas con discapacidad psicosocial se deben acompañar de otros modos. Este fue el punto de llegada de un largo cuestionamiento, que se nutrió de los derechos humanos y también del propio campo de la salud, al paradigma de encierro que rige hace siglos. Los hitos locales fueron la ratificación en 2008 de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD), la sanción de la Ley Nacional de Salud Mental 26.657 (LNSM) en 2010 y su reglamentación en 2013.

La desmanicomialización no es una idea exclusiva de la Argentina. Según un consenso extendido en el continente americano, los manicomios no pueden ser el centro de la política de salud mental. En 1990 la Declaración de Caracas, suscripta por los Estados parte de la Organización Panamericana de la Salud (OPS-OMS), ya había establecido que hay que sustituir el modelo dominante, en el que las personas con discapacidad psicosocial ven deteriorada su salud y son sometidas a condiciones indignas y degradantes de vida. Tras diferentes informes y pronunciamientos y sin ver avances, la OPS reafirmó la necesidad de sustituir los hospitales psiquiátricos y alcanzar en 2020 una región sin manicomios. Este es el plazo que se retomó en la ley argentina cuando se reglamentó en 2013.

La ley estableció también que se debía hacer un Censo Nacional de Personas Internadas por Motivos de Salud Mental, que se demoró nueve años. Cuando se realizó en 2019, había 12.035 personas internadas en 162 instituciones monovalentes de salud mental, públicas y privadas. El promedio de las internaciones supera los ocho años de permanencia, y asciende a doce años y medio si se considera solo el sector público. Mientras la ley establece que al menos el 10% del presupuesto de salud debe destinarse a salud mental, para 2021 será solo del 1,47%, según la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia.

La pandemia mundial por el covid-19 llegó al país junto con el vencimiento del plazo establecido por la ley. En los hospitales psiquiátricos el impacto de la crisis fue morigerado por el monitoreo judicial temprano y el activismo en derechos humanos, los cuales promovieron mecanismos judiciales que mejoraron una respuesta estatal muy deficiente. Sin embargo, las medidas preventivas, como suele suceder en el manicomio, se tradujeron en un recrudecimiento del encierro.

Las condiciones de vida de quienes siempre padecieron la reclusión cotidiana –esa experiencia que en la pandemia descubrió el resto de la población como algo novedoso– se agravaron. La movilidad dentro del hospital fue restringida, las personas internadas pueden circular mucho menos aún que el resto de la población, no pueden recibir visitas de familiares, asistentes ni acompañantes y no cuentan con la tecnología necesaria para sostener esos vínculos de manera virtual. Los tratamientos se han limitado a lo psicofarmacológico y los abordajes psicosociocomunitarios se han interrumpido.

Recientemente, en la ciudad de Buenos Aires una disposición de la Subsecretaría de Atención Hospitalaria autorizó el traslado de pacientes de otros hospitales con patologías crónicas –de diversa índole, no vinculadas a la salud mental– a sectores específicos de los hospitales Borda y Moyano. Esto, como respuesta a la necesidad de desocupar camas de hospitales generales y ante la “vulnerabilidad especial” de estes pacientes debido a sus condiciones socioeconómicas.

Al presentar esta medida como una forma de convertir al psiquiátrico en un hospital general, se tergiversó el mandato de la ley. El deber del Estado es garantizar la atención de las personas con padecimiento mental en hospitales generales, no internar a más personas por motivos sociales dentro de los manicomios. Actos como este muestran la utilización de la pandemia para justificar ajustes en la política pública. El uso de las enormes instalaciones de los manicomios para alojar a pacientes pobres con cualquier tipo de patología o necesidad de salud nos retrotrae a siglos atrás, hacia la figura de los asilos, leprosarios y hospicios, que dieron origen a los manicomios.

El sistema de salud, en particular el público, atraviesa una tensión extrema. Algunas de las históricas falencias estructurales de financiamiento y recursos físicos y de personal fueron compensadas por los esfuerzos del Estado como respuesta a la crisis sanitaria. No obstante, el principal factor que permitió abordar esta situación crítica fue el esfuerzo de les trabajadores de la salud, que asumieron riesgos y en muchos casos perdieron sus vidas.

La desmanicomialización y todo lo que conlleva es una deuda con la sociedad. Atraviesa biografías como las de Luisa, Alicia, Isabel, Diana, Mirta, Blanca, Rita y Norma, que no consiguen establecerse en la comunidad porque no cuentan con recursos básicos para sostenerse de manera autónoma.

Las secuelas que la pandemia de covid-19 dejará en el sistema de salud son inciertas. La distribución de los recursos tanto de salud general como de salud mental, las prioridades y la gestión de los programas, dispositivos e instituciones sin duda se modificarán. La crisis evidenció que la vivienda, el trabajo y los cuidados son determinantes en la capacidad de vivir y sobrevivir. Como nunca antes había ocurrido, la salud ocupa un lugar central en la discusión política nacional, regional y global; esto genera un contexto oportuno para avanzar en políticas sanitarias que, en vez de reproducir el aislamiento y la exclusión de quienes cuentan con menos recursos, fomenten la vida en comunidad y les permitan vivir en libertad.

[1] Cámara en lo Contencioso Administrativo Federal en la sentencia de la causa “SAF c. Estado nacional y otros s. amparo”, accionada por dos curadoras públicas de la Defensoría General de la Nación.