Pancho Segura Cano: La vida de una leyenda del tenis

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Pero Panchito, por ser el más vulnerable, era su favorito. La señora Cano quería que Pancho fuera más devoto, por eso, lo mandaba con sus hermanas a novenas. Cada vez que pasaban frente a una iglesia, ella insistía que Pancho se persignara con agua bendita. Ella también era la mano dura en la familia: «Solía darnos con el cinturón», cuenta Elvira. «Recuerdo que Pancho se oponía y decía: Mamá, ¿le vas a pegar a un campeón de tenis?».

Francisca acompañaba a Pancho a las canchas pero le angustiaba hacerlo. Pancho no usaba zapatos de tenis, los suyos estaban hechos de caucho y sus medias no eran largas y blancas como las de otros jugadores; esos eran lujos fuera del alcance familiar. Pero había cosas peores, según recordó al final de su vida, veía cómo los socios trataban a su pequeño cuando trabajaba de pasabolas: «Recuerdo cuando se sentó en la silla de uno de los señores durante un juego, este le dijo: ¿Qué mierdas haces sentado ahí? Tienes que sentarte allá, en las escaleras. Y mi hijo se levantó y, en silencio, se fue a sentar en la escalera. También tenía prohibido usar el baño de los señores. Pero, con su buen sentido del humor, me decía: Me dicen que no use sus sillas ni su baño, pero cuando no están, me siento en sus sillas y me ducho cuantas veces quiera… Y, algún día, seré yo el que esté sentado ahí en frente de todos ellos».

Fue entonces cuando su madre aceptó la ambición de su hijo y el amor que tenía por el juego. Mientras Pancho crecía, Francisca se encontró atrapada por la obsesión que este tenía y lo empezó a animar. Iba al club al anochecer, cuando no quedaban socios, y lo llevaba a las canchas vacías para jugar. Una vez que llegó a la adolescencia, no cabía duda de quién ganaba entre los dos. Jugaban hasta que se ponía demasiado oscuro para ver la bola: «Recuerdo que lloraba porque no podía jugar en el día», dice Elvira, «solo de noche».

Pancho era el mayor de los hermanos, el más centrado y el favorito de su madre. Como sucede, por lo general, con los hijos mayores, conocía perfectamente bien su lugar en la familia. De niño solía sacar un burro a las afueras de la ciudad para traer leña a casa. «Hubo muchas veces que mi hijo volvía con un sucre (6) que se había ganado en el día», recuerda la orgullosa madre. Estaba dispuesto a hacer lo que fuera por su familia, incluso si eso tuviera repercusiones más adelante. A los doce años tuvo que dejar la escuela para aportar económicamente en casa.

Años más tarde admite que su niñez había sido triste porque su vida en el club y su abandono escolar lo alejaron de sus amigos. «Ellos no tenían permitida la entrada. Era un club privado y nosotros solo trabajadores. No los podía invitar». La falta de dinero también lo marginaba. «Nunca tuve una bici. No podía ir a ninguna parte, ni siquiera a la playa».

El mundo exterior estaba cerrado para Pancho dada la pobreza de su familia. «En esos días», recuerda riéndose, «si veíamos un avión, ¡pensábamos que era un pájaro!». De niño miraba los cruceros Grace Line que navegaban en el puerto de Guayaquil. Para él era impensable que algún día pudiera pagar el pasaje de esos enormes barcos. Brillantes y glamorosos, los barcos seducían al joven con sus sirenas estridentes y llenas de promesas. Con frecuencia soñaba que algún día se iría de Guayaquil en uno de esos barcos. «Algún día me subiré a uno de esos botes y me largaré de aquí», se prometía a sí mismo, «un día voy a triunfar».

Entre tanto, no tenía otra alternativa que golpear bolas contra el muro del Guayaquil Tenis Club. Empezó a esforzarse en aprender el juego. Aunque veía que todos los jugadores adultos del club ejecutaban sus golpes con una sola mano, notó que él podía pegar con más fuerza si utilizaba ambas manos en su drive. Sin embargo, no fue sino hasta los años sesenta cuando otros jugadores empezaron a usar ambas manos para el drive y el revés. Observaba cuidadosamente a los otros jugadores, analizando sus golpes, su juego de pies, la técnica y luego copiando todo mientras jugaba contra una pared. Aprendió de los movimientos de don Nelson Úraga, un tenista zurdo altamente reconocido que tenía un espíritu guerrero que Pancho admiraba. Practicaba su grip, su juego de pies, su posicionamiento. Arreglaba las raquetas viejas y abandonadas que estaban a su alcance y las veneraba. Reparaba las cuerdas desgastadas con cinta para evitar que se siguieran desintegrando y para que duraran.

Su juego mejoraba. «Jugando contra la pared me di cuenta de que la bola regresaba rápido y aprendí a pegarle de una». Nacido con instintos y coordinación, Pancho desarrolló reflejos para compensar sus deficiencias. También empezó a hacer ejercicio con una máquina de remo, un aparato nuevo en el club. Su padrino, J. J. Medina, se aseguró de que su ahijado pudiera entrar al deseado cuarto de ejercicio cuando no había nadie. A los once años de edad, la práctica incesante, la concentración implacable y la mente concentrada de este insólito atleta empezaron a dar fruto. Consiguió una raqueta viable, una Top Flite, que una vez olvidó un brasileño de paso por Guayaquil. «La miraba con orgullo», recuerda su madre, «como si fuera un tesoro, y la utilizó por muchos años».

La gente empezó a notarlo. «Pronto empecé a ganar a los chicos mayores», dice Pancho con un brillo en el ojo. Mientras trabajaba, a veces lo invitaban los miembros del club para que jugara con ellos. Para ellos no era un partido legítimo entre un adulto con experiencia y un pequeño “pata ´e loro”, como lo llamaban. Ni siquiera llevaba puestas medias ni zapatos deportivos. Pero le daba a la bola como un diablo y siempre devolvía la pelota, era como una máquina de aquellas que aparecerían en el tenis años más tarde. Si no había nadie más en el club, o si no había ningún instructor disponible, los socios llamaban al pequeño. «Yo era un pasabolas para ellos y me pagaban tres reales, hasta cinco, para que jugara con ellos».

Aunque cinco reales parece muy poco, para Pancho y su familia ese dinero era importante. La lucha de sus padres por mantener a su familia producía una ansiedad constante, especialmente para su madre que a veces no podía pagar las cuentas. La actitud de su padre hacia el dinero era más pragmática: los consejos que daba a sus hijos eran prácticos: «No salgan a la lluvia que no tenemos impermeables» o «si necesitan usar traje, compren uno negro que puedan usar en velorios y así comer gratis». Que su hijo menos prometedor llegara a casa con dinero, no importa cuán poco fuese, era inesperado y salvador.

El hecho de que el tenis fuese una manera de aportar fondos para la familia fue una revelación que transformó la manera que tenía Pancho de pensar sobre su familia y su propia vida. «Jugar tenis traía dinero a la casa y mis padres apoyaban aquello», dijo, reconociendo las inmensas implicaciones de este inesperado hallazgo.

Practicó con afán y los socios del club pronto notaron la determinación de este pequeño que siempre rondaba las canchas. Al jugar con los chicos de más edad, Pancho aprendió de ellos y desarrolló su juego, revelando una competitividad feroz que sorprendía a sus adversarios. Se convirtió no solo en pasabolas del club, sino en el pasabolas oficial, ganando pequeñas sumas de dinero. «¡Pero nunca me pagaban!», recuerda riéndose. «Esperaba afuera de los camerinos mientras se cambiaban y, cuando salían, ¡les pedía mis tres reales!» Fueron estas las primeras experiencias que tuvo Pancho con la indiferencia de los ricos, que exigían su tiempo y su talento a cambio de nada. Más tarde, al empezar su viaje por el mundo glamoroso del tenis, entendería perfectamente este hábito cruel de los ricos y famosos, y al igual que en su adolescencia en el Guayaquil Tenis Club, se encogería de hombros y sonreiría de manera resignada.

En 1935, cuando Pancho tenía trece años, un personaje importante visitó el club. Se llamaba Francisco Rodríguez Garzón y era el periodista y editor más importante de la sección deportiva del diario El Telégrafo. Vio jugar a Pancho y, unos días después, el diario publicó un artículo que causó sensación:

Tan pronto como lo vi, ese joven humilde y tímido, que se puso más nervioso cuando le dije que se dejara sacar fotos, se adentró en mi ser. Tenía miedo de que los dueños se enojaran y no quería hablar de su pasión por el tenis, de sus habilidades, ni de lo que era capaz de hacer. Pero una vez que hablé con los socios del club, me puse a pensar sobre lo que un chico con ese talento, ese conocimiento de la raqueta y los secretos del tenis y con la capacidad de impresionar a todo el país pudiera lograr.

Entonces empezó el amorío entre El Telégrafo y su nueva celebridad. Ese artículo también anunció al mundo por primera vez que en Guayaquil vivía alguien que se convertiría en un héroe nacional. Los socios del Guayaquil Tenis Club no podían seguir ignorando al joven mestizo que había sido su pasabolas por tanto tiempo. Ahora Pancho les ganaba a los mejores jugadores con cierta frecuencia: «No les gustaba para nada», sonríe, «siempre objetaban los puntos».

En cierta ocasión un jugador norteamericano conocido como el señor Brown llegó al club con la intención de jugar tenis. Allí tuvo noticias de un pasabolas con una gran habilidad para jugar tenis y lo buscó. Los funcionarios del club aceptaron un enfrentamiento entre ambos a regañadientes. Pancho ganó el encuentro en tres sets consecutivos con facilidad. Lejos de sentirse ofendido, el gringo informó al club que tenían un gran jugador entre manos y los exhortó a que dejaran de emplearlo como pasabolas y en su lugar que le ofrecieran la oportunidad de hacer del tenis una profesión: «Este chico, cuando cumpla diecisiete, va a brillar, y va a hacer que todo el país brille».

Aunque algunos de los socios no aceptarían nunca que este «cholito» pudiera convertirse en un jugador de tenis relevante, una familia en particular empezó a interesarse en este excepcional talento. En 1937 Luis Eduardo Bruckmann Burton y su esposa, Ángela, decidieron hacerse cargo de este improbable prodigio. Invitaron a Pancho a que los acompañara a su casa vacacional en Quito. No sabían entonces que se convertiría en un gran jugador, habían oído los rumores y entendieron intuitivamente que podían ayudarlo dándole apoyo.

 

En ese tiempo Quito era una alternativa para aquellos guayaquileños adinerados que podían costear su permanencia en la capital durante los meses complicados de invierno. Los Bruckmann Burton le ofrecieron a Pancho un trato generoso. Lo alimentarían, velarían por su bienestar mientras respiraba aire puro y, a cambio, él les enseñaría los rudimentos del tenis a sus dos hijas adolescentes, Ilse y Olga. Era una oportunidad espléndida y Pancho la aprovechó no sin dejar de expresar su gratitud. Los Bruckmann Burton cumplieron su palabra. Una vez en Quito comió bien, se fortaleció y ejercitó su cuerpo, aumentando tono muscular a su físico en pleno desarrollo. En cuanto a lo demás, compartió días inolvidables con Ilse y Olga.

Pancho pasó unos meses en Quito junto a la familia Bruckmann Burton y regresó a su ciudad natal en mejor condición física que cuando se fue. Para entonces tenía dieciséis años de edad, su primera prueba como tenista estaba por llegar.

5. Cholo: el término tiene varios significados, entre los cuales se encuentran: mestizo de sangre europea e indígena, de mal gusto o término despectivo usado para referirse a algo o alguien. El Diccionario de la lengua española dice: «Dicho de un indio: Que adopta los usos occidentales».

6. Sucre: moneda utilizada en Ecuador antes de la dolarización (en el año 2000).

Capítulo 2

La educación de un prodigio del tenis

Pancho volvió a Guayaquil a inicios de 1938. Había estado fuera de casa durante algunos meses mientras jugaba a diario en el altiplano. Cuando se presentó en el Guayaquil Tenis Club, luego de su ausencia, cualquiera podía ver que había experimentado una transformación. Era más fuerte, rápido; se encontraba en mejor condición física y jugaba al tenis de manera genial. También era extremadamente competitivo cuando jugaba con los socios. Jugaba a ganar.

Los socios estaban impresionados. Algunos entendieron que este pequeño Pancho podría serles enormemente útil. Por esas fechas se aproximaba el torneo anual que se celebraba entre Guayaquil y Quito, dos ciudades que expresaban una rivalidad política intensa; que, en este caso, se reflejaba en la cancha. Se trataba de un torneo jugado a muerte, el campeonato más importante del país. Ese año algunos de los socios del club de Guayaquil decidieron que incluirían a Pancho en el torneo.

¿Pancho Segura? ¿Jugar por el Guayaquil Tenis Club? Muchos se sintieron ofendidos al escucharlo. ¿El «cholito»? ¿El pasabolas? Pero si no era socio y no podría serlo ni en mil años. La idea misma era ridícula. ¿Cómo iba el hijo del cuidador a representar a la crema y nata de Guayaquil en un evento social y deportivo de tanta importancia? Y, además, ¿no se trataba de un profesional? ¿No había recibido dinero a lo largo de los años a cambio de jugar tenis? ¿Y qué, si solo se trataba de unos reales? El club no podía tolerar esta amenaza a su condición amateur (7). Las quejas fueron persistentes y estridentes a la vez.

Esta fue la primera vez que Pancho sintió su propia dislocación. Había tocado, inocentemente, a la puerta de un mundo que nunca lo dejaría olvidar sus orígenes. A los dieciséis años ya descubría los obstáculos, no solo físicos y mentales, sino sociales que tendría que enfrentar si iba a seguir por este camino. Ya había demostrado su capacidad para manejar exitosamente las barreras físicas y mentales; las sociales, sin embargo, eran intangibles y más complejas.

La solución se presentó de manera ingeniosa. No había forma de que Pancho Segura pudiera representar al Guayaquil Tenis Club. No era miembro y nunca lo sería, y no había nada que hacer al respecto. Aunque sus benefactores encontraron la vuelta: Pancho representaría a otro club guayaquileño que le ofreció las credenciales necesarias.

Y de esta manera Pancho Segura viajó a Quito. Fue emocionante, era su primera aparición importante a nivel nacional, parecía que se cumplía un sueño. Sin embargo, tuvo que pagar un duro precio para ser aceptado como competidor. Sus compañeros de equipo no veían de buena manera el hecho de compartir cancha con quien percibían como un «arribista» y así expresaban de múltiples maneras su superioridad de clase. Pancho podía estar en el equipo, pero de ninguna manera era socio del club. En el viaje en tren a Quito no recibió un boleto, como ellos, a primera clase; tuvo que contentarse con viajar en un vagón de tercera clase. Los socios y jugadores compraban manjares durante el trayecto; Pancho, sin dinero a su haber, se vio reducido a comprar maduro asado en el camino.

Pancho aceptó estas condiciones sin rencor. Su tarea era jugar tenis en representación de su ciudad natal y, con su característica concentración, respondió estupendamente. Ganó sus tres partidos, contribuyendo de esa manera al triunfo del puerto sobre su tradicional rival andino. «Les sacamos la madre», recuerda Pancho con una sonrisa de satisfacción. De regreso a casa, sus compañeros se mostraron más deferentes ante el «cholito». Al parecer sí podía hacer algo por ellos: ganar partidos. En ese viaje de regreso, se le permitió acompañar a los demás miembros del grupo.

Luego de su triunfo, Pancho ya no era un desconocido. Muchas de las personas que lo vieron jugar en Quito no lo olvidarían. ¡Qué velocidad! ¡Qué anticipación! ¡Qué drive a dos manos! Los espectadores se vieron anonadados ante este fenómeno. Un hombre en particular quedó deslumbrado por el talento de este pequeño morenito de Guayaquil. Su nombre era Galo Plaza Lasso, para entonces director del Comité Olímpico Ecuatoriano, COE (más adelante se convertiría en presidente del Ecuador). Plaza se había educado en Estados Unidos y era un hombre imponente de considerable elegancia. Plaza decidió invitar a Pancho para conformar el equipo ecuatoriano de tenis que participaría en Bogotá en los Juegos Bolivarianos.

Nuevamente, hubo resistencia. Perú trajo a colación la condición «profesional» de Pancho y, de nuevo, quienes lo apoyaban se burlaron del alegato. Plaza llegó a amenazar con desistir de participar en los juegos si no se permitía la participación de Pancho. Los peruanos retiraron su objeción y Pancho formó parte de la delegación ecuatoriana.

Para entonces el pueblo guayaquileño ya se había hecho cargo de quien identificaba como un héroe local. «El día en que partió», dice su madre, «fue despedido por una banda de pueblo mientras nosotros, sus amigos y familiares le seguíamos en un bus desde el barrio Cuba, apoyándolo con gran algarabía». El orgullo que sentía por su hijo casi se podía palpar. Este era de lejos el suceso más importante en que había participado su familia y lo único que podía hacer era llorar, alentarlo, despedirlo y rezar por él.

Los conocedores del tenis sostenían que Venezuela y Colombia eran los favoritos para alcanzar medallas, con Perú a la cola. Unos pocos habían oído hablar de la pequeña sensación ecuatoriana y decían en voz alta que Pancho Segura era el favorito. Desde el inicio de los juegos, las cosas parecían seguir ese curso. El primer encuentro de Segura fue contra el colombiano Gastón Moscoso. Aunque la muchedumbre lo acosaba con el canto de «campeón profesional», Pancho no hacía caso y superó a Moscoso con facilidad en tres sets consecutivos. El ecuatoriano entonces se enfrentó al campeón peruano, Carlos Acuña y Rey, y le ganó con igual solvencia. Acuña se mostró furibundo de perder con un pequeño «don nadie» y hasta rechazó la oportunidad de fotografiarse con él al finalizar el partido. En las semifinales, Pancho triunfó nuevamente en sets seguidos contra el campeón boliviano Gastón Zamora.

El 13 de agosto de 1938, ante el asombro de todos, la final por la medalla de oro se planteó entre Pancho Segura del Ecuador y Jorge Combariza de Colombia. Para entonces todo el torneo estaba alborotado. El estilo de juego de Pancho, su drive a dos manos, su velocidad, su espíritu, eran la comidilla de los juegos. La anticipación fue intensa. Todos los jugadores e hinchas querían ver con sus propios ojos este nuevo estilo de tenis practicado por un jugador desconocido del Ecuador. Una muchedumbre inundó el escenario para ver jugar al fenómeno. Las entradas escaseaban y eran difíciles de conseguir. En casa, El Telégrafo prometía transmitir el partido en vivo desde radio Nueva Granada. Los guayaquileños se lanzaron a las calles para oír las hazañas de su querido prodigio.

Combariza era el favorito y recibió aplausos de sus seguidores apenas apareció en la cancha. Pancho lo siguió y se escuchó un aplauso más sutil. El contraste era sorprendente, por un lado, el colombiano atlético junto con sus acaudalados seguidores, recorriendo majestuosamente la cancha, como un pashá, y por otro, el pequeño Segura, con apenas dieciocho años de edad y con 120 libras de peso, corriendo a toda velocidad en su lado de la red, ansioso de que inicie el partido. Combariza tuvo el primer saque, Pancho se mostró nervioso y perdió cinco games al hilo. En los graderíos, los hinchas ecuatorianos empezaron a hacerle barra y este respondió ganando los siguientes cinco games. Sin embargo, el precio de esa valiente recuperación fue demasiado alto y perdió el primer set 7-5.

Pancho empezó a encontrar su juego en el segundo set y lo ganó 6-4. Para entonces el pequeño «cholo» estaba «prendido», como diría más tarde. Sus golpes se hicieron más precisos, su velocidad formidable, su overhead inmaculado, sus golpes desde la línea de fondo eran como balazos, su devolución impecable. «Yo era demasiado veloz para su juego», diría Pancho más adelante, «llegaba a la red antes de que la pelota cayera al otro lado». Combariza no podía competir contra este remolino incansable y perdió los últimos dos sets con el marcador humillante 6-1, 6-1.

Los espectadores bajaron como una ola de los graderíos para felicitar al inesperado campeón y sus compañeros delirantes lo cargaron en hombros en victoriosa «vuelta olímpica» alrededor de la cancha. El Telégrafo publicó un reportaje de la Associated Press (AP) que decía: «Todos los aficionados que asistieron a la final individual están de acuerdo en que el encuentro entre Francisco Segura y Jorge Combariza fue el mejor partido de los Juegos. También sostienen que Segura exhibió el mejor tenis que se pudo ver en todo el torneo».

Sin embargo, los guayaquileños tenían que esperar para celebrar. La transmisión de radio Nueva Granada nunca tuvo lugar y la noticia finalmente se transmitió por teléfono desde la ciudad donde estaba Rodríguez al departamento de bomberos. Mientras las sirenas sonaban a lo largo de la ciudad, todos gritaban y vitoreaban y saltaban proclamando que «su hijo favorito, en esta hora de triunfo… había alcanzado la gloria para su querido Ecuador», como dijo El Telégrafo de manera propiamente cívica.

Segura ya tenía dieciocho años de edad. Su ascenso había sido meteórico. De humilde pasabolas y empleado de los socios del club guayaquileño se había convertido no solo en tenista internacional sino en campeón nacional. Su retorno a Guayaquil fue el de un héroe. Las personas acudían en hordas a las calles para darle la bienvenida. Se organizó un desfile. Los niños gritaban su nombre mientras recorría las calles, los pasajeros de bus sacaban sus cabezas por las ventanas para saludarlo. «Todos me invitaban a sus casas», recuerda Pancho. «La delegación me dio una gran bienvenida. Recibí medallas, banderines en mi honor, ¡de todo!». Se le dio su nombre a una calle. Luego de este reconocimiento triunfal, se tomó la decisión tardía de aceptarlo como miembro del Guayaquil Tenis Club.

Durante 1939 Pancho Segura representó al Ecuador en cuatro torneos sudamericanos: en Uruguay, Chile, Brasil y Argentina. Ganó todos los torneos. Tal vez su victoria más importante fue en el estadio Millington Drake, en Carrasco, en las afueras de Montevideo, contra el campeón argentino Lucilo del Castillo. Los aficionados aún no conocían al notorio tenista ecuatoriano del golpe a dos manos, con velocidad excepcional y endiabladas devoluciones. Había mucha anticipación y, mientras el partido se jugaba, quedaba claro que Del Castillo se encontraba ante un legítimo rival. Empatados a un set, del Castillo sirvió el segundo set. Segura no le permitió ganar y se adelantó 11-9. Esa victoria tras un largo set fue el punto de quiebre; luego de ese momento, del Castillo perdió la esperanza. Pancho ganó el partido en cuatro sets.

 

Pero aún faltaba un juego para llevarse la copa de un torneo jugado en presencia del embajador británico, Sir Eugen Millington Drake, que era la figura que daba nombre al estadio en Carrasco. Sir Eugen era un gran aficionado al tenis y era el cabecilla de la Federación de Tenis Uruguaya que auspiciaba el torneo. El embajador apretó la mano de Pancho afectuosamente cuando este entró al escenario, tal vez intuyendo la importancia del partido. El rival de Pancho era el campeón uruguayo Sebastián Hareguy, que jugaba como local. Esto le dio una ventaja inmediata y la muchedumbre rugía en su apoyo cuando ambos participantes salieron a la cancha.

En esta ocasión tan tensa Pancho tuvo dificultades en descifrar el juego de su oponente. Luego de ganar el primer set 7-5, perdió el segundo y el tercero 0-6 y 0-6, marcadores humillantes que no había tenido en su contra a lo largo de todo el año. La multitud empezó a murmurar, preguntándose si lo del ecuatoriano había sido solo un chispazo. Pero ante una presión tal, Pancho mostró la tenacidad y el espíritu que se convertirían en los sellos distintivos de su estilo. Como todo gran jugador, encontró una manera de levantar su nivel y, al cambiar de velocidad y dotar sus golpes con más fuerza y precisión, ganó el cuarto set 6-1. Esto desconcertó al uruguayo y a sus seguidores que ya habían anticipado la victoria. Hareguy empezó a mostrar los signos del agotamiento al inicio del quinto set y tuvo que retirarse momentáneamente con calambres. El descanso no fue suficiente para devolverle las fuerzas y perdió el set final 6-3. Sir Eugen Millington Drake, en aprecio del buen nivel de tenis del que había sido testigo, presentó el trofeo a Segura.

En esta ocasión la respuesta fue unánime. Francisco Segura era un tenista memorable. Hasta sus rivales reconocían de manera galante su talento y potencial. Millington Drake, llevado a un vuelo literario al haber observado un partido de tal nivel, describió el torneo como el crepúsculo de los dioses del tenis clásico (Hareguy y Del Castillo) ambos disminuidos ante la presencia brillante de la nueva y reluciente estrella: Segura.

Terminado el campeonato, Pancho pasó a otros en Chile, Brasil y Argentina. Cada vez que regresaba a casa su renombre crecía. Su efigie se observaba por doquier, siempre el joven de tez oscura con su raqueta en ambas manos, su rostro iluminado por una sonrisa amplia y generosa que desde entonces hacía suspirar a sus seguidoras.

La prensa no le daba descanso. El Telégrafo ahora lo llamaba, de manera rutinaria, un dios griego, merecedor de coronas de laureles y loas. «Segura ha sido el joven exponente de nuestro pueblo y ha mostrado a nuestros vecinos la gloria de nuestra raza, la fuerza inquebrantable de su voluntad… su dignidad, disciplina y coraje». Esta retórica nacionalista en parte tenía la intención de ofrecer esperanza a las grandes masas empobrecidas, intentando paliar de esa manera su sufrimiento, mientras se deleitaban con las hazañas y la gloria de uno de los suyos. Pancho era del pueblo, eso era lo importante. No se trataba de un señor encopetado, sino de un hombre del pueblo y sus victorias enorgullecían a los miles que compartían la pobreza que él soportó un día.

De hecho, la situación era profundamente irónica puesto que convertirse en héroe nacional no arrojaba rédito económico alguno. Ganar torneos no significaba éxito financiero. Aunque sus padres gozaban ahora de la enorme aprobación popular que recibía su hijo, sus ingresos no cambiaron y los seguían plagando las mismas dificultades. «Mis padres empezaron a pensar que eran aristócratas», diría Pancho más adelante. «Hasta llegaron a endiosarlos. Pero mi éxito no trajo dinero a casa».

Los desfiles eran apasionantes, pero no servían para cubrir las deudas. Fue solo luego de que la prensa reportó la pobreza de la familia Segura Cano que la Municipalidad de Guayaquil les entregó un lote de tierra para construir una casa. Esto fue en la esquina de las calles Cuenca y Quito. Una vez construida la vivienda, esta consistió en un local en el piso que daba a la calle para así recibir un alquiler, un apartamento modesto en el segundo piso con cuatro dormitorios pequeños, una pequeña sala que hacía también las veces de comedor y una cocina mínima. Apenas servía para alojar una familia tan numerosa, pero al menos era vivienda propia y todavía hoy en día viven ahí algunos familiares. En estas condiciones y sin poder pagar transporte, Pancho tenía que caminar de ida y vuelta al club para ahí cumplir con sus labores.

De vez en vez, los amigos adinerados de Pancho le daban algo de dinero, ropa, enseres. En una ocasión, mientras jugaba en el extranjero, Agustín Febres Cordero, su antiguo mecenas, amigo y antiguo presidente del club, le dio quinientos dólares para que se los enviara a su madre. Pero otros amigos influyentes tenían planes más ambiciosos para este prodigioso hijo de su ciudad. Galo Plaza, su benefactor, ya era ministro de Defensa. Él mantenía interés en ayudar al ídolo y sugirió que Pancho viajara a estudiar tenis en Francia, uno de los países de mayor afición al tenis del mundo, junto con Gran Bretaña, Australia y Estados Unidos. Plaza pensaba que Francia sería un destino ideal para este sudamericano sin experiencia y con una educación rudimentaria, a diferencia del rudo mundo competitivo de Estados Unidos. En Francia tendría la oportunidad de refinar su juego y convertirse en una luminaria internacional para, de esa manera, poner al Ecuador en el mapa de manera espectacular. Ningún otro deportista ecuatoriano había alcanzado el éxito internacional de Pancho y Ecuador estaba dispuesto, mediante los oficios de Plaza, a auspiciar el joven talento ofreciéndole un estipendio para su manutención.

Pero el mundo pensaba distinto. Pancho estaba jugando en Argentina cuando la guerra estalló en Europa. «Vi buques de guerra alemanes en el muelle en Buenos Aires», dice Pancho. «Yo sabía el significado de aquello». Luego se volvió imposible viajar a Francia a jugar tenis: «Fue el mayor golpe de fortuna de toda mi vida», declararía más tarde. Pese a este obstáculo, la fortuna de nuevo lo acompañó. Su fama se había extendido y alcanzó las orillas de un país con el que solo había soñado.

Elwood Cooke (8) era uno de los mejores jugadores amateur de tenis en Estados Unidos. En 1939 había perdido la final de Wimbledon contra Bobby Riggs (9) (que ese mismo año fue su pareja en la competencia de dobles en la que triunfaron). Cooke se había enterado, mediante la versión en inglés del rotativo La Prensa de Nueva York, de la joven sensación ecuatoriana, Francisco Segura, y cuando visitó Guayaquil a principios de 1940, en una misión de buena voluntad costeada por la marca de implementos deportivos Wilson, preguntó por el pequeño campeón. No queda registro de su evaluación, pero en junio de 1940, Pancho Segura, con el apoyo de Elwood Cooke, la compañía Wilson y la promesa de un estipendio mensual de 100 dólares del Guayaquil Tenis Club, se embarcó hacia Estados Unidos como «un representante especial del ministerio de deportes». El acuerdo estaba hecho para tener un año de duración.

«Un silencio tierno y de lágrimas tristes se extiende paso a paso y de esquina a esquina», suspiraba Ralph del Campo, el cronista poético de El Telégrafo, al describir la pena popular debida a la partida de Pancho. «Recordemos como al cruzar una vereda un niño te miró y dijo, con voz en cuello: Ahí va Pancho Segura, campeón de campeones». Y más adelante: «Pancho, la oportunidad que esperabas ha llegado. Viajas a la ciudad de los rascacielos y del ruido clamoroso. Pero recuerda esto, no cambies, aun si te ofrecen el Banco Nacional, sigue siendo el joven sencillo y modesto que yo conocí un día, el amigo de todos».