Basta de silencios

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Sin pensar las consecuencias, me hice un corte en la muñeca derecha, y al ver que la sangre empezaba a brotar entré en estado de shock, arrojando el cuchillo al suelo, a la vez que gritaba y lloraba porque no podía hacerlo, odiándome por no tener el coraje para terminar con mi calvario interior.

Después de mucho llorar, llena de amargura y resignación, me vendé la muñeca para detener el sangrado —por suerte el corte no había sido tan profundo—, luego me acosté a dormir, y nuevamente todo pareció quedar en la nada, sin embargo, desde aquel día no volví a hacer el intento de salir de casa, y desde aquel día, yo sería prisionera de una de las peores cárceles que existen, una muy difícil de burlar: mi propia mente.

< IV >

UN DESTELLO DE LUZ EN MEDIO DE TANTA OSCURIDAD

El regreso de Clara

El otoño y el invierno pasaron como siempre, pero yo solo los experimenté desde mi ventana, y del mismo modo, así también llegó la primavera, aunque para mí, aquello daba igual —yo permanecía en un crudo y permanente invierno emocional—. Las horas y los días eran relativos, pasaban más lento de lo normal, y en vez de medirlos como todo el mundo, yo más bien lo hacía enumerando las cosas que había perdido, o lo que había dejado de hacer, y por el contrario de los demás, a medida que transcurría el tiempo, yo más bien perdía emociones, perdía experiencias, perdía oportunidades —algo muy difícil de comprender—, pero esa era mi triste realidad.

Con gran pesar me lamentaba de cuán catastrófico y amargo había sido aquel año. Me había quedado casi sin amigos; había abandonado y desistido de toda actividad fuera de casa; perdí la oportunidad de ingresar a la universidad. El desagradable episodio que padecí a manos de aquel desconocido me arruinó la vida, arrebatándome prácticamente todo, y lo poco que quedaba de mi maltratada alma, estaba quebrado y desprovisto de espíritu, en una palabra, yo me sentía completamente vacía.

Un día como otros, me encontraba sentada en el comedor, sola, mirando la pared como si estuviese hipnotizada, pestañeando de tanto en tanto y respirando imperceptiblemente —aquello era lo único que indicaba que estaba viva—, pero en mi interior, en mi mente, allí ocurría un continuo deambular de oscuros y tormentosos pensamientos, sumado a un —ya permanente— estado de paranoia, que me habían llevado al agotamiento y al hastío. De repente, el sonido de una enérgica melodía se filtraba por la ventana desde la distancia, rescatándome así de mi profundo trance. Casi de un salto me puse de pie, y dando un golpe sobre la mesa con ambas manos, manifestaba un desesperado y breve momento de lucidez.

—¡BASTA! —grité indignada—. ¡Basta, basta, basta! —repetí entre lágrimas, al tiempo que golpeaba la mesa sin cesar.

El llanto se hizo incontenible, no podía detenerlo, era como un torrente que drenaba la angustia que yo llevaba dentro.

—¡Basta ya! —dije una vez más, al tiempo que, agotada, daba un último golpe.

Sin embargo, aquel inesperado arranque de ira había cumplido su cometido, había funcionado como una válvula de escape, —yo llevaba mucho tiempo a punto de estallar—, todo mi cuerpo y mis emociones lo atestiguaban.

En medio de aquella crisis, de pronto percibí algo que llamó mi atención, eran los pasos de mi madre acercándose por la escalera de entrada. Abrí muy grande mis ojos, al tiempo que calculaba cuán cerca estaba ella de la puerta —necesitaba aunque sea unos segundos más, pues yo debía tomar una difícil decisión—, pero sus pasos se oían cada vez más cercanos, limitando mi margen de tiempo, así que solo contuve la respiración y me puse de pie, firme, seria, aterrada, como si fuesen a fusilarme en cualquier momento.

De repente la puerta se abrió, y mi madre, con la mirada al suelo, pensando seguramente en sus cosas, se detuvo sorprendida ante mi extraño y tenso semblante.

Así pues, en aquel fugaz instante de cordura tuve el valor de pedir ayuda a mi madre. Algo que de haberlo planeado, en realidad nunca lo hubiese hecho, pues no sabía cómo enfrentarla sin tener que revelar mi gran secreto. Pero como el primer paso ya estaba dado, me vi obligada a continuar, así que tomé coraje y le dije que hacía ya mucho tiempo que no me sentía bien, que necesitaba la ayuda de un psiquiatra. Mi madre me observó fijamente —su mirada penetrante se clavó en mí, haciendo que me sintiera muy incómoda—, claramente sorprendida por mi pedido.

Suspiró levemente y luego dijo que lo que yo necesitaba era ir a la iglesia a rezar un poco, que necesitaba acercarme más a Dios, que debía pedir perdón y misericordia, asegurando que todo lo que me sucedía era a causa de mi continuo mal comportamiento.

Escuchar aquello me dolió muchísimo, de hecho, fue devastador no contar con su ayuda en un momento tan duro —justo cuando por fin me había animado a hablar—, y con ello, la breve posibilidad de cambiar mi triste derrotero se esfumaba sin remedio. Inevitablemente exploté en un ataque de ira, maldiciendo a todo el mundo por no comprenderme.

Desde mi punto de vista —y basado en lo que solo yo sabía—, aquello me parecía tremendamente injusto, pero lo cierto era que no podía culpar a nadie —o no del todo—, porque si bien nadie de mi familia indagó mucho, tampoco conocían la gravedad de todo lo que me había ocurrido. Yo —a causa de mis miedos—, no fui lo suficientemente honesta —con ella ni con los demás— para que entendieran mi situación y me brindaran su apoyo.

Sin embargo, mi madre no estaba tan equivocada cuando me dijo que estaba alejada de Dios, en realidad ella tenía mucha razón, y al parecer, por el momento, aquello era lo único que podía ayudarme, pues a causa de reprimir sistemáticamente tantas malas experiencias, yo había enfermado seriamente, física, mental y espiritualmente. Estaba inmersa en un coctel de sentimientos totalmente negativos y degradantes, con emociones tan negativas como el odio, resentimiento, culpa, egoísmo, miedo, envidia y rabia. Sentía que estos sentimientos se apoderaban de mi ser, de mi espíritu y de mi vida, y lo más triste era que yo les dejé entrar, pero lo peor de todo era que yo me había acostumbrado a ellos, e incluso, «creía sentirme a gusto»; me era mucho más fácil odiar a todo el mundo, antes que enfrentar mis problemas —sincerándome completamente, y así buscar la ayuda adecuada, una verdadera salida—.

Sin saberlo, poco a poco fue generando mucho más dolor, tristeza y soledad a mi vida; así dejé de sonreír sinceramente —había perdido el hábito—, nunca estaba feliz, ni nada que se le pareciese; me desvaloricé completamente como persona, al tiempo que me sentía la mujer más fea y mala del planeta.

Era posible revertir todo aquello, pero eso significaba un cambio demasiado extremo, el cual requería una notable demostración de valor, pues yo debería afrontar cosas para la cuales no estaba para nada preparada, así que solo continué de la misma manera, en mi supuesta zona de seguridad, aunque ello significara una vida carcelaria y amargada, resignándome a la suerte que me había tocado, y desquitándome con quien tuviera a mi alcance.

Uno de los últimos días de primavera, estaba yo encerrada en mi cuarto, como de costumbre, cuando de pronto sonó el teléfono, era mi amiga Clara que había llegado a la ciudad y deseaba que nos reuniésemos en su casa. Al escuchar su voz —y semejante noticia—, mi corazón estalló de alegría, pues yo tenía muchas ganas de verla, pero luego, el solo hecho de pensar en que tendría que salir me paralizó, llevándose de inmediato mi momento de felicidad. A partir de allí, mi manera de hablar cambió notablemente, pues yo balbuceaba muy insegura, pero la insistencia de mi amiga fue mayor y finalmente terminé aceptando su invitación.

—¡Qué bueno Caro! Nos vemos mañana por la tarde —se despidió ella.

—Sí, nos vemos —respondí yo con cierta disconformidad, lamentando mi decisión, pues aquello implicaba una salida al exterior.

A partir de la llamada estuve tensa, inquieta y preocupada, pensando obsesivamente en el momento en que tendría que atravesar la puerta, y en todo el recorrido que tendría que hacer para llegar hasta lo de Clara. No podía controlar mi angustia y mi desesperación; mis pensamientos no me daban respiro y nuevamente me faltaba el aire. Ninguna excusa parecía suficiente: yo no quería salir, y tan solo con pensarlo, ya me mortificaba.

Mi madre, que se encontraba ayudando a mi hermana con la tarea de la escuela, escuchó mi conversación, pero sobre todo, no pasó por alto mi cambio repentino y mi estado de nerviosismo.

—¿Qué te pasa, Carolina? —preguntó mi madre con tono suspicaz.

—Nada. ¿Por qué?

—¡Hija! Es que no te veo bien.

—¡Dije que no me ocurre nada! Y ya déjame en paz. ¡No me molestes!

Tras semejante contestación me encerré en la habitación —para ese entonces, mi guarida—, de donde solo salí para almorzar, luego regresé a mi cama para descansar un poco, y por contradictorio que esto fuera, ya que lo único que hacía todos los días era «no hacer nada», la realidad era que yo necesitaba descansar, pues tenía un estrés y agotamiento mental crónicos, producto de todo lo que acarreaba en mi interior y de los continuos reproches que recibía de mi familia.

—Ya que no estudias… por lo menos haz algo de tu vida, o cuando menos… ¡ayuda con los quehaceres de la casa! —me decían a menudo.

Los estados de ansiedad que padecía a lo largo del día me provocaban una gran tensión —era imposible relajarme—, siendo aquello el origen de mi excesivo agotamiento físico. Por otro lado, durante las noches, cuando debería dormir, cualquier ruido me despertaba, alertándome sobremanera, provocándome palpitaciones y grandes dolores en el pecho, por lo que era muy difícil conciliar el sueño; generalmente lograba dormirme entre las tres y las cinco de la madrugada —algo para nada saludable—, lo cual también hacía que me despertara muy tarde y desganada, generando así más reproches de mi familia. Aquello era un círculo vicioso que se retroalimentaba a diario.

 

Pero aquella noche, mi ansiedad estaba mucho más exacerbada que de costumbre, había un pensamiento que me atormentaba profundamente —mi visita a lo de Clara—. Daba vueltas y vueltas en la cama y no lograba conciliar el sueño, así que decidí levantarme y tomar una ducha, gracias a ello finalmente pude relajarme y dormir. Al día siguiente, y desde el preciso momento en que desperté, la expectativa de mi salida se convirtió literalmente en una insoportable cuenta regresiva.

Sin hacer nada más que estar sentada frente al reloj del comedor, observaba cómo los segundos transcurrían impiadosamente, y por cada «tic tac» que se escuchaba, mi ansiedad parecía aumentar. Miraba fijamente el reloj —pues inconscientemente deseaba que se detuviera—, pero la aguja del segundero seguía su curso, sumando minutos, y estos sumaban horas, aumentando cada vez más mi nerviosismo.

Por más dramático que este relato fuere, tristemente resulta ser la fiel descripción de lo que experimenté durante este período de mi vida, y sin exagerar, la magnitud e intensidad, en todos los casos son muy precisas.

Dicho esto, cabe señalar que cuando se hicieron las 18:00 —hora que debía partir hacia lo de Clara—, no me atrevía a levantarme de la silla —estaba aterrada—. Fue en ese preciso momento que llegó mi padre. «Estoy salvada», pensé aliviada, al tiempo que le pedía que me llevara en su coche hasta la casa de mi amiga. De camino, y pese a estar junto a mi padre, y en la seguridad del vehículo, aun así me invadía cierta intranquilidad, pero eso era de esperarse, pues hacía ya mucho tiempo que no salía. «Nueve meses», pensé con melancolía, y un dejo de tristeza se prolongaba hasta lo profundo de mi alma. «¿Por qué no puedo ser como los demás?», me pregunté, al tiempo que veía caminar libremente a las personas por la calle.

—¡Llegamos, hija! —dijo mi padre por tercera vez, y con ello yo parecía despertar de mi trance.

—Oh, lo siento, estaba distraída.

—Ay, hija… a ver cuándo decides sentar cabeza. ¡Ya estás bastante mayorcita! —reclamó él con leve impaciencia.

Tras llegar a mi destino bajé del coche, luego me despedí de mi padre, quien se marchó de inmediato —cosa que no hubiese preferido—. Sin perder tiempo caminé hasta la puerta y toqué el timbre, a la vez que estaba muy pendiente de cualquier persona que se me acercara; recuerdo que fueron solo unos segundos, ni siquiera un minuto, aun así la espera fue interminable.

Un sonido familiar parecía dar tregua a mis nervios, era la voz de Clara que me saludaba tras abrir la puerta. Estaba muy contenta de verme —y yo de verla a ella—. Nos reímos y nos abrazamos mucho; hablamos de todo y nos pusimos al día. Me confirmó que se quedaría en la ciudad por un tiempo largo y que terminaría la carrera de medicina allí, noticia que recibí con inmensa alegría.

En un momento dado, me percaté de que Clara empezó a mirarme de un modo extraño, y luego esto se hizo más evidente, sentía que no me sacaba los ojos de encima, como queriendo preguntar algo pero no se animaba.

—¿Qué pasa, Clara? —le pregunté, con una tímida y confusa sonrisa—. ¿Por qué me miras así?

—¿Te pasa algo Caro? —replicó ella sin rodeos—. Te veo tensa, como muy nerviosa, con miedo… —insistió, al tiempo que su mirada parecía atravesarme la mente.

—No… nada, solo te debe parecer… —respondí dubitativa.

Una vez más, Clara me miró fijamente, —al parecer, sin creer nada de lo que dije—, por lo que me preguntó una vez más. Pero yo sabía que no podía mentirle, ella me conocía mejor que nadie. Fue entonces que la miré directamente a los ojos y suspiré profundamente conteniendo el aliento por unos segundos, y tras exhalar lentamente le dije:

—Me dan miedo las personas… y hace ya mucho tiempo que no salgo de casa.

—¿Cómo que no sales de casa? No lo entiendo… —preguntó más que sorprendida.

—No salgo. Vivo encerrada —expliqué, con la vista baja y muy apesadumbrada—. Una vez intenté salir y casi me atropella un coche.

Tras mis palabras, el rostro de Clara pasó del asombro a la intriga, y luego a la preocupación. Por lo que ella no se abstuvo de indagar aún más.

—Pero… ¿por qué? ¿Qué es lo que sientes?

—Miedo, siento mucho miedo. Muchas veces tengo la sensación de que me va a dar un ataque cardíaco, siento fuertes palpitaciones y dolores en el pecho —explicaba yo angustiada—. Me cuesta respirar y me mareo. No sé qué me ocurre.

—Pero… pero… —titubeo atónita, pues no daba crédito a lo que escuchaba, y tras un suspiro de impaciencia, continuó interrogándome—. Pero Caro… ¿por qué le tienes miedo a las personas? ¿Acaso te sucedió algo? —preguntó inevitablemente.

Fue entonces que yo decidí liberar uno de los fantasmas que me atormentaban, entonces le conté el episodio que tuve con aquel hombre que me atacó cuando regresaba de la universidad, también le conté cómo me hizo sentir todo aquello. Clara, en completo silencio, me observaba detenidamente mientras yo se lo contaba, hasta que de pronto, ella interrumpió súbitamente.

—Aparte de esto que me has contando… ¿te sucedió alguna otra cosa? —insistió, con mirada inquisidora y desconfiada, tal como un detective en un interrogatorio.

En ese momento me quedé petrificada, me sentía desnuda, aterrada de que hubiese descubierto mi secreto. Pero mi temor a ser descubierta parecía más fuerte que nada.

—No, no me pasó nada más —respondí, mientras la miraba fijamente, intentando disimular mi estado de preocupación.

—¿Estás segura? —insistió Clara, y ya era evidente que algo sospechaba.

—Sí —respondí con decisión, pero sin mirarla a los ojos—, estoy segura.

Mi amiga me conocía demasiado, y seguramente, muy en el fondo sabía que yo estaba ocultando algo más, pero como también me respetaba mucho, solo me sugirió que visitara a un psiquiatra, recalcando que no era nada saludable convivir con tal estado de ansiedad, luego de eso, no insistió más.

Aquella fue la primera vez que pude hablar sobre lo que me ocurría sin temor a pasar por loca —cosa que yo había llegado a creer—, y si bien no había revelado mis experiencias de la infancia, por lo menos empezaba a hacer progresos.

Sin darme cuenta, al manifestar todo aquello a Clara, estaba dando el primer gran paso para mi recuperación. A partir de allí, yo contaba con alguien en quien apoyarme, y a partir de ese momento, ya no estaría sola.

< V >

SALIR DEL POZO

Mi lento regreso a la vida

No tardé mucho en seguir el consejo de Clara, y así decidí ir a una psiquiatra, y aunque gran parte de mí continuaba resistiéndose a confrontar viejos y actuales problemas, otra parte estaba cansada de vivir agobiada, con miedo y encerrada; esa parte pedía a gritos un cambio. Con semejante dualidad en mi interior, y luchando por prevalecer pese a mis temores, finalmente llegó el día en que debía asistir a mi primera sesión.

Recuerdo claramente aquella tarde, aguardando con cautelosa expectativa a que la doctora se desocupara —su agenda parecía estar a tope—, pues aún atendía a alguien, y restaban dos personas antes de que tocara mi turno. Sentada en la sala, y en completo silencio, no dejaba de pensar en el instante en que debería hablar con la doctora, en lo que iba a pasar, en lo que me iba a decir —todo aquello era un mundo desconocido para mí—, del cual solo conocía lo que algunas películas de psicoanálisis me habían dejado ver.

La espera se hacía cada vez más larga y contraproducente —de repente me surgieron dudas—, dando así oportunidad a que me retractara. Miré a mi alrededor, y al ver a esos desconocidos frente a mí, me pregunté qué diablos hacía allí, a la vez que de reojo buscaba la puerta de salida. «Debo marcharme de aquí», pensaba temerosa una y otra vez.

En determinado momento no lo soporté más, y con un disimulado movimiento, me preparaba para incorporarme y salir a toda prisa de allí, pero cuando iba a hacerlo, algo me detuvo súbitamente.

—¿Tú también esperas a la doctora? —preguntó una de las personas que aguardaban junto a mí, era una amable pero triste señora.

—Sí… —respondí dubitativa.

—Ah, qué bien, pues creo que ahora sigues tú… a mí me queda todavía un buen rato de espera —explicó con cierto descontento.

—Paciencia, cariño, ya tocará nuestro turno… —agregó un simpático hombre, que al parecer acompañaba a aquella señora.

«Sigo yo», pensé, al darme cuenta de que ellos venían juntos.

—Carolina… ¿Verdad? —preguntó una secretaria, que apareció como por arte de magia.

—Sí —respondí sorprendida.

—Perfecto. Luego sigues tú —concluyó sonriente, acto seguido se marchó de la misma manera en que llegó.

Por fin, después de casi cuarenta y cinco minutos, la doctora se presentó y me dijo que pasara a su consulta. Entré tímidamente, con cierta cautela podría decirse, y una vez estuvimos dentro, ella me indicó que me sentara en un sillón que había allí, el cual no parecía para nada el diván que yo había imaginado. El silencio dominaba el consultorio mientras ella tomaba nota en una libreta que la secretaria le había entregado, yo solo observaba sin decir palabra, mirando de tanto en tanto los títulos y diplomas que colgaban de la pared. De repente ella levantó la mirada y se dirigió a mí.

—Carolina… te escucho —dijo con naturalidad.

Yo no sabía qué decir, solo la miraba sin responder, —qué más podía hacer, si ni siquiera yo comprendía qué me ocurría—. Al ver que no decía nada, la doctora se decidió a comenzar.

—Cuéntame qué te está ocurriendo —asumió ella, con un tono despreocupado pero decidido.

—Estoy loca —respondí sin dudar, con la entereza de quien asume sus virtudes menos afortunadas.

Ella se recostó hacia atrás, y mientras cruzaba los brazos sonrió sorprendida, como si mi extraña afirmación le hubiese arrancado un momento de ternura. De repente ella se puso seria.

—Nadie está loco hasta que se demuestre lo contrario —aseguró con entusiasmo—. Tal vez estés enferma, pero no creo que estés loca.

Aquellas palabras fueron realmente tranquilizadoras para mí, pues su contenido, y sobre todo, quien las pronunciaba —una persona más que calificada en la materia—, venían a desestimar algo que mucho me había atormentado, y basado en el criterio de la doctora, yo podía decir que no estaba loca, lo cual por sí solo justificaba con creces el sacrificio que había hecho para llegar hasta aquella sesión.

—¿Por qué crees que estás loca? —prosiguió la psiquiatra.

—Porque tengo miedo de todas las personas.

—¿De todas? —insistió extrañada—. ¿De tu familia y amigos también?

—No, de ellos no.

—Entonces no tienes miedo de todas las personas —sugirió ella,

—Mmm… pues no.

—Entonces… ¿De quién tienes miedo?

—De las personas que no conozco, ya sean niños, jóvenes, adultos o ancianos.

—Entiendo… —interrumpió ella, al tiempo que apuntaba algo en su agenda—. Y este miedo… ¿en qué situaciones lo experimentas? ¿Puedes describirme un poco más?

—Cada vez que alguien me mira, o cuando caminan cerca de mí —dije apesadumbrada—. En realidad… cuando estoy fuera de casa, en la calle, esto es constante, no puedo evitarlo, tengo miedo con cada paso que doy.

—Entiendo… —murmuró—. ¿Y exactamente qué es lo que temes? ¿Puedes describírmelo? —preguntó con tono amable y sereno, al tiempo que volvía a apuntar algo.

—De que me hagan daño.

—¿Has tenido algún episodio violento en el pasado, o recientemente? ¿Algo fuera de lo común, algo que tú sientas que te haya generado estos sentimientos?

Un silencio absoluto se sucedió a continuación, en el cual la doctora, completamente inmóvil, solo me observaba con mucha calma, esperando pacientemente a que llegara mi respuesta.

—Fue hace un año —respondí sobresaltada.

—¿Un año? Mmm… cuéntame sobre eso, por favor.

—Yo estaba llegando a casa, cuando de pronto un hombre me atacó en la calle. ¡Él me empujó contra la pared! —expliqué con cierta indignación—. Luego me sujetó y manoseó mi cuerpo.

—¿Y cómo te sientes con respecto a esto?

—Muy mal. De hecho… a causa de esto no salgo de casa hace casi un año.

—Entiendo… eso es comprensible —respondió ella condescendientemente—, pero dime una cosa… ¿tienes problemas para dormir por las noches?

 

—Sí, me cuesta mucho conciliar el sueño, y basta cualquier ruido para ponerme en estado de alerta, paso muchas noches despierta —expliqué algo apenada—, bueno… los ruidos me hacen pensar en muchas cosas.

—¿A qué te refieres exactamente con… «muchas cosas»?

—Me refiero a la presencia de algún extraño, a que entren en casa y me haga daño, o que lastimen a mi familia.

—Ya veo… ¿Y es por eso que pasas todas las noches en vela?

—Sí, sí, bueno… casi siempre.

—Pero entonces… ¿En qué momento duermes?

—Bueno… cuando sale el sol, cuando los demás se despiertan, recién allí siento que no hay peligro.

La doctora hizo una breve pausa para hacer algunos apuntes. En cuanto a mí —un poco más dispuesta que al principio—, lentamente me dejaba llevar por las preguntas que la doctora formulaba.

—Y dime una cosa Carolina… ¿cómo has hecho para llegar hasta aquí?

—Vine en taxi. Tuve mucho miedo por cierto, pero aun así me atreví a venir. Quiero curarme, quiero estar bien.

—Y ahora dime algo… ¿Cómo fue que te diste cuenta de que estabas mal?

—Yo sabía que estaba mal, no podía ignorarlo, pues me pasaban muchas cosas, solo que no sabía exactamente qué tenía. ¡Bueno! En realidad… todavía no sé lo que tengo —expliqué con desconcierto—. Una amiga me impulsó a venir. Quiero curarme doctora —agregué.

—Carolina. ¿Recuerdas cuál fue el primer episodio de angustia o de miedo que experimentaste?

—Sí, todo empezó el mismo día en que fui abordada por aquel hombre. Recuerdo que esa noche, cuando salí de casa a sacar la basura, de repente me costó respirar, mi ritmo cardíaco se había acelerado, me transpiraban las manos y me dolía el abdomen.

—¿Y ahora? Actualmente quiero decir… ¿Qué otros síntomas tienes?

—Me duele mucho la cabeza y no logro relajarme.

—Entiendo… —Hizo una breve pausa—. Mira, lo que puedo ver es que estás padeciendo un trastorno de ansiedad.

—¿Y eso qué es, doctora? ¿Es grave? ¿Me voy a curar?

—Si es prolongado, si interfiere en tu actividad cotidiana, y sobre todo, si no se trata, en ese caso sí es grave.

—Ah… —respondí brevemente, con un claro gesto de preocupación.

—¡Pero tú tranquila! Porque ahora que sabemos qué te sucede, con el tratamiento adecuado irás mejorando —explicó ella—. Es solo cuestión de tiempo y de paciencia. Si tú lo intentas… vas a recuperar tu calidad de vida —aseguró.

Yo escuchaba atentamente cada una de sus palabras, con mucha atención y sin intención de interrumpir; solo quería curarme.

—Bueno, ahora voy a explicarte qué son los trastornos de ansiedad.

—De acuerdo doctora.

—Son alteraciones persistentes y generalizadas, acompañadas por una sensación de tensión interna que provoca dificultad para relajarse, a esto se deben los fuertes dolores de cabeza, la sudoración excesiva, las palpitaciones, los dolores abdominales y la falta de aire y de aliento —explicó ella.

«Vaya… ahora lo entiendo», pensé sorprendida, intentando asimilar aquello.

—En este momento, tú estás sumida en un estado crónico que te llena de inseguridades y dificulta tu capacidad para adaptarte a la vida cotidiana, por eso no sales de casa, porque inconscientemente, lo único que haces es anticipar desgracias, y si piensas que alguien te seguirá, que te lastimará, o que vaya a mirarte de forma indebida… lo único que conseguirás es somatizar estos temores y estar más alerta, y en vez de darles un corte, o una salida, los amplificas.

—¿Y qué puedo hacer al respecto? —pregunté, bastante abrumada, aquello parecía demasiado.

—Te recetaré algo para que vayas recuperándote de a poco, es un medicamento para el tratamiento de los trastornos de ansiedad. Con ello irás reduciendo tus niveles de ansiedad.

—Está bien doctora, lo que sea por curarme.

—Si te animas, un día que tengas ganas, te aconsejo que vayas a una plaza cercana a tu casa, puedes dar unas vueltas, caminar un poco, y de ese modo ir afrontando el miedo que experimentas, pero no vayas sola, siempre hazlo acompañada.

—De acuerdo doctora, lo voy a intentar. ¡Y muchas gracias!

—De nada. Nos vemos la semana que viene, mismo día y hora.

Al salir de la consulta tomé un taxi para regresar a casa, haciendo previamente una parada en la farmacia, donde compré el medicamento que la doctora me había indicado. Mientras hacía aquellas cosas, meditaba profundamente sobre mi experiencia con la psiquiatra, la cual me pareció más que positiva, pues a partir de allí me sentí más aliviada, con ganas de recuperarme, y si bien sabía que no sería fácil, tenía la necesidad de intentarlo.

Una vez llegué a casa, lo primero que hice fue llamar a Clara, quería agradecerle lo que había hecho por mí. Le comenté en detalle todo lo que había hablado con la psiquiatra, y cuánto me había ayudado aquella sesión. Clara se puso muy contenta, e incluso, hasta se ofreció para acompañarme a dar esos paseos que la doctora recomendó.

Todo parecía maravilloso, o cuando menos prometedor, pero luego, tras superar la euforia del momento, de pronto afloraron sentimientos encontrados, ya que por un lado estaba contenta por el apoyo de Clara, a la vez que también estaba muy triste y decepcionada, pues las personas de las cuales yo habría preferido recibir aquella contención —como mi familia, y sobre todo mi madre—, parecían no comprenderme ni ayudarme; sentía que ellos no me querían, o que yo no les importaba.

Me indignaba que personas que vivían conmigo siguieran sin percatarse de mi estado, mientras que mi amiga, con solo verme una vez presintió que yo estaba mal, e incluso, insistió para que me tratara. Todo este asunto me disgustaba mucho y me provocaba una gran decepción hacia ellos, cuestionándolos duramente por haberme desamparado. Fue así cómo rápidamente pasé de la alegría al enfado, y motivada por la indignación, decidí no dirigirle la palabra a ningún integrante de mi familia durante el resto del día.

Mi madre no tardó en notar tal indiferencia, así que aprovechó la oportunidad para preguntarme adónde había ido, pero yo solo la miré con desprecio, sin decir ni una palabra.

—¡Carolina! ¡Te estoy hablando!

—¿Y a ti qué te importa? —repliqué con insolencia, y tras un portazo, me encerré en la habitación.

No quería hablar con nadie, me sentía fatal, de hecho, no salí hasta la hora de la cena. Nadie de mi familia se atrevía a preguntarme nada, solo me miraban extrañados, sin poder explicar qué motivaba mi apatía. Después de la cena tomé el medicamento, pues tenía la esperanza de que ya me hiciese algún efecto; afortunadamente, al cabo de unas horas me invadió el sueño, y en cuanto apoyé la cabeza sobre la almohada, me quedé profundamente dormida.

Cuando desperté al día siguiente, me di cuenta de que había dormido tranquila por primera vez sin prever ninguna desgracia. «Esto es maravilloso», pensé muy animada. Sin embargo, yo seguía siendo indolente con mi familia, a quienes ignoraba casi por completo.

Recuerdo que esa misma tarde hablé con Clara, quedamos en ir a caminar al día siguiente —había un parque a solo dos calles de casa—, pero le advertí sobre el horario en el que me gustaría hacerlo, solo hasta las ocho y no más que eso —estábamos en verano y hasta esa hora había claridad—, aquello me hacía sentir segura, pues una vez entrado el sol, y pese a las farolas de la calle, el solo hecho de tener que atravesar sitios oscuros —por pequeños que fuesen—, me dejaba completamente perpleja. A todo esto, Clara no tuvo ningún inconveniente y accedió a mi petición.

A la mañana siguiente —tras otro día de medicación—, y después de unas cuantas horas de sueño, un solo pensamiento me atormentaba desde que desperté. «Hoy tendré que salir a caminar con Clara», repetía en mi mente, con gran preocupación, y en cuestión de algunos minutos, los síntomas de siempre se volvieron a manifestar, nuevamente me costaba respirar y mi corazón se aceleraba, y pese a que tratara de tranquilizarme recordando que mi amiga me acompañaría en todo momento, aun así no encontraba la manera de calmarme.

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