Basta de silencios

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Por suerte, aquel hombre no apareció nunca más, cosa que también me ayudó a ocultar en lo más profundo de mi ser aquellas terribles experiencias, creyendo dejar atrás una etapa muy traumática, la cual continuaba avergonzándome sobremanera, pero lo que yo no sabía, era que hacer aquello tenía los mismos efectos que ocultar basura fétida y en descomposición bajo una inmensa pila de alfombras, pues tarde o temprano, aquello se manifestaría causando serios traumas en mi vida.

< II >

UNA ADOLESCENCIA DIFERENTE

Recuerdos reprimidos

Luego de un año sin cambios significativos, me tocó iniciar la escuela secundaria, que sumado a la llegada de la pubertad, generaban gran expectativa en cuanto a esta nueva experiencia, a la vez que ciertos sentimientos por el sexo opuesto comenzaban a aflorar, pero como yo era tan tímida y retraída, siempre me mantenía al margen de las reuniones y las fiestas que mis compañeras organizaban, y si me interesaba algún chico, en lugar de acercarme, más bien prefería alejarme.

De repente me di cuenta de que tenía miedo de los hombres, que no podía desenvolverme frente a ellos, me sentía muy incómoda y molesta, incluso si alguno me resultaba atractivo o agradable, aun así rechazaba su presencia. Aquello era muy contradictorio, pues deseaba ser como mis compañeras, siempre rodeadas de chicos que interactuaban libremente con ellas, pero mi realidad era muy diferente, y dadas las señales que yo inconscientemente manifestaba —introvertida y esquiva—, a mí ni me miraban. Aquello originó que me sintiera horrible y fea, prácticamente invisible para todos.

El primer año escolar no me fue demasiado bien, me costaba mucho retener la información, y tenía dificultad para comprender y resolver ejercicios. Resultado de ello fue que tuve que repetir el curso, lo cual hizo sufrir mucho a mi familia, especialmente a mi madre, quien a su modo de ver —sin saber qué sucedía—, aseguraba que no había dado lo mejor de mí.

Personalmente, me sentía muy mal por haber fallado de esa manera —y convencida de que no servía para nada—, lamentaba profundamente no tener la inteligencia de mis otras compañeras, a la vez que, muy apenada, me preguntaba qué sería de mí en el futuro. También tomé conciencia de que ya no podría ser compañera de Clara, no podría asistir a la misma escuela, pues allí no aceptaban repitentes.

Al año siguiente, afortunadamente conseguí plaza en otra escuela, una donde solo asistían mujeres. Por ser nueva —y muy introvertida—, aquel primer día todas las miradas se clavaron en mí, lo cual me hizo sentir bastante incómoda, más que de costumbre; recuerdo que quería salir corriendo de ese lugar, pero al cabo de unos minutos, una de las estudiantes se acercó hasta mí, y rompiendo el hielo, preguntó cómo me llamaba y de qué escuela venía.

—Soy Carolina, vengo del Colegio San José —respondí tímidamente, con la mirada baja y encogida de hombros.

De a poco comenzaron a sumarse las demás compañeras a la bienvenida, al tiempo que yo —algo abrumada—, no daba crédito de que estuviesen hablando conmigo. Gracias a su cordialidad, rápidamente me sentí aceptada y segura —y por un instante, alguien importante—, cuando por el contrario, en la otra escuela parecía un fantasma al cual solo Clara percibía.

Al principio no entendía qué estaba ocurriendo, pero luego, sin pensarlo mucho, lo interpreté como si el destino me diera una oportunidad, albergando también muchas esperanzas de llevar una vida «relativamente» normal. Sentí una mezcla de felicidad y quizá un poco de temor, pues la sensación de pertenecer a un grupo considerable de amigas era algo desconocido para mí.

Desde aquel día cambiaron muchas cosas, incluso mis calificaciones, las cuales dieron un vuelco significativo. Creía que podía lograr muchas cosas, me sentía bien, algo especial, al tiempo que mi autoestima aumentaba poco a poco, en definitiva, cambios muy positivos. Indudablemente, todo aquello no habría sido posible sin la contención y la amistad que depositaron en mí aquellas compañeras.

Gracias a ello creí olvidar mi dura niñez, casi como si nunca hubiese existido aquella traumática infancia, y digo «casi», porque lo que en realidad sucedía era que no me atrevía a recordarlo, solo había aprendido a ignorarlo. Pero por más que sumara nuevas y agradables experiencias, todo lo malo que me tocó padecer no desaparecería, y de una u otra forma, llegado el momento regresaría para ajustar cuentas, pero en aquel momento no podía verlo de esa manera.

Así pues, comencé a ir a fiestas y bailes con mis compañeras, y armándome de valor —buscando ser normal como las demás—, a los quince años besé por primera vez a un muchacho que me gustaba mucho, fue una linda experiencia, muy inocente y especial, pero todo quedó allí y no pasó nada más, de hecho, después de aquello casi no nos volvimos a ver.

Pero como era de esperarse, el serio trauma sin resolver que acarreaba desde pequeña empezó a manifestarse, y es por ello que en los dos últimos años de la escuela secundaria, mi cuerpo comenzó a dar señales de alerta, evidenciando que algo no andaba bien en mi organismo. Primero empecé a perder cabello más de lo normal, luego mis manos se agrietaban, y el solo contacto con el agua o con cualquier jabón, hacía que estas grietas sangraran.

Los médicos me preguntaron si llevaba una vida sana y tranquila, a lo que yo respondía que sí, y tras indagar un poco concluyeron que el diagnostico era «falta de vitaminas». Me recetaron medicamentos para regenerar la piel, e indicaron que mantuviese las manos vendadas cuanto fuera posible, dado que las heridas tardarían mucho en cicatrizar.

Otros síntomas aparecieron sutilmente, enmascarados bajo un supuesto de que aquello era normal. —Son solo tus nervios—, me decían a menudo, y así por ejemplo, en días de exámenes sentía opresión en el pecho, me faltaba el aire, experimentaba sudoración excesiva, y recuerdo también haberme desmayado varias veces. Nada podía yo hacer, ya que cada vez que me sucedía algo, todos sugerían que me tranquilizara, que no era nada, así que solo me esforcé por seguir su consejo, pero lejos de mejorar, yo empeoraba.

Empezó a sangrarme la nariz muy a menudo, situación a la cual también se le restó importancia, pensando que se debía a haber pasado demasiado tiempo bajo el sol, en las clases de educación física, o cualquier otra conveniente explicación. Desgraciadamente nadie se preocupó por indagar sobre lo que realmente estaba originando tales síntomas, y solo continuaban asegurando que era producto de mis nervios.

El sangrado de la nariz comenzó de un día para otro. Al principio era leve y se frenaba con un poco de algodón, pero con el tiempo se hizo habitual y cotidiano, algunas veces tan abundante que necesitaba toallas de mano para contenerlo. Era algo preocupante, lo cual obligó a que me llevaran ante un médico especialista, quien enseguida cauterizó una de las venas de las fosas nasales —creyendo que así acabaría el problema—, pero lamentablemente no fue así, y justo antes de salir de la consulta, comenzó a salir sangre de mi nariz, superando claramente a otros episodios anteriores. El médico, tan sorprendido como desconcertado ante lo que había sucedido, me derivó de inmediato a otro especialista que acababa de llegar de una renombrada clínica en la ciudad de Buenos Aires.

Nunca olvidaré la primera vez que entré a la consulta de este prestigioso profesional, estaba impresionada —o más bien, atemorizada—, ante una camilla que tenía allí, con unos sujetadores para las muñecas, otros para la cabeza, con una lámpara muy potente que podía verse hasta con los ojos cerrados, parecía salido de una película de terror.

Tras las formalidades del caso, el médico preguntó cuál era el motivo de la consulta, a la vez que analizaba muy atento el diagnóstico que su colega le había remitido. Acto seguido ordenó que me acostara en la camilla —la que tanto pavor me había inspirado—, luego aseguró mis muñecas y mi cabeza con unas correas especiales. La luz era tan fuerte que me obligó a cerrar los ojos abiertos. Cuando todavía no había logrado adaptarme a tan incómoda situación, de pronto sentí que un metal frío se introducía en mi nariz, y al abrir los ojos, descubrí atemorizada que se trataba de una pinza que este especialista utilizaba para poder mirar en profundidad, y al darme cuenta de ello me tranquilicé un poco. Una vez finalizado el procedimiento, recuerdo que me observó por unos segundos y luego miró a mi madre, y con un semblante bastante serio nos dio su diagnóstico.

—La sangre provenía de la cabeza —afirmó brevemente y con convicción—. Pero no se preocupe, señora, pues todavía no podemos descartar ni confirmar nada —agregó rápidamente al ver el rostro de mi madre—. Pero para que usted se quede tranquila, le indicaré que haga todas estas pruebas analíticas.

En fin, aquella visita al médico me hizo acreedora de un sinfín de estudios específicos, como ser rinoscopia, examen de sangre, chequeos generales, resonancia magnética, electrocardiograma, y la lista proseguía. Pero tanto sacrificio no sería completamente en vano, ya que cuando el médico tuvo los resultados —y luego de escudriñarlos detenidamente por un buen rato—, este buen hombre se atrevió a sugerir que la causa de todo podría haber sido alguna situación traumática, algún episodio que me hubiese impactado más de lo normal, o una situación de estrés prolongado. Mi madre, muy asombrada, y casi desacreditándolo con la mirada, le respondió con mucho escepticismo.

—Mi hija es una chica tranquila… con las inquietudes de cualquier adolescente —aseguró ella, mientras que yo, con un lento y tímido movimiento de cabeza, asentí validando lo que había dicho mi madre.

Sin hacer más preguntas —pero denotando cierta preocupación—, el médico solo se limitó a colocar un tampón nasal regenerativo en lo más profundo de mi nariz, garantizando que eso detendría el sangrado. Curiosamente, una vez concluida la visita, y antes de que nos marcháramos, él insistió someramente con su última hipótesis.

 

—Debes tomar las cosas con calma… y trata de mantenerte lo más tranquila posible —concluyó él a modo de despedida.

La acertada acción del médico hizo que mi nariz dejara de sangrar casi de inmediato, lo cual me dio un respiro, ya que era algo bastante molesto y desagradable para mí.

Una vez recuperada, tiempo después, retomé nuevamente las actividades regulares de mi vida, algunas cotidianas y otras no tanto, como por ejemplo, el viaje de egresados a la ciudad de Bariloche, o la fiesta de graduación de la escuela secundaria, con la cual concluía la etapa más agradable de mi vida —hasta ese momento—, pues en la adolescencia, durante mi paso por la escuela secundaria, fue allí donde desarrollé los vínculos que me ayudaron a perder un poco la timidez, a relacionarme con otras personas más allá de mi familia o de Clara, y si bien todavía estaba muy limitada o acotada en cuanto a lo emocional, pues no podía interactuar libremente con desconocidos —mucho menos si eran hombres—, en definitiva, yo me sentía contenta de haber logrado mi pequeño pero reconfortante círculo de amistades.

Hasta allí todo parecía ir muy bien. ¡Yo empezaba a sentirme bien! Y además, por esos días, casi ni recordaba el tormento que fue mi niñez. Había aprendido a guardar celosamente aquel terrible secreto que merodeaba en mi interior, y con todas mis fuerzas reprimía aquellos recuerdos, a tal punto, que me obligué a creer que no fui yo quien sufrió todo aquello, que solo se trataba de otra niña, y que yo solo fui la silente espectadora de una bizarra historia. Así intenté seguir con mi vida, como si nada hubiese sucedido.

Pero lo cierto era que yo me equivocaba. No era posible ocultar sin consecuencias algo que había roto todos mis límites personales y emocionales. Aquella experiencia había provocado heridas muy profundas en mí. Había dejado cicatrices a nivel físico, espiritual y psicológico, fabricando lentamente una trampa de la cual me sería muy difícil escapar. Pese a todo, yo me había convertido en una bomba de relojería a punto de estallar, y desgraciadamente, faltaba muy poco para que se desencadenara en mí una serie de enfermedades mentales que cambiarían mi vida de forma dramática.

< III >

OTRO OSCURO EPISODIO

GOLPEA MI VIDA

El miedo, una cárcel sin barreras

Con dieciocho años, y habiendo terminado la secundaria, tenía importantes objetivos que alcanzar, uno de ellos era la universidad, lo cual representaba nuevos retos, con nuevas personas que conocer o relacionarme. Motivada y llena de ilusión, asistía a charlas de orientación analizando concienzudamente qué carrera elegir, pues debía dar un gran paso en mi vida y quería hacerlo bien.

Una mañana de verano, —gris y algo lluviosa—, apenas pasadas las ocho y media, regresaba a casa tras haber ido a averiguar por el profesorado de economía, y tal vez a causa del clima, nadie más aparte de mí parecía tener la necesidad de andar por aquel lugar.

Caminaba ensimismada en mis asuntos, totalmente ajena a lo que me rodeaba, incluso a las pocas gotas que golpeaban mi rostro tras haber olvidado el paraguas. Solo una cosa ocupaba mi mente, y aquello era si el profesorado de economía sería la elección correcta; parecía una buena opción, siempre vigente y con rápida salida laboral, o por lo menos eso era lo que decían los demás, pues en el fondo yo no estaba muy convencida, yo en realidad buscaba otra cosa, aunque para ese entonces no sabía qué.

Sopesaba en detalle los pros y los contras de esta carrera, cuando de repente algo interrumpió mi concentración, haciendo que todo lo que venía meditando se esfumara en el aire. Seria, y algo molesta por haber sido importunada, me detuve a ver aquello que me distrajo.

—Hola, ¿te puedo acompañar? —preguntó un desconocido, y su tono libidinoso, dejaba más que claras sus intenciones.

—No, gracias, no quiero que me acompañen —respondí categóricamente.

Inmediatamente después, y sin dar oportunidad de nada a aquel extraño, crucé la calle para tomar otro camino, no importa cuán lejos fuese, solo quería regresar a casa, así que respiré hondo y apuré la marcha pretendiendo tener todo bajo control, pero lo súbito de la situación me puso inevitablemente en estado de alerta.

Luego de dar un rodeo de varias calles, y cuando faltaban solo doscientos metros para llegar, de repente percibí algo que me tomó por sorpresa, unos pasos firmes que se acercaban cada vez más, como si alguien viniera tras de mí intentando alcanzarme. Girando la cabeza de lado, me arriesgué a mirar atrás sutilmente, pero cuando empezaba a hacerlo fui embestida por alguien, quien de un empujón me arrojó contra la pared.

Al estar de frente —horrorizada—, me daba cuenta de que se trataba del mismo hombre que me había cruzado anteriormente, solo que ahora estaba encima de mí, manoseándome desenfrenadamente. Mis gritos, cortos pero desesperados —pues yo más bien concentraba mis fuerzas en líbrame de él—, no fueron suficientes para intimidarlo; nada parecía detenerlo en realidad.

En medio del forcejeo, un coche que pasó a toda velocidad —lo cual seguramente influyó en que no nos viesen—, logró crear la suficiente distracción, o mejor dicho, mi única oportunidad de escapar. Sin dudar, lo empujé con todas mis fuerzas, al tiempo que corría y gritaba como una loca —ahora sí que alguien me escucharía, era imposible no hacerlo—, cosa que él notó inmediatamente, por lo que huyó despavorido en sentido opuesto.

En cuanto a mí, corrí con todas mis fuerzas como nunca lo había hecho en mi vida, y cuando por fin estuve frente a la puerta de casa, la aporreaba con ambas manos mientras lloraba sin cesar.

Al ver que aquel hombre no me perseguía más, recién allí pude darme cuenta de que nadie abriría la puerta —algo obvio en realidad, mis padres estaban trabajando y mis hermanas en la escuela—, así que respiré hondo e intenté calmarme un poco, fue allí cuando recordé que llevaba la llave en el bolsillo, y al estar tan nerviosa lo había olvidado.

En un abrir y cerrar de ojos llegué a mi habitación, y así como estaba —con la ropa húmeda y algo transpirada—, me metí a la cama tapándome hasta la cabeza, tal como si las sábanas fuesen un escudo protector. Recuerdo que temblaba sin parar a causa de lo sucedido, así como también recuerdo que me dolía cada parte de mi cuerpo. Permanecí en aquel lamentable estado hasta que me quedé dormida, y no pude levantarme hasta pasado el mediodía, donde nuevamente, el cuerpo adolorido me daba clara evidencia de cuán traumática había sido la situación. «Ya pasará», me dije, suponiendo que si esperaba un par de días aquello solo sería un mal recuerdo, pero lo que no sabía era que mi vida —pero sobre todo yo—, acababa de cambiar significativamente.

Más tarde aquel día por fin regresaba mi madre, así que sin perder tiempo le conté lo sucedido. Iracunda y entre lágrimas de disgusto, yo intentaba darle más detalles, pues ella me preguntaba si le había visto la cara o si lo había reconocido. Mi madre, tras superar el susto que le produjo semejante noticia, muy disgustada por cierto, se pasó varios minutos maldiciendo al atacante, tal como lo hubiese hecho cualquiera en su lugar, pero luego de un buen rato, lentamente se le pasó y volvió a ser la misma mujer apacible de siempre. Yo en cambio me sentía dispersa, vacía, muy triste y sin ganas de hacer nada en absoluto, en una palabra, deprimida.

Automáticamente, en mi cabeza comenzaron a removerse los más oscuros recuerdos de mi infancia, y pese a mi voluntad, o a que llevaran enterrados casi siete años, no había forma de ignorarlos, desgraciadamente ahora volvían para atormentarme. Al recordar aquel episodio me sentía sucia, no podía quitar a aquel hombre de mi mente. Sumamente angustiada, solo quería encerrarme en mi habitación y no hablar con nadie. Yo no lo sabía, pero a partir de allí mi vida volvería salirse de control.

Aquel día, una vez llegada la noche, preparé las bolsas de basura para llevarlas al contenedor —tal como lo hacía a diario—, pero cuando estuve frente a la puerta, mi mano no pudo mover la maneta para abrirla, y aunque claramente tenía la fuerza física para hacerlo, no tenía la voluntad para lograrlo, algo superior a mí me lo impedía. Al percatarme de ello primeramente me sorprendí, pues era la primera vez que sucedía, luego me asusté un poco. «¿Pero qué ocurre?», pensé preocupada, luego me sobrepuse y volví a intentarlo, y esta vez alcancé a abrir la puerta y llegar a la calle.

Una vez fuera, nuevamente volvía a experimentar algo muy extraño, solo que esta vez se trataba de una serie de manifestaciones físicas mucho más intensas. Sentía una fuerte opresión en el pecho y comencé a temblar sin control, a la vez que tenía la impresión de que mi corazón iba a estallar. De repente sentí mucho miedo de estar allí afuera; recuerdo que tiré las bolsas de basura y entré corriendo a casa. No podía comprender tan extraña situación, así que solo supuse que se debería a lo que había ocurrido más temprano, y que al día siguiente iba a estar mejor, pero lamentablemente no fue así, y todo siguió empeorando.

A la mañana siguiente, tenía que hacer unos trámites que me había encargado mi madre, así pues, luego de desayunar, tomé mis cosas y me dirigí hacia la puerta, pero al salir ocurrió exactamente lo mismo que la noche anterior —nuevamente el miedo no me permitía salir—, pero como tenía que cumplir con mis obligaciones, respiré hondo, tomé coraje y salí de casa —la cual consideraba como mi refugio—, así finalmente logré salir.

Recuerdo que caminaba muy tensa, y cada vez que alguien se me acercaba, fuera un niño, un adulto o un anciano, yo instintivamente me ponía alerta. Temía que me quisieran hacer daño, y el solo hecho de escuchar pasos detrás de mí, prácticamente me paralizaba, desencadenando un conjunto de sensaciones que me resultaba imposible controlar.

Al regresar a casa sentí que el alma me volvía al cuerpo, que estaba a salvo, que allí nadie podría hacerme daño. No quería saber nada de volver a salir. Más tarde aquel día, una amiga llamó por teléfono para invitarme a ver una película en el cine, pero yo, casi como un acto reflejo, solo inventé una excusa para librarme; le dije que me dolía mucho la cabeza, que no me sentía bien, pues el solo hecho de pensar en salir de casa me provocaba un miedo irracional, excesivo e incontrolable. Al día siguiente no salí de casa —no tenía la mínima intención de hacerlo—. De esa manera, los días pasaron y se hicieron semanas.

A veces mi madre me pedía que fuera al supermercado a hacer algunas compras, pero si no lograba que alguien de mi familia me acompañara, me negaba a hacerlo sola, argumentando que no tenía ganas, que no quería salir; mi madre, sorprendida, insistía en que era necesario que le hiciese aquel favor, pero yo me imponía repitiendo lo mismo —muchas veces incluso levantando la voz o con tono algo insolente—. Mi madre, lejos de comprender mi reacción, solo me miraba desconcertada.

En cuanto a mi carrera universitaria, y pese a que finalmente me había decidido por el profesorado de economía, como nunca me presenté para iniciar el papeleo de ingreso, directamente quedé fuera y perdí el año, cosa que mi familia no dejó de reprocharme, asegurando que todo se debía a mi dejadez, que yo no me preocupara por nada, mucho menos por el estudio, y ciertamente, en aquel momento yo no podía ni quería estudiar, pues no sabía lo que me pasaba. Solo quería estar en mi casa, sin que nadie me molestase. A causa de aquella situación, lentamente me fui transformando en una persona muy diferente.

Me vestía bastante desprolija, con ropa oscura, y por regla general, estaba siempre descuidada; dormía prácticamente todo el día; ya no veía a mis amigas; solo miraba televisión —mi único contacto con el exterior—. Cada día me hundía más en un pozo depresivo del cual sería muy difícil salir.

Mis amigas, cansadas de que les pusiera excusas para salir, dejaron de invitarme, y tan solo llamaban por teléfono para saber cómo me encontraba, lo cual era el único medio de contacto que mantenía con las chicas y con Clara, mi amiga de la infancia, que para aquel entonces vivía en otra ciudad, y de ese modo, poco a poco fui alejándome de mis conocidos y amigos. Mi entorno familiar no podía comprender a qué se debía un cambio tan brusco, a la vez que yo continuaba evitando cualquier salida, incluso los recados que mi madre me pedía que hiciese fuera de casa, simplemente le decía que no tenía ganas o discutía con ella y me comportaba de forma grosera y agresiva. Mis hermanas, que presenciaban todos estos episodios, me tildaban de egoísta, malvada y odiosa, y hasta me pusieron de sobrenombre «topo», porque me pasaba todos los días y las noches encerrada en casa, más precisamente en mi habitación, mirando televisión o leyendo, sin siquiera salir para tomar un poco de sol.

 

Me fui convirtiendo en un ser totalmente amargado, egoísta e hiriente, al cual le molestaba ver alegres a los demás, de hecho, no podía soportar ver a alguien que estuviese contento o feliz. Cada vez que alguien iba a visitarme tenía que criticarle algo, como por ejemplo, lo mal que se veía, lo gordo o flaco que estaba, en fin, siempre le encontraba un defecto. Otras veces, me pasaba hablando mal de cuanto se cruzara en mi camino, como si aquello fuese a llenar el vacío que sentía en mi interior. Al hacer todo aquello, el pozo en el que me encontraba se hacía cada vez más profundo y más oscuro.

Pese al miedo, hubo un día en el que quise salir de casa, no sé si habrá sido porque necesitaba tomar un poco de aire, o tal vez para probarme que podía atravesar aquella puerta —mi límite infranqueable—, así que a eso de las seis de la tarde, me armé de coraje y decidí salir al exterior. «Estamos en otoño, oscurecerá temprano», pensé luego, intentando así boicotear mi salida, pero finalmente me propuse hacer a un lado cualquier miedo e intentarlo.

Comencé a preparar la ropa adecuada delicadamente —fue todo un preparativo—, pues repasaba cada paso de mi salida como si fuese a dar un examen, en realidad, era un autoexamen, aun así estaba ansiosa y lo quería pasar, así que una vez estuve lista, emprendí mi marcha hacia la farmacia, ya que pretendía comprar unos artículos de higiene personal que necesitaba. Ya habían pasado dos meses desde la última vez que salí de casa, así que estaba realmente cansada de tanto encierro.

Lentamente comencé a caminar hacia la puerta, confiada de que lo lograría, pero cuando estaba a punto de llegar, otra vez me asaltaron los mismos sentimientos de angustia, miedo y terror. Otra vez tuve sudoración excesiva, el ritmo cardíaco acelerado y una opresión en el pecho que no me dejaba respirar, aun así, y haciendo frente a la situación, inhalé una buena bocanada de aire mientras me armaba de coraje, «puedo hacerlo», me dije, al tiempo que abría la tan temida puerta y me aventuraba hacia la calle.

Una vez fuera, caminaba lo más rápido que podía —pues aquello para mí no era un paseo, sino más bien una prueba de supervivencia—. Mi objetivo estaba claro y era aparentemente alcanzable, ya que debía llegar a la farmacia que estaba a unas cuantas calles, pero cuando me di cuenta de que me estaba alejando de casa, de pronto solo podía pensar una cosa, «debo regresar, debo regresar», me repetía bastante nerviosa. Me temblaba el cuerpo, me dolía la cabeza y tenía náuseas, por otro lado, yo miraba a todos lados con desconfianza, en un estado de paranoia total, y si escuchaba que alguien caminaba cerca de mí, sentía un insoportable dolor en el pecho, como si me hubiesen dado un fuerte golpe. Tenía mucho miedo, pero aun así decidí seguir adelante.

Haciendo un gran esfuerzo logré llegar a la farmacia —recuerdo que hacía frío, y que yo estaba toda transpirada a causa de los nervios—. Una vez allí el farmacéutico me preguntó si me sentía bien, pues yo claramente daba la impresión de estar alterada, pero como quise evitar dar explicaciones, solo le respondí que sí, que me encontraba bien.

Yo tenía la voz quebrada y los ojos llorosos, me faltaba el aire y me sentía muy desesperada. Casi balbuceando, intenté decirle lo que necesitaba comprar, pero al verme en aquel estado, el farmacéutico volvió a preguntar si me encontraba bien, o si necesitaba algo.

—No, gracias, estoy bien —respondí dubitativa y claramente agobiada, pero lo cierto era que estaba desesperada, pensando mayormente en la salida, preguntándome una y otra vez por qué había salido de casa, cuando pude haberme quedado a salvo en mi refugio, donde nadie podía lastimarme y donde me encontraba segura.

Una vez pagué la compra me marché de allí sin perder tiempo. Desgraciadamente, el camino de regreso parecía cuesta arriba —yo estaba cada vez más alterada—. Caminaba sin detenerme, y con los ojos llenos de lágrimas, a la vez que miraba con pavor a todas las personas con las que me cruzaba. Nuevamente me dolía el pecho, quería gritar, solo quería estar en casa, ya no podía con tanta angustia, y otra vez me acompañaba esa horrible sensación, en la cual mi corazón parecía a punto de estallar con cada latido.

En un momento determinado, tuve que esperar para cruzar una calle, pasaban muchos vehículos y me vi obligada a detenerme. Muy alerta miraba para todos lados, ya que todas las personas parecían peligrosas, fue entonces cuando veo a un muchacho que me observaba mientras esperaba para cruzar, sin pensármelo dos veces, y dando un grito despavorido, pedí ayuda a un señor que tenía un kiosco de revistas, asegurándole que ese muchacho me estaba siguiendo y que pretendía hacerme daño. Este señor dejó su puesto de trabajo y se acercó al sospechoso, enfrentándolo de manera brusca y avasalladora, interrogándolo sobre cuáles eran sus intenciones, y por qué me estaba siguiendo y molestando, el muchacho lo miró sin entender qué ocurría y le pidió que se tranquilizara, asegurando de que él no había hecho nada de eso.

—¿Cómo que nada? Mira cómo está la pobrecilla. ¡Está temblando! ¡Por algo será! —insistió aquel buen samaritano.

Acto seguido comenzaron a discutir y toda la gente que andaba por ahí se acercó a ver lo que sucedía. Yo, alterada y muerta de miedo, no podía pronunciar palabra alguna, pues apenas si podía respirar, cuando de repente, en medio de la discusión, aparece la madre del muchacho, que al parecer iba junto a él tan solo unos metros más atrás.

—¿Pero qué le ocurre a esta loca? ¿Acaso está acusando a mi hijo? —dijo ella enfurecida.

En medio de aquel griterío, el muchacho respondió:

—¡Pero si yo te conozco! De hecho… conozco a tu hermano, solemos platicar frente a la puerta de tu casa.

Por esa razón aquel muchacho me miraba tanto, pero yo, a causa de mi estado no pude reconocerlo. Me sentí muy avergonzada por haber provocado semejante espectáculo. Fue entonces cuando la madre comenzó a gritarme nuevamente.

—¡Loca! ¡Eres una loca! ¡Márchate ya y deja a mi hijo en paz!

El muchacho le pedía que se callara, mientras que yo no hacía más que llorar, pero como no podía soportarlo más, solo pedí disculpas y me marché de allí a toda prisa.

Mareos, escalofríos, dolor abdominal, miedo, y mucha dificultad para respirar eran la combinación perfecta para que ocurriese un desastre, y por poco no lo fue, ya que crucé la calle sin mirar y de milagro no fui atropellada por un coche que pasaba. Con justa razón, el conductor me gritó una serie de barbaridades, lo cual yo merecía dada mi imprudencia, pero lo cierto era que en aquel momento yo no tenía control sobre mí.

Recuerdo haber llegado a casa llorando y que no había nadie, fue entonces cuando un arrebato de desesperación me tomó por sorpresa —estaba cansada de tanto sufrimiento—. Enceguecida, tomé un cuchillo y decidí acabar con aquella pesadilla; no quería vivir más, solo quería desaparecer.