Laicidad y libertad religiosa del servidor público: expresión de restricciones reforzadas

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CAPÍTULO PRIMERO LIBERTAD RELIGIOSA Y LAICIDAD: RELACIÓN RESULTANTE DE LA TENSIÓN ENTRE EL PODER POLÍTICO Y EL PODER RELIGIOSO

[§ 7] Este primer capítulo se orienta a demostrar que la relación entre laicidad y libertad religiosa surge como producto de la tensión histórica entre el poder político y el poder religioso, presente desde el inicio de la era cristiana. Si bien esa mutua tracción no se ha manifestado siempre de la misma forma, sí ha sido una constante, y el mecanismo mediante el cual se ha pretendido lograr su solución es la invocación de la laicidad y de la libertad religiosa –expresada en esos términos o en otros que equivalen a un pedido de autonomía en materia de creencias religiosas.

La comprobación de esa afirmación es necesaria para demostrar la hipótesis de esta tesis, consistente en que los límites de la libertad religiosa de los servidores públicos son especialmente reforzados, dado que, por causa de la laicidad, esa tensión entre poder religioso y poder político es más fuerte en su caso que en el del común de los ciudadanos.

Con el fin de mostrar esa tensión entre poder político y poder religioso y la presentación de la libertad religiosa y la laicidad como mecanismos para equilibrar las dos tendencias, la primera sección de este capítulo identifica hitos históricos de la petición de autonomía en materia de creencias, aparecidos ante la lucha entre esas dos potestades –poder político vs. poder religioso–. En ese tránsito, se identifican características de la tensión que persisten hasta hoy y se hacen visibles en la relación entre laicidad y libertad religiosa.

La comprobación de la afirmación consistente en que la laicidad y el reconocimiento de la libertad religiosa, así como la relación entre ellas, surgen como producto de la tensión histórica entre el poder político y el poder religioso se complementa en el segundo subcapítulo, donde se identifican hitos del dualismo poder político y religión, con miras a explicar cómo la religión pasó de ser el fundamento del poder político a un derecho garantizado por el Estado y a entender la laicidad como el vínculo garantista actual entre Estado y libertad religiosa.

A partir de esa concepción de la libertad religiosa como derecho subjetivo, en la tercera subsección se analizan su reconocimiento y protección por organismos internacionales, sus fundamentos como derecho humano, su ámbito de protección inicial, su relación con otros derechos humanos, y su protección y límites, en general. Esta sección se orienta por el argumento consistente en que, aún hoy, la tensión entre poder político y religioso se canaliza mediante la libertad religiosa y la laicidad, lo que explica que existan diferencias entre la libertad del ciudadano, en general, y la del servidor público. Esas diferencias se concretan en cada aparte del subcapítulo.

En síntesis, este capítulo demuestra que la tensión entre poder político y poder religioso es una constante aún vigente, que hoy se procura equilibrar mediante la laicidad y la libertad religiosa.

I. HITOS DE LA PETICIÓN DE LIBERTAD EN LA ADOPCIÓN DE CREENCIAS ANTE LA TENSIÓN ENTRE RELIGIÓN Y PODER POLÍTICO

[§ 8] En función de identificar como una constante la relación entre religión, poder político y la petición individual de autonomía en la adopción de creencias religiosas, esta sección explica la libertad religiosa a partir del análisis de hitos históricos, mediante los cuales procura detectar elementos teóricos o características preponderantes de cada etapa. Su finalidad es explicar que esta libertad, como derecho humano, se reconoce progresivamente en medio de tensiones constantes entre el poder político y el religioso representado por cada persona y por organizaciones religiosas consolidadas o emergentes.

En ese recorrido por distintos momentos históricos se encuentra que la libertad religiosa se reclama del poder político como una necesidad de emancipación personal; pero también se exigió por instituciones y territorios frente al poder religioso, con el fin de obtener una identidad política diferenciada de lo confesional, lo cual condujo al concepto de laicidad.

[§ 9] Como precisión conceptual de esta sección, es de indicar que se orienta a destacar que si bien el carácter humano de la libertad religiosa parece un asunto incuestionado, el interés en identificar hitos previos al Estado moderno en los que la libertad religiosa fue asumida o reclamada como un derecho propio de las personas –según la particular concepción de cada periodo–, también procura destacar su carácter intrínseco al hombre, no derivado de una sola concepción filosófica, política ni jurídica y no exclusivo de la época actual.

De este modo se busca demostrar que la libertad religiosa, como todo otro derecho humano, tiene validez jurídica, en razón de su corrección material, de su justificabilidad, y que no es dependiente de su positivización1. Parte de esa fundamentación de la libertad religiosa como derecho humano se encuentra –aunque parcialmente– en su invocación en distintos momentos de la historia. Si bien existe una concepción preponderante, que asume los derechos humanos, incluida la libertad religiosa, como un asunto propio de la modernidad2, lo cierto es que cuentan con raíces previas a esa época en la que más bien surgió su institucionalización como derechos fundamentales, y frente a las cuales el derecho y el estudio de su historia tienen mucho por establecer3.

Este primer aparte hace una aproximación a ese enfoque, con el cual antes que cuestionar la modernidad y las ideas de racionalidad e individualidad que subyacen a la comprensión contemporánea de los derechos humanos, lo que procura es poner de presente la presencia de estos en períodos anteriores y la necesidad de ahondar en ese estudio.

[§ 10] Finalmente, como otra precisión conceptual, es de indicar que existen posiciones que asumen la libertad religiosa preponderantemente como resultado de la defensa de intereses específicos vinculados con la reforma protestante y la pugna por los poderes territoriales e imperiales; o como el instrumento aducido para liberar al poder político de la religión, antes que como construcciones jurídicas con mayor alcance de protección de la persona4. Al respecto, ha de decirse que, en algún momento, bien del origen, bien del desarrollo de los derechos, ellos han sido instrumentalizados por intereses de distinto orden5, lo que desde el juicio de esta tesis no les despoja de su carácter humano. Por el contrario, los derechos se han forjado en medio de tensiones entre individuos y entre estos y el poder político. No son construcciones pacíficas, ni ajenas a la incidencia del poder y en el poder, sino expresadas y a veces instrumentalizadas por él.

[§ 11] Hechas estas aclaraciones, es oportuno indicar que la libertad religiosa es un derecho humano, inherente a la persona, a su dignidad, y por esa sola razón, exigible del poder. Esta afirmación se fundamenta y explica en los siguientes cinco apartes en los que se destacan momentos históricos, en los que el poder político (usualmente políticoreligioso) entonces imperante fue confrontado por exigencias de personas, grupos u organizaciones, en relación con la autonomía para determinarse religiosamente.

El primero de esos estadios se ocupa de la identificación de algunos momentos previos a la reforma protestante, en los que la libertad religiosa o, por lo menos, una incipiente idea de ella, se adujo como parte de atributos inherentes a los seres humanos y, por ello, como límite del poder, aún ante sus expresiones más despóticas.

Es una etapa en la que el poder es político-religioso, monista, decide la creencia religiosa de los gobernantes y de los individuos a él subordinados y extermina a quien plantea una opción religiosa distinta a la del orden existente, pero en la que, a pesar de ello, aparecieron reclamos acerca del derecho a la propia determinación religiosa, con independencia del poder imperante.

Concretamente, en esta sección se analiza el movimiento apologista de los primeros cristianos; luego la persistencia de religiones distintas al catolicismo en medio de la persecución de la Inquisición; y, finalmente, el planteamiento de Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas de la libertad religiosa como propia de pueblos e individuos, ante el descubrimiento de lo que para la época se llamó las Indias.

El siguiente aparte se encarga de explicar la segunda época de exigencia de la libertad religiosa como derecho humano, iniciada por la Reforma protestante, que podemos llamar de aparición de territorios con autodeterminación religiosa y de reconocimiento del libre examen o conciencia individual. Es por excelencia una etapa de transición.

La tercera sección expone el periodo de construcción de la tolerancia. Sin ser un periodo de estabilidad, puso de presente la pluralidad religiosa y de conciencia, ya no solo de cada rey o territorio entre sí, sino de individuos y grupos de ellos que reclamaron ejercer en su ámbito espacial una creencia divergente de la escogida por el príncipe respectivo, lo que procuraron fuera reconocido, incluso, mediante guerras.

El cuarto aparte se ocupa de una fase esencial en la consolidación de los Estados-nación, en la que se reconoce una comunidad de Estados, y en cada uno de ellos la pluralidad religiosa, reglas de tolerancia y la fundamentación política y no religiosa del poder, y religiosa y no política de la religión.

 

El quinto apartado se encarga de una etapa que se caracterizará por el reconocimiento explícito de la libertad religiosa como atributo de cada individuo, a quien el Estado debe empezar por respetar en sus condiciones más esenciales, como la conciencia, el pensamiento y la religión, y sus expresiones externas o materiales.

A. Primera etapa: la determinación de creencias como atribución exclusiva del poder político-religioso

[§ 12] En este periodo, coincidente con lo que el común de la doctrina denomina monismo6, el poder es político-religioso, los dos uno mismo. Como institución, ese poder único decide la conciencia religiosa de los gobernantes y de los individuos a él subordinados y extermina a quien plantee una opción religiosa distinta a la del orden existente.

[§ 13] Se incorporan en esta etapa tres hitos de reclamo humano de la libertad religiosa, iniciados entre el siglo II y el XV. El primer hito lo constituyen los movimientos apologistas de los siglos II y III, los cuales son un referente de la libertad de religión como aspecto inherente no solo al ciudadano –que ante el Imperio romano era un concepto restringido– sino al hombre en general, como consecuencia de la expansión universal que se propuso el cristianismo y que resultaba un paradigma novedoso y en oposición a la religión de cada ciudad estado que se circunscribía al respectivo territorio.

Textos de Tertuliano7, Arnobio, Orígenes, Lactancio, Osio, Justino y Flavio Josefo dan cuenta de una etapa en la que se defendía al cristianismo frente a persecuciones del poder de Roma, el cual consideraba a quienes profesaban esa naciente creencia ateos –por no creer en los dioses oficiales–, traidores y desafiantes del monismo entre religión e imperio8.

El uso de la expresión “libertad religiosa”, que parece ser originario de Tertuliano, se extiende al hombre, no solo al ciudadano romano, y destaca aspectos propios de ese derecho, fundamentalmente la libre escogencia religiosa, el culto consistente con la creencia y la divulgación del credo seleccionado9.

El pedido de tolerancia y de detener la persecución contra los cristianos, que se constituía en el centro del ejercicio de apología, destacaba que ese pensar religioso debía ser indiferente a la autoridad romana como poder político, lo que agrega un componente adicional –la indiferencia que el poder político debía sostener frente a asuntos religiosos– para asumir esta etapa como referente de la libertad religiosa en calidad de derecho humano10.

Como resultado de esos ejercicios apologéticos, y de la influencia política que el cristianismo incrementó, resultaron los edictos de tolerancia religiosa, en particular el edicto de Tolerancia de Galerio (306, 311), los acuerdos de Licinio y Constantino11 (313) y el Acuerdo de Milán (313)12, en los que se permitió existir como cristiano, establecer sitios de reunión y se ordenó restaurarles a quienes profesaban esa religión bienes antes arrebatados, todo ello entendido como concesiones del Imperio mas no como un derecho natural o humano, pero en todo caso como razón de una libertad, la religiosa, que ejercería cada individuo13.

En síntesis, esa exigencia de libertad religiosa de los apologistas, como individuos y como colectivo de los cristianos, significó un desafío al poder político-religioso existente y una conquista preliminar de autonomía personal y congregacional en asuntos de creencias. No obstante, tal reconocimiento no se extendió luego de la adopción del catolicismo (no del cristianismo en general) como religión del Imperio.

El acogimiento del catolicismo como religión del Imperio romano (380), mediante el Edicto de Tesalónica o constitución Cunctus Populos, condujo a asumirlo como parte de la identidad política, y a que las creencias opuestas o parcialmente extrañas a esa religión se concibieran como contrarias al orden establecido14.

[§ 14] Inició allí otra fase del monismo, llamada cesaropapismo, caracterizado por la vinculación de sacerdotes católicos como funcionarios del Imperio y por el sostenimiento económico y la dirección del catolicismo por parte del césar. No había posibilidad de más religión que la del Imperio ni para sus funcionarios ni para el resto de los territorios a su cargo, la religión era un asunto de poder y el poder mismo un asunto basado en la religión, lo cual se prolongó por cientos de años.

Esa mutua integración entre religión y política no estuvo libre de conflictos, pero ellos se basaban no en la ruptura de su relación sino en la discusión y la pretendida imposición práctica de la preponderancia del emperador sobre el obispado (cesaropapismo) o viceversa (hierocracia) –en ascenso después de la caída del Imperio romano, ante el vacío dejado por éste, y consolidada desde el año 800, con el nacimiento del “Sacro Imperio Romano Germánico”, en lo que se ha denominado la lucha de las investiduras15.

[§ 15] La intolerancia religiosa hacia los no católicos incrementó, al punto que desde el siglo XII surgieron distintas expresiones de la inquisición16 como poder confiado especialmente a la orden del Císter y a los dominicos17 y como figura de indagación, juicio y castigo contra organizaciones que no compartían las creencias oficiales18, tales como los valdenses, los cátaros, los judíos, los musulmanes o los protestantes19. Su propósito fue el de “[…] destruir la herejía”, precisando que ésta no podría ser terminada si no eran también exterminados “[…] los herejes […] y sus encubridores y defensores”20.

La institución inquisitorial estuvo así al servicio de la “connivencia en el poder de Iglesia y Estado”, a tal punto que fue replicada en unos casos como tribunal civil y en otros como tribunal eclesiástico. La de Aragón (1249), la española (1478-1821) y la portuguesa (1536-1821)21 son ejemplos de esa reproducción de los tribunales contra las diferencias de fe.

Si bien el castigo preponderante utilizado por la Inquisición fue la excomunión, luego se extendió a penas también usadas en tribunales civiles, principalmente físicas. La tortura, como medio de indagación, fue generalizadamente utilizada por el “Santo Oficio”22, dos siglos después del inicio de la Inquisición, en la época de la Reforma protestante, del surgimiento de la Iglesia anglicana y del antisemitismo.

La estrecha vinculación entre el poder político y religioso de la época hizo de la inquisición un instrumento de persecución en los mismos dos ámbitos y pretendió abolir el asomo de libertad religiosa que persistió con religiones distintas a la católica23.

La Inquisición fue una negación absoluta del derecho personal a forjar una conciencia en lo religioso y en otros ámbitos y, por ende, una ignorancia total de la libertad religiosa como derecho humano, lo cual no significaba que esta no existiera.

[§ 16] La cara inversa de la represión religiosa de la Inquisición fue la persistencia de religiones y cultos ajenos al catolicismo de entonces, lo que de por sí da cuenta de un reclamo humano por una libre identidad de creencias. Quienes durante los siglos de la Inquisición se negaron a adoptar la católica como su fe pueden comprenderse como ejemplos de reivindicación de la libertad religiosa.

La configuración de la libertad religiosa, tanto en los apologistas como en los no católicos contemporáneos de la Inquisición, tiene intrínseca la defensa y el ejercicio individual de las convicciones, en medio de contextos en los que la incidencia del poder político confesional frente a la opción religiosa podía llevar a la muerte.

Esa exigencia de una libertad para escoger y profesar una religión nacía no de una disposición normativa formalmente incorporada por el poder político respectivo, sino de la condición básica de existencia del ser humano que se considera excesivamente lesionado. Aunque no se contaba con protección jurídica efectiva frente a la persecución realizada en su contra por el poder político religioso establecido, los apologistas y los no católicos de la época de la Inquisición persistieron en sus creencias, y ejercieron así una libertad humana que solo siglos después vendría a ser estatal o jurídicamente formulada.

[§ 17] Un último hito de esta fase para comprender el carácter humano de la libertad religiosa, se configura con los debates sobre el alcance del derecho de España a conquistar el territorio llamado las Indias.

Planteamientos como los de Francisco de Vitoria24 permiten afirmar que la libertad religiosa se entendió –al menos por algunos sectores– como un derecho natural, a tal punto que destacó lo que puede resumirse en que la fe cristiana debía ser expuesta, pero no impuesta; en que debía lograrse la libertad para predicar y convertirse; y en que la diversidad de religión no es causa justa para una guerra25.

Para la misma época, Bartolomé de las Casas, reconocido entre los indigenistas e incorporado con De Vitoria y otros dentro de la generación cero de los derechos humanos, precisó y procuró el reconocimiento de los derechos naturales del hombre a quienes no eran tratados como personas ni aún como seres racionales, ni con derechos26. Su principal aporte en relación con la libertad religiosa puede resumirse en el derecho a divulgar la fe, en concreto la católica, pero no a imponerla, por cuanto la enseñanza de la religión solo sería posible por “la persuasión del entendimiento por medio de razones y la invitación y suave moción de la voluntad”, según lo planteó en su texto “Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión”27.

La concepción de De Vitoria y de De las Casas incidió en determinaciones adoptadas en las leyes de Indias, en procura de disminuir la crueldad contra los indígenas, en una forma, al menos incipiente, de libertad religiosa. Así se concluye del contenido de varios apartes de leyes emitidas en la época de estos autores, por ejemplo, el título primero de la Compilación de las Leyes de Indias, en la Ley IV, el cual destaca la necesidad de persuadirles antes que de imponerles o causarles daño28.

La Ley XII de 1537 fijó la destinación de un lapso diario para la enseñanza de los indígenas que se encontraban esclavizados por los españoles, consistente en una hora diaria para asistir a misa que no les podía ser ocupada en otras actividades, y en la que se adelantaría un ejercicio de convicción29. Esa persuasión, sin embargo, no operaría ante conductas que llama la ley de Indias contra la fe y la ley natural, en particular por actos de idolatría entre los que destacaba el comer carne humana, frente a los que la Ley VII de 1523 ordenaba proceder con rigor30.

Estas normas de Indias reflejan el desafío generado por el “Descubrimiento de América”, frente a la concepción de unidad religiosa que se había consolidado en España. En particular, condujeron a un reconocimiento como súbditos del mismo rey, a sujetos de creencias distintas a las de este, entre quienes se promovería la divulgación del culto, pero no, al menos según la ley, su imposición violenta, lo cual sin embargo no limitó la posterior expansión de la Inquisición en el territorio colonizado.

En esas expresiones normativas se identifica una incipiente configuración de las creencias religiosas como un asunto que el poder político debía respetar en individuos con concepciones distintas a las impuestas por el orden constituido, lo cual tampoco significó renunciar a un proselitismo oficial que sirvió de excusa para expandir la conquista también y principalmente con otros fines.

[§ 18] En esta primera etapa la concepción religiosa y política de la institucionalidad vigente era la única que podía asumir la persona sin riesgo de incurrir en sanción. Algunos individuos y grupos de ellos desafiaron esa regla y concibieron el recurso a la libertad religiosa, en una versión que la enunciaba y la dotaba de contenidos básicos como el no ser exterminado o perseguido por causa de esa confesión específica, como sucedió con los apologistas cristianos, o en últimas, en una decisión consistente en ejercer su propia opción religiosa a pesar de las determinaciones punitivas del poder existente, como desde el inicio de la Inquisición con otras expresiones como los judíos o los musulmanes.

 

El reclamo de esa libertad religiosa apareció de pugnas inevitables en contextos de ruptura histórica como las que implicaron el surgimiento del cristianismo y el descubrimiento de una raza y cultura ajena a las preponderantes, que en lo relacionado con los habitantes de las tierras conquistadas por el Imperio español demandaron de éste un compromiso –por lo menos formal y transitorio– de no imposición religiosa.

Así, en un contexto en el que los individuos en general solo entendían como posible que tanto su expresión externa o de culto, como su conciencia siguieran las reglas que eran impuestas por el poder político, empezó a manifestarse la libertad religiosa, como un derecho humano, exigido con base en esa sola condición humana de la persona y como presupuesto de su existencia.

De esta etapa persistirá hasta nuestros días la incidencia del poder político en los asuntos religiosos y el carácter representativo religioso del empleado imperial o de ciertas figuras políticas y jurídicas actuales que tienen orígenes en concepciones religiosas. Si bien esa influencia se debilitó y reguló –mediante la libertad religiosa y la laicidad– en el curso de los siglos, aún hoy existe y mantiene la tensión entre el poder religioso y el poder político31.