El caballero mexicano

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No podíamos irnos de allí sin visitar la Toscana, una de las veinte regiones que conforman la república italiana y de las más famosas en el mundo entero sino la que más por su arte, sus paisajes de flores; en definitiva, lugares de ensueño. Reservamos en Lastra a Signa, localidad donde estaba el Bed & Breakfast Valdirose, y donde nos hospedamos durante unos deliciosos días. Estaba gestionado por una familia lugareña encantadora que nos atendió de mil maravillas y nos hacía sentir como en nuestra propia casa. Poco salimos los días que permanecimos allí, pues teníamos unas vistas increíbles del campo rural con largos y espigados cipreses y las casitas del pueblo. Estábamos gozando, muy pendientes el uno del otro. Era el lugar perfecto en aquel momento de nuestras vidas.

Como le gustaba verme feliz, me hacía el gusto en casi todo. Le dije que me encantaría conocer Venecia y dicho y hecho, nuestros amigos de Roma nos consiguieron un hospedaje allí. Nos fuimos para la ciudad de los canales y duramos cuatro horas aproximadamente en tren. En el trayecto, no paraba de hablar y hablar y ya, cuando llegamos y nos pusimos de pie dentro del tren para coger nuestro equipaje y bajarnos, entonces no pude más. Le miré fijamente y dije: «A ver si te callas un rato» y me reí. Me había salido sin pensarlo, del alma. De coletilla, para hacer el ambiente menos tenso, añadí: «Igual que le dijo el rey Juan Carlos de España a Chávez, expresidente de Venezuela, ¡cuando ya lo tenía harto!». Le produjo mucha gracia, así que lo entendió y seguimos el camino para poder llegar y hospedarnos.

¡Oh, Venecia! Venecia realmente se veía como decían: puro romanticismo. Llegamos en un barco de estos a los que llaman water taxi o taxi acuático e igualito a como se ve en las películas: con el pelo al aire, las gafas de sol y con mi amor al lado por los tan conocidos canales. Era un lugar de ensueño y un momento único. Cuando nos bajamos del taxi acuático, nos fuimos caminando con nuestras maletas por aquellas estrechas, angostas e inolvidables callejuelas hasta llegar al destino. Nos dieron una pequeña habitación en una buhardilla a la que, para acceder a ella, teníamos que subir unas interminables escaleras antiguas de madera. Era una habitación pequeña con dos camas pegadas y un baño muy pequeñito e incómodo; pero, cuando estás enamorada, no le pones pegas a nada y todo te parece increíblemente bien.

Los días siguientes callejeamos y nos tomamos fotos, pero lo cierto es que tampoco muchas: ahora me doy cuenta de que estábamos tan absortos el uno con el otro que el tiempo fluía solo en nuestra conversación y nuestras risas. Nos divertíamos mientras me enseñaba a decir de un tirón Parangaricutirimícuaro, nombre de un pueblo en México que no es fácil de pronunciar a la primera y con el que muchos han hecho un trabalenguas. En verdad, el primer nombre del pueblo fue San Juan Viejo Parangaricutirimícuaro, que quedaría sepultado por un volcán llamado Paricutín y, luego, pasaría a llamarse San Juan Nuevo Parangaricutiro. Así, me decía, ya me iría familiarizando con los vocablos de su tierra, algunos como este, nada sencillos. En aquellos años apenas acababa de crearse la aplicación para teléfonos móviles y celulares de WhatsApp, así que no recuerdo ese afán de compartir aún los viajes y las vivencias inmediatas con amigos y familiares. Esperábamos a descargar las fotos de la cámara que yo había llevado, y pasarlas a la computadora; lo solíamos hacer por la noche, ya en la cama, cuando llegábamos cansados y repasábamos el reportaje fotográfico del día para entonces compartirlo por e-mail. Ni siquiera lo hacíamos en redes sociales, pues nos gustaba salvaguardar nuestra intimidad.

Durante nuestra estancia, nunca me quise subir a una góndola: me daba mucha vergüenza, puesto que van los gondoleros cantándoles canciones románticas a las parejitas, sacándoles fotos y todo el mundo les mira; yo quería pasar desapercibida ante los ojos de cualquiera. Aunque ahora me digo: ¡qué más daba! si es que, en realidad, éramos la parejita perfecta para vivirlo.

Pasó un mes y de camino a Madrid, antes de que cada uno regresara a su país, pensamos en atrasarlo lo más que pudiéramos porque cada día era uno más que estábamos juntos y no sabíamos cuándo ni dónde ni cómo nos íbamos a volver a encontrar. Pero llegó el día y, como todo tiene un principio y un fin, teníamos que volver a nuestras casas y retomar nuestras rutinas; aunque ahora, ya había respuesta a nuestra pregunta del principio: sabíamos que lo nuestro funcionaría.


A partir de entonces, solo mirábamos al futuro y a cómo podíamos construir una vida juntos: quién de los dos tendría que dejar su vida, su familia, sus amigos y sus comodidades o incomodidades para lograrlo.

Durante el relato de mi historia, contaré repetidamente lo agradecida que me siento, por haber coincidido con tan maravilloso ser, una vez más en esta vida, aun cualesquiera que fueran los acontecimientos.

4. La decisión

Absolutamente, lo nuestro fluía desde el corazón.

Llegó el verano y regresó a verme. Volvió a la isla que tanto había amado y dónde tantos amigos había dejado, dónde una vez hacía muchos años había tenido un hogar, así que fue más nostálgico aún volver y quizás sanar de algún modo las heridas que hubiesen podido quedar sin cerrar antaño.

Era como si cada día viviésemos en una continua luna de miel. Unos amigos nos dejaron una casa rural que tenían cerca de la que yo vivía hasta entonces y allí pasamos un tiempo maravilloso donde solo existíamos, casi, nosotros. Entrábamos y salíamos, hacíamos cada día el plan que nos apetecía: todo proyecto era perfecto y romántico. En este lugar casi inhóspito, nuestros amigos eran los lagartos.

Nos dedicamos a conocer mejor casi todos los pueblos de la isla y a viajar por algunas otras de las siete que forman el archipiélago canario y chinijo, cuyo nombre procede del latín canis, que significa «perro», pues al parecer estaban las islas llenas de estos animales cuando los primeros exploradores llegaron; además, chinijo significa «pequeño» en canario. Este último archipiélago está formado por una isla, La Graciosa y cuatro islotes situados al noroeste de las islas Canarias, cuyos nombres en orden de mayor a menor longitud o tamaño son Alegranza, Montaña Clara, Roque del Este y del Oeste. Las islas Canarias son un archipiélago español y están formadas por ocho islas: se las conoce también por el nombre de las islas Afortunadas o islas de los Bienaventurados, según la mitología griega, aunque no deja de ser una leyenda, los comerciantes griegos que hasta aquí llegaban las describían como un lugar inigualable, paradisíaco, con un clima benigno y donde todo era cultivable. Esto es debido a nuestro clima subtropical, que permite que cualquier fruta o verdura se plante. Se encuentran situadas en el océano Atlántico, frente a la costa noroeste del continente africano, y son de origen totalmente volcánico.

Es la única comunidad autónoma española que tiene dos capitales o provincias: una es Santa Cruz de Tenerife, que comprende las islas de Tenerife, La Palma, La Gomera, de donde procede el muy conocido y peculiar silbo o lenguaje silbado, que es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, y El Hierro. La otra es Las Palmas o, lo que es lo mismo, Las Palmas de Gran Canaria, que comprende la isla de Gran Canaria, de donde procede la historia que aquí relato; Fuerteventura, con su islote de Lobos, y Lanzarote, con sus cuatro islotes antes mencionados.

Además, Canarias es la primera y única comunidad autónoma española en incluir el mar como parte también de su territorio. Así, las aguas que quedan integradas dentro de este perímetro reciben la denominación o, lo que es lo mismo, el nombre de aguas canarias.

Hablamos un lenguaje y un léxico propio que se nos asemeja bastante al del Caribe, que proviene de nuestra herencia de aborígenes canarios que habitaban las islas antes de la conquista, y por las influencias tan diversas de portugueses, franceses, árabes e ingleses. Fruto de ello, nos viene muchísimo vocablo tan dispar.

En un día soleado, subimos al Roque Nublo, lírica piedra lunar, y desde allí pudimos observar luces y sombras, mares y montañas, barrancos y senderos; un paraje natural e indescriptible casi, que se formó por la erupción y la furia de los volcanes. Símbolo obligado a visitar al menos una vez en la vida si pisas Gran Canaria.

A mediados del mes de julio, nos acercamos al barrio de La Isleta de esta isla Gran Canaria a saludar a la patrona de la Armada española y protectora de todos los pescadores y marineros, la Virgen del Carmen, también conocida por Estrella de los mares. En esta fecha y en su honor, se le rinden culto con procesiones y romerías en el mar. Los barcos, alegremente engalanados, siguen en procesión a la barca, que porta la imagen de nuestra Señora. Pedíamos su bendición para nuestra relación y el nuevo viaje amoroso que estábamos emprendiendo.

Cuando ahora reflexiono, me parece increíble que pasaran tantas cosas, que viviéramos tan intensamente ese año y que todas aquellas vivencias que en aquel momento nos parecían tan cotidianas, nos llevaran definitivamente a tomar una dirección a nuestro futuro. Pasamos algunos días difíciles, deliberando y planteándonos qué hacer: si él se quedaba en la isla conmigo, ya que todavía era un hombre enérgico y vital o si en el caso contrario se regresaba a México, ya que necesitaba estar ocupado y sentirse útil; su propio negocio forestal lo esperaba allá. Igualmente estaban sus tres hijos del segundo matrimonio, que en aquel momento, dos de ellos, vivían y dependían económicamente de él. Yo tenía mi trabajo estable e indefinido, pero no estaba tampoco que digamos muy contenta con el ambiente que se respiraba; aun así, yo no me podía plantear en ese momento de mi vida dejarlo, pues mis hijos aún eran estudiantes y estaban a punto de empezar en la universidad: dependían única y exclusivamente de mí desde el momento en el que me divorcié de su padre. También estaba la posibilidad de irnos todos, los cuatro, a emprender una nueva vida a México.

 

Recuerdo un día muy triste: los dos estábamos sentados en un sofá, de piel de color blanco, en el pequeño departamento que yo rentaba hasta entonces, con un ventanal grande en la sala del fondo y unas preciosas vistas a las montañas. Hablábamos como hacemos a veces los seres humanos, de cosas banales y también de cosas trascendentales, pues mis hijos decidieron que no se venían con nosotros, así que me dijo: «Si yo voy a ser un estorbo en tu vida o te voy a perjudicar, pues me voy y aquí lo dejamos». ¡Oh, la Virgen de Codés!, como diría mi abuela materna, que utilizaba mucha esta expresión, pues ella era de Navarra y allá en el municipio de Torralba del Río hay un cerro que lleva el nombre de Codés y a los pies está el santuario de dicha virgen. «¡Madre del amor hermoso!», exclamaba también, o «¡Virgen santa!». Yo no sabía lo que estaba escuchando. ¿Cómo me podía decir esto después de todo lo que habíamos ya recorrido y vivido? Sobre todo, advirtiéndonos tan felices juntos; trajímos esperanza y alegría a nuestras vidas. No daba crédito a lo que oía. Después, entendí que quería ser generoso y honesto conmigo y supe que todo fue por las presiones que se crearon a nuestro alrededor. Desde luego, me puso a prueba y sí que lo hizo.

Como popularmente se suele decir, dejó el balón en mi campo. No tuve más remedio que reaccionar y fui fugaz en mi respuesta: «¿Cómo crees que te voy a dejar ir? Ni lo pienses por un segundo —le dije—, yo a este avión me subo contigo y nos vamos. Que venga quien quiera venir». En ese instante lo tuve muy muy claro. Ya había tomado mi decisión.

Lo que sentí en ese momento fué que mis hijos me hacían, influenciados o no o por el motivo que fuera, un chantaje emocional enorme, pues ellos creían y aseguraban de que no iba a ser capaz de irme para emprender una nueva vida sin ellos y dejarlos atrás. Pero resultó que yo, solo yo, sabía lo que sentía y cómo había sido mi vida y cómo la había vivido en los últimos diez o doce años; lo dura que había sido y que me estaban milagrosa o mágicamente ofreciendo una nueva que, bueno, iba a decir que jamás imaginé, pero sería mentira, pues sí la había imaginado o había tenido una utopía, que además se estaba cumpliendo y no estaba dispuesta a dejarla escapar. Era la oportunidad de mi vida. En aquel preciso momento, se me estaba ofreciendo ser feliz. Y, tenía la plena convicción de que llegar a las Américas y cruzar el charco, expresión que utilizamos mucho en nuestro país refiriéndonos a cruzar el océano Atlántico, era algo imaginario hasta entonces y que iba, a pesar de todo, a llevar a cabo. Así, pusimos fecha a nuestro vuelo para llegar a tierra americana, más en concreto a México.

Todo se dio rápido y, cuando quieres algo, haces lo posible para que se cumpla, así que llegó el momento de coger una excedencia en mi trabajo y tomar otros rumbos. Era el momento de despedirse. Estaba claro que no queríamos separarnos, que sumábamos y que sí elegíamos una vida juntos. Nunca en mi mente y menos en mi corazón pude llegar a querer una vida sin mis hijos: con ellos era mi nueva vida también, pero ellos no quisieron seguirme; prefirieron quedarse, madurar, crecer y evolucionar para quizás más adelante volver a convivir. Habíamos sido los tres como uno solo y siempre juntos ante los desafíos de la vida. Era la primera vez desde que habían llegado a este mundo, que nos separábamos y además tan lejos.

Así, dijimos «Vámonos» y lo dejé todo atrás. Deseaba imperiosamente una nueva vida, dejar atrás un pasado sentimental y emocional de sufrimiento y lastre, volver a comenzar de cero, desde casi la autodestrucción absoluta, y renacer de nuevo en un lugar donde no conocería a nadie, donde haría nuevas amistades y donde no me juzgarían más que en mis próximos acontecimientos, donde me sentiría libre y comenzaría una nueva vida. Solos él y yo y nuestro amor, porque, si marchaba con él, era porque nos queríamos y estábamos dispuestos a darnos una oportunidad más en la vida para compartirla y seguir aprendiendo. Una aventura más donde me dejaría sorprender para seguir mi camino.

5. México

México lindo y siempre querido, país de leyendas y cuna del mariachi. ¡México es sinónimo de colores, alegría, contrastes y hospitalidad!; así lo defino. México significa en mi vida muchas cosas: además de regalarme a un ser generoso que me entregó todo el amor que supo, México me aportó mucho conocimiento, el que solo puedes captar cuando vives en armonía con la naturaleza, en el momento preciso y en el lugar correcto.

Allí descubrí, en el sentido literal, el mundo natural a través de la naturaleza animal: aves como las chuparrosas, o más frecuentemente conocidas para todos en el resto del mundo por colibríes, un ave más amenazada y en peligro de extinción hoy en día, pues las están usando algunos curanderos para rituales mágicos de amor, algo que se me hace increíble. Las vi llegar en múltiples ocasiones a tomar el néctar de las flores aleteando sin cesar a una velocidad vertiginosa que casi no se puede apreciar a vista de un ser humano. Siempre ha estado asociada al amor, a la guerra y a la fecundidad; en la época prehispánica, era considerada como la mensajera de los dioses. Este pajarito tan diminuto es símbolo de bendición si llega a tu casa y también de sabiduría, inteligencia, audacia y conciencia.

En México, no todo son los tacos y el tequila, aunque su tradición culinaria y su destilería sean también un gran referente. El deporte nacional mexicano es la ya famosísima charrería: una práctica que la propia Unesco declaró Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. El charro mexicano es un jinete que, por ende, practica la charrería y también causalmente se le llama al que es oriundo de Salamanca, Castilla y León en España. De aquí también otra similitud más que existiría entre dos culturas y entre Carlos y su padre don Paco. En México, es un símbolo nacional y en España es un símbolo provincial de Salamanca. Un buen charro mexicano se viste con sus prendas para la ocasión, conociéndose en el mundo entero el sombrero mexicano o sombrero de charro, que lleva con galantería y mucho honor. También está asociada la figura de la mujer a este deporte, recibiendo el nombre de escaramuza charra, y suelen actuar socialmente en festejos luciendo sus trajes y sus habilidades. Tuve el placer de conocer a alguna de ellas.

El género musical más conocido por todos en México es el mariachi y un lugar emblemático que Carlos quería que conociera fue la plaza Garibaldi, situada en la parte centro del casco histórico, donde se reúnen grupos de mariachi para cantar y ofrecer su música. El mariachi está presente siempre en la vida de un mexicano, pues ellos celebran todo con su presencia. También, no cabe duda, es una fuente de ingreso para muchos de ellos. Unos tocan el violín, otros la vihuela, que fue creada por los indios coca de Jalisco; entre otras cosas que Carlos me enseño. Las trompetas, la guitarra y el guitarrón también son instrumentos que forman parte, aunque predominan los instrumentos de cuerda. A veces también aparece el arpa, el clarinete o la tambora. Mayormente, cantan sones y mi preferido es el son de la negra, aunque también es usual oírlos cantar variaciones regionales. En la nuestra lo estuvo y una de las veces más emotiva fue en la fiesta que se celebró por el ochenta cumpleaños de Carlos, aunque en México está presente casi a diario; allí no hay que buscar motivos, pues la vida misma es uno de ellos para cantar y deleitar nuestros oídos. Lástima que no pueda ponerle ahora música, a estas letras que escribo.

Un buen día del mes de septiembre, despegaba el avión que nos llevaría a los dos a México. Cuando aquel avión alzaba el vuelo y subía y subía, solo el universo sabe lo que yo sentí al saber que mis dos hijos se quedaban atrás y que, por primera vez en nuestras vidas, nos separábamos. Al mismo tiempo, también tenía la inmensa alegría de saber que la vida me había premiado y se estaba cumpliendo un sueño que una vez por unos segundos quise e imaginé de una nueva vida en aquel rancho en el campo dónde me podía poner la tejana y unos vaqueros junto al hombre que me hacía feliz, que me había devuelto a la vida y con el que tan segura me encontraba. Ahora, todavía alguna vez, me pregunto cómo fue posible esto, cómo el universo me premió y confabuló para que realmente ocurriera. Me sentía una mujer privilegiada y muy afortunada, pero también era un premio agridulce que, aunque saliera bien o mal, de lo que sí estaba segura era de que me arrepentiría toda mi vida si no lo vivía.



Una vez una bruja, término que me encanta usar para llamar o nombrar cariñosamente a una de estas señoras que tienen el don de la clarividencia, a la que visité cuando tenía unos dieciocho o veinte años en Madrid, me dijo entre otras cosas leyéndome los posos del café que previamente me había bebido, que llegaría a cruzar el Atlántico para volver a casarme por segunda vez. Lo olvidé con el tiempo, pero me impactó mucho porque, aparte de muy lejano, ni siquiera había contraído nupcias por primera vez y eso de cruzar el Atlántico me venía muy grande. No me lo había planteado jamás, pero no sé cómo ni en qué momento lo volví a recordar, aunque me figuro que fue después de haber vivido lo descrito.

Llegamos a D. F., Distrito Federal, después de doce horas de vuelo desde Madrid y sumándole tres más desde la isla. Aterrizó el avión en el oficialmente aeropuerto Benito Juárez, casi al amanecer. Fue toda una superación y un reto más en aquel momento de mi vida; luego, vendrían otros que haría casi sin darme cuenta, pues estaba llena de un amor y de una alegría que me impulsarían. Aquello fue realmente el comienzo de una nueva etapa en nuestras vidas. Aún recuerdo el olor de aquel aeropuerto, inmenso, por cierto, el más grande que hasta ese momento había visto; desordenado y con una algarabía de gente de un lado para otro, personas alegres y dispuestas siempre a ayudarte que te preguntan: «¡Jefe! ¡Jefa! ¿Quieren que les lleve las valijas?». Ellos, trabajan por una mísera cantidad de pesos, pero, eso sí, son bien agradecidos y muy felices con sus vidas; por eso el dicho de «No porque más tengas más feliz eres».

Todavía nos faltaba un vuelo para llegar a nuestro destino final: Guadalajara, la ciudad que un día vio nacer al que sería en un futuro mi esposo.

Nuestro primer destino fue un hotel de aeropuerto. Lo primero que nos dijeron es que no había habitaciones libres, excepto una suite presidencial, así que Carlos me dijo que fuese y la mirase y que, si me gustaba, pues, nos quedábamos allí. No sé si por primera vez en mi vida, pero recuerdo que me trataba con tanta dulzura y me tenía tanto en cuenta que me hacía sentir lo mucho que le importaba y que yo era su princesa de cuento. Así, allí fuimos, pues nos moríamos de sueño después de los largos vuelos y de la situación emocional que llevábamos encima desde hacía un tiempo. La habitación era de lo más ostentosa: tenía dos plantas, como si se tratara de un dúplex, y muy recargada, con tres baños, cuatro recámaras, algo demasiado grande para los dos, pero lo único que queríamos era descansar y dormir.

Despertamos, aunque ya eran las tres de la tarde, con el famoso desfase horario o jet lag, y su consecuente cambio de biorritmos. Pusimos nuestros relojes en la hora correcta, nos comunicamos con nuestras familias y desayunamos.

Cuando estás feliz, todo está bien y es perfecto. Parecía como si el mundo entero nos estuviera sonriendo. Más tarde, decidimos que queríamos estar más cerca de la ciudad y que ese hotel nos quedaba muy lejos. Avisamos a un taxi que nos recogió y nos llevó a otro lugar donde volvimos a alojarnos otros tantos días, pero a mí no me terminaba de convencer: lo encontraba un poco viejo e impersonal; así que Carlos, como siempre tan generoso conmigo y atento, queriéndome agradar en cada momento, me dijo que nos volviéramos a mudar y, ahora sí, ya fui yo la que busqué el siguiente y último alojamiento por internet para que fuera un lugar, entre otras cosas, mucho más céntrico, moderno y acogedor. Desde ese momento y siempre que tuviésemos que quedarnos en el sector hotelero, sería aquí donde lo haríamos, en el hotel NH Collection Guadalajara, en Providencia; lugar del que guardo un grato recuerdo, a pesar de que nunca imaginé que allí caería muy enferma.

 

Un día cualquiera, al atardecer, me fui a dar en los bajos del hotel un masaje con piedras para probar cómo era eso. Quedé relajada y llegué a la habitación encantada. Me instalé, me di una ducha y ya en la cama, bien a gusto, nos comunicábamos con el mundo a través de nuestras pequeñas computadoras.

De repente, comencé a sentirme mal, muy mal, y no sabía qué me ocurría. Comenzaron mis fatigas, mis vómitos y, según Carlos, me parecía a un hipopótamo dando arcadas y emitiendo sonidos descomunales provocados por las náuseas. Yo creía que allí me moría; de hecho, quedé tirada en la cama sin fuerza, sin energía alguna y casi deshidratada; imploré que llamaran al doctor para que viniera a atenderme y nos dijera qué me pasaba. Cuando llegó, decidió llamar a una ambulancia e ingresarme en un hospital, el México Americano, nunca me olvidaré. Para él era muy normal, pues vería muy seguido a muchos turistas enfermos por los cambios de agua y de alimentos. De allí me sacaron en silla de ruedas tapada con una manta y hecha una piltrafa. Estuve unos dos o tres días ingresada hasta que me dieron el alta.

El diagnóstico fue tifoidea o más conocida como la Venganza de Moctezuma, un padecimiento gastrointestinal que, según la leyenda, es la venganza y la maldición de este guerrero y rey azteca por visitar el país mexicano, a los turistas, especialmente españoles, que allá llegan. En general, esta enfermedad es causada porque el sistema inmune del nuevo visitante no está adaptado al tipo de aguas y alimentos del lugar. Al principio, no le conté esto a nadie en España, pues a mi familia, en especial a mis hijos, no quería preocuparles, ya que, estando tan lejos, tampoco podrían acompañarme. Más tarde y una vez ya recuperada y de vuelta a la normalidad, les comunicaría.

Lo pasé mal y poca comunicación teníamos los primeros días, ya que según ellos, yo los había abandonado; aunque para mí tenía otra lectura. Con el tiempo, y tratando de ponerme en su piel, entendí que aún eran unos adolescentes inexpertos y era lógico que ni siquiera comprendieran lo que estaba aconteciendo. No era abandono, era un hasta luego, un hasta pronto, un «Ya verán como próximamente van a querer venir conmigo, comenzar una nueva vida, otras vivencias, y conocer otra cultura y nuevos amigos».

Carlos bien poco se hablaba en esos momentos también con la mayor parte de su familia, pues ya sabían de mi existencia en su vida y no fui muy bien aceptada al principio, ya que iba a ser su tercera pareja y, al parecer, tenían cierto temor; ellos más que nosotros, porque ninguno de los dos lo tuvo nunca. Al parecer y «supuestamente», el temor era por las consecuencias que traería emocionalmente si nuestra relación fracasaba. Tampoco supimos nunca la versión de cada uno de ellos, pues no se pronunciaron al respecto; aunque, en realidad, no se pronunciaron en nada. Tampoco lo esperábamos ni era vital en nuestra relación y compromiso, tan solo podría haber sido una convivencia más amistosa y fluida para todos, hacernos la vida más fácil y llevadera. Así, por si acaso esto pasara, preferían por el momento no darme la oportunidad de conocerme. Para mí fue puro egoísmo, puesto que cada uno vive su vida y cada uno de ellos ya había elegido la que había querido desde hacía mucho tiempo.

Tengo que decir en favor de los tres hijos más pequeños y de su segundo matrimonio, que siempre y desde el primer momento que llegué fueron muy respetuosos conmigo, me dieron mi lugar y fui bien recibida en la que, hasta entonces, había sido su casa. Recuerdo también una conversación telefónica de Carlos con su hermana Rosa, quien se convertiría más adelante en mi cuñada, desde el hotel en el que nos hospedábamos con la finalidad de saludarla y comunicarle que ya estábamos en Guadalajara. Al principio, sentimos cierta frialdad y tantita distancia, pero quién diría que después, con el tiempo, haríamos incluso hasta un pijama party, junto a su amiga, y ahora también mi querida Mirey; a la que también le agradezco su hospitalidad y su cariño.

Una enseñanza más en la vida que nunca debemos prejuzgar.

Hasta hace muy poco no era consciente de lo valiente que fui, pues siempre me sentí muy protegida y pensé que era una niña delicada, sin coraje y muy frágil. Luego, el tiempo te muestra y te recuerda diferentes situaciones que vives y que no te hubieses imaginado poder llegar a solventar o a vivir nunca.

Estuvimos, en definitiva, unas dos semanas en Guadalajara. Queríamos en realidad llegar cuanto antes a la sierra mexicana, en el mismo estado de Jalisco, a un pueblo llamado Tapalpa; pero nuestra salida se retrasaba, pues, pese a que Carlos me había reiterado infinidad de veces que era un lugar seguro, tras escuchar tantas noticias de narcos, muertes, secuestros, etc., que ocurrían en este maravilloso país, nos habían comunicado que se acababa de cometer un sangriento y terrible doble asesinato. Así, quisimos esperar unos días más hasta que todo se calmara un poco.

México es un lugar rico en cultura y en tradiciones, por resaltar algunas de sus cualidades, pues es espléndido en sus atractivos y en sus maravillas para ofrecer al mundo; pero poco seguro. Todo vale madres, expresión muy popular allá: la vida no vale nada y donde todo, todo, es opcional, algo que me puede causar risa en algún momento y en otra confusión e incluso temor. Pero me he dado cuenta de que en la vida hay que arriesgar y aventurarse, confiar en que todo lo que acontece es porque conviene y, si algo viene, es porque de ahí tenemos que aprender alguna lección y avanzar por muy dura y difícil que pueda ser a veces.

Hoy vuelvo a dar gracias a la vida por darme la grandiosa oportunidad de haber vivido todo lo que aquí relato, donde absolutamente todo es verdad o, al menos, mi verdad, la verdad que yo viví. Esta vivencia, me ha convertido en la persona que hoy soy: con más fortaleza, más entereza, capaz de muchas cosas que nunca hubiese creído y de las que me siento orgullosa.

6. Tapalpa

Tapalpa significa «tierra de colores» en lengua náhuatl; antiguamente, su nombre era Tlapálpan. Es un pueblo que se encuentra al suroeste del estado de Jalisco, a 2070 metros de altitud sobre el nivel del mar, lo que hace que durante todo el año se disfrute de un clima agradable y muy atractivo.

Tapalpa es «pueblo mágico»: así está galardonado por las autoridades mexicanas, en concreto por la secretaría de Turismo, como otros tantos pueblos más y ciudades del país por el trabajo de proteger y mantener su riqueza cultural. Dicho programa se creó en el año 2001 y, si no se guardara y se cultivara el motivo por el cual se nombró, se le podría arrebatar el galardón. Hay diversos y variados sentires al respecto, pues unos están a favor del título y otros no tanto, al parecerles que el mismo pueda beneficiarlos o perjudicarlos en su desarrollo y su economía. En Jalisco se encuentran siete pueblos mágicos, que son Tequila, Lagos de Moreno, San Sebastián del Oeste, Tapalpa, Mazamitla, Talpa de Allende y Mascota. Yo puedo decir que estuve en tres de ellos: Tequila, Mazamitla y Tapalpa; todos únicos en su belleza pero iguales en su esencia.

Cuando nos acomodamos en Tapalpa, cierto es que nos costaba movernos y conocer lugares nuevos, pues estábamos muy a gusto en el rancho y en el pueblo. Allí la vida pasaba sin pasar, sin apenas darnos cuenta; era estar en el presente y vivir cada día como iba surgiendo, sin más planes y sin ninguna pretensión; hacer lo que nos apetecía. Era el momento para conocerse a uno mismo, para crear, para aprender y también para hacer nuevos amigos.

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