Alfonso XIII y la crisis de la Restauración

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

No cabe dudar, a la vista de tal despliegue de realizaciones, manifiesto en todos los órdenes, que la razón asiste a un intelectual antimonárquico, como Madariaga, cuando establece el parangón entre la época de Carlos III y la de Alfonso XIII. Pero también es cierto que durante todo este tercio de siglo el desarrollo demográfico y económico no se equilibra con una mejor distribución de la riqueza; y que el esplendor literario y artístico está muy lejos de reflejar el nivel medio de cultura de mi país afectado todavía en gran escala por el analfabetismo —aunque sea un hecho el eficaz descenso de sus porcentajes, sobre todo en el último decenio del reinado[10]—. Es decir, que el despliegue cultural y económico —el crecimiento de la «España vital»— solo hasta cierto punto se complementa con una evolución de paralelo ritmo en lo que afecta a las viejas y defectuosas estructuras político-sociales. En este sentido, el «problema de España» —sintetizando las distintas contradicciones latentes en la realidad del país, alumbradas súbitamente por el fogonazo del 98— podría hallar su formulación política en el siguiente esquema:

Necesidad de dar autenticidad al sistema político —teóricamente, una democracia coronada—, revitalizando a los partidos y apelando a la conciencia —insensibilizada por las viciadas prácticas del sufragio— de la masa neutra: de las clases medias de la ciudad y del campo, emancipándolas de las viejas oligarquías dominantes.

Atención simultánea a las reivindicaciones del sector obrero, en buena parte enmarcado en los cuadros socialistas.

A la larga, integración en el sistema de la Restauración de dos polos de la sociedad española marginales al mecanismo de los partidos turnantes: de un lado, la socialdemocracia, cauce de un amplísimo sector proletario; de otro, las corrientes autonomistas, vinculadas a los núcleos burgueses más fuertes del país.

El primero y segundo de estos puntos programáticos quedaban implicados en el revisionismo posterior al Desastre —es decir, la búsqueda de una España viva tras los telones de la España oficial—. El tercero suponía una síntesis entre los dos ciclos revolucionarios en que, como ya indicamos, se parte la Edad Contemporánea. Para salvar las lógicas tensiones inevitables en el proceso, se hacía necesario, en fin, prestar una atención especialísima a dos fuerzas sociales eminentemente representativas de la conciencia tradicional del país, adecuándolas a las exigencias del tiempo. Me refiero a la Iglesia y al ejército.

EL ESFUERZO REVISIONISTA DE LA «ESPAÑA OFICIAL»

Junto a todos los aspectos positivos de esta etapa histórica —que tan injustamente se han sumido, según antes recordábamos, en la nebulosa retórica de los «cincuenta años de incuria y abandono»—, el doble ciclo político que ella supone —primero, el intento de fundir la España oficial del canovismo con la masa neutra del país: después, el empeño de sustituir los cuadros políticos canovistas, ya caducados como base de sustentación del sistema, por otros hasta entonces marginales a él—, naufragaría en un fracaso que iba a arrastrar al sistema y al trono. Ese doble fracaso, esa doble frustración ¿se puede atribuir al rey? Tal es la tesis, para apelar a un libro reciente, de Francisco Ayala, que echa de menos para España en el primer cuarto del siglo actual, «un monarca más discreto que Alfonso XIII». En la opinión de Ayala, de no ser por la «indiscreta» intervención del rey, «la presión continua de la opinión pública hacia una democracia auténtica para la cual el país estaba ya maduro, hubiera conducido a la apertura cada vez mayor del régimen, a su ensanchamiento y nacionalización»[11].

Tanto Ayala como su glosador Tovar —este último en su obra, sin duda sugestiva, Universidad y educación de masas—, nos hacen una pintura de los intereses de clase encarnando de nuevo los «obstáculos tradicionales». Son estas fuerzas —escribe Tovar— «las que ejercieron su presión sobre el rey Alfonso, o las que espontáneamente incorporó y personificó. El hecho es que a partir de su mayoría de edad se nota cada vez un crujido mayor en los ejes de la vida política española. Son los años de la destrucción de Maura, de la duplicación y escisión de los partidos, del liberalismo de Romanones con toda la confianza de Palacio, de Dato levantado contra su jefe... Y pulverizados así los débiles partidos, partidos de yernocracia y cunerismo, pero partidos al fin y al cabo, los militares que en el régimen de 1876 habían empezado al fin (con mesianismos, con Polaviejas) a comprender que tenían que ser un mero instrumento de la nación, dan un paso adelante. La crisis del régimen ocurre entre 1909 y 1917. Aparece entonces y se perfila admirablemente un órgano de opinión de las clases que rodean a la monarquía y quieren mantenerla como su abogado, guardián de su mentalidad de privilegio, enemiga de la igualdad ante la ley, principio el más indiscutible del derecho moderno»[12].

Pero convendremos en que toda esta brillante síntesis es, cuando menos, discutible, a poco que nos detengamos a examinar los auténticos planteamientos de la continuada crisis del reinado —sustancialmente, el doble fracaso a que antes nos hemos referido—: discutible la atribución al rey del hundimiento de Maura, olvidando los errores y las intransigencias del político mallorquín; discutible la gratuita suposición de que el liberalismo de Romanones era el único grato al monarca, saltando por encima de un hecho incontestable, el apoyo de aquel a Canalejas; discutible atribuir al «palatino Dato» el alzamiento contra su jefe, ignorando que si hubo un efectivo «pronunciamiento» fue el de Maura, según la certera frase de Ortega —«un pronunciado de levita»—; desde luego inexacta, en fin la afirmación que remata toda esta catilinaria: la atribución a don Alfonso de la aventura dictatorial («el golpe de Estado que promovió el rey», según Francisco de Ayala).

Es necesario hacer un análisis objetivo de la actitud de Alfonso XIII, de su verdadero papel en la crisis de la Restauración; voy, al menos, a intentarlo, aunque confieso que no abrigo muchas ilusiones acerca de la eficacia que mi esfuerzo pueda tener frente a las posiciones empecinadas, irreductibles, que prefieren el tópico repetido y no examinado a fondo, a un objetivo estudio de la realidad estrictamente histórica. Pero vaya por delante una observación que ya hice en otro lugar: aludo a la paradoja en que incurrieron los republicanos de 1931, cuando atacaban al rey por sus presuntas perfidias al mismo tiempo que condenaban la «farsa» de Cánovas. Porque en todo caso, la conducta política de don Alfonso se inspiró siempre en el empeño de hacerse eco de una opinión real, a sabiendas de que esa opinión no podría identificarse nunca con unos parlamentos prefabricados por los partidos del «turno». Muy exactamente escribió Winston Churchill, refiriéndose al soberano español: «Es... como estadista y gobernante, y no como monarca constitucional siguiendo comúnmente el consejo de sus ministros, como él desearía ser juzgado, y como la Historia habrá de juzgarle... No tiene por qué temblar ante la prueba. Posee, como él mismo ha dicho, una buena conciencia...»[13].

Afirmaba el historiador francés Mousset que Alfonso XIII era uno de los raros soberanos europeos que no sufría la influencia de ningún consejero, porque sus intervenciones se inspiraban siempre en una concepción del interés nacional que escapaba a los cálculos egoístas de los partidos; cosa que —añadamos— no le perdonarían estos, ya fuese Maura o ya Romanones el consejero que no le podía hacer exactamente conservador o liberal. Pese a que sus prejuicios republicanos le impiden una perfecta claridad de visión, no cabe duda de que Madariaga acierta en buena parte cuando escribe: «La mayor parte de los hombres que le rodean ven los movimientos históricos de su nación desde el punto de vista de su propia posición política personal. El rey los ve en relación a la corona y a sus poderes. Como la situación política del rey era la más alta y su interés político el más permanente, los actos reales resultan ser, por tanto, los menos divergentes del interés nacional. Así pues, el político coronado da la impresión no solo de ser el más agudo, sino también el más patriótico de los hombres públicos con quienes hubo de cooperar. Y no vale rechazar esta opinión a la ligera. En ausencia de un criterio objetivo en que apoyarse, el rey no podía adoptar como principio de política otro criterio más seguro que el de la estabilidad de la corona». Similar a este juicio es el que emite Raymond Carr: Alfonso XIII «no cayó totalmente víctima de su manía de grandeza política cuando pensó que la voluntad real era el único factor estable dentro de un sistema fluido de grupos parlamentarios en pugna. Los diplomáticos y los generales antes buscaban en el rey la continuidad de la orientación política, que en las movedizas combinaciones de un conglomerado confuso de jefes de partido independientes...»[14]. Y en esta misma línea se sitúa la observación de Churchill: «Se sintió [Alfonso XIII] el eje fuerte e inconmovible, alrededor del cual giraba la vida española...»[15].

Identificado con su papel de intérprete y polarizador de la voluntad nacional, por encima de la movediza estructura y de los mezquinos intereses de los partidos, don Alfonso, al llegar al trono, se encontró con que las más genuinas atribuciones que la Constitución le reservaba habían sido reducidas a pura teoría por los prohombres del «turno». «Los políticos, los oligarcas políticos de la Restauración, se habían valido de la regencia de su madre para hacerse ellos con las prerrogativas otorgadas a la corona por la Constitución, y habían reducido a una ficción el poder de destituir y nombrar libremente a los ministros. El paralelismo con Jorge III es sorprendente: Alfonso quiso ser un rey y además un rey patriota. Creyó que solo una monarquía que actuase podía evitar la amenaza del republicanismo, que siempre afecta antes al rey que a sus ministros. Como todos los demás, don Alfonso fue un regenerador a su modo; su postura fue la de un rey emprendedor rodeado de una caterva de políticos chochos»[16]. Sin necesidad de acudir a fuentes indirectas, basta con que tengamos en cuenta lo que él mismo dejó consignado, al despuntar el año de su coronación —cuando no era más que un adolescente lleno de ilusiones—, respecto a su misión y a su deber:

 

En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de mucha trascendencia tal y como están las cosas; porque de mí depende si ha de quedar en España la monarquía o la república. Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando la patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado; pero también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros, y por fin, puesto en la frontera... Yo espero reinar en España como rey justo... Si Dios quiere, para bien de España...[17].

Hasta el fin de sus días, esta consigna formulada en la fecha más radiante de su vida —la subordinación de los propios intereses, o del interés de la corona, al supremo interés de la patria— supo cumplirla a rajatabla. Cuando, al cabo del ciclo iniciado el 17 de mayo de 1902, las elecciones municipales de abril de 1931 vinieron a demostrarle que las últimas experiencias políticas le habían apartado del afecto de sus súbditos, que el país buscaba caminos marginales a la monarquía para hallar su destino, el rey pronunció una frase magnánima, difícilmente comprensible para los que, en un extremo u otro se consideraban entonces, y se considerarían después, monopolizadores de las «auténticas esencias de la patria». «Espero que no habré de volver, pues ello solamente significaría que el pueblo español no es próspero ni feliz»[18].

No se trataba de una frase de circunstancias, volcada teatralmente, de cara a la Historia o al gran público. En el seno del secreto más riguroso, y en actitud muy diversa a la adoptada por las facciones monárquicas del país, se expresaría de esta manera en conversación confidencial con Gil Robles, cuando este le expuso en 1933 su propósito de llevar hasta el final su experiencia de una república de derechas: «Si con la república puedes salvar a España, tienes la obligación de intentarlo. Ni tu tranquilidad ni mi corona están por encima de los intereses de la patria... Por el bien de España, yo sería el primer republicano...»[19].

Y es que —lo apuntábamos páginas atrás— difícilmente podrá ser comprendido Alfonso XIII si no se le enmarca en la promoción generacional del 98; o, según prefiere algún brillante crítico, en el «espíritu» de la época sellada por el trauma nacional del Desastre. Recordemos el afán de autenticidad suscitado por aquella honda crisis en las conciencias más sensibles de una España que liquidaba su pasado de esplendor histórico para enfrentarse con un incierto futuro. La labor de Alfonso XIII en el trono consistió, desde el primer día, en abrir paso, a través del círculo de ficciones en que había degenerado el sistema político de la Restauración, al auténtico latir de una opinión que el tinglado constitucional le daba falseada. Alguna vez, Unamuno supo hacer justicia al rey entendiéndolo plenamente como su perfecto afín espiritual: «Lo más europeo, es decir, lo más internacional que tenemos en España, es el Estado. Y el rey lo encarna y representa. El rey, por tanto, debe ser, y el nuestro se esfuerza por serlo, la conciencia nacional y a la vez internacional de la patria encarnada en hombre. Y en esta su labor y constante ahínco, debemos ayudarle los españoles todos, haciendo porque lleguen a él las palpitaciones de la conciencia colectiva española y cobren así luz y conciencia. El rey gusta, ante todo, de la sinceridad... no vive encerrado en una muralla de la China, sino que busca a todos aquellos españoles que pueden llevarle un granito de verdad...»[20]. Ese radical afán de hacerse intérprete de la voluntad o de las aspiraciones del país no se desmiente a lo largo de todo el reinado: está presente en sus decisiones políticas más graves: en 1909, en 1913, en 1918, en 1923, en 1930; se hará notorio, sobre todo, en su manera de juzgar las elecciones de 1931 y de aceptarlas.

[1] España en la Edad Contemporánea, en Historia del Mundo Contemporáneo, de J. R. Salís, 2.a ed. esp. de Guadarrama, Madrid, 1966, p. 492.

[2] Historia social y económica..., t. IV, vol. II, p. 314.

[3] «En lo concerniente a los beneficios de la siderurgia, las ganancias netas de Altos Homos de Vizcaya en 1917 y en 1918, oscilaron entre los 100 y los 150 millones de pesetas. Se transformó la producción, se trabajaba a tres turnos. Aunque las empresas siderúrgicas tenían constituido un verdadero cártel desde 1907 al haber creado la Central Siderúrgica de Ventas, hubo fenómenos de competencia, por ejemplo, entre Euskalduna y Altos Hornos, llegándose a la creación —que había de saldarse por un fracaso al caer la producción después de la guerra— de la Siderúrgica del Mediterráneo (Puerto de Sagunto), cuyo principal animador fue Ramón de Sota» (Manuel Tuñón de Lara: La España del siglo XX. Librería Española, París. 1966, p. 20). «Si los precios declarados (del carbón) se triplicaron, muchas transacciones se hicieron a precios cuádruples de los de antes de la guerra. Aumentó la producción y el número de mineros, y en aquellos años se acumularon algunos capitales conocidos vulgarmente con el nombre de fortunas del carbón» (Tuñón, ob. y págs. cits.). Este autor inserta —tomándola del periódico El País, de Madrid (23 de agosto de 1918)— el siguiente cuadro de producción y beneficios de la industria del carbón durante los años de guerra:


AñosBeneficio en pesetas por toneladaBeneficios totales en pesetas
1914828.900.000
191521,80100.600.000
191642230.500.000
191760418.000.000
191864455.000.000

[4] En la complejidad del mapa de la economía española, el arancel deseado por los catalanes se consideraba nocivo para los intereses agrarios de Valencia. La discordancia en el ritmo —económico e incluso político— de ambas regiones es un hecho frecuente y curioso a lo largo de esta época.

[5] En la complejidad del mapa de la economía española, el arancel deseado por los catalanes se consideraba nocivo para los intereses agrarios de Valencia. La discordancia en el ritmo —económico e incluso político— de ambas regiones es un hecho frecuente y curioso a lo largo de esta época.

[6] «El grupo de la Papelera Española (Aresti, Arteche, Gandarias, Urgoiti) dominó el mercado, gracias a lo cual creó el diario El Sol y más tarde la Editorial Espasa-Calpe» (Tuñón, p. 20).

[7] Historia Social y Económica..., t. y vol. cits., p. 335.

[8] Me atengo al cuadro que el profesor MARTÍNEZ CUADRADO publica en su obra, p. 112; y en él, a las estimaciones del Instituto de Cultura Hispánica (La población activa española de 1900 a 1957, Madrid, 1957) que, sin embargo, excluyen la población femenina agraria.

[9] Miguel MARTÍNEZ CUADRADO, La burguesía conservadora (1874-1931), en «Historia de España Alfaguara». VI, Madrid. 1973, pp. 111-112.

[10] En 1900, el porcentaje de analfabetos era de 58,01; en 1910, de 52,77; en 1920, de 45,44; en 1930, de 33,73; exactamente, en cuanto a cifras totales, si en 1900 el número de analfabetos mayores de cinco años es de 9 293 716 —para una población de 16 019 842—, en 1930 los analfabetos se engloban en la cifra de 6 934 387 —para una población que alcanza ya los 20 555 755—. Vid. A. CERROLAZA, Analfabetismo y renta, «Revista de Educación», abril 1954, n.° 20.

[11] Francisco AYALA: España a la Techa. Buenos Aires, 1965. Cit. por Tovar: Universidad y educación de masas, Ariel, Barcelona, 1968, pp. 47 y ss.

[12] Francisco AYALA: España a la Techa. Buenos Aires, 1965. Cit. por Tovar: Universidad y educación de masas, Ariel, Barcelona, 1968, pp. 47 y ss.

[13] Winston CHURCHILL, Figuras contemporáneas, Madrid, 1943. p. 212.

[14] Raymond CARR: España. 1808-1939. Ed. esp. corregida y aumentada por el autor. Ariel, Barcelona, 1969, p. 454.

[15] Churchill, ob. cit., p. 212.

[16] CARR, ob. y p. cits.

[17] Francisco AYALA: España a la Techa. Buenos Aires, 1965. Cit. por Tovar: Universidad y educación de masas, Ariel, Barcelona, 1968, pp. 47 y ss.

[18] Francisco AYALA: España a la Techa. Buenos Aires, 1965. Cit. por Tovar: Universidad y educación de masas, Ariel, Barcelona, 1968, pp. 47 y ss.

[19] José María GIL ROBLES, No fue posible la paz, Ariel, Barcelona, 1968, p. 88.

[20] Citado por Cortés CAVANILLAS, Alfonso XIII, p. 56.

4.

Los primeros años: las «crisis orientales»

VUELVO SOBRE LO QUE YA HE INDICADO: no intento un estudio del reinado, sino una aproximación a las razones y a la actitud del rey en cada una de sus situaciones claves —más o menos, las que acabo de enumerar—. Esa actitud ha de referirse, pues —a través de varios momentos—, a las dos grandes crisis en que naufraga la Restauración durante esta etapa: la que supone la liquidación de los grandes partidos «históricos»; la que implica la incapacidad del sistema para ampliar sus bases.

LA «VOLUNTAD DE PODER» EN EL REY ADOLESCENTE

El lustro inicial del reinado —el que corre de 1902 a 1907— supone una simple toma de contacto del rey adolescente con la complejidad política que en su torno ofrecen unos partidos en trance de reorganización —o de «vitalización»—. Son cinco años pródigos en crisis ministeriales y en fugaces gobiernos, fugacidad que tiene su explicación lógica en la misma situación interna de los partidos, divididos en cuanto al problema de sus respectivas jefaturas. Esta realidad, que ahora se nos aparece tan clara, daría sin embargo pie, ya entonces, a la inicial leyenda del monarca afanoso de abrir paso a su propia «voluntad de poder», manteniendo en continua inestabilidad a los gobiernos surgidos y sumidos en las supuestas «crisis orientales» —llamadas así por maliciosa alusión al palacio de Oriente—. El verdadero «meollo» de la cuestión nos lo ha señalado, con su habitual claridad, el historiador Raymond Carr:

Dada la extensión de la influencia electoral gubernamental, el ministro al que se otorgaba un decreto de disolución debía obtener una mayoría asegurada. Así, si un ministro solicitaba el decreto de disolución, el rey era quien tenía que juzgar si esta mayoría ministerial concreta representaba a la opinión. No podía, como en Inglaterra, aceptar el consejo de su ministro sobre la disolución de las Cortes y dejar que el país decidiera, ni tampoco existía ninguna organización constitucional que le ayudara en su decisión. Su único recurso era consultar a los políticos y a los palaciegos para enterarse de si una “situación” estaba realmente agotada. La decisión del rey siempre originaba descontento, ya de los que gobernaban, convencidos de la viabilidad de la situación, ya de los postergados, que creían que el “país” exigía un cambio[1].

No pocas veces se ha reproducido la anécdota del primer Consejo de Ministros presidido por don Alfonso, según el relato escrito por Romanones a más de veinte años de distancia de los acontecimientos, cuando el conde rumiaba su implacable hostilidad contra la dictadura:

 

... Tras breves palabras de salutación de Sagasta, dichas con voz apagada, reveladoras de su fatiga, el rey, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa que presidir ministros, con gran desenvoltura, dirigiéndose al de la Guerra en tono imperativo, le sometió a detenido interrogatorio acerca de las causas motivadoras del cierre decretado de las Academias militares. Amplia explicación, amplia para su acostumbrado laconismo, le dio el general Weyler: no quedó satisfecho don Alfonso, opinando que debían abrirse de nuevo. Replicó don Valeriano con respetuosa energía, y cuando la discusión tomaba peligroso giro, la cortó Sagasta haciendo suyo el criterio del rey, resultando con esto vencido el de la Guerra.

Después de breve pausa, el monarca, tomando en su mano la Constitución, leyó el caso octavo del artículo cincuenta y cuatro, y a manera de comentario dijo: «Como ustedes acaban de ver, la Constitución me confiere la concesión de honores, títulos y grandezas; por eso les advierto que el uso de este derecho me lo reservo por completo». Gran sorpresa nos produjeron estas palabras. El duque de Veragua, heredero de los más ilustres blasones de la nobleza española y de espíritu liberal probado, opuso a las palabras del rey sencilla réplica; pidiéndole su venia, leyó el párrafo segundo del artículo cuarenta y nueve, que dice: «Ningún mandato del rey puede llevarse a efecto si no está refrendado por un ministro». Aunque la materia no entrañaba importancia, sin embargo, en aquel brevísimo diálogo se encerraba una lección de derecho constitucional. Como Sagasta no concedió nunca importancia a los títulos y a los honores, apenas había prestado atención a las palabras cruzadas entre el rey y el ministro de Marina. ¡Gran lástima, porque el momento era oportuno para deslindar las facultades y funciones del poder moderador![2].

Aparte el afán de dar trascendencia a un episodio trivial —la discusión sobre los problemas militares, que siempre apasionaron al rey, y el lógico deseo de este de afirmar una de sus prerrogativas más gratas, la que le permitía otorgar mercedes, y que él pondría en práctica inmediatamente para honrar a su madre[3]—, la anécdota refleja, más que un achaque temperamental de don Alfonso —el «afán de poder»—, la malícia del propio Romanones, dispuesto a agarrar por los pelos cualquier pretexto —aunque fuera a título retroactivo— para lanzar una flecha envenenada contra la situación dictatorial y sus presuntos y lejanos orígenes[4].

Pero el texto más próximo a los acontecimientos, escrito por el propio rey, da tan escasa importancia al «trascendente» episodio, que ni siquiera lo menciona. En el curioso diario, de pergeño aún infantil, que en aquellos días redactaba don Alfonso, limítase este a contarnos —tras una detenida alusión al poco conocido atentado de que fue víctima al salir de Palacio—:

El salón de sesiones [del Congreso] ofrecía un aspecto imponente, pero yo no pensé en que me podía azarar, así es que lo dije [el juramento] sin un tropezón. La fórmula del juramento es como sigue: Juro ante Dios y sobre los santos Evangelios guardar la Constitución y las leyes. Si así lo hiciere, Dios me lo premie, y si no, me lo demande. Y entre una salva de aplausos nos retiramos al coche. Al salir, todo el mundo se fue enterando de lo ocurrido, y nos preguntaba si nos habíamos asustado. Tuvimos que estar un gran rato esperando, porque no se habían metido en los coches las servidumbres. Nosotros seguimos nuestro itinerario por el Prado, calle de Alcalá, Puerta del Sol, calle Mayor, Puerta de Moros y San Francisco el Grande, y de ahí a Palacio. Resultado, que a las seis estábamos de vuelta. A las ocho, comida con los príncipes, y a la cama[5].

¿Cuándo se celebró el Consejo de Ministros a que se refiere Romanones? Nada nos dice el rey; según las precisiones de aquel, al regreso de la jura —en el breve paréntesis que precedió a la recepción y banquete que tuvieron lugar a las ocho[6]—. En el relato de don Alfonso campea una ingenua sobriedad que no transparenta, desde luego, ningún designio más o menos larvado de autoritarismo. Resulta extraño que, de existir este, dejase el niño rey sin anotar su primera iniciativa —al parecer, bien estudiada— como monarca efectivo ante sus ministros.

EL PRIMER TURNO CONSERVADOR: SILVELA, MAURA, VILLAVERDE

Pero si no en su primer —y problemático— Consejo de Ministros, ¿se manifestó la famosa «voluntad de poder» durante el cambiante e inestable primer lustro del reinado, el que separa la mayoría de edad del comienzo del «Gobierno largo» de Maura? Al menos, una cosa es cierta; de esta época data la torcida expresión —que tanta fortuna había de hacer—: «crisis orientales». ¿Con fundamento?

La inestabilidad ministerial durante los años 1902-1907, se reparte, en realidad —según el tradicional «turno de partidos»— en dos únicas situaciones: primero, agotado el mandato liberal con la retirada de Sagasta, una etapa conservadora, que corre de 1902 a 1905; segundo, una etapa liberal desde 1905 a 1907. La etapa conservadora se articula en cinco gobiernos: el de Silvela (diciembre de 1902 a julio de 1903); el de Villaverde (julio de 1903 a diciembre del mismo año); el de Maura (diciembre de 1903 a diciembre de 1904); el de Azcárraga (diciembre de 1904 a enero de 1905), y el de Villaverde (enero-junio de 1905). La nueva situación liberal, a su vez, comprende el Gobierno Montero Ríos (junio-noviembre de 1905); el de Moret (noviembre de 1905 a julio de 1906); el de López Domínguez (julio-noviembre de 1906); el de Moret (noviembre-diciembre de 1906), y el del marqués de la Vega de Armijo (diciembre de 1906 a enero de 1907). Sin haberse alterado la mecánica de la Restauración —el «turno pacífico», según el discutido pacto del Pardo—, la fluidez de los gobiernos obedece simplemente —repito— a la crisis en las jefaturas de los partidos.

Por lo que atañe a los conservadores, esa crisis se había abierto en 1897, a la muerte de Cánovas; luego, el impacto del 98 pareció resolverla, decididamente, a favor de Silvela. Pero el «Gobierno regeneracionista» presidido por este en 1899 —verdadero Gobierno de concentración en el que se integraron todas las corrientes de reacción positiva suscitadas por el Desastre— vino a poner de manifiesto la dificultad de acuerdo entre unos y otros. El reajuste hacendístico programado por Villaverde para liquidar el aspecto financiero del hundimiento colonial, de la guerra y de la paz, chocaba con los planes de restauración militar y naval acariciados por Polavieja; la resistencia de los contribuyentes catalanes —el «tancament de caixes»— a las exigencias fiscales, realmente insoslayables, del ministro de Hacienda conservador, desautorizaba la presencia del regionalismo, encarnado por Duran y Bas, en el Gobierno; similar contradicción entrañaba la oposición de las Cámaras de Comercio —el movimiento patrocinado por Costa— y la colaboración del costista Rafael Gasset en el equipo ministerial de Silvela[7].

Las contradicciones y dificultades se polarizaban, sin embargo, en torno a las dos figuras más destacadas de aquel Gabinete: los dos conservadores Silvela y Villaverde. Para el primero, la expresión «regeneracionismo» significaba mucho más que la búsqueda del equilibrio presupuestario; pero en todo caso, de la unanimidad patriótica en este sacrificio previo dependían los otros aspectos de un programa reconstructor proyectado en todos los órdenes. Villaverde no pasaba, en cambio, de una preocupación esencial: superar el déficit creado por la derrota. Aun coincidiendo ambos en la acrisolada rectitud, Silvela encarnaba una ambición creadora, idealista —que comprendía desde la reorganización a fondo de los cuerpos armados, y sobre todo la reconstrucción de la escuadra, hasta la transformación radical del sistema administrativo y la proyección al exterior, en la diplomacia internacional y en la creación de nuevos enclaves coloniales: empeños todos que exigían urgentes llamadas al patriotismo y al bolsillo de los contribuyentes—; Villaverde se replegaba en una apelación a las realidades materiales. Uno y otro recogían, en realidad, dos aspectos decisivos del «clima moral» creado por el Desastre; y se explica que, definitivamente fracasada esta interesante experiencia política —verdadero pórtico del nuevo reinado—, el partido conservador quedase de momento escindido entre silvelistas y villaverdistas. Nadie mejor que el propio Silvela expresaría los términos de la disyuntiva, en texto parlamentario más «noventaiochista» aún que su famoso artículo Sin pulso:

Hoy por hoy el país no quiere escuadra, no quiere ejército, no quiere instrucción pública. El país no se interesa sino por las reformas materiales, no se apasiona más que por los adelantos de la agricultura, de la industria, del comercio y de las obras públicas. Esta es la realidad, y quizá tenga razón; pero yo, por mi parte, para hallarme al frente de los negocios públicos, necesitaba que el país quisiera ejército, quisiera Armada quisiera política exterior como debe quererse; es decir, sin asustarse de los riesgos que esa política pueda llevar consigo.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?