Alfonso XIII y la crisis de la Restauración

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Queda, en fin, la reacción de los intelectuales, que aunque en muchos aspectos tenga contactos o se apoye en Costa —y de aquí que más de una vez se haya incluido a este en la «generación del 98»—, es más profunda y más extensa, por cuanto se proyecta en una crítica universal, pero de momento menos operante porque no desciende al campo de la política práctica —en contraste sustancial con la posterior «generación de 1914»—. Se ha denostado con frecuencia la posición «negativa» de la crítica noventaiochista —tan negativa, que en sus posiciones más juveniles algunos de estos escritores se inclinan hacia el anarquismo—. Pero el reverso de tan discutible postura es una especie de «mea culpa», surgiendo del análisis crudo de las razones profundas que llevaron al Desastre; y el repudio de la «España vigente», denominador común de este preclaro grupo de escritores, implica una afirmación de la «España posible». Diríamos que los noventaiochistas crean un espíritu de inconformismo, de inquietud, que envuelve una esperanza: la apelación a la «España real», oculta y oprimida tías los velos de la «España oficial». Y de tal modo pesará esa dicotomía en la segunda fase de la Restauración —la que corresponde al reinado personal de Alfonso XIII—, que toda la trayectoria política del primer tercio de nuestro siglo podría resumirse, a través de los distintos intentos de regeneración interna que lo van jalonando, en el empeño de identificar esas dos Españas.

Lo cual no quiere decir que el grupo intelectual del 98 haya sabido nunca definir con justeza la «España real», ni, por supuesto, lo que de forma demasiado vaga él entendía por «España oficial». Antes hemos hablado de dos ciclos revolucionarios en el mundo contemporáneo: el protagonizado por la burguesía —la revolución liberal—; el promovido por el obrerismo —la revolución socialista: entendamos esta en toda su amplitud y radicalismo, o bien en el sentido de un revisionismo a fondo del primer ciclo revolucionario—. No es difícil identificar el divorcio entre España oficial y España vital —término preferido por Ortega— como la tensión entre esos dos ciclos revolucionarios. Ahora bien, los hombres del 98 no rebasan de una visión estrictamente burguesa de la crisis española; su noción de la problemática social se queda en la epidermis —y ello explica muchas actitudes, en apariencia contradictorias, en la vorágine de 1936, pero también la inconsciencia radical de sus planteamientos de cara a los esfuerzos «regeneracionistas» de la política alfonsina—. La crítica de estos intelectuales, sin hacer justicia, por una parte, a la amplitud liberal de un sistema del que ellos constituían la mejor justificación[11], se limitaba, en el aspecto político, a una nostalgia del 68, y, en consecuencia, a una reserva rencorosa respecto al régimen que, de momento, había frenado aquel desbordamiento para después incorporarse aparentemente sus programas falseándolos en la práctica; pero en su vertiente social no pasaba, en la mayor parte de los casos, de un enfrentamiento —más o menos directo— con las columnas matrices en que todo el sistema canovista se apoyaba: la Iglesia y el ejército.

LAS FORTALEZAS CONSERVADORAS: IGLESIA Y EJÉRCITO

Cierto que el estamento eclesiástico, en la Restauración, carece de auténtica grandeza: se nos aparece siempre ligado a los círculos burgueses o a la aristocracia, y cada vez más alejado de las masas obreras; respecto a estas últimas, su actitud no supera un paternalismo que solo en escasas proporciones da paso a tímidas iniciativas a favor de una verdadera «justicia social». Su intransigencia ideológica —a veces muy alejada de un auténtico espíritu evangélico, hecho bien claro a la luz del Concilio Vaticano II—, la enfrentaba con las corrientes de pensamiento que afloran en la Institución Libre de Enseñanza, contra mínimas afirmaciones de independencia por parte del Estado —tal actitud se pondría de manifiesto, sobre todo, en la etapa de gobierno de Canalejas—: lo que recrudecía contra ella la oposición, a que antes aludíamos, por parte de amplios sectores intelectuales, sin que esa oposición se viera compensada por su crédito entre los humildes y los analfabetos (lo cual no excluye la existencia de grandes prelados, y la obra benemérita de determinados institutos eclesiásticos). El anticlericalismo en crecida tiene una de sus raíces en la ideología progresista; pero adquiere su dimensión más grave como consecuencia de la escasa «sensibilidad social» de esta Iglesia de la Restauración para captar en todas sus dimensiones el significado del segundo ciclo revolucionario de la época contemporánea; sobre todo teniendo en cuenta que el primero —el ciclo liberal— había tenido dos víctimas propiciatorias: el «cuarto estado» —el proletariado—, sometido a las leyes inflexibles de la «libertad contractual» y al margen de toda cobertura en un Estado inhibido en la lucha de clases; y la Iglesia, sometida al «inmenso latrocinio» de que hablaría Menéndez Pelayo[12]. Un fatal espejismo evitó que la Iglesia española asumiera su auténtico papel, desligada de compromisos con las estructuras que habían nacido de la revolución liberal-burguesa. Se aplicó, por el contrario, una vez efectuada la Restauración, a asegurar una posición privilegiada dentro del Estado que, a su vez, utilizaba esta alianza en su estricto beneficio.

La evolución del estamento militar hacia una de las plataformas conservadoras del régimen refleja perfectamente la transición entre los dos ciclos revolucionarios de la Edad Contemporánea. Acuñado en torno al despliegue del liberalismo, desde que los cuadros de mando y el ingreso en las academias dejaron de ser monopolio del estamento aristocrático, y cristalizado en torno a las grandes crisis de las guerras civiles, el ejército de mediados del siglo XIX representa una de las facetas de la burguesía liberal que llega a las últimas consecuencias de sus reivindicaciones en torno al 68. El proceso de disolución manifiesto durante los años que siguieron, hasta el 74, implicó una inflexión en sentido conservador a partir de la Primera República. Los mismos jefes que habían puesto fin al reinado de Isabel II, facilitaron la Restauración a partir del golpe de Estado de Pavía, aunque —fenómeno característico del general encaramado al poder—, el duque de la Torre, Serrano, soñase en prolongar indefinidamente su mandato, desde 1874. No poseía Serrano todo el prestigio necesario para cimentar su poder personal, y los jefes del ejército prefirieron agruparse en torno al símbolo independiente de la monarquía, cuyo advenimiento, aunque preparado por Cánovas, fue decidido por el pronunciamiento de Martínez Campos, inmediatamente secundado por las distintas capitanías generales. Cánovas hubiera preferido la Restauración cimentada en el abrazo de las dos Españas bajo el signo de la paz, según el gran proyecto vinculado a la última campaña del Marqués del Duero, y fracasado en la muerte de este ante Estella. La alianza de la monarquía restaurada con el estamento militar es un hecho desde ese momento: si el ejército sostiene al trono en las circunstancias difíciles —por ejemplo, en 1886—, el trono respalda al ejército cuando este atraviesa una crisis de prestigio —a partir del 98, según queda apuntado—.

Alfonso XIII fue educado, ante todo, como militar, y tal se sintió siempre, con vocación muy definida. Desde el primero hasta el último día de su reinado se esforzó por mantener bien avenida la familia militar, superando situaciones límite abocadas a una guerra civil. Este sentido tuvo, ya en 1906, la famosa Ley de Jurisdicciones, verdadera transacción del Régimen con una oficialidad que, según ha escrito Brenan, de su antiguo liberalismo solo conservaba la intransigencia centralista[13]. A las críticas —sin duda injustas— que no dejó de suscitar la actuación del ejército en las campañas coloniales se sumaron las que provocaba su propia estructura —la desproporción entre los efectivos de tropa y los cuadros de la oficialidad—. «La necesidad de reorganizar el ejército —ha escrito Julio Busquéts— se hizo particularmente aguda a raíz del desastre de 1898. Existían entonces en España 499 generales, 578 coroneles y más de 23 000 oficiales para unas tropas que no excedían de 80 000 hombres. Tenía nuestro ejército, en aquella época, seis veces más oficiales que el de Francia, que, sin embargo, contaba con 180 000 soldados»[14]. A lo largo de los años que siguieron, el ejército viviría la desazonada inquietud que en él provocaba esta doble exigencia: de una parte, el deseo de redimir sus reales defectos de estructura; de otra, el afán de desquitarse de sus presuntos fallos en la acción.

[1] Véase Apéndice I.

[2] Días de ayer, p. 194.

[3] PABÓN, Cambó, p. 170. En su excelente estudio La guerra del 98 (Alianza Editorial, Madrid, 1968), Pablo Azcárate ha hecho cumplida justicia al denostado equipo de gobierno que hubo de habérselas con la guerra... y con la paz: «Que la guerra sorprendió a España sin preparación adecuada es la evidencia misma. Sin embargo, los gobernantes de aquella época, y muy especialmente el partido liberal, podrían alegar diversas circunstancias, si no eximentes, por lo menos atenuantes. La primera, que hicieron cuanto humanamente fue posible para evitarla. La segunda, que podían legítimamente esperar que la concesión de la autonomía y del armisticio encontrarían el apoyo del gobierno americano, con lo que no solo la guerra se hubiera evitado, sino que se hubiera llegado, rápidamente, a la pacificación de Cuba. La tercera, que toda medida que hubieran tomado para mejorar sus medios militares (y la única eficaz hubiera sido la compra de barcos de guerra) hubiera desvirtuado sus esfuerzos para mantener la paz. La cuarta, que la guerra era inevitable sin que fuera humanamente posible remediar a tiempo el inmenso desnivel que existía entre el poderío naval americano y el español... Justo es reconocer que ante la decisión del gobierno de los Estados Unidos de provocar la guerra, a todo trance, cuando estaba seguro de obtener una fácil victoria, todo cuanto el gobierno español hubiera hecho, todas sus previsiones, todos sus cálculos, todos sus esfuerzos no hubieran podido evitar la guerra... ni la derrota. Por último, me parece necesario afirmar que un estudio sereno y objetivo de la correspondencia diplomática relativa a este triste episodio de nuestra historia, muestra que las negociaciones con los Estados Unidos, tanto durante el período que precedió a la guerra como las del armisticio y las del tratado de paz, fueron conducidas con clara visión de la realidad, con firmeza, con prudencia y con dignidad. Es verdad que los negociadores españoles no consiguieron obtener ni la más mínima concesión de sus adversarios. Pero lograron lo único que era posible lograr en sus circunstancias, a saber: silenciar los argumentos contrarios y forzar al gobierno de los Estados Unidos a refugiarse, a propósito de cada punto litigioso, en lo que era su exclusivo y único argumento: la fuerza. Y esto tiene y tendrá valor para todo el que no se resigne a dejar la vida reducida a un simple juego de intereses materiales» (pp. 200-203).

 

[4] Cambó, p. 174.

[5] Por qué cayó Alfonso XIII, pp. 20-21.

[6] Con gran sorpresa mía, el profesor Velarde Fuertes, en su prólogo al libro de los señores Roldán y García Delgado La formación de la sociedad capitalista en España. 1914-1920 me censura (pp. XIII-XIV) por no conceder —en 1898— más importancia a los bakuninistas que a los socialistas. Y añade: «Al hablar de la Semana Trágica, el ideario anarcosindicalista, así como su praxis, son bastante olvidados». Ahora bien, fue el obrerismo organizado en el P.S.O.E. y en la U.G.T. el que sacó partido, en campañas de prensa —estaba en condiciones para hacerlo— del famoso impacto del 98, mediante certeros ataques al sistema de «quintas» en el reclutamiento militar. El anarcosindicalismo no existía, ni en 1898 ni en 1909, sino como recuerdo de la lejana A.I.T. barrida por decreto del general Serrano en 1874, aunque intentara reconstruirse, sin mucho éxito, en 1883 (F.T.R.E.). Si bien desde 1890 alentaba en determinados sectores sociales del país un difuso espíritu anarquista —ahí están sus atentados célebres—, actuaba en grupos aislados, y por supuesto no había llegado a cristalizar aún en una organización sindical, que sólo hizo acto de aparición a partir de 1910 (C.R.T.), convirtiéndose en la famosa C.N.T., en 1911, trece años después de 1898, fecha a que mi texto se refiere, y dos años después de la Semana Trágica, a la que hace alusión mi objetante. Esta cuestión de las fechas suele fallarle al señor Velarde. No deja de ser chusco que, bondadosamente, el sabio profesor me conceda que «conozco» la existencia de un sindicalismo revolucionario de signo bakuninista, «y lo citará algunas veces en esta obra». Creo que mi relato de las perturbaciones sociales de 1919 (capítulo VI) no ofrece lugar a dudas. Por lo demás, si el señor Velarde quiere alguna vez profundizar documentalmente en la historia del bakuninismo español, le recomiendo que repase los cuatro volúmenes publicados de mi Colección de documentos para el estudio de los movimientos obreros en la España contemporánea (Barcelona, 1969-1973).

[7] Melchor FERNÁNDEZ ALMAGRO: Historia política de la España contemporánea, II. Pegaso, Madrid, 1959, pp. 598-599.

[8] También aquí intenta darme un «palmetazo» mi minucioso censor, Velarde Fuentes. Cree el señor Velarde que el enlace de los regeneracionistas con el movimiento de los mesócratas, de las clases mercantiles y de los intereses agrarios, «necesita explicarse en otro modo», «después de los trabajos del economista Paul A. Baran» (p. XIV de su prólogo citado). Por supuesto, el regeneracionismo no es solo el movimiento de los mesócratas; pero es indiscutible también que en la agitación costista se apoyan los «mesócratas» vinculados a la Unión Nacional, en pro de sus muy concretos intereses. El problema de Costa, o del costismo, fue verse utilizado unilateralmente por los animadores del movimiento de las Cámaras. Sobre esto, después de la publicación de Baran y de las «advertencias» de Velarde Fuertes, ha dicho terminantemente el profesor Artola: «El manifiesto (de Costa) refleja fundamentalmente los intereses de un específico sector de la sociedad de provincias —pequeños agricultores, comerciantes— a los que el cuidado de sus intereses aleja de la carrera política, tanto en las Cortes como en los municipios. Ante el desastre, sienten, como cualquier otro grupo social o político, la necesidad de librarse de la responsabilidad que imputan al gobierno central, sin mayor especificación; pero su mayor preocupación es orientar la politica regeneracionista de acuerdo con sus intereses. De aquí que las dos peticiones fundamentales sean los recortes presupuestarios para lograr el equilibrio financiero, lo que supone una garantía de que no habrá nuevos impuestos, y la demanda de inversiones estatales en los campos que más directamente Ies benefician» (Miguel Artola, Partidos y programas políticos, 1808-1936. t. I, Aguilar, Madrid, 1974, pp. 342-343. Los subrayados son nuestros).

[9] España como problema. Aguilar, Madrid, 1956, 1.1, p. 446.

[10] MARAGALL, La patria nueva. En Obras Completas, Barcelona, 1960, II, p. 653. La argumentación de Velarde Fuertes (p. XIV del prólogo citado) para poner en duda la «justificación histórica de Pabón», aducida por mí a propósito de la frase de Cajal, se reduce a subrayar la importancia de «la dimensión burguesa», en este proceso, alineando el movimiento felibre y la Renaixema, Sota y Llano y Francisco Cambó. Me parece muy discutible ese alineamiento, tanto como señalar identidad alguna entre el P.N.V. (en 1898) y el movimiento que acaudillará Francisco Cambó.

[11] Prototípico es el caso de Clarín, enemigo acérrimo de Cánovas, que halla campo, precisamente, en la amplitud liberal del sistema canovista para desarrollar sus duros ataques contra el político malagueño.

[12] El señor Velarde Fuertes «no deja pasar una». A propósito de mi cita de Menéndez Pelayo frunce el ceño para advertirme que «seguir admitiendo, por muy de lejos que sea, la frase de Menéndez Pelayo sobre el inmenso latrocinio que supuso la desamortización liberal, indica que las recientes investigaciones que sobre esta operación han efectuado y siguen en el tajo con intensidad— valiosos historiadores, no han tenido la difusión que merecían». Verdaderamente, es como tomar el rábano por las hojas. Si el señor Velarde Fuertes quiere decir que la desamortización era una necesidad histórica, estamos de acuerdo. Pero todas las investigaciones, habidas y por haber, de «valiosos historiadores y economistas» no pueden desmentir un hecho: el diverso trato que el Estado liberal dio a las propiedades de nobleza e Iglesia. En el primer caso se limitó a una desvinculación que respetó la voluntad omnímoda del propietario para disponer de su patrimonio. En el caso de la Iglesia, los decretos desamorti zadores se encaminaron a despojar, por las buenas, a las Casas religiosas de sus bienes, declarándolos «nacionales» y lanzándolos al mercado. Aunque yo esté muy lejos de los puntos de vista de Menéndez Pelayo, entiendo que, en puridad, lo que el Estado liberal hizo —paliándolo luego mediante el Concordato de 1851— era, en buen léxico castellano, un verdadero latrocinio.

[13] Laberinto español. Ruedo Ibérico, París, 1962, p. 49.

[14] Julio BUSQUÉTS, El militar de carrera en España. Estudio de sociología militar. Ariel, Barcelona-Caracas, 1967, p. 25.

3.

España vital y España oficial en el reinado de Alfonso XIII

EL PROGRESO DE LA «ESPAÑA VITAL»

Apenas cuatro años después de la paz de París se inicia el reinado personal de Alfonso XIII. Proyectando una panorámica muy amplia de este primer tercio del siglo XX, he escrito alguna vez que tres factores en paralelo desarrollo determinan su extraordinaria importancia: el estirón demográfico; el progreso económico; el esplendor literario y artístico.

En primer término, el estirón demográfico: la población total de España va a saltar de los 18 millones y medio de 1900 a los 23 millones y pico del final del reinado, con un ritmo de crecimiento acelerado a partir de 1910: más bien como consecuencia de la progresiva disminución de la mortalidad, puesto que el índice de la natalidad tiende a decrecer después de la primera guerra europea; y pese a la mayor intensidad de la corriente migratoria, a América, sobre todo.

En segundo término, el progreso económico —el incremento de las fuentes de producción—. La economía agraria entra ahora en una fase expansiva, estimulada desde 1914 por el alza de precios que trae la guerra mundial, y —en cuanto a las causas de índole permanente—, por lo que Vicens Vives ha llamado «revolución técnica de comienzos del siglo XX»: mejora de la maquinaria agrícola, difusión de los abonos químicos, triunfo de la doctrina del regadío.

En tres sentidos —he escrito en otro lugar— se manifiesta la expansión de la economía agrícola: en un crecimiento continuo de la explotación cerealística —que poco a poco va aproximándose a una adecuación completa con las necesidades del mercado interior—; en una recuperación del viñedo, después del terrible golpe de la filoxera (1892), y en una situación floreciente del olivo; y sobre todo, en el acceso de los cultivos de regadío a los primeros lugares de la producción agrícola y de las exportaciones nacionales —la política hidráulica, no se olvide, es una de las obsesiones de Costa, en las fechas finales del siglo XIX; un animoso ministro de Alfonso XIII, Rafael Gasset, se esforzará en traducirla en proyectos que enlazan, ya en los años treinta, con el notable plan de obras hidráulicas trazado, en plena república, por el ingeniero Manuel Lorenzo Pardo—. Protagonista de esta transformación hacia el regadío es la naranja, que en el decenio 1920-1930 ha de ocupar el primer puesto entre los géneros españoles de exportación. Claro es que el ritmo de producción se sincroniza con la demanda del mercado mundial, que ofrece dos buenas coyunturas (1890-1914 y 1920-1930). Durante la primera, se alcanza una cifra próxima a los seis millones de quintales (1913). Después del fuerte descenso provocado por la guerra de 1914-1918, la recuperación se hace rapidísima, a partir de 1920; en el año final del reinado se llega a los 10 840 000 quintales. Solo en la etapa siguiente, mercado y producción se verán afectados por la crisis mundial... Puede decirse, por ello, que el reinado de Alfonso XIII es la edad de oro de la naranja española; lo que implica el empuje económico y vital de Levante, encarnado en la robusta expresión literaria de Blasco Ibáñez, o en el estallido de energía y optimismo desplegados por la paleta de Joaquín Sorolla: fuerte contraste con el subjetivismo tenebrista del 98[1].

Por supuesto, no es la naranja el único artículo que se beneficia de la gran expansión del regadío. Junto a ella hay que situar la remolacha azucarera —el notable aumento de sus áreas de cultivo es una consecuencia positiva de la pérdida del azúcar cubano—; y toda la rica gama de los frutales.

En otro orden de cosas, ha de señalarse, aunque su ritmo de crecimiento no sea idéntico al de la agricultura, un notable desarrollo de la cabaña nacional. En los años finales de esta etapa, agricultura y ganadería representan la tercera parte del patrimonio y de la renta nacionales: «España —resume Vicens Vives— continuaba siendo mi país agrícola subdesarrollado, pero estaba en trance de pasar a una etapa mejor con la extensión del regadío y la expansión de los cultivos de exportación»[2].

Por lo demás, el desarrollo agropecuario no excluye un relativo florecimiento de las industrias extractivas y fabriles. Aunque destronado por la naranja del primer puesto en las partidas de exportación, el hierro —que había alcanzado sus cifras máximas de producción en los primeros tiempos del reinado— logra, a partir de la dictadura, tras el sensible descenso de los años 20-21 —en el que le acompañó otro mineral clave en la balanza comercial, el plomo—, una recuperación notable que solo se verá frenada por la crisis mundial de 1929. En cuanto a la industria siderúrgica, alcanza su coyuntura áurea durante la Primera Guerra Mundial: todavía hoy, una visita a la ría de Bilbao pone de manifiesto ante nuestros ojos lo que fueron para el País Vasco —para la fuerte burguesía industrial y financiera del País Vasco— los años del reinado de Alfonso XIII[3]. De la misma circunstancia favorable se beneficiarían las cuencas hulleras inmediatas[4]; presionadas estas últimas por un extraordinario aumento en el consumo de energía eléctrica —entre 1900 y 1920 se sextuplica la potencia instalada; el consumo de electricidad se quintuplica—.

 

Quizás el sector económico más afectado por la pérdida de las Antillas fuera el de la industria textil catalana. Dos hechos vinieron a revitalizarlo: el arancel de 1906, que reservó a los fabricantes el mercado interior[5]; y el extraordinario aumento de la demanda exterior, que supuso la Gran Guerra (la sacudida de las importaciones de algodón proporciona un índice muy claro: 84 000 toneladas de 1914 a cerca de 180 000 en los años que siguieron hasta 1919). Ritmo aún más fabuloso tomó la industria del papel —favorecida por el hecho de que la neutralidad de Suecia y Noruega garantizaba la importación de materia prima—. El precio del quintal de papel pasaría de 38 a 110 pesetas entre 1914 y 1918[6].

La crisis de 1921 —pérdida de los mercados nuevos, e incluso de algunos antiguos—, seria lógica consecuencia de la recuperación de las potencias combatientes tras el advenimiento de la paz. Pero el bache pudo salvarse: la dictadura de Primo de Rivera, que acentuó el proteccionismo y desplegó un amplio programa de obras públicas, abriendo paso resueltamente a las inversiones extranjeras —y que contaba desde 1922 con un nuevo arancel a gusto de los empresarios españoles—, permitió asegurar, acentuándolo, el ritmo del progreso hasta el comienzo de la crisis mundial.

Las alternativas del comercio exterior son paralelas a las que experimenta la producción, según acabamos de ver, en relación con las circunstancias internacionales y las iniciativas internas. La balanza comercial, muy ajustada después de los presupuestos deflacionistas de Fernández Villaverde, mantiene casi su equilibrio a lo largo de toda la etapa —salvo los años insólitos de la guerra mundial—; en efecto, el déficit es apenas perceptible hasta 1914: alrededor de 100 millones anuales sobre un volumen total de 2000 millones (aunque ya en 1913 ha alcanzado los 230,5 millones); en 1914 no rebasa los 144. A partir de 1923, una coyuntura favorable triplica el volumen del comercio exterior (5800 millones de pesetas oro en 1928), si bien crece también de manera alarmante el desnivel de la balanza a favor de las importaciones: entre 1921 y 1924, el saldo anual supone una pérdida de 1200 a 1300 millones de pesetas. Sin embargo, observa Vicens Vives, «esta riada de oro que salió de España se justifica por la necesidad de adquirir bienes de equipo y de consumo después del enriquecimiento inesperado de la Primera Guerra Mundial»[7]. La brillante obra económica de la dictadura acabó suscitando un despegue inflacionista en el que incidió, con fatales repercusiones para la estabilidad del régimen, el impacto de la crisis mundial iniciada en 1929.

El auge económico había de traducirse en una notable evolución social traducida en la dinámica de la población activa, que a finales del reinado estaba aproximándose a las fronteras del desarrollo. En efecto, si hasta 1910 las actividades agrarias absorben a más de dos tercios de la población activa, «a partir de entonces, en un proceso de doble significación, absoluta y relativa —subraya el profesor Martínez Cuadrado—, la población agraria decrece constantemente hasta por lo menos 1930, para hacerse regresivo (este ritmo) después de la guerra civil». En 1910, el 66 por 100 de la población activa —integrada entonces por 7 091 321 personas— permanecía arraigado en el campo (sector primario); el sector secundario no rebasaba de un 15,82 por 100 y el terciario de un 18,18 por 100. En 1930, la población activa se cifraba en 8 408 375; el sector primario había bajado a un 45,51 por 100 (3 826 510 almas); el secundario alcanzaba un 25,51 por 100 (2 229 343), y al 27,98 por 100 el terciario (2 352 522). Sumados los últimos sectores, secundario y terciario, rebasaban pues, ampliamente, al sector primario[8]. «El nivel de 1930 —escribe Martínez Cuadrado, comentando estas cifras— distaba mucho del alcanzado por países avanzados en la industrialización, pero el hecho nuevo radicaba en que desde 1910 un verdadero despegue había permitido situarse al sector agrario y al propiamente industrial en porcentajes de población ocupada semejantes al de Francia entre 1880 y 1890, y en proporción equivalente respecto de Italia»[9]. Conviene subrayar que la guerra civil imprimiría un retroceso «ruralizador» del que solo se comenzó a salir —recuperando los niveles de 1930— en la década de los cincuenta.

Hemos hablado, en fin, de una tercera constante de desarrollo: la que en el mundo del espíritu abraza las creaciones literarias y artísticas. Más de una vez se ha dicho de esta etapa que supone una «edad de plata de las letras españolas». ¿Por qué no una segunda edad de oro? En el campo de la literatura conviven, en la primera mitad del reinado, dos generaciones preclaras: la que encabezan Galdós, la Pardo Bazán, Clarín, Menéndez Pelayo, de una parte; de otra, la que al despuntar el siglo se divide en un doble cauce —el que llena la comente modernista; el que prestigia la llamada generación del 98, a que ya nos hemos referido—. En el máximo estilista del grupo, Ramón del Valle-Inclán, se percibe claramente el impacto del «modernismo» rubeniano; modernista es, en sus comienzos, el benjamín de aquella generación, Juan Ramón Jiménez; y en la misma corriente se encuadra, en cierto modo, el gran renovador de la escena, Jacinto Benavente. En cambio, están muy distantes de ella la despeinada y robusta expresión literaria de Baraja, el temblor humano de Machado, la «agonía» de Unamuno o la delicada sobriedad de Azorín. Claramente diferenciada de ambas facetas literarias, destaca en Cataluña la figura del gran poeta y prosista bilingüe Maragall, en cuya obra extraordinaria culmina la onda de la Renaixenga.

En torno a 1914 vendrá a sumarse a estos espléndidos equipos intelectuales una nueva promoción literaria, volcada fundamentalmente a la labor universitaria o al ensayismo filosófico —Ortega, D’Ors, Marañón, Madariaga, Riba, Asín, Azaña...—. Muy próximo a Clarín, y compartiendo con Baraja el cetro de la novelística española posterior a Galdós, despliega su labor Pérez de Ayala. Y todavía en plena dictadura, aflorará el prodigioso brote de poetas de la «generación de 1927»: Lorca, Alberti, Guillen, Dámaso Alonso, Diego, Cernuda...

Idéntico auge en el campo de las artes plásticas. En arquitectura, el despertar del siglo lleva el sello del modernismo catalán —en el que descuella el genio extraordinario de Gaudí—. Coinciden, en la escultura, la corriente clasicista de Ciará, el espumoso impresionismo de Benlliure, la sobria plástica de Julio Antonio. Y en pintura, el estallido luminoso y colorista de Sorolla, la preocupación intelectual de Zuloaga, van a dar paso, a través de la interesante figura «puente» de Nonell, a los nuevos caminos abiertos, de cara a Europa, por Gutiérrez Solana, Picasso, Miró, Juan Gris...

En fin, la música alcanza cumbres insospechadas en la obra de Granados, de Albéniz, de Falla sobre todo, cuyas creaciones, perfectamente situadas dentro de las corrientes universales del momento, se matizan con inconfundible acento español, elevándose a gran altura sobre la banalidad, brillante pero poco profunda, de las partituras de zarzuela, en apogeo también durante la fase transicional entre ambos siglos (Caballero, Bretón, Chueca, Chapí, Vives, Usandizaga...).