Alfonso XIII y la crisis de la Restauración

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Todavía conviene añadir algo más. El doctrinarismo de Cánovas, su ley censitaria no se encaminaban exactamente a cerrar el paso al socialismo; no podían hacerlo puesto que el socialismo democrático no existía en España en 1876. El obrerismo se repartía entonces entre el internacionalismo ácrata, de una parte[6], y el republicanismo pimargalliano. Respecto a los internacionalistas no había cuestión: el anarquismo se enfrentaba con toda ley política, y por tanto, no pasaba en la práctica de un «problema de orden público» —como dijo, con expresión más realista que cínica, Sagasta—. El republicanismo pimargalliano había abocado al caos en 1873, al ponerse de relieve las contradicciones entre los teóricos derechos democráticos y la falta de preparación del pueblo para ejercerlos: la incomprensión de la «revolución desde arriba» por parte de las grandes masas a las que había de beneficiar, es la gran tragedia del federalista español, encerrado siempre en un plano abstracto. En cuanto al socialismo marxista, su núcleo primitivo —no organizado aún como partido— era una minoritaria disidencia en el frente bakuninista ibérico: la Nueva Federación madrileña fundada por Pablo Iglesias. Cuando este incipiente núcleo fue aniñado, con las otras federaciones de la Internacional, en 1874, solo quedó en pie —como semillero de lo que luego sería el Partido Socialista Obrero— la Asociación del Arte de Imprimir, respetada precisamente por su carácter marginal a la organización internacionalista (y conviene no olvidar el trato de favor que ya por entonces dispensaron los artífices de la Restauración a la asociación obrera: Ducazcal, alcalde de Madrid, y, a través de este, el ministro de la Gobernación Romero Robledo). La fundación del Partido Socialista Obrero Español data de 1879 —y en cuanto a su proyección sindical (la U.G.T.) de 1888[7]—. Por entonces, sus seguidores eran tan escasos que, con una u otra ley electoral, tenían muy pocas posibilidades de acceso a las Cortes.

LA DEMOCRATIZACIÓN DEL RÉGIMEN CANOVISTA: SUS FRONTERAS SOCIALES

El año 1890 marca una inflexión decisiva en la Restauración. En este año registra Sagasta su momento político culminante, al conseguir la aprobación de la Ley de Sufragio Universal.

Si la acentuación del confesionalismo católico aportó desde la derecha —ya a finales del reinado de Alfonso XII— el apoyo de los «ultras» de Alejandro Pidal a la Restauración canovista, el programa democrático que a esta impuso, en el primer lustro de la Regencia, el liberal Sagasta, significaba su máxima apertura asimiladora hacia la izquierda; apertura a la que respondió, exactamente, el posibilismo de Castelar. En esta década, pues, entre 1880 y 1890, se produce la definitiva configuración de sus bases políticas y sociales. También, por consiguiente, la fijación de sus fronteras —desde «fuera»—. En efecto, aunque en el Congreso de Bilbao —de ese mismo año— el Partido Socialista decidiese ya entrar en la liza electoral, las declaraciones de Pablo Iglesias —con ocasión de la Fiesta del Trabajo, el 1 de mayo de 1891— no dejaban lugar a posibles equívocos: «Debo decirlo muy alto: si la burguesía transige y nos concede las ocho horas, la revolución social, que ha de venir de todos modos, será suave y contemporizadora en sus procedimientos. De otra suerte, revestiría los caracteres más sangrientos y rudos que puede imaginar la fantasía de los hombres». La manifestación obrera que, organizada por el partido, se desarrolló en Barcelona y otras ciudades en ese día fue como una afirmación de solidaridad proletaria —y de insolaridad con el mundo burgués—. Quedaba definida, en la actitud de Pablo Iglesias, la rigidez «guesdista» del socialismo español, que le haría inasimilable por la monarquía restaurada.

Al hablar de las fronteras de la Restauración conviene no olvidar este hecho. El sistema Cánovas-Sagasta supuso la creación de una plataforma política, condicionada por la distinción entre partidos dinásticos y antidinásticos, y, más tajantemente, entre partidos legales e ilegales; pero ese condicionamiento tenía un carácter puramente provisional; y cabía su flexión en torno a la fórmula de la indiferencia respecto a las formas de gobierno (el posibilismo castelarino fue, desde la extrema izquierda burguesa, un paso en este sentido). Se mantenían, simplemente, ciertas reglas de juego basadas en una evolución orgánica y progresiva, evitando la convulsión revolucionaria, pero sin exigir tampoco la desnaturalización de las fuerzas integradas en el sistema: tal fue el caso de Abárzuza, a la izquierda, pero también el de Pidal, a la derecha. Ya en 1904, a comienzos del reinado personal de Alfonso XIII, declararía Maura en el Parlamento, terminantemente:

La tesis genérica de los partidos legales e ilegales está fuera de todo debate. Yo no sé cuántas veces lo he dicho; pero aunque no lo hubiera dicho nadie, la realidad nos lo enseña. ¿No están existiendo los partidos todos? ¿No actúan? ¿Se ha hecho algo que denote la convicción contraria a las palabras con que hemos proclamado solemnísimamente que, en efecto, no hay, por razón de las ideas, por la confección doctrinal de sus programas, por la definición de sus aspiraciones y de sus ideales, nada que sea ilegal en España, por el derecho constituido? Únicamente los actos están sometidos al código[8].

Y pasados los años, el propio La Cierva, respondiendo a una consulta del rey, le confirmaría que, tanto con la Constitución proyectada por Primo de Rivera, como con la canovista de 1876, era perfectamente posible otorgar el poder al Partido Socialista... siempre que tuviese mayoría en las Cortes[9]. Ahora bien, el socialismo español, al negarse a aceptar esas reglas de juego, es decir, a adoptar el principio de la indiferencia en cuanto al régimen —que se haría tan común, ya en pleno siglo XX, entre los partidos socialistas de otros países europeos, cuya obra política se ha desarrollado tanto bajo la monarquía como bajo la república—, renunció, desde el primer momento, a la posibilidad de poner en marcha una evolución estructural «desde dentro», dada su debilidad, puesto que solo en alianza con otras fuerzas políticas podía alcanzar el poder. Su llegada a las Cortes, en 1910, iba a poner de relieve esta incapacidad de diálogo, frente a los esfuerzos incansables y llenos de buena voluntad del entonces jefe del Gobierno, Canalejas[10]. El discurso pronunciado por Pablo Iglesias en el Congreso el día 7 de julio de aquel año nos da la pauta invariable de una actitud monolítica: aspiración a suprimir la Iglesia, el ejército y «otras instituciones necesarias para este régimen de insolidaridad» (velada alusión al trono). «El Partido Socialista viene a buscar aquí lo que de utilidad puede hallar, pero la totalidad de su ideal no está aquí, la totalidad se entiende que ha de obtenerse de otro modo. Es decir, que este partido no ha cambiado de opinión respecto a este particular; estará en la legalidad mientras la legalidad le permita adquirir lo que necesita; fuera de la legalidad... cuando ella no le permita realizar sus aspiraciones». La posición, tajante, mantenida a lo largo de un cuarto de siglo —incluyendo la experiencia republicana, según pondría de relieve la terrible crisis de 1934—, llegaría ya en este inicial discurso del diputado Iglesias, a estridencias incompatibles con cuanto exige el ámbito de convivencia política de una asamblea parlamentaria en cualquier país civilizado: tal su afirmación de que, antes de tolerar la vuelta de Maura al poder, las masas socialistas estaban dispuestas a luchar para derribar al régimen e incluso a «llegar al atentado personal»[11].

Era un verdadero círculo vicioso, dada, por otra parte, la dureza granítica de las extremas derechas en sus negaciones. El papel del socialismo iba a quedar reducido al de estímulo amenazador, desde fuera. Pero en esto, andando el tiempo, había de resultar más eficaz la táctica de los ácratas, cuando hallase un potente canal sindicalista en que volcar su fuerza.

Por lo demás, precisa advertir que mucho antes de que el socialismo español alcanzase su «espaldarazo» parlamentario, en los años que llevan de la democratización sagastina al Desastre del 98, dos cosas se habían puesto de relieve. En primer término, la escasa sinceridad o eficacia de la reforma implicada en el sufragio universal, cuya contrapartida sería la agudización de esa lacra inherente al sistema político de la Restauración que se llamó «caciquismo electoral» —aún salvando la necesidad «provisional» del sistema, según el diagnóstico de Cajal—. De otra parte, y en lógica consecuencia, la dualidad acentuada entre la ciudad y el campo: este, convertido en verdadera base «feudal» de los partidos dinásticos, para obtener mayorías a imagen y semejanza de la situación que disfrutaba el poder; aquella, despertando poco a poco —primero, en los grandes centros urbanos, Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao...; luego, ganando otros menores en provincias—, a la conciencia de una responsabilidad colectiva en la marcha del país, tratando de contrarrestar la apariencia de las cifras oficiales en cada consulta electoral, con su inmediatez a los centros vitales de la política y del Estado: el momento decisivo, perfectamente recogido por el rey, sería el 12 de abril de 1931.

Ahora bien, si este iba a ser su último resultado, la insinceridad efectiva de las reformas democráticas de Sagasta (aceptadas por Cánovas en 1890 para no romper la continuidad esencial en la vida política del «sistema del turno», pero también porque estaba previsto el reverso de la ley, esto es, la viciada práctica electoral), tendría ya de inmediato consecuencias graves y trascendentes: en el plano de los partidos dinásticos —concretamente, en el seno de la familia conservadora—, el enfrentamiento de Silvela con Romero Robledo, representante el primero de un purismo o exigencia de autenticidad que había de hacer muy incómoda la postura canovista, y encarnación el segundo de una «picaresca» capaz de paliar los inconvenientes de la apertura democrática ante unas masas sin preparación efectiva para ejercer con independencia la plenitud de los derechos ciudadanos; en el plano de los núcleos sociales enemigos del régimen, una réplica violenta, a través de las organizaciones anarquistas[12] estimuladas más o menos por el terrorismo italiano que convertiría a Barcelona en la «ciudad de las bombas» (bombas del Liceo y atentado contra el general Martínez Campos en 1893; bomba en la procesión del Corpus de 1896). La acracia respondía a la falsa democracia sagastina atacando, de forma casi simbólica, a tres columnas básicas del Estado canovista: la burguesía de la industria y el comercio; el ejército; la Iglesia. En 1897, el ataque se lanzaría contra el propio estadista y artífice de la Restauración, Cánovas del Castillo. La muerte de Cánovas, en vísperas del desastre colonial, iba a abrir la primera crisis irreparable del sistema —muy pronto seguida por la humillación ultramarina—.

 

Y con Cánovas se iría toda una época. Incluso —aunque esté vedada al historiador la especulación en este sentido—, la posibilidad de que lo ocurrido en 1898 tomara cauces distintos a los del Desastre. Ahí queda, en efecto, la aguda sugerencia de Jesús Pabón:

La preferente condenación de Cánovas privó al 98 de una hipótesis: la de su reacción titánica, capaz de resistir y contrariar la pública opinión en el conflicto de las Carolinas, según la observación de Sánchez Toca, capaz quizá de concebir la solución de la independencia, conforme al juicio del duque de Tetuán. ¿Qué hubiera hecho Cánovas de encontrarse, como Sagasta y Moret, en la disyuntiva de la venta o la guerra? Porque él tenía —como Maeztu dijo— un “patriotismo desesperado”, ese que sirve a la hora de la desesperación[13].

Pero la réplica anarquista y la tensión interna de los partidos dinásticos no fueron las únicas consecuencias inmediatas de la inflexión democrática teóricamente impresa por Sagasta a la Restauración. Los años de la Regencia registraron otro fenómeno muy significativo, esencial en la configuración de nuestro tiempo: la formulación y el despliegue del catalanismo político —y todavía, indirecta o directamente estimulado por este, el del nacionalismo vasco—.

En apurada síntesis[14] podríamos decir que las corrientes que afluyen al catalanismo político son tres: la que procede de una posición tradicionalista a ultranza; la que brota en defensa de intereses económicos industriales a través de la polémica en torno al proteccionismo; la que intenta la adaptación de una doctrina más o menos exótica —la del federalismo pimargalliano—, en la visión concretamente catalana de Valenti Almirall.

El tradicionalismo catalanista abarca, a su vez, varias facetas: desde la puramente intelectual, filológica, literaria —en el espléndido despliegue de la Renaixença—, a la que se centra en defensa del «Derecho histórico catalán», emprendida por Duran y Bas; desde la de un carlismo foralista muy en conexión con el patriarcalismo rural del obispo Torras y Bages, al moderado «regionalismo conservador» expresado insuperablemente por Mañé y Flaquer. De hecho, estas facetas tradicionalistas son decisivas en la configuración mental del catalán de ayer y de hoy, más vertido, contra lo que suele creerse, a un sentimentalismo idealista que a las concretas realidades materiales, aunque estas no dejen de ejercer una fuerte presión sobre todo en determinados sectores de la sociedad barcelonesa.

Pues en efecto, tras lo que podríamos llamar «recreaciones puramente románticas», estás afirmándolas como réplica a uno de los dogmas de la escuela liberal progresista, las exigencias materiales de una sociedad urbana eminentemente industrial, agrupada sin disidencias en torno al principio del proteccionismo económico. No deja de ser curioso que estas dos razones de tensión o disentimiento respecto al Gobierno central hayan sido estímulo para las concepciones de Almirall, hijo espiritual de uno de los máximos demócratas de nuestro siglo XIX, el también catalán Pi.

En torno a la revolución de 1868 se habían abierto varios frentes de oposición desde Cataluña. La fuerte burguesía catalana, e incluso los elementos laborales ligados a ella a través de la industria y el comercio se agruparon estrechamente contra el librecambismo preconizado por el ministro Figuerola —catalán, por cierto—. El moderantismo isabelino en que había hallado excelente acomodo la revolución burguesa del segundo tercio del siglo, reaccionó contra los postulados democráticos del 69 a través de las campañas de prensa de Mañé y Flaquer, y en despliegue más extremo, estimulado por el anticlericalismo de las Constituyentes, en su apoyo a un carlismo que exaltaba la defensa de la libertad foral frente a la abstracta y uniforme libertad democrática.

La Restauración se benefició en principio de esta múltiple reacción. Pero la «apertura democrática» —desde el momento que Sagasta simbolizaba la herencia del 68—, abrió de nuevo el problema. En su manifestación más concreta, como réplica al librecambismo de Moret. En otro sentido, como reacción al proyecto uniformador y centralista del nuevo código civil. No deja de ser significativo el hecho de que en 1892 —cumplido plenamente el ciclo «democratizador» abierto por Sagasta en la Restauración conservadora— se articulen las «Bases de Manresa», o proyecto de Constitución regional catalana, en la que se cruzan «la fórmula federalista con reminiscencias de la antigua organización catalana y con el establecimiento del voto corporativo»[15].

[1] Sobre el influjo de este tipo de propaganda en el éxito de la revolución, véase el libro de José TERMES ARDÉVOL, El movimiento obrero en España. La Primera Internacional (1864-1881). Universidad de Barcelona, Facultad de Filosofía y Letras, Barcelona, 1965, pp. 21 y ss.

[2] La posición más audaz, en este orden de cosas —dentro del campo republicano—, es la de Pi y Margall cuyo pensamiento social supone, en cierto modo, una síntesis entre la tesis liberal-burguesa y la antítesis proletaria. Sobre el tema, véase el libro de Antonio JUTGLAR, Federalismo y revolución. Las ideas sociales de Pi y Margall. Universidad de Barcelona. Facultad de Filosofía y Letras, Barcelona, 1966; y mi prólogo a esa misma obra.

[3] El repudio, por parte de los internacionalistas, del programa pimargalliano, se hace evidente en los textos de la correspondencia del Consejo Federal de La Región Española, conservados en la Biblioteca Arús de Barcelona; por lo demás, en las Actas de la Asamblea de Valencia (1871), se dice, terminantemente: «La verdadera república democrática federal es la propiedad colectiva, la anarquía y la federación económica; o sea, la libre federación universal de las libres asociaciones obreras agrícolas e industriales, fórmula que acepta en todas sus partes» (Organización social de las secciones obreras de la Federación Regional Española, adoptada por el Congreso Obrero de Barcelona en junio de 1870, reformada por la Conferencia Regional de Valencia, celebrada en septiembre de 1871, y recomendada por el Congreso de Zaragoza, celebrado en abril de 1872, 2.a ed.. Valencia, 1872).

[4] También hay sobrados textos «internacionalistas» para glosar esta actitud. El endurecimiento del Gobierno, de cara al federalismo anarquista, a partir del acceso de Castelar a la presidencia, dejó muy atrás la posición de Sagasta en los tiempos de Amadeo.

[5] Véase Oriol VERGÉS MUNDO, La I Internacional en las Cortes de 1871, Universidad de Barcelona, Facultad de Filosofía y Letras. Barcelona, 1864, pp. 77-82 y 151 y ss.

[6] Véase TERMES, ob. cit., pp. 120 y ss.

[7] La fecha exacta de la fundación, por Pablo Iglesias, del P.S.O.E., es el 2 de mayo de 1879; el lugar, una taberna de la madrileña calle de Tetuán.

[8] Duque de MAURA y FERNÁNDEZ ALMAGRO: Por qué cayó Alfonso XIII, Madrid, 1947, p. 61.

[9] Juan de LA CIERVA y PEÑAFIEL: Notas de mi vida, Madrid, 1955, p. 302.

[10] Sobre el hecho lanza mucha luz la obra de María Teresa MARTÍNEZ DE SAS, El socialismo y la España oficial. Pablo Iglesias diputado a Cortes, Tucar Ed. Madrid, 1975.

[11] Diario de Sesiones..., 1 de julio de 1910.

[12] Los contactos del socialismo con la política oficial, sobre todo en Madrid, agudizaron las divergencias en el seno de las organizaciones obreras. La réplica al mundo burgués era mucho más violenta por parte del anarquismo en sus diversos enclaves. En Andalucía corrió a cargo de núcleos campesinos más o menos canalizados por la «Mano Negra», que llevaron a cabo una intentona de asalto sobre Jerez de la Frontera, centro aristocrático del capitalismo agrario más representativo. Al otro extremo de la Península, la violencia se radicaría pronto en Barcelona, capital en la que se cruzaban la influencia intelectual de París y el impacto directo del terrorismo de inspiración italiana, sobre una fluyente masa obrera y artesana.

[13] Jesús PABÓN: El 98, acontecimiento internacional. En Días de ayer. Alpha, Barcelona, 1963, p. 193.

[14] Véase Jesús PABÓN, Cambó, I. 1876-1918, Alpha, Barcelona, 1952, p. 95. Pabón señala cuatro corrientes confluyentes en la formación del catalanismo político: el proteccionismo económico; el federalismo político; el tradicionalismo y el renacimiento cultural. Cuando Vicens Vives ha tratado de analizar, a su vez, las raíces del catalanismo político (Historia social y económica de España y América. Barcelona, Teide, 1958, t. IV, vol. II, p. 386), se ha ceñido al mismo esquema de Pabón, glosándolo y desarrollándolo; su pretendida contraposición a la tesis de Pabón se limita, en realidad, a confirmarla.

[15] Ferrán SOLDEVILA: Historia de España, t. VIII, Ariel, Barcelona, 1959,

2.

El 98 y la Restauración

EL IMPACTO DEL 98: EL PROCESO DE REACCIONES

No nos interesa aquí hacer un estudio del problema cubano, o del enfrentamiento entre España y Norteamérica. Nos interesa, sí, el 98 por lo que significó como impacto, como factor de conmoción en la conciencia y en la vida política del país.

Con esa tendencia al maximalismo típica del español de todos los tiempos, el desastre ultramarino se entendió como un vislumbre de máxima mina moral, sin tener en cuenta que otros pueblos habían vivido también sus 98. En efecto, el profesor Pabón ha recordado muy oportunamente que en el mundo regido por los principios diplomáticos de la llamada «balanza de poderes», la crisis española no es un hecho excepcional: se parece a otras atravesadas por diversas potencias en aquella coyuntura internacional —así, para Portugal el equivalente de nuestro 98 es el famoso ultimátum inglés de 1890; para el Japón, la humillación de Shimonosheki, en 1895; para la propia Francia, la famosa crisis de Fashoda, en 1898 precisamente—. Sino que en todos estos casos, si el planteamiento es idéntico —una imposición de fuerza, en torno a intereses imperialistas, cuando el mundo internacional carece de una organización supranacional arbitral, del tipo de la posterior Sociedad de Naciones—, no llega a las últimas consecuencias como en el caso del enfrentamiento de España con los Estados Unidos. Un hecho llama la atención, desde luego: la dignidad con que la corona hace frente a la crisis. Aún hoy impresiona la lectura del despacho —inédito hasta ahora— en que el embajador Woodford dio cuenta al presidente Mac Kinley de su clarificadora entrevista con la Reina regente el día 15 de enero de 1898, fecha crucial en el conflicto. Doña Cristina dio entonces una lección de honestidad, de sentido del honor, al presidente[1].

Por eso ha dicho Pabón que el español fue «un 98 en la serie de los 98, el único no aceptado»[2]. De una parte, para el Gobierno responsable, porque se planteó como una alternativa entre la guerra y el deshonor. De otra, para la masa media del país, porque desorientada por lamentables campañas de prensa, vivió a lo largo de todo el conflicto un gran error que alimentó su loca esperanza en la victoria: causa de la posterior reacción ante el Desastre. De haberse planteado el conflicto para todo el país con un sentido numantinista, el de la decisión heroica en alternativa extrema, como ocurrió en las esferas de Gobierno, no se hubiera producido la posterior reacción[3].

 

La quiebra fue en principio demasiado profunda, y quizá por ello mismo tardó —relativamente— en subir a la superficie. Pero no podemos aceptar la visión simplista, que a veces ha tomado características de lugar común, de un país frívolamente insensible a la catástrofe. En realidad, ya desde el primer momento la conmoción espiritual se manifestó, sucesivamente, en tres planos.

El primero surgiría en la consternación, el dolor mudo del pueblo sencillo ante una realidad no prevista; la realidad que se hizo concreta durante el otoño y el invierno de 1898, con la llegada a los puertos, y luego a las ciudades y pueblos del interior, de los soldados repatriados, extenuados por la lucha contra los hombres y contra el trópico. La realidad que captó, en impresionantes apuntes, el lápiz del catalán Nonell, y que todavía podría percibir Rubén Darío, en 1899, a su llegada a Barcelona.

El segundo plano brotó en el mundo de la «política vigente», en primer término a través del debate en las Cortes reunidas para autorizar al Gobierno a las expoliaciones de la paz de París (el armisticio, recordémoslo, se ajusta el 12 de agosto: en septiembre las Cortes facultan al Ministerio Sagasta para la cesión de provincias y posesiones de Ultramar: el tratado se firma en diciembre). Ese debate de septiembre puso de relieve la insolidaridad de los distintos grupos políticos ante el fracaso: desde las fulminaciones del conde de las Almenas en el Senado, contra los mandos del ejército y la escuadra, hasta el ataque desatado por los republicanos en el Congreso, contra el Gobierno liberal, al que se acusaba de no haber sabido evitar la guerra con los Estados Unidos y —con más justicia— de sus imprevisiones en la preparación y organización de medios de defensa que hubiesen correspondido a los inmensos sacrificios del país. A la larga, la repercusión del 98 en los círculos políticos de la Restauración iba a poner de manifiesto un último y fundamental resultado: el futuro solo estaría abierto para los disidentes del sistema que había llevado a la gran decepción. «El turno de los partidos se hará crecientemente difícil —observa Pabón—. El intento de gobernar realmente solo será posible para los disconformes en la marcha hacia el desastre. Ello pudo ser obra de la propia conciencia, o resultado de una difusa opinión pública. Intentarán gobernar realmente Silvela, el de la carta al general Lazaga; Maura, el “filibustero” de las reformas autonomistas; Canalejas, el derrotista de la carta a Sagasta»[4].

Y por último, en un tercer plano hemos de situar la postura crítica de los círculos conscientes, más o menos alejados de la política en vigor: según la enumeración, sintéticamente exacta, de Fernández Almagro y el duque de Maura, «obreros sindicalistas, mesócratas de la Unión Nacional, burgueses catalanes, intelectuales ateneísticos..., tan desdeñosos del grupo liberal como hostiles al conservador»[5]. Examinémoslos más de cerca.

En primer lugar, la organización política y sindical del Partido Socialista, núcleo todavía minoritario pero con un programa maximalista incompatible con la estructura social vigente[6]; precisamente ahora va a iniciar un desarrollo lento, pero ininterrumpido, bajo la dirección de Pablo Iglesias.

Donde aparecían fuerzas enteramente nuevas, estimuladas por la desconceptuación del Estado y por la crítica negativa —escribe Fernández Almagro—, el pueblo tampoco se sintió solicitado... El obrero en trance de soñar con la revolución no veía mejor instrumento que las organizaciones marxistas, y por afinidades negativas, en alianza con el enemigo común, el anarquismo, que tanto impresionaba al obrero de la industria como al jornalero del campo, y más en esta desgraciada coyuntura histórica en que la acción directa convencía más que cualquier otro procedimiento subversivo al impaciente, al resentido, al místico de la violencia, al que, frente a la quiebra del Estado y de la política en juego, no veía otro recurso que la fuerza, magnicidio inclusive, cuando no teóricamente la negación de cualesquiera instituciones... Los socialistas no dejaban pasar la ocasión de la guerra y el desastre para intensificar sus propagandas contra la monarquía, y ninguna otra campaña de más efecto, por su simplismo, pudo desarrollar que la cifrada en este dilema: O todos o ninguno, aludiendo a la movilización militar de pobres y ricos, sin redención a metálico ni sustitutos, o en el reconocimiento de la independencia de Cuba como única manera de llegar a la paz... Luego vino la campaña en contra de las despiadadas condiciones en que era repatriado el combatiente en Cuba y Filipinas, enfermo, hambriento, deprimido, pendiente de cobrar los haberes que tarde, mal o nunca le abonarían. Esta campaña que trascendió del Partido Socialista e hicieron suya los grupos anarquistas y los republicanos de todos los matices, logró extraordinaria difusión popular[7].

En segundo término, el movimiento de los «mesócratas», de las clases mercantiles y los intereses agrarios, claramente afectados por el desastre en sí y por el reajuste hacendístico necesario para acomodar la economía del país a la nueva situación creada por la supresión de los mercados de ultramar[8]. Este movimiento servirá de plataforma a las campañas de Joaquín Costa, y lógicamente tendrá una última cristalización política en torno a lo que se llama regeneracionismo. La reacción encarnada por Costa supone un repudio de la falsa política de superficie, sin contenido práctico y eficiente, y por eso se formula muy bien en el slogan «escuela y despensa», y se articula en torno a unos objetivos programáticos que podríamos llamar «de urgencia doméstica»: plan de regadíos —la famosa «política hidráulica»—, restauración de bienes comunales, lucha contra el caciquismo, impulso alfabetizador, protección eficiente al cultivador, desarrollo de la red de carreteras y caminos... —La cuestión del régimen no acaba de plantearse con claridad, en cambio. No puede hablarse de antimonarquismo concreto, por lo pronto, en la base de este programa; pero en cambio se hallan en él peligrosas alusiones al «cirujano de hierro», lo que alguien ha interpretado como una apelación prefascista— y no hay que olvidar el «costismo» indudable que alienta en las concepciones y proyectos de Primo de Rivera, considerado por muchos, en los días de esplendor de la dictadura, como ese «cirujano de hierro» patéticamente reclamado, al despuntar el siglo, por el «león de Graus».

En tercer lugar, el Desastre implica —en reacción muy similar a la de las Cámaras de Comercio enardecidas por el verbo de Costa—, un recrudecimiento de la postura, ya cristalizada en las Bases de Manresa, de la burguesía catalana en tension creciente con la «política de Madrid». «Las deplorables consecuencias del desastre colonial —escribió uno de los más selectos espiritas de la época, Santiago Ramón y Cajal, que vivió directamente, por añadidura, la lucha en la manigua— fueron dos, a cual más trascendentales: el desvío e inatención del elemento civil hacia las instituciones militares, a quienes se imputaban faltas y flaquezas de que fueron responsables gobiernos y partidos, y, sobre todo, la génesis del separatismo disfrazado de regionalismo». Era la «doble herida» de que ha hablado Lain Entralgo: «Progresiva separación entre los hombres y creciente disensión entre las regiones»[9]. Pabón ha enumerado los estímulos que, en la crisis del 98, llevan a una enorme crecida del catalanismo: «La insolidaridad consiguiente a la derrota, con su ruptura de lazos espirituales; la quiebra del Estado y el súbito horror al vacío; el hundimiento de la política general y el deseo de diferenciarse respecto a los responsables; el acierto deslumbrante de los disconformes de la víspera; todo empujará las aguas catalanas al cauce catalanista». En el momento en que las orientaciones «del centro» habían conducido a la catástrofe, se reclamaba el derecho a buscar el propio camino. «Aquí —escribía Maragall— hay algo vivo, gobernado por algo muerto, porque lo muerto pesa más que lo vivo y va arrastrándolo en su caída a la tamba. Y siendo esta la España actual, ¿quién puede ser españolista de esta España, los vivos o los muertos?»[10].