Nacionalismos emergentes

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1.4. El nacionalismo es una emoción política

Eso que algunos llaman posverdad (post-truth) para definir un cambio de modelo del conocimiento de la realidad, se hace patente cuando hablamos de tendencias políticas o de apreciaciones de nuestro entorno. En mi opinión, la posverdad consiste en dos cosas: en primer lugar, la renuncia al mundo de seguridades en el que nos hemos movido hasta hoy, y sin las cuales el mundo parece volverse terreno frágil que nos produce miedos de todo aquello que no tenga referentes claros en ideas, dogmas, principios y fórmulas. Por otra parte, la posverdad consiste en una forma de pensar sujeta a prueba y error. Como sostiene el Dr. Tal Ben-Shahar, en un libro que recopila sus cursos de Psicología Positiva, impartidos con enorme éxito en la Universidad de Harvard, el ser humano consigue su felicidad cuando logra despojarse de esa obsesión que se le ha inculcado por la perfección[12] y aprende a moverse en el terreno de lo variable, de lo contingente, sujeto siempre a prueba y error. Países como Bután, que es considerado de los más felices del mundo, ha propuesto en este sentido que, junto al pib, se mida la prosperidad de los países por el producto interno de felicidad (pif). Cuestión que nos aleja de nuestros esquemas individualistas en los que la verdad es solo cuantificable por medio de ecuaciones, y coloca las emociones fuera del margen de lo racional.

Y es que existe una tendencia en el mundo actual a desestimar el papel que necesariamente juegan las emociones en el terreno de la política. Como si la emoción fuese una expresión de nuestra parte menos humana, menos racional y quizá, por ello, más animal. Lo cual no solo es erróneo sino contrario a la realidad de nuestro ser.

El nacionalismo es una emoción suscitada en la sociedad por medio de una evocación sentimental, nostálgica o de indignación. Pero ¿acaso no tienen las emociones un lugar en la política? Y si no, ¿de qué hablamos cuando invocamos el patriotismo? ¿A qué nos referimos al hablar de nacionalismos? Incluso podríamos preguntarnos: ¿qué es el humanitarismo sino una emoción que nos mueve a actuar en favor de los demás? Todas son emociones políticas que hemos de someter al gobierno de la razón, pero no para ocultarlas o negarlas como si fuesen un defecto del ser humano, sino para encausarlas, pues lo cierto es que no se trata de vicios o debilidades, como se entiende en la modernidad, que debemos dominar de manera radical para liberarnos de su influencia negativa. Ciertamente hay emociones nocivas como el odio o la envidia y otras que son positivas como el anhelo, el afán, la lealtad o el amor. Negar que las emociones tengan un legítimo y digno papel en la política es contrario a nuestra naturaleza más elemental. No obstante, reconozco que se trata de la moral en la que fuimos educados la mayoría de quienes conformamos la generación X. Nuestro modelo de comportamiento era, como lo expresara Max Weber, la perfección racionalista recogida por la moral de origen protestante, según la cual los niños no lloran, las mujeres deben someterse a sus maridos y los sentimientos deben dejarse para la intimidad, que es su lugar ético. A tal grado se expandieron estas ideas en el mundo moderno del que somos herederos, que la idea que teníamos de democracia era absolutamente contraria al mundo de las emociones, era un sistema de diálogo, de razones, siempre razones. Por ello crecimos pensando que lo racional, lo serio, lo correcto era comportarnos según el modelo dialógico que reduce la democracia y, especialmente, la actividad electoral a normas rígidas que tratan de ignorar las emociones que suscitan sentimientos de aprobación, adhesión o crítica.

Los nacionalismos nos sitúan en una dimensión diferente. No buscan reducir al ser humano a una sola de sus funciones naturales, como razonar, sino que mueven la voluntad por vías diversas a las del raciocinio: las emociones políticas. ¿Hasta dónde es éticamente válido hacerlo? Es una cuestión que nos llevaría demasiado lejos. Baste por ahora con señalar que, desde nuestro punto de vista, la emoción política no ha de sustraerse jamás del campo de la verificación y de la lealtad a la verdad. No debe dar motivo para tomar los intrincados caminos de la manipulación de sentimientos, la simulación o el chantaje basado en falsas promesas de repúblicas utópicas. En suma, la emoción no está reñida con la democracia. Es falso pensar que los sentimientos nacionalistas son regresiones culturales o tendencias fascistas o antidemocráticas.

Como ha señalado Martha Nussbaum, “a veces suponemos que solo las sociedades fascistas o agresivas son intensamente emocionales y que son las únicas que tienen que esforzarse en cultivar las emociones para perdurar como tales”.[13] Por ello, en la mayoría de nosotros —educados según el modelo ético capitalista— parece habitar una suerte de contraposición categórica entre lo racional y lo emocional. En todo caso, para los convencidos de la democracia liberal es nocivo, pues como señala Nussbaum, dejan “las emociones a las fuerzas antiliberales que, como el fascismo o el populismo, tienen como efecto contrario que las personas juzguen a la democracia liberal como algo soso, lento y rutinario.


Una de las razones por las que Abraham Lincoln, Martin Luther King Jr., Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru fueron líderes políticos de singular grandeza para sus respectivas sociedades liberales es que entendieron muy bien la necesidad de tocar los corazones de la ciudadanía y de inspirar deliberadamente unas emociones fuertes dirigidas hacia la labor común que ésta tenía ante sí.Martha Nussbaum

Asumir esta indeterminación terminológica al referirnos a una realidad tan compleja como el nacionalismo no debe llevarnos a desesperar, la incertidumbre es esencia de la política y por tanto de su conocimiento. De tal manera que hay que dudar de las pretensiones de perfección y de precisión conceptual, como ocurre, por ejemplo, en la prensa o en los medios donde los analistas parten de supuestos generalmente aceptados, como decir que el fundamentalismo islámico en todas sus expresiones es un movimiento violento e intolerante. Si nos referimos a los actos de terrorismo perpetrados en nombre de valores nacionales (y al tiempo religiosos) por algunos grupos fundamentalistas en Europa y en otras partes del mundo, se trata de una violencia explícita¸ pero no ocurre lo mismo si hablamos de algunos partidos políticos que consideran necesario recuperar ciertos valores que consideran fundamentales. Por ello, siempre hay que recomendar a los jóvenes que estén atentos ante cualquier forma de dogmatismo político que intente reducir los conceptos (como el nacionalismo) a “ideas claras y distintas” como decía René Descartes.

La violencia no es lo deseable ni constituye un valor político. Por ejemplo, lo que sucedió en la sede de la revista Charlie Hebdo, en París, cuando en 2015 fueron acribillados algunos periodistas por haber dibujado una caricatura de Mahoma en una de sus ediciones, ha desatado una fuerte campaña de odio contra los musulmanes, no únicamente en Francia sino en muchos otros países que han puesto sus barbas a remojar. Así pues, es reprobable a todas luces que el reclamo se haga por medio de una acción punitiva de esa naturaleza. Sin embargo, ¿quién se ha preguntado el nivel de gravedad que el dibujo de Mahoma representa para la conservación de la paz? Quizá para nosotros, los occidentales, la caricatura de Mahoma y de cualquier personaje no represente mayor problema, e incluso se podría argumentar que se trata de una forma de ejercer el derecho fundamental de la libertad de expresión o de libre circulación de las ideas. De acuerdo. Eso podría ser si asumimos que esos derechos son compartidos por todos los pueblos del mismo modo. Los musulmanes tienen un nivel de tolerancia para ese tipo de expresiones que no se corresponde con el nuestro; pero ¿por qué habrían de tenerlo?

No obstante, por el acto de violencia en sí, el mundo occidental se ha puesto en alerta frente a los movimientos islámicos, sean terroristas o no. He ahí una nueva generalización, una etiqueta que nos hace sentir seguros: afirmar que todos los movimientos en defensa del islam y sus valores y creencias constituyen una amenaza mundial. Los países occidentales, sin embargo, han asumido ese criterio y han levantado todo tipo de alertas, y no sin fundamento, evidentemente. En Alemania, por ejemplo, ha habido una avalancha de manifestaciones de inconformidad respecto de la política de apertura asumida por el gobierno de Merkel en materia de migración. Uno de los más fuertes representantes de esa tendencia crítica es el movimiento Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (Patriotische Europäer gegen die Islamisierung des Abendlandes) —PEGIDA, por sus siglas en alemán—, fundado en Dresde en 2014, contra la migración, en especial de los musulmanes a quienes considera incapaces de integrarse a la cultura occidental,[14] pues aunque asisten a sus escuelas y aprenden el idioma tienden a segregarse en pequeños grupos vecinales, conservan su lengua, y sus usos y costumbres perfectamente diferenciados y apartados del grueso de la población. Ángela Merkel utilizó esta actitud con gran astucia para señalar la necesidad de tomar medidas de seguridad como, por ejemplo, el uso del velo islámico; que le valió la aprobación de sus compañeros de partido para continuar como canciller y acrecentar sus posibilidades de reelegirse como primera ministra en las siguientes elecciones generales.

Otro tanto ha señalado el recién electo candidato francés, François Fillon, al afirmar que los migrantes que llegan a Francia “deben asimilar la herencia francesa y sus valores”.[15] Según nuestro punto de vista, lo anterior no constituye un defecto de integración. ¿Qué acaso nuestros migrantes mexicanos no hacen algo parecido en Los Ángeles? Y, me pregunto, ¿no es una fuente de riqueza convivir con diferentes culturas o, como dice Peter Burke, en esa suerte de “hibridismo cultural”? El movimiento patriótico alemán, sin embargo, no parece querer renunciar a su gusto por la uniformidad. Desearía ver a las mujeres que llevan puesto el chador o la burka vestidas al modo occidental; es decir, según su propio modelo.

 

El caso de la prohibición que se hizo en Francia del uso del traje de baño que cubre el cuerpo completo de la mujer excepto la cara, las manos y los pies, llamado burkini ha sido motivo de controversia en medios y redes sociales. La explicación que dio la autoridad francesa tiene algo de racional, pues se refirió a la posibilidad de que ese traje de baño se usara para envolver a la mujer y mantenerla oculta para evitar cometer un posible crimen como el sucedido en Niza el 14 de julio de 2016. Pero lo cierto es que el traje, como se ha dicho, no cubría el rostro; entonces, ¿cuál es la relación entre ese barbijo o velo y un tapujo que supuestamente pone en riesgo la seguridad? En última instancia, como afirmó la diseñadora de esa prenda, una libanesa de origen australiano, una mujer tiene derecho a elegir lo que se pone y nadie debe juzgarla si usa burkini o bikini. Y esta afirmación nos parece pertinente, salvo que esa sutileza sea pretexto para exaltar lo nacional a costa de lo extranjero.

Sea como fuere, lo cierto es que esa prohibición resulta desproporcionada y un tanto preocupante; sobre todo si recordamos que en Francia —que ha sido considerado modelo universal de Estado laico y de tolerancia democrática— ha habido anteriormente disputas en torno al derecho de las niñas de religión musulmana a usar velos de ese tipo en las escuelas, pues al parecer a algunos franceses les molesta la diferenciación cultural y los usos que ellos consideran exóticos y atentatorios contra la identidad nacional. Y no se piense que hablamos solo de la actitud del actual presidente Hollande, incluso Marine Le Pen, candidata del Partido conservador que lleva la delantera en las presidenciales de 2017, defiende el Estado laico y expresa la necesidad de respetarlo, por lo que apoya la prohibición del uso de velos en la vía pública. Como hace algunos años señaló Sylvain Crépon, un politólogo experto en el estudio de los movimientos nacionalistas de ultraderecha, es bien sabido que, en el fondo, al Estado no le interesa la laicidad ni la libertad de expresión que dice defender, sino la exaltación de “lo francés” en detrimento de costumbres ajenas a sus tradiciones nacionales.[16] Es decir, hacer notar el contraste entre un “ellos” (en este caso los musulmanes y los judíos, puesto que aprovechó la ocasión para proscribir la kipá junto a la burka) frente a un “nosotros” (francés, católico, etcétera).

Esas tensiones entre los países occidentales y los que no lo son ha generado un número considerable de movimientos nacionalistas, unos más radicales que otros, pero la mayoría de clara tendencia xenofóbica; y, a su vez, ha desatado la ira de los fundamentalistas islámicos que, en supuesta defensa de sus connacionales en Europa, han atacado desde sus países de origen a quienes manifiestan ideas de intolerancia. El 21 de enero de 2015, el jefe del grupo alemán de los PEGIDA, Lutz Bachmann, renunció a su cargo después de ser atacado por una serie de mensajes en Facebook en los que supuestamente hablaba de los inmigrantes de manera despectiva y denigratoria, llamándoles “animales y escoria social”; según la ley alemana, este tipo de enunciación se clasifica como discurso de odio. Al parecer, el colmo fue cuando este personaje afirmó en su muro de Facebook que la seguridad nacional “hacía necesaria una oficina de asistencia social para proteger a los empleados animales” (los empleados inmigrantes). Ese suceso ha dado mucho de qué hablar a los medios alemanes; últimamente se descubrió un supuesto autorretrato de Bachmann en el que se representa como reencarnación de Adolf Hitler. La imagen se titula “Está de vuelta”, en alusión al libro que lleva ese nombre y que ha dado pie a la realización de una película que provocó gran revuelo social. La imagen y el título se volvieron virales en las redes sociales; no obstante, más tarde se demostró que todo había sido un montaje. En otra ocasión, Bachmann publicó la foto de un hombre que llevaba el uniforme de la organización supremacista blanca estadounidense, el Ku Klux Klan, acompañado del lema: “El KKK mantiene las minorías a distancia”.

Más allá del hecho que tuvo como consecuencia que los fiscales de Dresde abrieran una investigación por sospecha de incitación al odio y a la violencia (Volksverhetzung),[17] lo que aquí se debe resaltar es la expansión de estas ideas que, en mi opinión, obedecen a tres razones fundamentales: en primer lugar, el morbo social que busca la violencia como un remedio a su aburrimiento; en segundo lugar, una verdadera inconformidad de grandes sectores de Alemania (igual que ocurre en Italia, Reino Unido, Turquía y Grecia) con la apertura de las fronteras y la acogida de miles de migrantes que parecen amenazar la estabilidad de una sociedad bien acomodada y con referentes de estabilidad muy claros (la ley, la frontera, la nacionalidad, la ciudadanía, etcétera). Y, por último, un sentimiento general de añoranza por lo nacional, lo propio, lo nuestro, acrecentado seguramente por la irrupción de políticas de mercado que, en muchos casos, no han traído los resultados de bienestar que se esperaban, o al menos no para la gran mayoría de la población de los países incorporados a bloques económicos o continentales como es la Unión Europea.

De cualquier manera, no puede dejar de preocuparnos, especialmente tratándose de Alemania, la fuerza que puede llegar a tener el nacionalismo aunado a una conciencia generalizada de rechazo. Alexander Gauland, líder del movimiento conservador Alternativa para Alemania (Alternative für Deutschland), en Brandeburgo, ha llegado a plantear cuestiones tan espinosas que nos remontan a ideologías que creíamos superadas como, por ejemplo, “espacio de afluencia y cultura de los extraños”, que genera un “flujo de hogar de quienes por generaciones han ocupado este espacio”.[18] En otras palabras, una defensa del espacio vital sin llegar a los extremos del Nacionalsocialismo, pero sí rozando sus linderos; lo cual no solo es motivo de extrañeza sino de preocupación y atención internacional.

Recientemente, un editorial del periódico Reforma señalaba la posibilidad de que, con el triunfo de Donald Trump, este tipo de movimientos radicales en el mundo podrían recibir un impulso al que “habrá que observar con lupa [para saber] cómo reaccionan ahora ante esta victoria del discurso xenófobo, antiinmigrante y proteccionista”.[19] Se refiere, entre otros, a las elecciones de diciembre en Austria, donde Norbert Hofer, conocido político de ultraderecha, estuvo a nada de ganar la presidencia. Asimismo, a los comicios que tendrán lugar en 2017 en Países Bajos, donde se ha presentado a la contienda otro populista de la extrema derecha o, como le llaman algunos analistas, el líder del seudoliberalismo europeo, Geert Wilders, quien ha demostrado su profundo desprecio por el diálogo intercultural y la tolerancia política; con el objetivo de afianzarse en el poder, ha fomentado una retórica del miedo y de resentimiento contra quienes, desde su perspectiva, son los causantes de ese miedo: los musulmanes, así en general, sin matices y con una fuerte dosis de xenofobia.

El peligro de emplear el discurso nacionalista de manera violenta está siempre latente. Como se ha dicho, es una emoción política y, por ende, puede variar si se le estimula para que cambie de dirección de manera intempestiva o para que pase de la emoción a la acción sin que medie el límite de lo racional. Este es el caso de los nacionalismos de carácter negativo; es decir, de aquellos que para afirmar lo propio niegan al otro, y que suele ocurrir en los nacionalismos que se vinculan a identidades raciales o étnicas, como ha ocurrido innumerables veces en la historia. En su última visita presidencial a Europa, el entonces presidente Barack Obama lanzó una señal de alerta ante el auge del nacionalismo étnico, tanto en Europa como en Estados Unidos y en algunos países de Eurasia: “Debemos permanecer vigilantes ante el aumento de una especie vulgar de nacionalismo o identidad étnica o tribalismo que se construye alrededor de un nosotros y un ellos”.[20] Y no le faltaba razón a Obama, pues como después expresó en una rueda de prensa junto al primer ministro de Grecia, Alexis Tsipras, se trata de una amenaza de la que podemos augurar sus resultados funestos, pues “sabemos qué ocurre cuando los europeos empiezan a dividirse y a enfatizar sus diferencias y competir a la manera de una suma cero”.[21] Quizá para algunos, la advertencia de Obama pueda resultar un tanto catastrofista e incuso justificativa de sus propios errores como presidente, pero no parece que se trate solo de una dramatización, sino de una realidad histórica que, como todo en la historia, puede repetirse como de hecho sucede con algunos movimientos de extrema derecha como los que se han mencionado, y muchos otros de los que se tiene noticia y que han cobrado fuerza en los últimos años, especialmente en los países de Europa del Este. En estos países se ha puesto en tela de juicio su pertenencia al “club europeo”, lo que ha provocado el surgimiento de un euroescepticismo que ha derivado, en el último año, en movimientos más asentados a los que algunos han llamado “eurocriticismo”.[22]

1.5. El peligroso lenguaje del odio y el racismo

Algo está sucediendo que esa especie de nacionalismo ha despertado “el lenguaje del odio”,[23] de rechazo al otro; lo mismo si nos referimos al discurso atronador, antiinmigración y antimexicano de Donald Trump que, si pensamos en la Francia de Marine Le Pen o en Suiza, donde los ciudadanos de a pie, los políticos y los medios, han adoptado un lenguaje de odio y rechazo fortalecido con motivo de los atentados ocurridos en algunas ciudades suizas durante 2015 y 2016 por grupos fundamentalistas islámicos.

El insulto y el desprecio se han convertido en las primeras expresiones de este nacionalismo que se basa en la negación del contrario, y no en la afirmación de lo propio. Por eso no puede dejar de llamar la atención el hecho de que un buen número de latinos haya votado por Trump en las recientes elecciones estadounidenses, a pesar de sus atronadoras amenazas de construir un muro de separación con México y, por ende, con el sur del continente, e incluso que haya advertido o amenazado que recurrirá a las deportaciones masivas. ¿Por qué votaron por quien los rechaza y humilla?

Hasta el momento, una posible respuesta sería que los latinos que dieron su voto al actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no estaban afirmando una convicción o una posición, y menos aún una conciencia de lo que culturalmente representan en ese país. Con su voto afirmaban lo que no eran, se deslindaban de sus orígenes, que en adelante serán causa de señalamiento y marginación. Algo parecido a lo que ha pasado en México desde hace siglos con los grupos indígenas, que han sido objeto de la marginación y hasta del odio y la persecución perpetrados, no por las clases burguesas altas ni por los descendientes directos de la cultura europea o hispana, sino por los propios mexicanos, mestizos, pobres y vapuleados como ellos. Lo que sucede es que una forma de crear la conciencia nacional es afirmar lo que no se es; así, al maltratar a un indígena se pretende marcar una línea divisoria que deje claro que quien lo hace no es indígena, de tal modo que no hay una afirmación de su ser histórico o nacional, sino una negación y un rechazo de odio hacia lo que no quiere ser. No en vano hay por lo menos dos generaciones de hijos o descendientes de migrantes mexicanos o latinos que han “olvidado” el español y solo hablan inglés; sin mencionar que cualquier mexicano que visita Estados Unidos les resulta siempre sospechoso.

En efecto, a lo largo de la historia esa ha sido una forma de expresar lo propio, lo nacional, lo autóctono, lo familiar; se proscribe y ataca lo opuesto, es decir, todo aquello que pueda poner en riesgo su anhelo de nación o que quiera crear un espejo en el que no desea reflejarse. Es ciertamente la forma más elemental y básica de afirmar lo nacional; tan simple que fácilmente se confunde con un juego de apariencias centrado en la derrota de quien represente el color opuesto.

Se trata, en efecto, de la forma de diferenciación social más primaria: el racismo. Primario porque dentro del proceso cognitivo del ser humano la etapa inmediata y básica es la percepción sensitiva y en concreto, la que capta la vista: el color del enemigo. En los populismos de derecha se añade un elemento que no suele presentarse en los de izquierda. Me refiero a esa forma tribal de identificar a los otros por su apariencia. Freud llama a esa manera de identificación “primera expresión de un lazo emocional con otra persona”.[24]

 

Si asumimos como punto de partida que el ser humano es un animal, condicionado como todos los animales por el mundo exterior, por la inmediatez, por el entorno, el clima, el hambre, etcétera, entonces ¿qué lo hace diferente del resto de los animales? Evidentemente la capacidad de superar esa inmediatez, de colocarse por encima de las apariencias y entender lo que hay detrás de ellas. Eso es por principio lo que queremos decir con la expresión animal racional. De tal manera que si una persona o un grupo humano afirma su ser negando los colores y rasgos aparenciales de lo que no es; es decir, a través del odio a los que son diferentes de él, no está remontando ese mundo, sino que se coloca al mismo nivel que cualquier otro animal, que reacciona solo por alteridad, esto es, por estímulos corporales básicos.

Eso es quizá lo que más preocupa del nacionalismo que está surgiendo en el horizonte de la cultura política actual, especialmente en Europa y Estados Unidos, parece ser un nacionalismo que revierte el camino andado, que nos regresa al punto de partida: violencia, odio, rechazo al diálogo y a la tolerancia. Hemos tenido que pasar por guerras internacionales, amenazas de una tercera guerra mundial mantenida bajo control gracias a la capacidad de diálogo y negociación; hemos tenido que vivir un holocausto en el que millones de personas fueron privadas de la vida en aras de una ideología nacionalista. Y, aun así, no hemos aprendido la lección: cuando parecía que había triunfado el cosmopolitismo de la cultura global y las fórmulas de convivencia intercultural e interracial, damos un paso atrás para volver al étnico-político, situándonos así en el extremo contrario de la axiología universal y del reconocimiento de una sola humanidad. Ese tipo de nacionalismo, insistimos, es preocupante, no el patriotismo sano que despierta en las personas sentimientos de generosidad; que es un vínculo y no un campo de batalla discursiva, ideológica y, como se constata en algunas partes del mundo, también militar.

Sin que haya una relación causal de necesidad, lo cierto es que cuando las sociedades tienden a cerrar sus fronteras y a encerrarse en sus valores, cuando se levantan muros materiales, culturales, ideológicos o virtuales, se suscita una tendencia a la agresión hacia el otro en su forma más elemental, que es el color de la piel o la religión, la procedencia o el idioma, es decir, el racismo.

A lo largo de la historia, el término raza se ha empleado para designar, no solo la diferenciación genética o biológica de un grupo determinado sino también la cultura. Baste con recordar que cuando José Vasconcelos acuñó el lema de nuestra Universidad Nacional Autónoma de México, “Por mi raza hablará el espíritu”, no se refería a la raza mestiza más que de manera indirecta. Aludía más bien a un sentido cultural, en ese caso la “quinta raza”, es decir, la latinoamericana, que después se recoge en símbolos propios en el escudo de la UNAM, tal como aparece hasta nuestros días. Lo mismo podemos decir del uso que se le da a esa palabra en la literatura, la poesía y la narrativa de la última década del siglo XIX y las dos primeras del XX. No fue sino hasta los años sesenta cuando se incorporó al lenguaje partidista y se le empleó como un instrumento de cohesión, dándole así un sentido más biológico y, por ende, más radical para convocar a un determinado sector social.

Tal como se le entiende hoy, resulta una expresión de contraposición y adversidad —ideal ajeno a culturas políticas verdaderamente incluyentes y universales—. Se ha convertido en un tema central de la política y ha adquirido carta de naturalización en Estados Unidos, en donde el nativismo, al más puro estilo del siglo XIX, se convirtió en un ingrediente fundamental del conservadurismo republicano.[25] Así, es inevitable pensar en ciertas contradicciones del sistema de las que ya hablaremos más adelante, pues si se considera de derecha al Partido Republicano es porque daba prioridad a la inversión y a los intereses de las grandes transnacionales, incluso a costa del gasto público en materia asistencial; no obstante, ahora parece dar la espalda al mundo y volcarse sobre sus propios ciudadanos; exaltar valores tan elementales como los orígenes fundacionales de los grupos coloniales denominados cuáqueros y las Trece Colonias, y en no pocas ocasiones el racismo encubierto o explícito.


El racismo lleva indefectiblemente a la violencia por una razón muy simple: se mueve en el lindero de la inmediatez, es decir de la materialidad más elemental con la que tenemos contacto, por tanto, es incapaz de llevar la comprensión de la otredad, de los otros, al nivel más elevado de la tolerancia y la convivencia pluriétnica. Cuestión que —hay que decirlo— se había moderado en la época de expansión de las políticas de globalización (primera década del siglo XXI).

1.6. El renacer de las emociones políticas

No obstante lo criticable que es comportarse siguiendo únicamente nuestras percepciones sensoriales —como el color de la piel o los rasgos étnicos—, tampoco es mi deseo proscribir cualquier manifestación emotiva en la vida política y, concretamente, en el desarrollo del nacionalismo.

¿Quién puede negar la imagen corpórea de Mahatma Gandhi? Tal como lo señala Nussbaum, este gran líder político sabía que su destino era construir una nación, y que ello no se hace únicamente con discursos. Las personas no somos entes puramente racionales; Gandhi, profundo conocedor de la naturaleza humana, sabía que para llevar a buen término su labor constructora debía dirigirse a seres humanos de carne y hueso, que perciben el poder como un fenómeno en parte racional, pero sobre todo emotivo e incluso mágico o religioso. Por ello, aun cuando fue un escritor prolífico, no fueron sus escritos los que persuadieron al pueblo indio a seguirlo para construir el gran país que debía hacer su aparición en el concierto de las naciones, sino el manejo de una imagen que él mismo encarnaba. “Él pensaba —dice Nussbaum— que el amor a la nación, transmitido a través de símbolos como banderas e himnos, suponía una parte esencial del trayecto hacia un internacionalismo verdaderamente efectivo”.[26] Gandhi es, por tanto, el modelo de un líder nacionalista que se coloca como puente entre la nación y la sociedad. No es un líder que va detrás de su grupo empujándolo por medio de la fuerza o de la acción, sino que encabeza y conduce a su pueblo a la unidad gracias a su autoridad moral.

Entiendo que afirmar tal cosa en un mundo como el nuestro puede resultar demasiado disruptivo, pues si algo nos caracteriza después de las amargas experiencias de caudillos y conductores (eso significan las palabras duce y führer) del siglo xx es nuestra renuencia a aceptar héroes que pretendan mostrarnos el camino o dotar de sentido al mundo en el que vivimos mediante símbolos de identidad. Sin embargo, el ejemplo de Gandhi, que consideramos aquí a partir del estudio de Nussbaum sobre las emociones políticas, nos revela algo muy distinto a los planteamientos de aquellos dictadores que pusieron en jaque al mundo durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Para Gandhi, despertar la emoción del patriotismo no significaba capitalizar la ignorancia de un pueblo analfabeta en su mayoría. Su concepto de la emotividad patriótica no era una extrapolación frente al desencantamiento racionalizador del mundo occidental, motivaba al pueblo por medio de cantos populares, pero a la vez lo exhortaba a tener una mentalidad crítica, a no permanecer inerte ante la injusticia o la opresión, por ello eligió símbolos que proclamaran la importancia de esta, como Ekla Chalo Re, de Rabindranath Tagore, que decía: “Abre tu mente aprende a caminar solo, no tengas miedo, camina solo”. Además, como dice Nussbaum, su biografía y su propio cuerpo eran expresiones claras de esa rebeldía sana que proponía a su pueblo, porque no se conformaba con el establishment e invitaba a los indios a no tener miedo, a caminar solos, sin la tutela extranjera.

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