El sueño del aprendiz

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—¡Sí! —dijo María radiante de felicidad—. Sabía que los soldados peleaban hasta la victoria. ¿Lo ves? —remató mirando a su amiga con suficiencia.

Cecilia la miró con fastidio.

—Ya que se te da tan bien, podrías venir a ayudarnos más a menudo —apostilló, mostrándome una sonrisa ambigua.

—A ver, a ver, no atosiguéis a nuestro invitado —intervino doña Blanca.

—Bueno. En realidad, yo ya me iba —dijo María recogiendo sus cosas.

Doña Blanca acompañó a María a la puerta y, cuando por fin me encontré con Cecilia a solas, me sentí invadido por una sensación muy extraña. Intenté escrutar en vano esa mirada que constituía un enigma para mí. Parecía encerrar un gran misterio y, a la vez, resultaba sumamente dulce y delicada, como la invitación constante a perderse en el verdor de una selva impenetrable. Por un momento me sentí acorralado por el desconcierto, el agobio, las prisas y las dudas, pues nunca había sido capaz de saber cómo comportarme en aquel tipo de situaciones. Pero sabía que sería mi única oportunidad y no podía desperdiciarla. Así que, tras coger aire, me lancé.

—En realidad yo he venido hasta aquí por un amigo —murmuré.

Ella pareció no comprender muy bien, y quizás decepcionarse un poco.

—¿Qué amigo?

—Julio, es un compañero de clase.

—¿Lo conozco?

Negué con la cabeza

—Él te vio un día en la plaza, pero probablemente tú no te fijaste en él —aclaré después.

—¿Y qué es lo que quiere ese Julio?

—Bueno pues, verás, él… está deseando conocerte —dije tratando de encontrar las palabras más adecuadas.

—¿A mí? ¿Por qué? —preguntó mostrando más interés.

—Pues supongo que porque le gustas —dije sin pensar, como si aquella fuera la única posibilidad.

Pero aquello sonó como una nota discordante en el ya de por sí forzado diálogo, e hizo que me arrepintiera al instante de que aquellas palabras hubieran salido de mis labios. Sin embargo, ella, lejos de reaccionar con ira o vergüenza, se quedó como pensativa, tratando de interpretar y medir debidamente el significado de aquella revelación, que había quedado como suspendida en el aire.

En ese momento doña Blanca regresó a la cocina y empezó a recoger las tazas de café. Me retiré un poco a un lado, esperando que no notara que me había puesto rojo de vergüenza.

—Yo también debería irme, muchas gracias por todo —les dije.

—Gracias a ti por la visita Manuel —me dijo con dulzura—. Vuelve cuando quieras —añadió.

—Ya le acompaño yo —se ofreció Cecilia mostrándome el camino hacia la salida.

Caminé detrás de ella en silencio y nuestros cuerpos se rozaron apenas un instante al atravesar el umbral de la puerta. Después sentí tras de mí como ella, apoyada en el pomo, emitía un pequeño suspiro, preludio ya de la despedida.

—Adiós Manuel, ha sido un placer conocerte —me dijo por fin.

Me volví para mirarla y noté cómo mi corazón iba más rápido de lo normal. Sus ojos verdes me sostenían la mirada, sin dejarme apartarla.

—¿Qué le digo? —pregunté aún apabullado.

—¿A quién?

—A Julio.

—Dile que podemos vernos cuando quiera. Pero que no se haga ilusiones, puede que yo ya me haya fijado en otro chico —respondió con total frialdad.

—Ah, ¿sí? ¿En quién? —quise saber, desarmado una vez más por su franca osadía.

—No puedo decírtelo —dijo como si aquello encerrara una especie de acertijo.

—¿Es alguien del barrio? —me atreví a preguntar, en una especie de ruego desesperado.

—Sí —confirmó de manera sencilla y directa. Y la puerta se cerró delante de mis narices.

— 6 —

Principios de diciembre de 1872

La parte del negocio reservada para atender al público ocupaba un espacio más pequeño, en comparación con el taller. Un simple mostrador de madera con la caja registradora y un par de sillas al otro lado para hacer más cómoda la espera eran los únicos objetos que componían la estancia, en ese momento huérfana de clientes.

Yo me hallaba ensimismado observando la plaza, muy quieto, como de costumbre, mientras mi padre y mi hermano trabajaban en la trastienda rematando los arreglos. Allí, lejos de la lumbre de la cocina, el frío del amanecer claro iba calando poco a poco en los huesos, y me froté las manos como un acto reflejo mientras contemplaba el paisaje a través del cristal que separaba el local de la calle.

Un hombre, ataviado con blusa larga y gorra de labor, tiraba de una carretilla cargada hasta los topes e iba seguido de una mujer que circulaba precavida, con cuidado de no arrastrar mucho el vuelo de sus faldas. Al otro lado, un caballero con levita y sombrero alto, a la moda, pasaba frente al mendigo que ocupaba el mismo espacio todas las mañanas. De un cercano portal asomaron de pronto un pobre viejo encorvado y un muchacho escuálido que empezaron a seguir la estela de un carro que cruzaba la plaza con indiferencia y parsimonia, arrastrado por bestias perezosas. Eran los mismos ritmos, los mismos sonidos tan reconocibles, aquella letanía cadenciosa envuelta por el improvisado y artificial frenesí de la urbe.

De pronto alguien traspasó el umbral de la puerta acristalada del negocio, haciendo crujir su desgastado mecanismo y sacándome de la quietud contemplativa. Bajo el sombrero de fieltro asomaba un pitillo encendido y la cara angulosa de un hombre de la edad de mi padre, algo curtida por la intemperie. Juraría haberlo visto un par de veces antes, pero no lograba encajarlo entre los rostros conocidos del barrio. Vestía un traje de paño de color marrón, un poco usado pero muy limpio, que sobre un cuerpo tan delgado y enjuto le descolgaba un poco hacia abajo, produciendo el efecto de que le sobrase tela.

—¿Está Vicente? —dijo tranquilamente tras aclararse la voz.

—Está en el taller. Espere aquí un momento, saldrá enseguida —contesté.

Sus ojillos de halcón me observaban minuciosamente, aunque su gesto era más de curiosidad que de reparo o alerta.

—¿Es para encargar un arreglo? —le pregunté al ver el par de zapatos que sostenía en la mano izquierda—. ¿Quiere que le vaya tomando nota?

Me dedicó una vez más una larga mirada, tras la cual simplemente se encogió de hombros.

—Claro. A estas viejas suelas les hace falta una puesta a punto —dijo apoyando con resolución el desgastado calzado sobre el mostrador.

Me detuve un poco a observarlos para hacer una primera evaluación de la reparación necesaria, tal y como haría mi padre. Se trataba de un clásico modelo de buena factura, de los que se habían empezado a fabricar en serie por la zona de Alicante, muy extendido en los últimos tiempos.

—Ya veo, ningún problema. Permítame que lo anote y le haré un resguardo —le dije.

—Tú eres el pequeño, ¿verdad?

La pregunta me pilló algo desprevenido, pero no me sorprendió. Tampoco el tono familiar que empleaba, confirmando que probablemente se trataba de un viejo cliente.

—Sí. Me llamo Manuel —contesté levantando un poco la mirada mientras me preparaba para hacer la nota.

—Lorenzo Vila —dijo, tendiéndome la mano.

Mi padre no tardó en salir y, a tenor de su expresión, parecía satisfecho al ver que me había prestado a ayudar despachando al cliente en su ausencia.

—¿Dónde tenías guardado a Manuel? Casi no lo he reconocido —le dijo a mi padre con cierta familiaridad.

—Sí —asintió mi padre con un leve resoplido—. Suerte tienes de verle el pelo por aquí. Se ha empeñado en estudiar y ahí lo tienes, en la universidad —dijo como disculpándose por mi escasa destreza en el oficio familiar, aunque un leve destello en sus ojos mostrara también algo de orgullo.

—¿Qué estudias? —se interesó dirigiéndose a mí.

—Leyes.

—Interesante —me dijo con una mueca que no supe muy bien cómo interpretar.

—¿A que no adivina lo que anda diciendo? ¡Que le gustaría trabajar en un periódico! ¿Qué le parece? —añadió mi padre riendo un poco, como si tal ocurrencia resultara ridícula.

Lorenzo enarcó las cejas levemente, sorprendido, pero me pareció que él sí lo encajaba con agrado.

—Ay, esta juventud —prosiguió mi padre con condescendencia—. Le tengo dicho que lo que tiene que hacer es procurarse una plaza en un buen bufete. Dígaselo, igual a usted le hace caso.

—Deberías hacer caso a tu padre, es un hombre muy sabio —confirmó sin dudar, dirigiéndose a mí.

—¿Lo ves? —resolvió mi padre con satisfacción—. ¿A que tú no sabes quién es el señor Vila? —me interpeló—. Escribe en El Mercantil —continuó divertido.

Me quedé de pronto petrificado al escuchar lo que mi padre había soltado así, sin avisar, con total ligereza. El señor Vila no tardó nada en percatarse de mi reacción, y al instante noté como me estudiaba mientras exhalaba el humo de su cigarro, adivinando mis pensamientos.

—Mañana a primera hora entonces, ¿no? —dijo sacándome de aquel estado absorto.

—Eso es —respondió mi padre.

—Encantado de conocerte Manuel.

* * *

Después de aquello, sin saber muy bien por qué, esperé con ansia que pasara el día, deseando que el enigmático Lorenzo Vila se presentara realmente a primera hora a recoger sus zapatos, cuando yo aún estuviera en la tienda. Todavía no sabía qué iba a decirle, ya improvisaría algo, pero desde luego tenía que aprovechar aquella circunstancia para conocerlo mejor. Tener tan cerca al redactor de un periódico, conocido de mi padre y que además sabía de mi existencia, era una inesperada y feliz coincidencia, una oportunidad única que no podía dejar escapar. Tan ilusionado estaba que aquello hizo que lograra olvidarme momentáneamente de Cecilia.

 

Mi esperanza se vio asombrosamente recompensada al día siguiente. En cuanto lo vi entrar por la puerta y nos miramos, me di perfecta cuenta de que sabía que lo estaba esperando y que, de alguna manera, todo estaba calculado para que él y yo pudiéramos concitar una especie de cita encubierta.

—Hola Manuel —me saludó.

—Buenos días, señor Vila.

—Vengo a por mis zapatos —dijo con tono resuelto.

—Por supuesto.

Mi padre, que lo estaba observando todo apoyado en una esquina del mostrador, no parecía sospechar nada. Recogió el resguardo y fue a buscar los zapatos en el estante de entregas. Lorenzo pagó lo acordado y sin mediar más palabra se dispuso a abandonar el local.

—Nos vemos luego. Yo ya me iba —dije despidiéndome de mi padre apresuradamente.

Al escucharme, Lorenzo se detuvo sosteniendo la puerta, esperándome.

—¿Te apetece un café hijo? —me preguntó cuando nos recibió el frescor de la calle.

—Claro.

Seguí sus pasos hasta el café Madrid, en la esquina que formaba la misma plaza Pellicers con la calle Fumeral. Su atractivo rótulo ocultaba en realidad una taberna del barrio, de las de toda la vida, que había cambiado de dueños recientemente. Sus viejas paredes de madera, que habían retenido el olor del vino y del tabaco entre sus poros, eran de las que tenían solera.

Yo había estado allí dos o tres veces, siempre acompañado por mi padre, y en todas ellas había tenido la molesta sensación de que todo el mundo me miraba con mala cara. Comprobé que eso no había cambiado desde la última vez. Pero lo cierto era que, aunque encontramos sin dificultad un hueco en la barra que parecía que hubiera estado ahí esperando a que llegáramos, el establecimiento registraba una notable actividad a esa hora de la mañana.

—¿Es cierto eso de que te gustaría trabajar en un periódico? —me soltó sin más preámbulos.

—No lo negaré, siempre me ha atraído mucho la prensa.

—¿Qué es lo que te atrae exactamente? —se interesó.

Me sentí de pronto algo incómodo al ser examinado y cavilé un poco qué respuesta darle, por miedo a quedar como el pardillo que era. Era cierto que, teniendo en cuenta el entorno en el que me había criado, esa querencia mía por la lectura era una rareza difícilmente explicable. Pero dudé si era lo más adecuado confesar directamente la verdad: que había empezado a leer sobre todo periódicos por el simple hecho de que era de lo poco impreso a lo que podía echar mano en mis ratos libres.

—No sé, es algo que me resulta difícil de explicar —comencé algo inseguro—. Pero es cierto que, cuando la leo, a menudo fantaseo con ser yo el que ponga voz al relato de lo que está ocurriendo.

No pareció convencerle mucho la respuesta.

—Puede que no sea como te lo imaginas. Hay que trabajar mucho, y muy duro —me advirtió.

—No me asusta el trabajo.

—Deberías pensarlo bien —dijo frenando inexplicablemente mis ansias—. También corres el peligro de que te atrape, y luego no puedas salir de él.

—No me importaría correr ese riesgo —dije sin un resquicio de duda.

Pero, de nuevo, no se dejó impresionar por mi ímpetu desbordante. Pareció meditar un poco lo que iba a decir mientras apuraba los últimos sorbos de su café y depositaba unas monedas sobre la barra.

—Lo cierto es que me vendría muy bien un ayudante. ¿Te interesaría? —dijo con pasmosa naturalidad al tiempo que yo, al escuchar aquella propuesta, noté cómo una agitación repentina me subía lentamente desde el pecho hasta el cerebro, atribulándome.

—Pero, señor, yo no tengo ninguna noción de periodismo. No sé si…

—No te preocupes por eso, todo puede aprenderse —me interrumpió—. El periodismo se rige por tres o cuatro reglas básicas —explicó—. Conociéndolas, cualquiera un poco observador y dotado de cierto nivel cultural y sentido común puede ejercerlo. El oficio de periodista se aprende, como todos, fijándose en los buenos maestros —remachó.

Traté de serenarme y pensarlo fríamente. Deseaba aceptar aquella oferta por encima de todas las cosas, pero a todas luces había un obstáculo importante a tener en cuenta: mi padre ya me había dejado claro que no era el futuro que esperaba para su hijo licenciado, y tal vez aquel no fuera el mejor momento para contrariarlo.

—Es muy tentador. Pero... si lo hago, mi padre no podría enterarse —acerté a decir tímidamente.

—¿Por qué no?

—No creo que lo viera con buenos ojos. Usted mismo escuchó lo que dijo el otro día, quiere que me convierta en un brillante abogado —le recordé.

—¿Tan tajante es respecto a ese tema?

—Me temo que sí.

—Entiendo. Aun así, ¿podrías hacerlo? Me refiero, ¿sería factible hacerlo a sus espaldas? —se atrevió a preguntarme.

—Tal vez —elucubré, tratando de medir los riesgos—. Mi amigo Julio siempre podría encubrirme.

—No podría pagarte mucho.

—Eso no es un problema.

—Piénsatelo entonces. Medítalo durante un par de días —musitó con una media sonrisa—. Si decides probar, te estaré esperando el lunes en este mismo sitio, a las ocho.

Se ajustó el sombrero y me dedicó una leve inclinación de cabeza antes de marcharse, como distraído, dejándome allí plantado con lo más parecido a una promesa de hacer realidad mi sueño.

Apenas podía creérmelo. La emoción por lo sucedido aquella mañana continuó invadiéndome durante todo el día y, en cuanto pude, salí disparado a visitar a doña Encarnación para leer los diarios atrasados que me esperaban en su casa. Presté más atención que nunca a una prensa que últimamente llegaba atiborrada de crónicas y novedades. Indudablemente era un tiempo agitado, de cambio, en una España en la que, de pronto, todo quería suceder muy deprisa, sin apenas dar tiempo a asimilarlo.

En poco tiempo habíamos pasado de la caída de la monarquía de Isabel segunda —forzada a exiliarse tras el triunfo de la revolución del sesenta y ocho—, al fulgurante gobierno de Prim con la instauración de la democracia y de un nuevo monarca italiano sin apenas tiempo para asimilarlo. Claro que, poco después, se vivió con enorme conmoción el turbio asesinato del presidente y, de nuevo, la vuelta a las discusiones de un país en crisis permanente, irreconciliable, enfrentado a todo tipo de adversidades y a sí mismo que, tristemente, empezaba a pensar que no tenía remedio.

Estudié minuciosamente el ejemplar que tenía entres mis manos. En la parte superior de la primera página podía leerse en letras grandes destacadas: «El Mercantil valenciano. Diario político-independiente literario, comercial y de anuncios». Con el subtítulo de: «Publica dos ediciones diarias». Más abajo, a la izquierda, figuraban los precios de suscripción, diferentes si se trataba de Valencia capital o fuera. Aquella era la forma más económica de adquirir la prensa y, lógicamente, cuanto más larga era esta más sustancial era la rebaja. En el caso de El Mercantil la suscripción mensual de las dos ediciones costaba diez reales, mientras que si solo era la de la mañana el precio se reducía a nueve. También figuraba el precio de las suscripciones para tres meses y un año, a una o las dos ediciones, cuyo coste iba aumentando gradualmente. No obstante, fuera con suscripción o sin ella, leer el periódico todos los días era un lujo que no estaba al alcance de cualquiera.

Repasé con detenimiento la edición matinal, que empezaba normalmente con la sección editorial y el llamado Boletín del día. En la primera página, la crónica política siempre era lo más importante, sobre todo con el resumen de lo que se cocía en aquel momento en las Cortes, detallando las intervenciones más importantes en Senado y Congreso. Después se pasaba a la crónica local y provincial, que venía repleta de sucesos y anécdotas o algún magno evento acaecido en la ciudad, lo que se terciara ese día. A menudo también se insertaba algún extracto especial recibido de los corresponsales, sobre todo de Madrid y Barcelona, aunque también publicaba cartas de Italia, de Inglaterra o de Francia. Mientras que la edición de la tarde, de menor enjundia —a menos que hubiera alguna noticia de última hora que reseñar—, solía estar centrada en la sección de las Gacetillas, que eran un somero resumen de lo que llegaba de la prensa oficial de Madrid y Barcelona.

Mientras repasaba lentamente los caracteres impresos con tinta, sentí cómo ejercían un asombroso poder sobre mí. Casi sentí vértigo al imaginarme componiendo uno de aquellos párrafos. Hasta los anuncios me parecían más hermosos al mirarlos con detenimiento: «Esencia de Zarzaparrilla», «Papel de fumar de La Palma», «Cápsulas y sacaruro contra la disentería y el crup», «Liquidación de abanicos en la calle de la Abadía». Acabada la lectura recogí el papel, sobrecogido, y le pregunté a doña Encarnación si podía llevarme aquel ejemplar a casa.

—Claro —me dijo ella sorprendida por mi extraño comportamiento.

— 7 —

Mediados de diciembre de 1872

La madre de Julio nos había preparado un delicioso chocolate con galletas. Bueno, más que de su madre aquella maravilla era obra de Espe, la señora que se ocupaba del servicio. Me encantaba visitar aquella casa, que perfectamente podría tener el doble de espacio que la mía y estaba dotada de todo tipo de comodidades. Estimé que solo la lujosa decoración del salón sería más costosa que todos los muebles con los que nosotros contábamos. Además, me permitía acceder a los libros y materiales de estudio a los que jamás podría acercarme de ninguna otra manera. A su padre apenas lo conocía, rara vez se dejaba ver en casa, pero ella era una mujer encantadora que parecía vivir siempre en el mismo estado de complacencia con la vida.

A Julio, en cambio, lo encontré profundamente abatido. El motivo no era otro que la proximidad del momento de su periodo de instrucción en el ejército. Con el carrusel de emociones al que había estado sometido en los últimos días, casi había olvidado que debía presentarse en Capitanía dentro de unos días para conocer su destino. Intenté animarlo lo mejor que pude, y esperé ansioso hasta disponer de algún momento de intimidad para poder contarle todas las novedades.

Empecé por explicarle la propuesta que me había hecho Lorenzo Vila, pero aquello no consiguió sacarlo del todo de su aturdimiento, y su entusiasmo fue mucho menor de lo que yo esperaba.

—¿O sea que tú también dejas las clases? ¿Vas a tirarlo todo por la borda? —me recriminó con gesto adusto.

—No voy a dejarlo Julio. Haré lo que pueda para seguir el ritmo del curso, pero no puedo dejar pasar esta oportunidad. ¿Es que no lo entiendes? —traté de explicarle.

—No lo sé, dímelo tú. ¿Es de fiar ese tipo? ¿Desde cuándo lo conoces?

—Ya te he dicho que es un cliente de mi padre y es un hombre respetable. Y sí, claro que es de fiar —dije irritado por su inusual recelo—. Además, lo que cuenta es que es redactor y me abrirá las puertas de El Mercantil, ¿acaso eso no es suficiente? —añadí fastidiado porque no fuera capaz de entender algo tan obvio.

—A propósito, ¿lo sabe tu padre? —preguntó.

—Claro que no, y no debe saberlo. Después de lo que ha costado mi ingreso en la universidad no lo consentiría.

—Tendrás que andarte con pies de plomo, entonces.

—Para eso cuento contigo, espero que me apoyes en caso de que sea necesario.

—Por supuesto, pero conmigo en el ejército no sé si seré de mucha ayuda.

—Eres mi única coartada —le rogué.

—¿Estás seguro de que vale la pena?

—Este es mi sueño Julio, tengo que hacerlo.

Se limitó a asentir como distraído. Aunque yo en el fondo sabía que, a pesar de sus dudas, contaba con su apoyo. Decidí entonces tratar el otro asunto, aquel con el que estaba seguro de que conseguiría cambiar su ánimo.

—Conseguí hablar con esa chica que te gusta, Cecilia —le deslicé guiñando un ojo.

Por supuesto, a mí aquello me parecía mucho menos importante comparado con poder verme pronto como ayudante de un redactor en El Mercantil, pero como me figuraba, su interés creció exponencialmente.

—¿De veras? ¿Pudiste hablarle de mí? —dijo de pronto mucho más animado.

Traté de explicarle cómo fue mi encuentro con ella en su casa sin omitir ningún detalle, tampoco el comentario que me hizo al despedirse.

—¿Cómo que otro chico? Explícate, ¿qué quiere decir eso? —me apremió.

—Eso fue lo que me dijo exactamente, justo antes de cerrar la puerta. No sé nada más.

 

Pareció meditarlo durante unos segundos.

—Dime sinceramente: ¿qué opinas de ella después de conocerla de cerca? —preguntó tras tomarse un poco de tiempo para asimilar toda la información.

—Tenías razón, es diferente —empecé diciendo, y en ese momento estuve a punto de confesarle la honda impresión que me había causado, que apenas me había repuesto aún de aquel encuentro, o que no estaba realmente seguro de los sentimientos que en mí había despertado. Pero me contuve a tiempo y, en lugar de eso, me limité a encogerme de hombros—. No negaré que tiene mucho encanto.

Pero sin duda Julio debió de percibir algo en mí que le hizo sospechar un poco.

—Oye, ¿no será que a ti te está empezando a gustar? No serás tú ese chico en el que se ha fijado, ¿verdad? —me recriminó elevando un poco el tono.

—Claro que no —rechacé tajante—. Además, yo ahora no puedo pensar en eso.

La verdad era que no estaba del todo seguro pero, obviamente, Julio no debía saberlo.

—Entonces… ¿crees que tengo alguna posibilidad con ella? —me abordó preocupado.

—¿Quieres que sea sincero?

—Claro que sí.

—Creo que harías mejor en olvidarte.

—¿Por qué dices eso?

—Bueno, pues porque está el problema de tu ingreso en el ejército y…

—¡Ya basta! No me lo recuerdes —me interrumpió enfadado.

—Perdón, pero espera, déjame terminar. Iba a decir que ya dejó claro que se ha fijado en otro, y créeme, es del tipo de chicas de armas tomar. Así que dudo mucho que la hicieras cambiar de idea fácilmente —traté de explicarle.

Pero Julio no se daba por vencido. Estaba realmente obsesionado y, en su caso, tal vez la dificultad no había hecho sino acrecentar el deseo de acercarse a ella.

—Proponle una merienda en la chocolatería de la calle Zaragoza, este sábado, los tres —me dijo sin pensárselo dos veces.

—Estás loco.

—Lo sé. Y estoy desesperado, que es mucho peor.

—Ya veo.

—¿Lo harás? —suplicó.

Ya había visto antes en él esa mirada, sabía que no tenía nada que hacer.

—Si lo hago me deberás una muy grande, Julio —le hice saber, exasperado.

—Prometo ingeniármelas para buscarte un rato a solas con mi hermana.

—Olvida lo de tu hermana de momento. Ya te he dicho que ahora no estoy para esas cosas —rechacé.

—Vamos a ver, Manuel, no me fastidies. Una cosa es el trabajo y otra muy distinta las mujeres, perfectamente compatibles, además.

—Ya te diré algo de lo del sábado, no prometo nada. Pero, que te quede claro, la próxima cita te la buscas tú solo.

—Hecho.

* * *

Y mientras aquel sábado cruzaba el espacio oblicuo de la plaza que mediaba entre su casa y la mía a la hora acordada, no dejaba de sorprenderme por la facilidad con la que Cecilia había accedido a nuestra propuesta, casi como si ya lo estuviera esperando.

Al llegar a su altura, de pronto sentí como si mi figura empequeñeciera a su lado. Su sola presencia causaba un inexplicable efecto entre todos los que la miraban. Nadie diría que, con esa falda marrón de hilo grueso cubierta por una ancha pañoleta y mantón de lana negro, iba a ser capaz de captar la atención y, sin embargo, lo hacía. El conjunto, tal vez un atuendo más propio del campo que de la ciudad, caía a la perfección a su pequeño talle coronado por esa mirada intensa y una brillante cabellera. Y es que eran aquellos ojos verdes de claridad penetrante y de una belleza que no solo era capaz de infundir en ella firmeza sino de inspirar en los demás una instintiva admiración, los que le conferían un atractivo carácter, al mismo tiempo prudente y audaz.

Intercambiamos algunas palabras amables antes de que Julio apareciera, tarde, como siempre, en el momento justo en el que casi deseé que no se presentara para poder seguir disfrutando a solas de su personalidad arrolladora. Por más que me empeñara en negarlo, era evidente que ella cada vez me atraía más y que despertaba en mí sentimientos confusos. Era una sensación difícil de definir, pero que fuera lo que fuese, una obstinada resistencia interna se encargaba de ocultar, asumiendo que mi papel era el de mero acompañante, sin opción a intentar ningún otro tipo de acercamiento.

Pensando en todo esto, mientras paseábamos, vinieron a mi mente aquellas misteriosas palabras suyas al despedirnos la primera vez que nos vimos en su casa. Aquella frase todavía resonaba en mi cabeza y durante días me había obsesionado la idea de que, tal y como Julio había insinuado, ese “alguien del barrio” en quien ya se había fijado, fuera yo. «¿Era eso posible? ¿A quién si no se referiría? Y si no era eso, ¿por qué me soltaría una revelación así, con tanta intriga? ¿Era un mensaje oculto que yo debería ser capaz de entender?», me interrogaba sin cesar. Odiaba esa incómoda sensación de media certeza, y al mismo tiempo, había algo en mí que seguía dispuesto a ignorar cualquiera de esas señales. No, no podía hacer nada solo con eso. Hubiera necesitado una evidencia más fuerte, y de todos modos, de confirmarse esa sospecha me pondría en una tesitura muy difícil con Julio, así que, en parte, prefería seguir viviendo en la ignorancia.

Él, por su parte, obviamente se había propuesto impresionarla en esa primera cita, así que empezó a desplegar toda su artillería dialéctica. Cuando traspasamos la calle del Trench y llegamos a la altura de Santa Catalina, ya había conseguido acaparar totalmente su atención.

—¿Qué te ha contado Manuel de mí? —le preguntaba.

—No hacía falta que mandaras un mensajero —respondió ella resuelta—. Fue muy divertido el día que se presentó en mi casa sin avisar, estuve a punto de creerme que de verdad era para darnos la bienvenida al barrio.

—Es el tipo de favor que hace un buen amigo, es algo que hacemos continuamente —dijo Julio para justificarse.

—Ya, ya veo que vosotros dos os conocéis muy bien —comentó ella mirándonos a ambos.

—Demasiado bien. Julio es como un hermano para mí —intervine yo.

—Ah, ¿así que os lo contáis todo? ¡Qué tierno! —continuó ella divertida.

Pero nada de lo que ella dijera habría hecho que Julio cejara en su empeño. Detecté enseguida ese brillo especial en sus ojos y sabía perfectamente lo que significaba: que estaba loco por ella. No podía evitar que se le notara a leguas de distancia y supuse que Cecilia, por fuerza, también tenía que haberse dado cuenta. Aunque no parecía importarle mucho. «¿Cómo era posible que para él todo resultara así de natural y fácil?», me dije. Y a pesar de mi asombro, me di cuenta de que, en el fondo, lo envidaba. Me pregunté si sería capaz de sentir algo así por alguien alguna vez, de traspasar esa barrera de la devoción y la entrega absoluta.

Al poco llegamos a la chocolatería, muy próxima a la Puerta de los Hierros de la catedral, que un sábado a esa hora estaba a rebosar. Suerte que los propietarios, Emilio y Josefa, eran amigos del padre de Julio y nos hicieron un hueco en una apretada mesa al vernos entrar.

Julio no paraba de hablar. Estaba desplegando todas sus artes y ella se reía divertida con toda naturalidad, parecía encantada con tantas atenciones. En cierto momento me sorprendí disgustándome por que hubieran congeniado tan bien en tan poco tiempo. «Pero, ¿qué esperabas?», me dije. Julio era encantador, y con sus bucles castaños, mirada segura y sonrisa perfecta, tenía ese aire de chico rebelde que las volvía locas. No sé por qué había llegado a pensar que con ella sería diferente, tal vez porque parecía tan distinta a todas las demás.

—Estás muy callado Manuel —me dijo ella sacándome de mis pensamientos.

—Déjalo. Él es así, chico de pocas palabras. Siempre en su mundo. ¿Te ha contado que ahora quiere ser periodista?

—No tenía ni idea. Pensaba que a los dos os atraía eso de ser abogados —dijo Cecilia de pronto, muy interesada.

—No le hagas caso, de eso no hay nada de nada. Como mucho soy aficionado al mundillo, eso es todo —aclaré.

—No le creas, es mucho más que eso. Lo que pasa es que es muy modesto, cualquier día lo verás dirigiendo su propio periódico —comentó medio en broma.