El sueño del aprendiz

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Y por supuesto, en el centro, en un lugar privilegiado, estaba aquel trípode o burro donde apoyaba el calzado para todo tipo de arreglos. Allí consumía los días armado con la manopla de cuero que le dejaba los dedos libres y la palma de la mano cubierta para no hacerse daño, el tirapié o correa que sujetaba las piezas al muslo, y ese mandil de cuero que le resguardaba pecho y piernas para no cortarse con ninguna de las herramientas. Nunca me cansaría de admirar su habilidad y su técnica, tan pulida tras tantos años de trabajo.

Mi padre tenía muchas virtudes, pero el orden no se encontraba entre ellas. Piezas de cuero nuevas y viejas, retales, hormas y suelas, tacones, clavos y tachuelas, pequeños frascos o tarros, esponjas y todo tipo de paños raídos y sucios se amontonaban por doquier sin aparente criterio. Todo ello unido a la escasa limpieza —una pequeña barrida de tanto en tanto— y la falta de ventilación de aquel espacio, provocaba que el inconfundible olor de aquel oficio hubiera impregnado las paredes del recinto y se hubiera apoderado hasta la médula de toda la planta baja.

Pero a pesar de ese aspecto descuidado, y aunque no fuera siempre debidamente reconocido y considerado, era un trabajo muy fino y puramente artesanal. Prácticamente todos los zapatos del barrio habían pasado por sus manos. Era capaz de reparar cualquier calzado con suelas, tacones, cosidos, remaches y cordones nuevos y hasta lustrados en un abrir y cerrar de ojos, devolviendo a la vida incluso las prendas que parecían destinadas al destierro definitivo. Aquella destreza para lograr un fino acabado y perfectamente rematado en poco tiempo era fundamental, ya que la mayoría de las veces se trataba de un trabajo que se hacía en el momento, pues el cliente normalmente no podía permitirse tener otro calzado de repuesto.

El “Zapatero Rápido” Planes ocupaba uno de los bajos de la plaza de Pellicers, en la esquina que formaban las calles Falcons y Fumeral. Era uno de tantos modestos negocios familiares que daban vida cada día a aquel concurrido espacio en forma de triángulo que se abría paso en el corazón del barrio de San Agustín. Aledaña a Velluters y al llamado Mercado Nuevo, la nuestra era una barriada popular, ruidosa, plagada de pequeños comercios como tabernas, chocolaterías, droguerías o platerías que ofrecían una gran variedad de productos.

Encrucijada de callejuelas estrechas y pequeñas como la de Garrigues o la del Escolano, cuyas fachadas casi querían besarse, la de Pellicers era una de las plazas más bulliciosas y animadas de la ciudad casi a cualquier hora del día. Tal vez por eso, por su particular carácter, siempre me había gustado espiarla en ese momento del día en que se empezaba a intuir el despertar de la gente, el inicio de la rutina diaria. Los rostros de los vecinos de toda la vida se mezclaban con los desconocidos que pasaban todos los días a la misma hora y los que llegaban allí por accidente o simplemente nunca habías visto. Obreros que iban al trabajo, criadas, mercaderes; en su mayoría de rostros severos y miradas perdidas, atentos todos a su propio camino sin detener su inexorable marcha para conversar con nadie. Me encantaba detenerme a observar ese tránsito previsible de peatones, carretas y tartanas, siempre tan alborotado, y comprobar que todo estaba en orden antes de abandonarla. Sí, allí estaban, como siempre al pie del cañón, Amparito la de la mercería, doña Concha la de la tienda de los jabones y especias, don Amaro y su puesto ambulante de chucherías, ...

Y entonces la vi. Distinguí su rostro fugazmente, de casualidad, cuando ya estaba a punto de salir y encaminarme al otro extremo de la plaza. Me detuve un instante, algo desconcertado; aquella chica, ¿por qué me miraba así? ¿Qué demonios quería decirme? Hice un poco de memoria y entonces recordé perfectamente el día que llegó con su madre. Aparecieron en un carro atiborrado de trastos y maletas y causaron un gran revuelo que tuvo entretenido a todo el vecindario durante un buen rato.

Y ahí seguía, mirándome. ¿Pero de dónde habrá salido?, me pregunté. Ya la primera vez que los vi, comprendí que aquellos ojos verdes, con esa apariencia tan simple y llana, tan transparentes, tenían la facultad de atraparme en sus redes y paralizar el tiempo y el espacio a mi alrededor. Creaban una atmósfera invisible en la que todo adquiría una dimensión particular, y era inevitable sentirse atraído y dejarse arrastrar, como por los legendarios cantos de sirena, sin importar a dónde te llevaban ni cómo ni cuándo te iban a devolver de nuevo sano y salvo a la orilla.

Decidido a no dejarme atrapar por ellos esta vez, abandoné la plaza y definitivamente la perdí de vista. Aunque su imagen permaneció rondando mi cabeza todavía unos minutos, mientras avanzaba por la calle San Vicente hacia mi encuentro con Julio.

Pese al rigor casi invernal de aquella mañana, la Plaza de Cajeros bullía de gente. Tanto, que resultó casi milagroso que fuera capaz de descubrir el rostro de mi amigo, discretamente apoyado en una esquina, en medio de todo el barullo que se había formado junto al puesto de periódicos de Pepe Hurtado, el del limpiabotas o el del barbero ambulante. Aquel tramo final de San Vicente, en su unión con la Bajada de San Francisco y su prolongación en la calle Zaragoza hasta la Puerta de los Hierros de la Catedral, conformaban la principal arteria comercial de la ciudad. Las sastrerías, las tiendas de sombreros, boinas y gorras, las de abanicos, de telas y mantas, las relojerías, confiterías o almacenes selectos y comercios de toda clase se mostraban al público con sus escaparates bien provistos de género. Los toldos de los negocios asomaban a la calzada cual largos faldones de los edificios, queriendo abrazar el trasiego de viandantes, carretas, bestias y tartanas que inundaban la calle convirtiéndola en un heterogéneo y singular espacio.

Pese al nutrido tráfico de trabajadores, viajeros, compradores y mercancías, Julio y yo habíamos decidido vernos todas las mañanas en el mismo sitio; en aquel fabuloso lugar en el que se respiraba la esencia misma de Valencia. Era agradable dejarse envolver por aquel aire denso que encapsulaba la vieja ciudad: los aromas de la huerta y el mar, la letanía atávica de la manufactura de la seda —cada vez más venida a menos—, o los ancestrales gremios que todavía resistían con esfuerzo y empeño el empuje de los nuevos negocios industriosos, ligados a las fábricas y el ruido mecánico.

A Julio y a mí nos unían muchas cosas. La principal era una amistad que se había forjado en la adolescencia y se había mantenido imperturbable con el paso de los años. Convertidos ahora en perpetuos compañeros de fatigas en la vida universitaria, este era para ambos el segundo año en la facultad de leyes, que afrontábamos con mayor o menor fortuna en las graduaciones. Pero más que un compañero de estudios, que también, era el que había reemplazado a mi hermano Antonio como cómplice de peripecias, de alegrías y penas, de vivencias; en definitiva, se había convertido mi mejor amigo.

A diferencia de mí, Julio provenía de una familia acomodada. Su padre era el reputado abogado Julio Llinas, vivía en un elegante piso de la calle Ruzafa y podría decirse que se lo habían dado siempre todo hecho. En parte, esa vida fácil le hacía derrochar confianza, y ese ímpetu suyo solía acarrearle problemas y algún que otro disgusto. Pero en él siempre admiré cualidades de las que yo carecía y aspiraba a poder alcanzar algún día: su inconformismo, su atrevimiento, o su valentía y naturalidad a la hora de encarar las cosas.

Sin renunciar a ese estatus que solía facilitarle mucho las cosas, era un rebelde a su manera. Enfrentarse permanentemente a su padre era su forma de protestar porque le dirigiera la vida sin importarle lo más mínimo sus opiniones y sentimientos. Por fortuna últimamente todo parecía estar un poco más tranquilo, sin duda debido a que su familia estaba satisfecha por verlo por fin cursando los estudios de leyes, tal y como estaba previsto. Lo que probablemente ignoraban era que Julio, más que por convicción o influencia de sus consejos, se había visto empujado a ello al ver que yo finalmente también me inclinaba por esa opción, convirtiéndome en el primero de la humilde familia Planes en acceder a la universidad.

Para mí era bien distinto, claro está, pues estudiar no era para nada un capricho, sino el fruto de un empeño personal alcanzado solo a base de insistencia, tesón, duro trabajo y el sacrificio de mis padres para poder hacerlo. También sobrevolaba constantemente la sensación de que a mis hermanos no les hacía ninguna gracia la idea. Sospechaba que, aunque nunca lo dijeran en voz alta, en cierto modo me veían como a una especie de parásito que se aprovechaba del sacrificio de todos para hacer su voluntad. Al menos contaba, por el momento, con el beneplácito de mi padre. Un hijo universitario era un lujo muy caro para una familia como la nuestra, pero también era una apuesta de futuro. Sabía que el sacrificio bien podía valer la pena si servía para granjearme cierta prosperidad. Aunque a pesar de todo, tenía claro que, hiciera lo que hiciera, había algo que nunca podría cambiar: siempre sería el hijo pequeño del zapatero.

Julio miraba inquieto su reloj y me reprendió por el retraso, apremiándome a caminar más deprisa.

—Mientras venía para aquí iba pensando —comenté despreocupado.

—¿En qué? —se interesó él.

—En cómo sería nuestro primer juicio, ¿tú no te lo imaginas?

—Manuel, todavía estamos en segundo curso. ¿Cómo voy a pensar en eso?

—Ya, para ti es más fácil, como tienes el despacho de tu padre…

—¡Ni hablar! —reaccionó al instante—. No pienso trabajar con mi padre. Antes muerto.

—Si te sirve de consuelo el mío siempre dice que acabarás en Madrid —le dije, encogiéndome de hombros.

 

—Anda, ¿y eso por qué?

—¡Qué sé yo! Supongo que piensa que llegarás a ser alguien importante. No creo que opine lo mismo de mí —añadí después con cierta desilusión.

En realidad, aquella era solo una sospecha, pues su hermetismo casi siempre impedía adivinar cuál era su verdadera impresión.

—Si quieres que te tomen en serio, lo primero que tienes que hacer es cambiar esas pintas —dijo después de mirarme de arriba a abajo.

—¿Qué dices? ¿Qué les pasa a mis pintas? —protesté.

—Con la blusa gris, esa gorra vieja y el pañuelo al cuello parece que vayas a coger naranjas en vez de a aprender leyes —me soltó sin el menor reparo.

—¿Y qué quieres que haga? Es la ropa que tengo —me defendí—. Cuando gane el primer sueldo ya cambiará la cosa.

—No me lo tengas en cuenta —me dijo con una palmada en el hombro a modo de disculpa—, es que hoy tengo la cabeza en otra cosa.

—¿En qué?

—Venga, te invito a algo —me soltó de pronto, más animado.

—¿Ahora? ¿tan temprano?

—¿Qué pasa con la hora? A mí ya se me ha abierto el apetito.

—Perderemos la clase —dije tratando de convencerlo de que no era una buena idea.

—¡Al carajo la clase! ¿Quién aguanta un lunes a primera hora a Abelardo Ginés?

A pesar de mis reparos, terminamos entrando en una pequeña tasca a la altura de la iglesia de San Martín. Era muy difícil hacer cambiar de idea a Julio.

—Oye, Manuel, tienes que presentármela —fue lo primero que me dijo tras pedir las consumiciones.

—¿A quién?

—¿A quién va a ser? A tu vecina —me dijo como si aquello fuera una completa obviedad.

—¿Qué vecina?

—Esa vecina nueva que tienes en la plaza.

—¿Pero tú de qué la conoces? —pregunté extrañado.

—La vi el otro día, cuando te acompañé a casa por la tarde, ¿recuerdas? No pude evitar fijarme en ella. No sé, tiene algo especial, es diferente. ¿Cómo es posible que no me hubieras mencionado nada antes?

Diferente, esa era la palabra perfecta. Julio la había descrito tan bien que me dejó enormemente sorprendido.

—Ni siquiera la conozco, y no sabía que te interesara —repliqué—. ¿A qué viene esta fijación?

—A ver cómo te lo explico: ¿sabes cuándo ves a alguien y de inmediato te deja una huella muy profunda y no puedes dejar de pensar en ella? —dijo verdaderamente excitado.

—Sí, pero no entiendo qué es lo que has podido ver en esa chica, si no la conoces de nada.

—¿Pero es que tú no te has fijado en sus ojos? —me exhortó.

—Pues no —mentí—. ¿Qué les pasa a sus ojos?

—Vamos Manuel, si es imposible no fijarse —añadió cada vez más persuasivo, tratando de resultar convincente ante mi aparente indiferencia—. Son de un verde intenso y salvaje, como el del romero después de la lluvia en primavera. Nunca había visto nada igual.

Me quedé mirándolo, entre impresionado y aturdido, y ambos quedamos absortos pensando en ellos. Su descripción, tan evocadora y precisa, me transportó de nuevo al incomparable verdor de efecto hipnótico que me había retenido hacía solo unos minutos.

—Deberías buscarla y presentarte tú mismo —dije tratando de ocultar mi turbación—. ¿Por qué ibas a necesitar mi ayuda para eso, si yo ni siquiera la conozco?

—¡Venga hombre! Viviendo al lado para ti es más fácil inventar cualquier excusa. Yo no puedo presentarme así sin más.

—¿Qué tendrá eso que ver? ¡La conozco solo de vista igual que tú! —protesté.

—Si me ayudas prometo echarte una mano con mi hermana —dijo entonces, tratando de convencerme.

Confieso que aquello me pilló desprevenido. No imaginé que se le ocurriera mencionarlo, y no pude evitar que acudiera a mi mente la imagen de Clara, la hermana pequeña de Julio. Era cierto que había estado colado por ella mucho tiempo. Poseía una belleza sutil y sumamente refinada, muy delicada. La de veces que le había rogado que me ayudara a acercarme a ella, que intercediera de alguna manera. Aunque, pensándolo mejor, tal vez no fuera más que un secreto anhelo prohibido, una especie de amor platónico. «Olvídate de ella, no es para ti», me solía decir él. «No sé qué habrás visto en esa pusilánime», trataba de convencerme para contrarrestar mi empeño. Pero la verdad era que, en aquel preciso momento, no estaba seguro de que realmente siguiera sintiendo lo mismo. En el fondo sabía que no congeniaríamos, y que mi fijación por ella había surgido solo fruto del deseo hacia lo inalcanzable, más que de una verdadera pasión.

—Está bien, veré lo que puedo hacer —le contesté con poco convencimiento.

Al salir del establecimiento, Julio se entretuvo un poco en encenderse un cigarro y percibí en él entonces un gesto nervioso, tenso, y su mirada antes alegre empezó a tornarse esquiva. Su fugaz destello apasionado había sido reemplazado por un pensamiento sombrío. Comprendí enseguida qué era lo que le preocupaba, pues para mí Julio siempre fue transparente y nunca había habido secretos entre nosotros. Aquel estado alterado obedecía a que en el sorteo de quintos él y yo no habíamos corrido la misma suerte. Su nombre había aparecido entre los llamados a filas en su distrito, y en breve tendría que presentarse en el cuartel.

Aquello, inevitablemente, había trastocado todos nuestros planes. Tal fue el grado de frustración que le produjo la noticia, que estuvo dos días enteros desorientado, dirigiéndose a todo el mundo con gritos y exabruptos. En aquel primer momento, en el que la rabia le nublaba el juicio, había llegado incluso a plantearse una huida. Aunque luego lo descartó, claro está, eso solo hubiera servido para empeorar las cosas. Por suerte aquella colérica reacción inicial ya había pasado, dando poco a poco paso a la resignación. Ahora solo se limitaba a fumar algo más de la cuenta, con ese gesto impulsivo que desafortunadamente se estaba volviendo característico en él.

A mí tampoco me agradaba la situación y procuraba sacar poco el tema. Habíamos establecido un pacto no escrito para mencionarlo lo menos posible en lo sucesivo, tratando así de anular su efecto negativo, al menos en los días que aún nos quedaban antes de que se produjera la irremediable separación. Entonces ya tendríamos tiempo de lamentarnos, nos decíamos, tratando de disfrutar así del agradable presente.

Agradable, sí, esa era una buena palabra para describir el tiempo que pasábamos juntos. Las clases, los paseos, las meriendas, las eternas conversaciones, las confesiones, las discusiones por cualquier tema absurdo, los enfados y reproches incluso. Todo aquello formaba parte de nuestras vidas como el aire que respirábamos. ¿Cómo íbamos a reemplazarlo cuando nos obligaran a separarnos por la fuerza?

En esas estábamos cuando por fin alcanzamos el aula magna de la facultad de leyes. Penetramos con extremo sigilo tratando de que nadie se percatara de que estábamos entrando con la clase empezada. Agazapados en la última fila, divisamos a lo lejos la redonda figura del profesor de derecho romano Abelardo Ginés.

—No te olvides de hablar con ella, tienes que presentármela —me susurró, retomando de nuevo aquella idea que parecía haberlo trastornado tanto.

Y yo, desconcertado, cuando me volví hacia él algo molesto por su desmedida insistencia, en sus ojos leí el apremio, la súplica. Empecé a comprender hasta qué punto estaba afectado.

—No, si al final te saldrás con la tuya y me va a tocar inventar algún pretexto para acercarme a esa chica —le dije con resignación.

— 5 —

Noviembre de 1872

Rondaba los cincuenta, buena planta, exquisitos modales, siempre tan bien arreglada, manos finas, cabello moldeado. La señora Encarnación era toda una personalidad en el barrio de San Agustín, en el que llevaba viviendo toda su vida. Además de la hija de buena familia que había heredado el edificio de la plaza en el que residíamos, era la abnegada esposa de don Braulio Abellán, un respetado funcionario en el ayuntamiento. El matrimonio Abellán Torres tenía un hijo, Leopoldo, que había hecho carrera en Madrid y los visitaba tres veces al año. Visitas cortas, y tal vez demasiado formales, que a doña Encarnación le sabían a poco, a muy poco. «Este ha salido a su padre», protestaba siempre.

Fue marcharse el hijo de casa y empezar a sentirse sola. Por aquel entonces yo era un niño pequeño que correteaba entre las faldas de mi madre y, ventajas de ser el pequeño, la buena mujer debió de encapricharse un poco conmigo. Hubo ciertos regalos, algún capricho, empezaron las invitaciones a la merienda y cosas por el estilo. Evidentemente mis padres recelaban un poco, se preocupaban; «hijo pórtate bien», «guarda mucho los modales en aquella casa», «que no me entere de que molestas a la señora», me decían. Pero, puesto que tanto el viejo local del negocio como la casa que ocupábamos en la primera planta pertenecían al matrimonio Abellán Torres, que habitaban en la segunda, nada podía negársele.

Doña Encarnación disfrutaba de mi compañía y yo de la lectura de los diarios del día anterior que ella amablemente me prestaba. Era un quid pro quo en toda regla, y una costumbre bien arraigada entre nosotros. Los periódicos eran de su marido, que se los traía del ayuntamiento una vez ya leídos y las noticias caducadas. El matrimonio me reservaba siempre un ejemplar de Las Provincias y El Mercantil, la prensa de referencia de la ciudad, y no ponía ningún reparo a que yo me los repasara después tranquilamente mientras doña Encarnación me ofrecía la merienda o simplemente se complacía con mi visita y me regalaba la oreja con chismorreos del barrio de toda clase.

No sé de dónde me venía esa afición a la prensa tan curiosa y pertinaz, pero mi padre alguna vez contaba que desde bien pequeño me llamaron la atención los diarios. El caso es que, a falta de otra lectura posible, desde que los descubriera un día casualmente en una de aquellas visitas, devoraba todo el que caía en mis manos sin importar formato ni corte ideológico. Disfrutaba tanto con noticias de política o de la escena internacional como con la narración de lo más cotidiano, la crónica local y los sucesos de la ciudad.

En aquella fría tarde de otoño ella estaba especialmente afable conmigo, tierna casi diría yo. Doña Encarnación me había servido un chocolate con galletas que yo devoraba a la par que las páginas del ejemplar de Las Provincias de hacía dos días y, entre noticia y noticia, ella me iba soltando alguna de sus “perlas” con una encantadora sonrisa. Lo acompañaba de un suave toquecito en el hombro o en el brazo si pretendía dar más énfasis a lo que me estaba diciendo: que si la de la mercería le había dicho esto, que si el hijo de la carnicera se iba a casar con esta otra...

Yo de normal le hacía poco caso, pero desde aquella mañana le daba vueltas a aquel asunto que, merced a la insistencia de Julio, me traía de cabeza. Sabía que no erraría al preguntarle a ella si lo que quería era obtener información fiable, nada de lo que pasaba en el barrio se le escapa. Tenía que aprovechar una de aquellas conversaciones para indagar sobre la nueva vecina, aquella enigmática chica que tanto interés despertaba en él. Su fijación era ya exasperante, le había prometido algún avance y no podía demorar más la respuesta, de modo que me lancé al agua.

—¿Se ha fijado usted ya en las nuevas vecinas? —pregunté aprovechando una de sus pausas, como sin darle mucha importancia.

—¿Qué vecinas? —soltó ella algo desconcertada por la pregunta inesperada.

—Al otro lado de la plaza —aclaré.

—Ah, esas. Sí, claro que me he fijado. A todo el mundo le causó curiosidad verlas aparecer por aquí, naturalmente. El mismo día por la tarde fui a preguntar a Manoli, la portera del edificio, que también es muy amiga mía. La conozco desde que era una chiquilla, ¿sabes?

Asentí concentrado, levantando la vista del periódico, invitándola a que prosiguiera el relato.

—Pues a mí no me gustan, la verdad —continuó tras fruncir el ceño—. Pero ojo, que yo no me meto en la vida de nadie. Vienen de un pueblo del interior, no me preguntes cuál porque ya no me acuerdo. Ella es maestra, en una escuela de mujeres por el barrio del mercado, dicen. Parece ser que el marido las ha dejado, o algo así. Yo me figuro que las pobres se fueron más que nada por el qué dirán, pero eso ya es cosa mía, claro. ¿Tú te imaginas lo que debe ser eso? ¡Ay! Yo cuando me enteré me dieron una pena…

Sin saber por qué, el dato del abandono paterno produjo una honda impresión en mí. Doña Encarnación debió de captar esa ligera turbación, pues enseguida trató de tranquilizarme.

 

—Ahora que, por lo que se oye, ella debe de ser de armas tomar. Claro que también hay que echarle carácter para emigrar una mujer sola y empezar la vida en una ciudad nueva como Valencia. ¡Y con una hija! Figúrate qué panorama —decía con tono lastimoso.

—Y ahora que lo menciona, ¿qué se sabe de la hija? —indagué centrando el foco donde más me interesaba.

—Poco te puedo contar, la verdad. He oído que es amiga de libros y estudios, como la madre. Yo qué quieres que te diga, dos mujeres solas en una ciudad como esta no lo veo. Más les valía buscarse un hombre, que ya se sabe que hace falta uno en una casa para que esté todo en orden. Tú ya me entiendes —remachó.

Asentí mientras apuraba mi taza de chocolate y asimilaba todos aquellos datos para elaborar mi estrategia.

* * *

«Toc, toc, toc», sonaron tímidamente mis golpes sobre la madera.

La conversación con doña Encarnación me había provocado una impetuosa curiosidad que no esperaba. Siguiendo un inusual impulso, a los cuatro días estaba allí plantado delante de su puerta. Pero todo mi aplomo se había desvanecido en apenas un instante, sintiéndome de pronto como un completo idiota. Tanto, que estuve a punto de darme la vuelta y echar a correr escaleras abajo. Pero ya era demasiado tarde, la puerta se abrió poco a poco a la par que asomaba tras ella la figura de doña Blanca, la señora de la casa.

—Buenas tardes —dije forzando una sonrisa, con un tono que sonó algo inseguro.

—Buenas tardes —me respondió.

Su rostro sereno me miró con una mezcla de curiosidad y ternura.

—Mi nombre es Manuel Planes, soy el hijo del zapatero Vicente Planes, al otro lado de la plaza.

Ella asintió y abrió por completo la puerta, invitándome a entrar.

—Pasa, pasa.

Su sonrisa cercana, franca, resultaba de lo más cautivadora y consiguió que me relajara totalmente. Me di cuenta enseguida de que aquella mujer tenía un aura especial difícil de describir. Pero a la par que desplegaba su carácter y gran determinación, también intuía que se trataba, en parte, de una pose autoimpuesta que ocultaba cierta fragilidad y miedo.

Llevaba ya varios minutos mirándola mientras hablábamos de alguna banalidad, de su llegada a la ciudad o del ambiente del barrio, esforzándome en aparentar una seguridad de la que a todas luces carecía y preguntándome cómo demonios se suponía que mi estrategia de acercamiento iba a funcionar.

—¿Quieres tomar algo? Hay café hecho en la cocina —me ofreció con gran amabilidad.

Me sorprendí diciendo que sí sin pensármelo dos veces. Sin duda debió deberse a la atmósfera agradable que ella había creado, que había conseguido que en tan poco tiempo me sintiera como en mi propia casa. Definitivamente intuía que le había caído bien, y desde luego ella también a mí.

—Enseguida vuelvo —dijo con dulzura.

Mientras esperaba sentado en aquella pequeña salita observé con detenimiento el espacio que me rodeaba. La casa no podía ser más austera y sencilla, y los muebles, escasos; sin embargo, desprendía una extraordinaria calidez muy reconfortante.

Cuando ella apareció con el café, escuché cierto murmullo de fondo que parecía provenir de otra voz femenina, lo que me recordó de pronto el motivo por el que realmente me había decidido a ir hasta allí. Después, ocurrió todo de una manera tan natural que todavía me cuesta creer que sucediera así en realidad.

—Me preguntaba si está su hija en casa —quise saber mientras sostenía la pequeña taza en la mano.

—Así es, aunque ahora mismo tiene visita —respondió.

—Oh, en ese caso... —dije con cierto fastidio—, no quería molestar.

—No creo que sea ninguna molestia —dijo captando enseguida mi sorpresa e incomodidad—. Pasa —añadió tras levantarse invitándome con insistencia a entrar en la cocina—, mi hija Cecilia está repasando la lección con María, una de mis alumnas. Pasan mucho tiempo juntas porque es la única amiga que tiene por ahora —me aclaró—. Estará encantada de conocer gente nueva en el barrio.

Las dos estaban sentadas muy juntas, de espaldas a la lumbre de la cocina cuyo agradable calor inundaba toda la estancia. Su conversación quedó de pronto suspendida por un silencio cortante al advertir mi presencia.

—Perdón por presentarme así —dije rápidamente, excusándome.

—Manuel es nuestro vecino y estudia en la universidad —dijo Doña Blanca haciendo las presentaciones, y al mismo tiempo mediando para disipar la inevitable tensión por mi irrupción repentina en un espacio ajeno.

Pero esa sensación se esfumó muy rápido, pues enseguida las dos muchachas adoptaron una actitud de lo más divertida, e incluso hubiera dicho que veían con total naturalidad mi presencia en la casa.

—¿Qué es lo que estudias? —se interesó Cecilia.

—Leyes —contesté, quizás con menos énfasis de lo esperado.

—¡Qué aburrimiento! ¿no? —soltó ella con pasmosa naturalidad.

Su madre le reprochó por lo bajo ese comentario, aunque a mí no me ofendió en absoluto.

—Un poco sí —reí sincero—. Y a ti, ¿qué es lo que más te gusta?

—Se me dan bien varias cosas —afirmó con gran suficiencia—. Si Dios quiere algún día seré maestra, como mi madre —añadió con una ternura inconmensurable—. Aunque creo que lo que de verdad me hubiera gustado es la enfermería —concluyó después.

—¡Vaya! ¿No te da miedo la sangre?

—¡Qué va! A mí no me da miedo casi nada —dijo desafiante.

—Qué gran pérdida entonces, serías una enfermera estupenda —sostuve, imaginándomela salvando vidas con aquella firmeza.

—Vives al otro lado de la plaza, ¿verdad? —inquirió inclinando las cejas, como si de pronto recordara de qué le resultaba familiar mi rostro.

—Sí, donde el Zapatero —confirmé.

—¿Os conocíais? —quiso saber doña Blanca.

Mientras lo negábamos nuestras miradas se cruzaron un instante y, por alguna razón, no pude dejar de fijarme en ella. No es que destacara por una excepcional belleza, pero poseía un encanto que me mantenía totalmente hechizado. La pureza de sus ojos verdes me impresionó todavía más al verlos tan cerca, radiantes sobre su piel tersa y pálida. Las mejillas sonrosadas, sus formas suaves y curvadas, bien proporcionadas, conformaban un conjunto de una belleza muy sutil. Pero lo que más me impactó fue sentir que su alma me traspasaba. Por momentos me pareció que era capaz de transmitir un aire melancólico, una extrema vulnerabilidad incluso; mientras que otras veces, en cambio, su aplomo me recordaba a la agradable serenidad de una señorita de elevada posición.

—Creo que te vi el otro día, cuando salías de casa por la mañana —afirmó después más convencida.

—Puede. —Le sonreí, tratando de ocultar en vano la fascinación que me había causado desde el primer momento—. ¿Estabais estudiando? —dije cambiando de tema.

—María y yo aclarábamos unas dudas, nada del otro mundo.

—Repasamos un poco de latín, a mí se me atraviesa un poco. ¿Nos ayudas? —propuso María con su fina voz de terciopelo.

El trato familiar que adoptó también ella, que se mantenía discretamente en un segundo plano algo más cohibida, me resultó de lo más agradable, lo que me hizo olvidar, en parte, la decepción por no haber logrado un encuentro con Cecilia a solas.

—Claro —dije mostrando total disposición.

—«Dux aciem adversus milites instruxit atque milites spe victoriae fortiter in acie pugnaverunt remque publicam servaverunt» —recitó de carrerilla.

—Ah, esa es fácil —resolví a los pocos segundos—. Déjame ver, sería algo así como: El jefe formó la línea de batalla frente a los soldados y los soldados lucharon fuertemente con la esperanza de la victoria en la línea de batalla y salvaron al estado.