La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual

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Los pasajes que explican el origen de los colores han llevado a algunos comentaristas a defender que la teoría de la visión de Platón conjuga el extramisionismo del rayo visual con el intramisionismo de la llama que fluye desde los objetos. David C. Lindberg, por ejemplo, se apoya en un pasaje del Teeteto, en el que Platón sugiere que el ojo llega a ser pleno de visión cuando se produce el encuentro entre el rayo visual y la llama que viene del objeto (1976, p. 5). Platón sugiere que, en el momento de la coalescencia, el ojo se hace, por ejemplo, blanco, y el objeto visto se hace un ejemplar de la blancura. Cito parte del complejo pasaje:

[…] cuando llegan a un punto intermedio la visión, desde los ojos, y la blancura, desde lo que engendra a la vez el color, es cuando el ojo llega a estar pleno de visión y es precisamente entonces cuando ve […]. Así mismo, lo que produce conjuntamente el color se llena por completo de blancura y, a su vez, llega a ser no ya blancura, sino algo blanco. (trad. en 1988, 156e).

El pasaje no sugiere que algo regresa al ojo. Si procuramos conservar la coherencia con el extramisionismo del Timeo, tendríamos que sostener que la llama del cuerpo altera o modifica el rayo visual, que es quien se ha encargado realmente de tocar al objeto. En ese preciso momento, sin que nada retorne al ojo, el cuerpo afín adquiere ciertas cualidades cromáticas. El pasaje del Teeteto ofrece un intento interesante de justificar por qué cree Platón que las cualidades del cuerpo afín coinciden con las del objeto observado.

Volvamos al relato del Timeo. Centro del ojo, centro de la pupila, cuerpo afín y objeto se hallan sobre la misma línea recta. El fuego interior que abandona el ojo sale en búsqueda de lo semejante y cuando esa búsqueda se sumerge en el fracaso, cesan las afecciones del alma, que en un inicio denominamos “visión”. Si esta ausencia de visión es acompañada por un estadio de calma, los movimientos residuales del alma, si es que aún los hay, adquieren la forma de reminiscencia de imágenes anteriores. El alma se recreará, entonces, con fantasmas que simulan ser afines a los cuerpos que efectivamente tuvo ocasión de abrazar.

El interesante relato de Platón no solo explica por qué vemos objetos externos a plena luz del día; explica también por qué persisten imágenes remanentes, aun cuando hemos cerrado los párpados y ya no hay rayos visuales que emigran al exterior.

El encuentro de lo semejante con lo semejante nos sumerge ya en dificultades de interpretación. En primer lugar, se trata del encuentro de dos fuegos que no queman —en eso consiste su parentesco—. Pero de este encuentro surge un cuerpo afín, que contemplamos no a la manera de colisión entre dos fuegos hermanados, sino de imagen —visión— en el campo visual. El cuerpo afín, la colisión entre dos fuegos hermanados y el objeto detonante de la llama que fluye no se hallan en el mismo nivel ontológico.

A este hecho hay que sumar que el cuerpo afín aparece bajo un aspecto en nuestro campo visual. Ver el objeto bajo un aspecto, es decir, verlo como ejemplar de un concepto que lo abarca, nos da pie para sugerir una segunda interpretación del encuentro de lo semejante con lo semejante.7 Cuando dirigimos nuestra mirada a un árbol y lo percibimos como un árbol, podemos evocar la semejanza con aquel tipo de árbol original que las almas divisaron cuando, antes de ser instaladas en un cuerpo, fueron obligadas a recorrer el mundo en un carruaje para que pudieran contemplar de primera mano la naturaleza del universo. Así, el sujeto puede ver el árbol que contempla como el individuo que instancia la clase o idea universal de árbol que el alma contempló antes de caer en un cuerpo. En ese orden de ideas, la percepción visual comporta doble actividad del sujeto: por un lado, la que consiste en emitir fuego sutil que sale al encuentro de lo semejante y, por otro, la de aprehender el cuerpo afín como instancia de una idea con la que el alma se había familiarizado antes de caer en un cuerpo.

El intramisionismo de Aristóteles

Los atomistas griegos y Aristóteles coincidieron en que la percepción visual se da gracias a un proceso que se inicia en el objeto. Ellos diferían a la hora de identificar el tipo de proceso. Demócrito, por ejemplo, asumía que los objetos están en permanente emisión de efluvios de átomos que, al conservar aproximadamente la forma de las superficies originales, pueden llegar a constituirse en imágenes de su fuente. En ese sentido, como lo reseña Aristóteles, la percepción visual, para Demócrito, ocurre gracias a que el ojo refleja las imágenes que recibe tal y como lo hace un espejo, o la superficie de un lago (De sensu, 438a7). La sensación visual demanda, pues, el contacto físico directo entre el ojo y los emisarios del objeto.

No resulta fácil aseverar que dos personas confíen en que ven el mismo objeto, si podemos esperar que los efluvios que reciban sean muy diferentes en virtud de las modificaciones que sufren en los múltiples choques que enfrentan antes de llegar a cada observador. Tampoco sabríamos explicar qué hace diferente un ojo de un espejo ordinario, ni por qué un cuerpo no se desgasta de tanto emitir constituyentes suyos. De cualquier manera, tanto atomistas como aristotélicos llegaron a confiar en que el alma, que es quien realmente ve, cuenta con una imagen que es copia fiel del objeto percibido.8

Además de la oposición a los atomistas, Aristóteles descarta también la explicación que conjetura la presencia de un fuego tenue que emana del ojo.9 El filósofo pregunta: ¿por qué no podemos ver en la obscuridad? ¿Por qué se apaga el fuego ocular en la obscuridad? (De sensu, 437b13). En la formulación de dicha reserva, Aristóteles pierde de vista el hecho de que Platón postula el fuego que emana del ojo como una condición necesaria, pero no suficiente; se requiere, además, el encuentro con lo semejante. El que no veamos en la obscuridad pone en evidencia, según un platónico, que el acto de ver requiere la cooperación de la luz interior con su semejante.

Aristóteles insistió y formuló una reserva más fuerte aun:

No es razonable, en general, suponer que la vista ve por algo que sale del ojo y que puede llegar hasta las estrellas, o que, después de salir, se produce una coalescencia al llegar a cierto punto, como dicen algunos. Mejor que eso sería, en efecto, que la coalescencia se produjera en el propio origen del ojo. Pero incluso eso es una ingenuidad. Pues ¿qué es una coalescencia de luz con luz? ¿O cómo es posible que se dé, dado que no se combina cualquier cuerpo con otro al azar? ¿O cómo puede la luz de dentro combinarse con la de fuera si hay en medio una membrana? (De sensu, 438a26-438b1).

Le sorprende a Aristóteles que el ojo albergue tal cantidad de fuego interior como para alcanzar al instante la inmensidad del cielo estrellado; tampoco acepta con facilidad que pueda hablarse de la luz como un algo que puede interactuar con otro de su naturaleza. Pero, aun si aceptamos ese tipo de interacción, debemos preguntar si ella se da fuera o dentro del ojo. Si se da fuera, no entendemos por qué el ver parece un acontecimiento interior, ni tampoco cómo lo notamos si se da a distancia; si se da dentro, no entendemos por qué no basta esperar que la luz externa ingrese al ojo y produzca el efecto sin contar con el despliegue de un fuego interior. También le incomoda a Aristóteles que Platón no diga nada de las membranas intermedias, que tendrían que obstaculizar tanto la salida del fuego tenue como los efectos de la coalescencia al regresar al ojo.

Además de las dificultades para concebir el encuentro de dos fuegos, Aristóteles se siente también incómodo con las inconsistencias físicas que surgen a propósito de la naturaleza del fuego sutil que emana del ojo. Pregunta el filósofo: ¿qué haría extinguir el fuego ocular en la oscuridad? (De sensu, 437b15). El fuego, que ha de ser caliente y seco, según la doctrina de Acerca de la generación y la corrupción, se extingue si transformamos calor en frío o sequedad en humedad (Aristóteles, trad. en 1987a, 330b). Sin embargo, la luz del día no se extingue con la presencia de la humedad propia del aire o del agua; por lo tanto, no se ve cómo es que lo cálido y lo seco puedan ser cualidades de la luz. En la constitución del mundo físico sublunar, Aristóteles presupone una materia primera, que es el sustrato de ciertas cualidades contrarias, sin tener existencia separada de ellas. Estas cualidades, organizadas en parejas de opuestos, son: frío-calor, sequedad-humedad. La presencia de las cuatro combinaciones no contradictorias explica el origen de los elementos; entre tanto, las posibles modificaciones de una o dos de estas cualidades muestran las transformaciones esperadas (Aristóteles, trad. en 1987a, 330a30-331a-7).

Las críticas de Aristóteles a Platón sacan a la luz el encuentro entre lenguajes inconmensurables. El fuego de Platón no es el de Aristóteles, no es una manifestación de las afecciones calor-sequedad en una materia primitiva. El origen de los elementos platónicos (y sus posibles afectaciones) está anclado a una suerte de simetrías geométricas, que surgen cuando la superficie envuelve en su interior una profundidad. Lo corpóreo reúne tridimensionalidad y las distintas maneras como la superficie encierra la profundidad determinan la diferenciación de los elementos (Tim, 53c3-55c3).

Así las cosas, si los que encierran la profundidad son cuatro triángulos equiláteros constituyendo cuatro ángulos sólidos (tetraedro), se da origen al fuego; si se trata de ocho triángulos equiláteros organizados en seis ángulos sólidos (octaedro), se origina el aire; si encerramos la profundidad con veinte triángulos equiláteros agrupados en doce ángulos sólidos (icosaedro), se genera el agua; y, finalmente, si la superficie que abarca la profundidad se construye agrupando ocho ángulos sólidos a partir de seis cuadrados (cubo), se origina el elemento tierra.10

 

Si el fuego en cantidad choca con la tierra, por su agudeza puede fragmentarla y obligarla a desplazarse. Si el agua es partida por la agudeza del fuego, puede llegar a transmutarse en un cuerpo de fuego y dos de aire. Si el fuego, en leve cantidad, es rodeado por aire o agua, luchará hasta ser vencido y quebrado.

Sigamos con atención la conclusión de Platón:

Cuando el fuego encierra alguno de los otros elementos y lo corta con el filo de sus ángulos y sus lados, dicho elemento deja de fragmentarse cuando adquiere la naturaleza de aquel […], pero mientras el que se convierte en otro elemento, aunque inferior, luche contra uno más fuerte, no cesa de disolverse. Y, a su vez, cuando unos pocos corpúsculos más pequeños, rodeados por muchos mayores, son destrozados y se apagan, si mutan en la figura del que domina, cesan de extinguirse y nacen del fuego el aire y del aire, el agua (Tim, 57a-57b3).

La reserva crítica de Aristóteles a Platón demanda, entonces, que aceptemos su lenguaje de la materia primera investida de cualidades. Si nos resistimos a aceptar ese lenguaje y acogemos la cosmología de las formas superficiales que encierran la profundidad, no tenemos por qué esperar que el fuego sea apagado de inmediato por el agua que lo cubre. Podemos esperar, por ejemplo, que sólo se apague si la concentración de agua en el aire alcanza una densidad apabullante con respecto a la del fuego. Así podemos, por ejemplo, explicar por qué no vemos los objetos en medio de una densa niebla.

Aristóteles no ha mostrado que Platón se equivoca; ha mostrado, simplemente, que cuenta con otras categorías que encajan en una cosmología diferente, para lograr ofrecer lo que, en principio, parece una explicación.

La teoría de las emanaciones, bien sea las que se originan en el ojo, o las que llegan a él, subrayan el papel dinámico de algún tipo de contacto. Ver un objeto sería algo análogo a tocarlo, ora con efluvios enviados desde el ojo, ora con proyectiles emanados del objeto (atomistas). Aristóteles, en oposición a sus antecesores, se resiste a explicar la sensación como el contacto que surge de emanaciones; prefiere hablar de ella como el resultado del movimiento del medio por la acción del sensible sobre este. La preferencia por la acción del medio se puede justificar así:

Una prueba evidente de ello es que si colocamos cualquier cosa que tenga color directamente sobre el órgano mismo de la vista, no se ve. El funcionamiento adecuado, por el contrario, consiste en que el color ponga en movimiento lo transparente —por ejemplo el aire— y el órgano sensorial sea, a su vez, movido por éste [sic] último con que está en contacto. No se expresa acertadamente Demócrito en este punto cuando opina que si se produjera el vacío entre el órgano y el objeto, se vería hasta el más mínimo detalle, hasta una hormiga que estuviera en el cielo. Esto es, desde luego, imposible. En efecto, la visión se produce cuando el órgano sensorial padece una cierta afección; ahora bien, es imposible que padezca influjo alguno bajo la acción del color percibido, luego ha de ser bajo la acción de un agente intermedio […] por tanto, hecho el vacío, no sólo no se verá hasta el más mínimo detalle, sino que no se verá en absoluto (Aristóteles, De anima, 419a12-22).

La sensibilidad es, para Aristóteles, una afección que padece el alma. Los cuerpos naturales se dividen entre aquellos que tienen vida, es decir, se alimentan, crecen y envejecen; y aquellos que no la poseen. Los seres vivos, en tanto entes, son un compuesto de materia y forma; la primera no determinada por sí, mientras que la segunda es aquello en virtud de lo cual la primera se halla determinada. El alma es, según Aristóteles, la forma (entelequia) del cuerpo que en potencia tiene vida; es decir, del cuerpo que posee en sí mismo el principio del movimiento.11

El principio de movimiento, unido a la disposición de conseguir alimento para crecer, constituye la expresión más primitiva de vida —facultad nutritiva— y está presente, de hecho, en todos los seres vivos. Esta forma de ser vivo es, también, la única manifestación de vida presente en las plantas. Los animales, por el contrario, poseen, además de la facultad nutritiva, una facultad sensitiva, cuya expresión más primitiva es el tacto. Olfato, audición y visión se dan solo en los animales capaces de moverse, pues de otra manera no podrían buscar alimento o huir del peligro. Los seres humanos, además de la nutrición y la sensación, poseen las facultades deliberativa y discursiva. Así las cosas, Aristóteles nos ofrece un paisaje estratificado de facultades del alma: nutrición, sensación, intelección.

¿Qué les falta a las plantas para llegar a tener sensación? La sensación es la capacidad de recibir las formas de los objetos sin su materia. Las plantas, en efecto, pueden ser afectadas por el contacto físico con otros objetos que llegan a tocarlas. No obstante, estos efectos no merecen el nombre de “sensaciones”, porque no constituyen de suyo una recepción de formas sin materia. Para que esta recepción sea de alguna manera posible, el ser vivo necesita de órganos que posibiliten la mediación. Las plantas carecen de dichos órganos.

La recepción sensible exige que el individuo sea alterado (sensación) y esté en condiciones de padecer dicha afección (percepción). La sensación, como lo reseña Guthrie, es una excitación del alma a través del cuerpo (1993, vol. 6, p. 304). La facultad sensitiva consiste en ser, en potencia, cualquiera de las formas sensibles, a la espera de ser afectada por una de ellas; cuando esto ocurre, se da una suerte de coincidencia entre el objeto percibido y el fantasma que llamamos “visión”: “[La facultad sensitiva] padece ciertamente en tanto no es semejante, pero una vez afectada, se asimila al objeto y es tal cual él” (Aristóteles, De anima, 418a5). Así, un sentido particular no puede equivocarse cuando discierne acerca del sensible que le es propio.

Aristóteles, quien es experto en taxonomías, distingue entre sensibles por sí y sensibles por accidente. Si digo “percibo a María, quien viste de rojo”, es el rojo el que percibo en sí, en tanto que el hecho de percibir a María, quien precisamente viste de rojo, se percibe por accidente. Los sensibles por accidente no son tales en sentido estricto; ellos son el producto de la interpretación o la inferencia por asociación. Por otra parte, los sensibles en sí se distinguen entre propios y comunes: el primero es aquel que no puede ser percibido por ningún otro medio u órgano; en este caso, el color es propio de la visión, el sonido de la audición y el sabor del gusto. El segundo es aquel sensible que se puede captar por diversos órganos: movimiento, número, figura y tamaño.12

Ahora bien, ¿qué es, pues, el color? “Todo color es un agente capaz de poner en movimiento a lo transparente en acto y en esto consiste su naturaleza” (Aristóteles, De anima, 418b).13 El color no se presenta como una cualidad de la luz;14 es el resultado de la facultad de su portador para actualizar cierta afectación en aquel medio que tiene la facultad de recepción que denominamos “transparencia”.

La luz no es, entonces, un algo que lleva información de un lugar a otro —cualquiera que sea el significado que le demos a “información”—; la luz (iluminación mejor) es la actualización en un medio (lo transparente) de una potencia que se despierta gracias a la presencia del agente coloreado.15 La luz no es un algo con existencia independiente, sino un estado de otra cosa (de lo transparente). No vemos los objetos gracias a que rayos de luz (como si fueran efluvios de proyectiles o similares) estimulen cierto tipo de actividad receptiva en nuestros órganos de periferia; lo hacemos porque todo el medio circundante (lo transparente) actualiza las cualidades sensibles (el color) y las replica de manera instantánea hasta las vecindades de los órganos de periferia. Lo transparente, entonces, recibe las formas visuales de los objetos, sin apropiarse de su materia.

Finalmente, el alma —que también es receptora de formas sensibles, sin identificarse con lo transparente— actualiza el color correspondiente. Es este acto final el que de suyo merece el nombre de “sensación”. Es allí donde se realiza plenamente el sensible del objeto.

Aristóteles propone como definición de “transparencia” la siguiente: “llamo ‘transparente’ a aquello que es visible si bien —por decirlo en una palabra— no es visible por sí, sino en virtud de un color ajeno a él” (De anima, 418b5). Ejemplos de transparencia se encuentran en el aire y el agua, pero no lo son en virtud de su cualidad común asociada —humedad—, sino por el hecho de compartir una cierta naturaleza con el material presente en la región celeste.16

Estas definiciones llevan inexorablemente a concebir la luz como el acto de lo transparente en tanto transparente y nos alejan de intentar hacerla inteligible a la manera de un cuerpo o un efluvio: “La luz es, pues, como el color de lo transparente cuando lo transparente está en entelequia bajo la acción del fuego o de un agente similar al cuerpo situado en la región superior del firmamento” (Aristóteles, De anima, 418b12-14).17

Los objetos que están rodeados de un medio transparente pueden actualizar, en este, su propio color, siempre que lo transparente se haya actualizado gracias a la presencia de alguna forma de fuego (iluminación); esta actualización es disparada en capas del medio circundante hasta activar, en forma similar, la facultad receptiva de nuestra alma. ¿Toma algún intervalo de tiempo tal multiplicación de actualizaciones? ¿Podemos, entonces, asociarle una velocidad a la luz, como supone Empédocles, aunque este reconozca que tal velocidad nos pasa inadvertida? Aristóteles halla absurda esta suposición:

Tal afirmación [la de Empédocles], desde luego, no concuerda ni con la verdad del razonamiento ni con la evidencia de los hechos: y es que cabría que su desplazamiento nos pasara inadvertido tratándose de una distancia pequeña; pero que de oriente a occidente nos pase inadvertido constituye, en verdad, una suposición colosal (De anima, 418b24-28).

La actualización ha de ser, entonces, instantánea y simultánea en todas las regiones circundantes del medio transparente.18

La sensibilidad es, de nuevo, la facultad de recibir, sin su materia, las formas sensibles de los objetos. Y ello se hace al modo como la cera recibe la imagen de los objetos que estampan allí su huella.19 El alma sensible se encuentra en potencia de recibir las formas sensibles de los objetos; estas formas se actualizan siempre que ellas afecten al medio interpuesto entre el objeto visto y el ojo que lo acoge.

Una vez percibimos el objeto que se deja ver, el alma transforma su potencia en acto y adquiere la forma del objeto que percibe. Se trata, además, de una percepción de conjunto: la forma del objeto se apodera de nosotros. No se trata de una articulación que logramos a partir de los elementos que vamos capturando. Se trata, más bien, de un asalto fulminante, mediante el cual el alma resulta capturada.

Aunque el ojo es primordialmente agua y la huella del objeto, a través del medio, se haya transferido al ojo, no es el ojo quien ve, sino el alma; de otra manera, no podríamos entender por qué negamos que los objetos en los que se refleja una imagen, los metales brillantes o el agua de un lago, tienen percepciones. El agua en el ojo es la presencia de lo transparente en nuestro interior, toda vez que la parte sensitiva del alma no reside en la superficie del ojo, sino en su interior (De sensu, 438b10).

Pese a la clara postura intromisionista de Aristóteles, hay fragmentos que pueden inducir dudas en el lector. Esto ocurre, por ejemplo, con el análisis que adelanta el filósofo acerca de la naturaleza del arco iris:

Es patente que la vista se refleja en todas las [superficies] lisas, y el aire y el agua están entre ellas. Se produce [la reflexión] en el aire cuando coincide que está condensado; pero, debido a la debilidad de la vista, muchas veces produce la reflexión aun sin condensación, como le ocurría a cierto [individuo] que veía débilmente y sin agudeza: en efecto, creía que, al caminar, le precedía siempre una imagen que le miraba de frente; esto le ocurría porque su visión rebotaba hacia él: pues era tan débil y absolutamente tenue, por su [estado de] agotamiento, que se convertía en espejo [para él] incluso el aire más inmediato y no podía apartarlo, como el más lejano y denso […]. Es evidente, pues, que el “arco” iris es un rebote de la vista (trad. en 1996, III 373b1-35).20

 

Percibir un objeto, tanto para Platón como para Aristóteles, es, pues, permitir que el alma se ocupe de un fantasma que resulta afín al objeto; bien sea porque un efluvio nuestro salga a su encuentro, o bien porque el cuerpo imponga su huella en el medio transparente que, a su turno, nos comunica inmediatamente esa modificación.

Puede resultar interesante tratar de entender por qué, como veremos, una comunidad entera de filósofos pudo llegar a sentirse conforme con ese tipo de explicación. Allí no sentimos que el problema resumido en La condición humana I de Magritte, del que nos ocupamos en la “Introducción”, haya encontrado un sendero adecuado para su completa solución. Quizá el problema no pueda plantearse de manera inteligible sin incurrir en inconmensurabilidades.

“Percibir”, tanto para Platón como para Aristóteles, es aprehender de manera inmediata la forma de los objetos que detienen nuestra atención. Sin embargo, hay en estos autores una insistencia interesante: “ver” es un asunto del alma, “ver” es un verbo que conjuga el alma. No vemos con los ojos, aunque ellos sean el instrumento. Quizá esa orientación metodológica les permitió, tanto a Platón como a Aristóteles, hacer por completo caso omiso de la fisiología detallada del ojo.

Por otra parte, ninguno de ellos se ocupa juiciosamente de la naturaleza independiente de la luz —no tenían herramientas para hacerlo—, bien sea porque la reducían a un fuego tenue cuya fuente anida en nuestro interior, o bien porque no existe como fenómeno independiente, toda vez que resulta simplemente de la actualización del ser-transparente. Aun así, cada propuesta imaginaba contar con una descripción completa de la luz o de las mediaciones que la hacían posible. Cada uno de los modelos de explicación procuraba encajar el caso de la visión en una cosmología amplia.

Euclides y el nacimiento de la pirámide visual

[Euclides], aparte de su genio, inventó una de las más grandes metáforas de la humanidad. Es como si, al despertar de un sueño, hubiese expresado: “La geometría es mi metáfora”

C. M. Turbayne (1962, p. 68)21

La breve descripción que hemos presentado de las escuelas extramisionistas e intramisionistas parece darle, en principio, toda la razón a Kuhn. Definitivamente, no se logró, en la Grecia antigua, un punto de vista unificado en torno a la naturaleza de la luz. Ninguna de las aproximaciones logró cautivar a la mayoría de investigadores como para que se empezara una elaboración paradigmática. Precisamente por eso, no se contó con criterios aceptados por la mayoría para discriminar entre, por un lado, soluciones bien encaminadas o acertadas a los problemas y, por otro, orientaciones sin autoridad o legitimidad alguna. Cada escuela rival abrazaba su propia metafísica y su propia teoría general del conocimiento, cada una cultivaba y protegía los fenómenos ópticos que esgrimía a su favor. Los diálogos, a lo sumo, se reducían a descalificar una cosmología, aduciendo la superioridad de la propia. ¿Podría esperarse progreso alguno en caso de perpetuarse esa dinámica? No creo que haya dificultad en conceder una respuesta negativa a la pregunta. En contraste con estos desencuentros, la gran invención de Euclides estableció un punto de acuerdo, un punto que hizo posible, como mostramos en la presente investigación, etapas de desarrollo progresivo, en el sentido de Lakatos. Aclaramos, sin embargo, que dichos acuerdos eludían preguntas básicas acerca de la naturaleza de la luz y del sensorio.

Dado que el punto de acuerdo que pretendemos desenterrar tiene que ver exclusivamente con el uso exitoso de un instrumento, mostramos que los compromisos ontológicos que ataban a los investigadores en el marco del programa a una u otra escuela eran por completo prescindibles. Ninguno de tales investigadores participó en el programa sin asumir compromisos ontológicos; no obstante, al examinar con cuidado sus aportes, es posible poner en evidencia que no se necesitaba de tales compromisos. El instrumento, como lo exponemos en este libro, podía ponerse en funcionamiento con el lenguaje y los compromisos ya sea de un extramisionista o de un intramisionista. Mostramos entonces que las pretendidas fases de progreso no tienen por qué explicarse en función de acuerdos ontológicos que hubiesen llegado a ser paradigmáticos. Más aún, sostenemos que la tensión entre adherentes a una u otra escuela se mantuvo como trasfondo de los debates y ello no constituyó óbice alguno para que el programa de investigación progresara, mientras mantenía firme el compromiso de conservar incólume el instrumento conceptual.

Entre los griegos se pueden distinguir tres ramas asociadas a los estudios ópticos: la óptica propiamente dicha, la catóptrica y la escenografía.22 La primera se ocupa de los rasgos geométricos asociados con la percepción visual; la segunda estudia tanto la reflexión de la luz en superficies pulidas (espejos planos o esféricos), como la refracción a través de medios diversos, y la tercera estipula técnicas bajo las cuales conviene dibujar las imágenes de los edificios para los instrumentos de utilería teatral.23

No existe un claro consenso entre los comentaristas a propósito de la autenticidad de las obras de óptica y catóptrica que se atribuyen a Euclides. Hay varios, y de hecho fuertes, indicios de que no se trata del mismo estilo del autor de Elementos. El más fuerte indicio tiene que ver con la comparación del rigor que se exhibe en Óptica (trad. en 2000a) y en Elementos (trad. en 1956), comparación que no favorece al primer escrito. No obstante, hay tan claros parecidos de familia en la forma de tratar los problemas, que podemos pensar que si la obra no es del mismo Euclides, el escrito debe pertenecer a un discípulo cercano. Sin mayores prevenciones, toda vez que no nos interesa hacer arqueología, pondremos en boca de Euclides todo aquello que se suscribe en los tratados referenciados.

Euclides, a pesar del lenguaje que usa en la presentación, no parece estar interesado en desentrañar las operaciones del alma que le permiten contemplar una imagen o un fantasma afín. Se interesa más por las apariencias que adquiere dicho fantasma. Por ello, en principio no es necesario tomar partido ora por una posición intromisionista, ora por una posición extramisionista. Su contribución puede usarse como esquema en cualquiera de las posiciones que queramos adoptar. Si bien es cierto que Euclides usa un lenguaje extramisionista, también habría podido recomendar el uso de la propuesta en un lenguaje intramisionista. Él ofrece, aunque no lo reconozca o lo sugiera, un esquema geométrico que es neutral frente al compromiso extra o intramisionista.

Podemos llegar a familiarizarnos con dicho esquema a la manera de un órgano o instrumento, que puede usarse como herramienta conceptual para perfilar, en una forma más clara, los problemas que atañen a la percepción. El tratado de Óptica es un compendio de 7 definiciones y 58 proposiciones derivadas. Las definiciones, que incluyen sin diferenciar postulados o axiomas, son, en su orden (Euclides, trad. en 2000a, pp. 135-136):

1. Las rectas trazadas desde el ojo se extienden a lo largo de grandes extensiones.

2. La figura, objeto de contemplación, se halla en la base del cono que tiene al ojo por vértice, y a las rectas desde allí trazadas, por el contorno del mismo.