La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual

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Aun cuando la percepción compleja implica tanto la captura pasiva de una forma visible, como la intervención activa que culmina en algún modo de reconocimiento, este proceso no ocurre en virtud de algún razonamiento silogístico. Debe tratarse, más bien, de alguna suerte de espontaneidad, que no exige el reconocimiento, por ejemplo, de categorías lingüísticas.46 Citemos la declaración de Alhacén:

La facultad de discriminación no procede por la yuxtaposición y el ordenamiento de premisas en la forma en que lo hace un razonamiento basado en términos, dado que sus conclusiones no están basadas en palabras o en el arreglo de premisas. El procedimiento seguido por la facultad de discriminación no es como este, pues la facultad de discriminación entiende la conclusión sin necesidad de palabras y sin necesidad de un arreglo de premisas o un arreglo de palabras (Aspectibus, II, 3.28).

Alhacén postula, entonces, una suerte de razonamiento sin palabras —una “inferencia inconsciente”, para citar el nombre que sugiere Helmholtz—, un razonamiento que auxilia la pasiva facultad receptiva, con el ánimo de sentar la autoridad para proferir enunciados que señalan el contenido de una percepción. Así las cosas, si digo “Percibo a María, quien viste de rojo”, es el rojo unido a otros rasgos lo que es percibido por la sensación bruta; en tanto que el hecho de advertir que aquellas formas sensibles, que ahora visten de rojo, se asemejan a las formas que he aprendido a reconocer en María, es el resultado de un proceso activo cuyo andamiaje no coincide con el de un silogismo.

El filósofo resume, en veintidós, las propiedades reconocidas o construidas en el marco de la percepción visual (Alhacén, Aspectibus, II, 3.44).47 Las dos primeras (luz y color) forman parte de la sensación bruta, en tanto que las restantes implican procesos complejos de reconocimiento y diferenciación. Estas propiedades, agrupadas para resumir su presentación, son:

1. Luz, color

2. Distancia

3. Disposición espacial

4. Corporeidad

5. Forma (figura)

6. Tamaño

7. Continuidad, discontinuidad o separación, número

8. Movimiento, reposo

9. Aspereza, suavidad

10. Transparencia, opacidad, sombra, oscuridad

11. Belleza, fealdad

12. Semejanza, diferencia.

Nos vamos a ocupar de cada una de las veintidós propiedades. Procuramos elucidar, en buena medida, la actividad que le permite al aparato psíquico contar con un repertorio completo de rasgos que cierran el ciclo de la percepción visual.

1. Luz, color. Las formas de luz y color, aun cuando diferentes, arriban simultáneamente al ojo. Ellas impresionan la cara posterior del cristalino y allí son recibidas por los espíritus visuales que inundan el humor vítreo y luego las conducen a la cavidad del nervio óptico.

En esta fase no puede producirse ninguna diferenciación. Es el sensorio final quien percibe la diferencia entre la iluminación y el color. La diferenciación se manifiesta, por ejemplo, al notar que un objeto puede estar sometido, en diferentes ocasiones, a distintos grados de iluminación, sin que ello modifique nuestro reconocimiento del color del objeto —al menos un reconocimiento grueso del tipo de color correspondiente, aun cuando logremos advertir diferencias en los matices—.

Esta diferenciación exige, pues, la facultad de comparar una visión actual con una réplica que reproduce los rasgos esenciales de una observación pretérita. Sin esa facultad nos resultaría imposible separar iluminación de color.

Nuestro aparato visual tiene la facultad de dejarse impresionar por la luz que viene de un objeto y por su color. Después de la diferenciación que adelanta el sensorio final, este puede advertir el tipo de color que percibe. Este ejercicio demanda dos estadios: 1) la recepción de la sensación bruta, seguida de la diferenciación; y 2) la actividad de la conciencia. Alhacén cree incluso que entre el primero y el cierre del segundo transcurre un tiempo que, aunque no se puede medir, sí se puede poner en evidencia (Alhacén, Aspectibus, II, 3.58).48

El estadio 1 comprende la alteración del órgano sensorial como consecuencia de la recepción de las formas sensibles; el estadio 2 contempla la actividad de la conciencia. Alhacén sintetiza así el orden en los dos estadios y el rasgo diferenciador:

Tan pronto como la forma alcanza al ojo, este se hace coloreado, y cuando el ojo se ha coloreado, siente que es coloreado, y entonces siente el color [mismo]. Luego, al diferenciar el color y comparar con colores ya conocidos por la vista, esta percibe qué clase de color es (Aspectibus, II, 3.53).49

La identificación del tipo de color es posible gracias al reconocimiento que nos lleva a advertir que el color que adquiere el ojo (sensación bruta) guarda ciertos parecidos estructurales con otros colores que hemos percibido en otra ocasión y para los cuales ya tenemos reservado un nombre particular. Así, entonces, la discriminación completa no puede llevarse a cabo si no contamos con la memoria y si el observador no posee ya un historial importante de experiencias pasadas.

Si la mancha coloreada no coincide con ningún color observado con anterioridad, el sensorio final procederá a establecer la mayor cercanía posible con la gama de colores que ya han conquistado un claro lugar en nuestra memoria.50 En las palabras de Alhacén: “la vista lo asimilará [el color no percibido con anterioridad], entre los colores que son cercanos, a uno que ya haya sido aprehendido [con anterioridad]” (Aspectibus, II, 3.49). Alhacén anticipa, de manera brillante, la urgencia de elaborar una carta de colores para dar completa cuenta de la percepción visual. Dicha carta tendría que ofrecer un mapa que exhibe, en forma precisa, las relaciones topológicas de vecindad en el espectro completo de colores.

Dado que los programas de investigación dedicados al estudio detallado de la naturaleza del color avanzaban con una mayor lentitud comparados con el estudio general de la percepción, no es fácil dar cuenta de un acercamiento paradigmático al respecto. Tan solo hasta mediados del siglo XIX, cuando ya había reportes fisiológicos y psicológicos de mayor precisión, fue posible la existencia de las primeras cartas de colores sistemáticamente construidas.51 Al tener un instrumento así, el sensorio puede comparar cada nueva aprehensión de colores con el mapa inconsciente que le da fundamento a la carta.

Algo parecido a lo mencionado con el color ocurre con el reconocimiento del tipo de luz que ilumina al objeto. Sobre la base de un ejercicio de comparación con vivencias previas, el sensorio final puede reconocer si la luz que ilumina al objeto es luz solar, luz reflejada por la Luna o luz del fuego. En el segundo estadio existe una suerte de actitud intencional. En el ojo no se agota el fenómeno de la percepción. Casi podríamos decir que allí apenas comienza.

2. Distancia. El campo visual capturado a cada instante en la cara posterior del cristalino es un arreglo en forma de mosaico bidimensional, logrado isomórficamente en relación con la cara visible del objeto y su horizonte. Si limitamos a esto la afección que constituye la sensación bruta, no contamos con elementos suficientes para advertir la presencia de objetos externos en arreglos tridimensionales particulares; así, el isomorfismo parece perderse. De allí se desprende un argumento de los extramisionistas contra los intramisionistas:

Si la visión ocurre por medio de una forma que alcanza al ojo desde el objeto visible, […], entonces, ¿cómo es posible que el objeto visible sea percibido en su lugar por fuera del ojo cuando su forma reside ahora en el interior del ojo? (Alhacén, Aspectibus, II, 3.71).

El extramisionista está a salvo de dicha aporía, toda vez que la magnitud de la distancia se infiere de la longitud del rayo visual que, a la manera de un bastón, se extiende hasta la locación ocupada por el objeto y lo toca en el lugar efectivo en donde se encuentra.

La dificultad en sí misma exhibe uno de los mayores problemas en el marco del programa de investigación. Si nos limitamos a las herramientas que ofrece la sensación bruta, tenemos que ceder a la presión de un argumento escéptico, pues nada en la sensación bruta nos impone objeto externo alguno. El panorama cambia si admitimos que la percepción completa no se agota en la sensación bruta y que gran cantidad de propiedades percibidas atienden a un complejo proceso de reconocimiento, diferenciación y juicio.

Ptolomeo se valió de la metáfora del bastón como su guía. Descartes, muchos siglos después, también acogió sin reserva esa metáfora, aunque se valió de ella de manera diferente (véase el apartado “Mente y cuerpo: un abismo insalvable” del capítulo 6). Esta metáfora encierra la idea según la cual percibir un objeto es una forma de tocarlo sin mediación alguna, un modo de dejarse afectar directamente por el objeto. Este no estaría entonces separado de quien lo recibe, y la distancia a la que es percibido se deduce inmediatamente de la extensión del bastón, que funciona como una prótesis que se prolonga hasta tocar el objeto. La resistencia física que ejerce el objeto sobre el bastón es, de facto, la información que el observador necesita, él no tiene que realizar inferencia alguna.

Alhacén rompió radicalmente con esa expectativa argumentativa. El objeto, como veremos a continuación, se percibe como si estuviese separado del observador; esa distancia se advierte con base en un complejo esquema de argumentación y familiarización. El objeto, por decirlo de alguna manera, se va de nuestras manos. La percepción espacial deja de ser algo que se aprehende de manera intuitiva. El dominio completo de la espacialidad demanda, según Alhacén, los siguientes estadios:

 

1. Inferir la separación espacial del objeto; es decir, advertir que los objetos que vemos en nuestro campo visual, remiten a otros que están fuera de nosotros.

2. Cuando se trata de objetos cercanos, se busca establecer una relación de orden que determine qué objetos están más cerca y cuáles más distantes. En esta tarea, nos valemos de la manipulación de apéndices corporales (nuestros brazos, nuestras piernas, o ciertos objetos familiares, distribuidos uno a continuación del otro).

3. Inferir la distancia de objetos muy alejados, atendiendo marcos de referencia más complejos con los cuales nos familiarizamos.

4. Advertir la ubicación de los objetos más distantes que podamos concebir (objetos en el cielo), para los cuales ya no podemos fijar marcos de referencia familiares. En este caso, nos valemos de la construcción de teorías y de instrumentos técnicos, como el trasfondo, para evaluar distancias.

El reconocimiento perceptual de un objeto exterior exige atender tres variables: 1) distancia, entendida como la ausencia de contacto entre dos cuerpos; 2) dirección, y 3) magnitud de la distancia.

La presencia física de objetos externos se puede defender con argumentos semejantes al siguiente: cuando contemplamos de frente un objeto y a continuación cerramos los párpados, la imagen del objeto desaparece casi al instante. Igualmente, si empujamos el objeto y contemplamos cómo es removido del frente del campo visual, y tenemos conciencia de ello gracias al reconocimiento del esfuerzo muscular que realizamos para moverlo, podemos asociar la desaparición de la imagen con el desplazamiento del objeto. En ese orden de ideas, si la facultad de discriminación advierte que el efecto recogido en el ojo no es algo que se fije en él, puede llegar a creer que algo ocurre por fuera del ojo.

El esquema de este argumento se ha repetido en muchos capítulos de la historia de la filosofía (a manera de ejemplo: en la sexta meditación cartesiana). Así las cosas, a partir de la sensación bruta auxiliada con la discriminación y el juicio, podemos inclinarnos a reconocer que existe una distancia entre el ojo que contempla y el objeto que provoca la contemplación interior. De este modo reconoce el sensorio la ausencia de contacto entre el ojo y el objeto, es decir, la distancia (Alhacén, Aspectibus, II, 3.73). El hábito hace que en las experiencias cotidianas obviemos este complejo ejercicio de razonamiento.

Siete siglos después, Berkeley ofreció poderosos argumentos para mostrar que no es posible percibir la separación que comenta Alhacén (véase capítulo 7). A juicio de Berkeley, la distancia es una ficción del intelecto que refuerza la extraña creencia de que existen objetos externos que detonan causalmente nuestras impresiones visuales.

La evaluación de la magnitud de la distancia a la que se encuentra un objeto que siempre se halle cerca, se puede lograr con cierto grado aceptable de confianza, cuando entre el objeto y el ojo hay distribuida, y es claramente percibida, una serie de objetos familiares, sucesivos y distribuidos en forma ininterrumpida.

Cuando la extensión es de un tamaño considerable, pese a que exista la serie de objetos dispuesta en las condiciones señaladas, el juicio que acompaña la sensación bruta no logra ser lo suficientemente fino como para discernir el número de objetos allí tendidos entre el ojo y el cuerpo en cuestión. Si no existe la serie de objetos que pudiese servir como referencia, es posible que nos sintamos inclinados a formular un juicio más bien temerario. Por ejemplo, si contemplamos un grupo de nubes en un terreno plano que no está acompañado por montañas, podemos llegar a creer que las nubes se disponen en regiones cercanas a los objetos celestes. Si, al contrario, las nubes se ven acompañadas de las cimas de montañas, nuestra apreciación de la distancia cambia radicalmente (Alhacén, Aspectibus, II, 3.79).

La percepción de la magnitud de la distancia de un objeto cercano demanda, entonces, la comparación con objetos que, además de estar dispuestos en serie, tienen con nosotros una familiaridad especial. Medir la magnitud de la distancia es transferir, a la separación, la familiaridad que tenemos con estos objetos patrón.

Alhacén ideó un interesante experimento psicológico para ilustrar sus conjeturas en relación con la evaluación de la magnitud de la distancia (véase figura 2.15). El filósofo pide imaginar un cuarto encerrado y también que el sujeto experimental no se encuentre familiarizado con dicho espacio. En el interior del cuarto se disponen dos paredes blancas de diferente tamaño y distanciadas entre sí. El sujeto contempla dichas paredes a través de una pequeña abertura a la entrada del cuarto. La pared pequeña se halla cerca de la abertura, mientras la grande se encuentra en la parte posterior. La abertura está ubicada a una altura tal que el observador no logra percibir las bases de las paredes, mientras tiene a su alcance la diferencia de altura que hay entre ellas. Dado que el observador no cuenta con una serie de objetos en una distribución continua, él no logra apreciar con claridad la distancia que separa las paredes y puede llegar a creer que contempla una pared continua y no dos paredes separadas (Aspectibus, II, 3.80).


Figura 2.15. Experimento psicológico. Fusión de las imágenes capturadas

La leyenda reza así: “Me parece como si las paredes estuvieran unidas [contiguas], y algunas veces parece como si fueran una”.

Fuente: Alhacén (Aspectibus, II, 3.80, n. 91).

La evaluación de la magnitud de la distancia de objetos cercanos exige la presencia de una serie de cuerpos familiares entre el objeto y el observador, uno a continuación del otro. El número de cuerpos así dispuestos es una estimación de la magnitud buscada. Ahora bien, este protocolo demanda, a su vez, que estemos familiarizados de primera mano con los cuerpos que sirven de paradigma. Son los apéndices de nuestro cuerpo los que ofrecen los primeros estándares de longitud: “Todo aquello que sobre la Tierra se encuentre cerca a una persona es invariablemente medido en términos del cuerpo humano, y la vista percibe esta medida y la siente” (Alhacén, Aspectibus, II, 3.151).

En ese orden de ideas, el sensorio despliega una actividad de conteo que le permite inferir la magnitud de la distancia; no la percibe de primera mano. Esta actividad exige una comparación con objetos que ya nos resultan familiares. De hecho, esta actividad demanda que ya podamos separar los objetos que se insinúan en el campo visual (véase, más adelante, numeral 7, Continuidad, discontinuidad o separación, número). En las palabras de Alhacén:

La vista deduce cualquier medida únicamente al comparar esta medida con otra medida ya conocida para la vista o con alguna medida percibida al mismo tiempo; pero sin un rango ordenado de cuerpos tendidos a lo largo de la distancia de un objeto visible, la vista no cuenta con medios para medir la distancia del objeto visible o de sujetarla a la comparación con el ánimo de percibir su magnitud correctamente (Aspectibus, II, 3.81).

Cuando no se tiene el arreglo de objetos adecuadamente distribuidos, o cuando las distancias a considerar son lo suficientemente grandes, la visión cuenta aún con el recurso de una estimación basada en la familiarización que tenemos con el tamaño de dichos objetos, siempre que las distancias no sean muy grandes. Así, si observamos a lo lejos un objeto que reconocemos como un caballo, haremos una estimación atrevida acerca de qué tan lejos debe hallarse para llegar a contemplarlo en la forma diminuta como lo hacemos. Este ejercicio exige entrenamiento y memoria, además de la habilidad para distinguir objetos independientes.

La longitud de una cuarta, cuando la extendemos una a continuación de la otra mientras desplazamos nuestra mano entre un extremo y otro de un objeto al frente de nuestro campo visual, nos permite evaluar las dimensiones de un objeto. La familiaridad con este tipo de práctica nos da las condiciones de posibilidad para dominar, en un nivel muy básico, la geometría de los objetos que nos rodean. La longitud de uno de nuestros brazos extendido al frente nos da un instrumento de control de los objetos que pueden encontrarse “a la mano”. Así, entonces, la evaluación de la magnitud de la distancia exige como requisito la medida de la extensión de ciertos objetos que tenemos por familiares.

Si bien la evaluación de la magnitud de la distancia requiere una serie de objetos estándar tendidos, uno a continuación del otro, entre el observador y el objeto, no es del todo necesario que en cada evaluación ese sea el caso. Esto solo es necesario en los primeros estadios de aprendizaje e incorporación del hábito. Cuando un observador diestro evalúa la magnitud de la distancia de un objeto moderadamente cerca, se vale de la imaginación y procede a comparar la extensión con la amplitud que en su campo visual habrían dejado esos objetos estándar en caso de estar tirados en el piso entre observador y objeto.

Un cuerpo que se ve a la distancia se imagina sembrado en un lugar sobre el piso. Si ese no es el caso, la imaginación tiende una perpendicular entre la parte más baja del objeto y el piso. Luego, la imaginación proyecta, desde esa base hasta el observador, los objetos familiares adecuadamente degradados —escorzados— tan pronto se disponen cada vez más lejos. La contemplación directa del piso nos da un mecanismo de control para la evaluación (o estimación) de la magnitud de la distancia. Por esa razón, pedía Alhacén que, en el experimento de la casa, el espectador no pudiese contemplar el piso.

Es sorprendente la manera como Alhacén anticipa algunos aspectos de la métrica que supone la perspectiva lineal inventada en el Renacimiento. En un pasaje, explica el filósofo:

Tan pronto como el espacio se extiende hacia afuera más y más lejos, las porciones [de piso] hacia el límite más externo del espacio, aquel que se pierde de vista, llegarán a ser más y más grandes (Aspectibus, II. 3.158).

La figura 2.16 muestra un piso ajedrezado en la degradación prevista por la perspectiva lineal. En el costado derecho sobresalen los extremos de objetos uniformes, de dimensiones familiares, dispuestos uno a continuación del otro. Aun cuando percibimos un arreglo de cuadrados, las amplitudes angulares correspondientes a las extensiones de los objetos patrón aumentan conforme estos objetos se disponen en los bordes laterales más externos del campo visual.

Mencionamos en un comienzo tres variables: distancia, magnitud de la distancia y dirección. No hemos dicho nada aún de la dirección. Tan pronto la forma sensible del objeto afecta la cara posterior del cristalino, después de viajar a través del aire y de las túnicas transparentes del ojo, la facultad sensitiva advierte, de manera aun misteriosa, el área que resulta afectada.


Figura 2.16. Piso ajedrezado

Fuente: Elaboración del autor. La figura cuenta con modelación en el micrositio.

Ahora bien, como Alhacén cree que el sensorio reconoce de antemano que la información ha tenido que viajar a través de líneas rectas radiales (al menos para llegar a la cara posterior del cristalino), la facultad sensitiva proyecta allende el exterior la dirección en la que debe encontrarse el objeto sobre el cual concentra su atención y que, de hecho, se encara en oposición. La imaginación recrea la recta que une el centro del globo ocular con el lugar afectado en el cristalino.

Este protocolo para reconocer la dirección en la que se busca al objeto acompaña también nuestra lectura de imágenes a través de espejos. Aun cuando la forma y el color (así como ocurre con la luz) son desviados por un espejo antes de alcanzar el ojo del observador, la facultad sensitiva tiende a imaginar que la información que ha llegado al órgano de la visión ha viajado todo el tiempo en línea recta en la dirección en la que se recibe finalmente sobre el cristalino (Alhacén, Aspectibus, II, 3.97-3.100).

 

La respuesta de Alhacén, siempre que hagamos a un lado matices importantes, coincide con la que ofreció Helmholtz en el siglo XIX; el autor imagina la recta que proyecta la conciencia entre el lugar afectado en la retina y el punto nodal del globo ocular. Dicho punto nodal no coincide con el centro del globo ocular (véase el apartado: “Percepción de la distancia y visión estereoscópica” del capítulo 8). Tanto Alhacén como Helmholtz admiten que ese reconocimiento se logra incorporar en nuestra experiencia cotidiana por asociación inductiva. Decidir si tal reconocimiento es innato o se incorpora por asociación inductiva, como vemos en el apartado antes referido, fue un punto de ardua controversia durante el siglo XIX.

3. Disposición espacial. La evaluación de la magnitud de la distancia alude al reconocimiento de una fuente de luz y color puntual, o a un objeto diminuto. La percepción de objetos mayores implica una tarea de composición que realiza el sensorio. Una cantidad abigarrada de manchas coloreadas en el cristalino debe contribuir a la percepción de un objeto que integra o reúne varias fuentes de luz y color. La noción completa del objeto debe lograrse después de integrar caras visibles que, en el momento de la observación, ocultan otras caras aún no visibles.

Ya en las caras visibles hay una abigarrada reunión de fuentes puntuales de luz y color. Estas fuentes se distribuyen en un arreglo que puede ser plano o con un relieve complejo (regular o irregular). Si el arreglo es plano, puede encarar al eje visual (de un ojo o del ojo cíclope) de frente o en forma oblicua. Lo hace de frente si el eje visual es perpendicular al plano de la cara visible en el punto en donde hace contacto con él; y de forma oblicua, cuando el eje visual no encuentra un punto en el plano en el que el rayo sea perpendicular a la cara visible del objeto.

El arreglo de la cara visible no solo comporta inclinación con respecto al eje; también incluye una figura o un contorno general. Si la facultad sensitiva se concentra en el centro —imaginando que ese centro existe y se puede reconocer con facilidad— de un objeto que llama su atención y advierte, según los criterios establecidos en el apartado anterior, que las distancias de los dos extremos del objeto que se encuentran sobre una recta que contiene el centro del mismo, son cercanas en magnitud, ha de concluir que está contemplando al objeto de frente. En caso contrario, concluirá que la superficie del objeto se halla en un plano oblicuo. La figura 2.17 muestra el diagrama que orienta la propuesta de Alhacén.


Figura 2.17. Disposición espacial de un objeto

"a. Objeto visible AB encara al ojo directamente si las líneas entre el centro del ojo y A y B son iguales; en ese caso, el eje central es perpendicular a este; "b. objeto visible oblicuo".

Fuente: Alhacén (Aspectibus, II, 3.104, n. 107).

En caso de que las magnitudes de las distancias extremas coincidan, pero sean menores que la magnitud de la distancia central, la cara del objeto se percibe como una superficie cóncava; en caso de que sean mayores, se percibe convexa. Si los objetos están muy distantes o si no hay forma de evaluar las distancias a los extremos, el sensorio advierte la disposición espacial por estimación. Si se trata de un objeto con el que estamos familiarizados, imponemos la disposición que ya hemos evaluado al contemplar cerca al objeto. Si se trata de un objeto muy distante con el que no tenemos familiaridad, percibimos su cara visible como si fuese frontal. Así se explica por qué tenemos la sensación de estar contemplando el Sol o la Luna como si fuesen discos planos, cuando otra información nos conduce a creer que deben ser cuerpos esféricos, que tendrían que darnos la apariencia de objetos convexos si estuvieran cerca.

4. Corporeidad. Alhacén sugiere que toda cualidad reconocida visualmente ha de entenderse como una cualidad encarnada: “El sentido de la vista, en efecto, no percibe ninguna de las propiedades visibles a menos que ellas estén encarnadas en un cuerpo” (Aspectibus, 3.1). La vista no percibe las características como si ellas vivieran por sí mismas; ellas se dan, necesariamente, en un portador que posee, además, otras características (Aspectibus, II, 4.1).

Ahora bien, después de una inducción simple, todos los cuerpos que hemos tenido la oportunidad de explorar de cerca se extienden en tres dimensiones. En ese orden de ideas, siempre que contemplamos un racimo de propiedades visuales, sobre el que nosotros focalizamos nuestra atención, y siempre que descartemos que estemos bajo una ilusión, estamos autorizados a inferir que allí al frente reside un objeto corporal (tridimensional).

Sin embargo, no en todos los casos la tridimensionalidad es asunto de una percepción simple. Un cuerpo siempre se concibe como un algo envuelto por una serie de superficies. Si tales superficies son planas y solo una de ellas encara al ojo en oposición, mientras las restantes o son perpendiculares a la primera o se esconden detrás, el sensorio final únicamente puede advertir la extensión en dos dimensiones, no puede inferir una contemplación simple de extensión en tercera dimensión. En un caso como este, el observador debe disponerse a rodear el cuerpo para contemplarlo desde diferentes perspectivas. Así, solo si admite que el cuerpo no rota al unísono con él y logra componer todas las caras que percibe como elementos del mismo objeto, puede el sensorio construir la percepción completa de un objeto que se extiende en tres dimensiones.

Ahora bien, si una de las caras se percibe de tal manera que una de sus partes se encara en forma directa, mientras otra se enfrenta oblicuamente, el sensorio final está en condiciones de percibir la corporeidad del objeto, es decir, su extensión en tercera dimensión. Si la superficie que se percibe al frente es convexa o cóncava, aun cuando no sea posible percibir las caras restantes, el sensorio puede inferir en forma segura la presencia de una corporeidad.

A manera de corolario, si el objeto está tan alejado que no podemos evaluar la magnitud de las distancias de las partes de la cara que contemplamos directamente, solo podremos contemplar extensión en dos dimensiones. Así las cosas, el objeto aparecerá como un plano simple y su corporeidad únicamente se podrá inferir con base en un conocimiento previo del objeto que divisamos.

5. Forma (figura). Para establecer la forma geométrica de la superficie que encierra al objeto, el sensorio debe atender dos situaciones: primera, la figura de la cara que se percibe de frente. En este caso, el sensorio debe desplazar el eje visual a lo largo de la frontera de la cara del objeto. En ese recorrido, el borde pasa a ocupar el centro del campo visual y cabe la posibilidad que se perciban las pendientes que determinan las caras que se extienden en tercera dimensión. Este ejercicio impone cierto protagonismo al movimiento del ojo. El sensorio debe estar atento a la manera como el ojo se mueve, para escanear los bordes del objeto.52

Segunda, la forma volumétrica de la envoltura del objeto. En este caso, la facultad sensitiva debe estar atenta a las superficies que intersecan la cara frontal, atendiendo especialmente a las pendientes de las caras que enfrentan oblicuamente al aparato visual.

La definición completa del objeto por parte del observador exige, en primer lugar, un escrutinio exhaustivo de las caras de aquel, o bien moviéndolo al frente para permitirle exhibir otras caras, o bien obligando al observador a recorrer en derredor el objeto de interés. También se exige, en segundo lugar, un ejercicio de composición, que realiza la imaginación al reunir las caras ya escrutadas con las nuevas caras que contempla el sensorio.

6. Tamaño. Alhacén muestra que la percepción del tamaño de los objetos es mucho más compleja que lo que los autores clásicos habían pretendido. En particular, Euclides sostuvo que el tamaño del objeto se percibía exclusivamente a partir del ángulo del cono visual que contiene, en su base, la superficie completa del objeto que pretendemos estimar. Para ser más justos, Euclides hablaba realmente de la apariencia del objeto y no de una cualidad que se le podía atribuir en virtud de dicha apariencia (Euclides, trad. en 2000a, pp. 135-136).