El tigre en la casa

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Los gatos son camorristas natos, pero sus peleas se parecen en una cosa a los torneos de caballería o las riñas de los apaches de París: siempre el motivo es un lío de faldas. Porque el gato es un gran amante. Difícilmente podría sobreestimarse la dosis de instinto amoroso en un macho adulto saludable, y cualquier intento de refrenarlo, aparte de la castración, se verá frustrado. Como ha dicho Remy de Gourmont, en el reino animal la castidad es un ideal quijotesco por el que solo el humano se esfuerza. Es imposible mantener confinado ni siquiera a un sedoso angora cuyos antepasados hayan sido animales domésticos, a menos que se lo haya castrado. Cualquiera que lo intente, después de una semana o algo así, estará encantado de permitir que el gato siga su camino.10 Pero se ha hecho costumbre –excepto para quienes conservan a los reyes con fines de reproducción– operar a los machos de modo que se convierten en animales enormes, perezosos y afectivos, que duermen mucho, comen mucho y resultan pintorescos pero no muy activos. Estos machos alterados suelen ser los favoritos como mascotas. Yo, en cambio, estoy más interesado en aquellos que conservan su fervor natural.

Las hembras pelean de vez en cuando, en especial para proteger a sus crías y cuando están en estro o “llamando” (así se ha denominado poética y literariamente esta fase marcada por suaves arrullos amorosos, casi como los tiernos suspiros de un amante del siglo xviii);11 con un descaro nacido del deseo muerden a los machos en el cuello, generalmente con resultados satisfactorios.

Los machos son luchadores formidables, tanto con su propia especie como con otros animales. Por lo general no se enfrentan con perros a menos que se los arrincone en una esquina, pero hay gatos conocidos por atacarlos sin razón aparente. Muy eficaces en la guerra son sus afiladas garras y flexibles articulaciones, mantenidas en forma por el contacto constante con un árbol o una silla o una mesa o una alfombra donde clavan las zarpas, se estiran y elongan a diario, y esa eficacia se ve incrementada por unas mandíbulas poderosas y unos dientes afilados. Es costumbre en el gato echarse de espaldas cuando pelea, si le es posible, pues de ese modo planta cara con sus mejores talentos y a la vez se protege la columna, que es su punto más vulnerable. Cuando ataca a un perro, suele saltarle sobre el lomo y es capaz de aferrarse y al mismo tiempo desgarrar la cabeza y los ojos de su contrincante. La naturaleza, irónica como de costumbre, permite al águila proceder de la misma manera con el gato. De las más sangrientas refriegas los gatos a menudo salen indemnes, salvo por una oreja rajada o una herida en la cola, pues su pelaje es una capa gruesa y suelta al punto de que pueden tironearla casi hasta la mitad del cuerpo sin desgarrarla. La flexibilidad de la cabeza, por su parte, si bien no alcanza el extremo del búho permite movimientos laterales muy considerables.

Cuando un gato está luchando o en peligro emite los más espeluznantes aullidos; no son llamados de ayuda y por qué lo hace es un misterio, pues en las refriegas entre animales en estado salvaje está solo y en ningún caso puede esperar ayuda de su especie. Perfectamente pueden ser gritos de guerra, para mantener la moral en alto, como hace la división de pífanos y tambores del ejército. Cuando lo golpean o maltratan, en cambio, nunca grita, aunque puede gruñir o bufar.

Los gatos le temen horriblemente a la muerte –escribe Andrew Lang–. Yo tenía un gato viejo y ruin, Gyp, que acostumbraba a abrir la puerta del armario y comer todas las galletas que pudiera. Sufrió un ataque, una parálisis, y pensó que iba a morir. Estaba aterrado: el señor Horace Hutchinson lo observó y dijo que el gato albergaba claras aprensiones de tipo calvinista sobre su recompensa en el otro mundo. Gyp recibió cuidados y recuperó la salud, como pudimos comprobar al divisarlo en el techo de una caseta con un pollo frío en su poder. Nada podría ser más humano.


Se ha dicho que el gato es un ladrón. Y es cierto que no siente respeto alguno por la propiedad ajena, aunque se le puede enseñar a mantenerse fuera de la mesa del comedor mientras haya alguien allí.

Es más fácil enseñarle a no hacer ciertas cosas que a hacerlas. Cuando se le deja solo, sin embargo, es mejor poner bajo llave el pescado y la crema. Hay refranes sobre ello, y no se equivocan. Mi Ariel acostumbraba a esconder carretes de hilo, llaves, bolígrafos, lápices y tijeras bajo la alfombra. No veía motivos para no hacerse del botín, tal como los conquistadores de América no vieron razones para no convertir los bienes de los aborígenes en propiedad suya. Estos primeros colonos consideraban a los indios como seres inferiores sin derechos; el gato tiene la misma opinión sobre los seres humanos.

Pero Walt Whitman se equivocaba cuando dijo de los animales que “ninguno sufre esa manía de poseer cosas”. Los gatos tienen un sentido muy definido del derecho de propiedad tratándose de sus propios bienes, aunque los protegen ellos mismos, nunca llaman a la policía o la milicia. La evidencia de este rasgo es muy fácil de observar. Todos los gatos lo entienden en profundidad, tan en profundidad que solo un gato muy hambriento o muy atrevido intentará introducirse a través de la puerta abierta en la casa de otro. Si lo hace, procede con la mayor cautela, y si llega demasiado lejos habrá una escaramuza.

Estas escenas suelen ser muy cómicas. El señor de la casa se agacha casi hasta pegarse al suelo mientras registra cada movimiento del intruso y su pelaje comienza a erizarse. El extraño entra dando rodeos y aparentando no ser consciente de la presencia del otro. Por lo general bastan unos bufidos y unos pasos de advertencia para asustar al entrometido e invitarlo a retirarse por donde vino. Sin embargo, hay gatos con instintos caritativos que llegan a casa con compañía e invitan a los callejeros a compartir su comida. Ya he mencionado a uno de los gatos de Gautier, Gavroche. Y me han contado de un gato vagabundo, alimentado una vez en una casa de campo, que regresó al día siguiente ¡con veintinueve de sus amigos! Pero ese interés por los forasteros es poco frecuente en los felinos; se les ha acostumbrado a reinar sobre su territorio de caza en solitario y ese instinto salvaje sobrevive.

Los gatos persas lo tienen. No hace mucho traje a casa un gatito naranja muy suave y gentil, un modelo en miniatura de gracia y virtud. La molestia y el enojo de mi Feathers, la reina de la casa, no tardaron en hacerse notar. Un perro casi siempre mostrará signos de celos ante un recién llegado, pero esta emoción era rotundamente ira. Le producía ira que alguien pudiera quizás atreverse a usurpar una parte de su vida, a compartir su comida, posarse en sus cojines, tumbarse en sus rincones bajo el sol.12 Así, con esa paciencia persistente que es tan eficaz como los métodos más inquisitivos, Feathers se dispuso a convencerme de que el proyecto de convivencia era imposible. Durante tres días le hizo la vida imposible al gatito. Si este trataba de dormir, Feathers le mordía la cola; si estaba despierto, le clavaba los ojos de un modo desconcertante antes de saltar sobre su espalda y aterrizar al otro lado, un procedimiento aterrador al que añadía un gruñido y un bufido calculados para producir un escalofrío hasta en la más robusta espina dorsal. Seguía al gatito de habitación en habitación, sin permitirle un segundo de calma o un punto de apoyo en todo el departamento. Es más, su relación conmigo se vio alterada por completo. Ella, que solía ser una gata amable, durante la breve estadía del gatito nunca me permitió alzarla en brazos o hacerle mimos de ninguna manera. Mordió, rasguñó, arqueó la espalda y erizó el pelaje; no pude acercarme a ella en esos tres días sin que me bufara. Como no se me antojaba llevar una vida salvaje en el hogar me rendí ante lo inevitable y me llevé al gatito lejos. De inmediato Feathers se volvió un ser delicioso, toda sonrisas y caricias.

Esta cualidad en los gatos, esta potencialidad incesante de un retorno a la condición salvaje, es muy desconcertante para aquellos que no los comprenden ni son sensibles a sus encantos. Suelen confundirla con “mal carácter”, y de ello deriva la leyenda de que “no se puede confiar en los gatos”. En realidad, no existe otro animal que reaccione con mayor regularidad a ciertos fenómenos. Un gato bien tratado nunca rasguñará a un amigo, excepto por accidente mientras juegan, o bajo la tensión nerviosa de un insulto supremo, por lo que un amigo nunca debería insultar a un gato.

Aprecia mucho su casa y los alrededores, los observa con orgullo y deleite. ¿Cómo se tomaría usted que llegara de pronto un extraño de cualquier sexo a su vivienda, con quien tuviera que compartir comida y cama? ¿Piensa que no es razonable para un gato protestar contra semejante ataque a la libertad personal? A usted no le agradaría; tampoco al gato. Pero como es un ser más independiente, más asertivo, más amante de la libertad que el pusilánime, cobarde y furtivo animal humano, se niega de frente a tolerar intromisiones en su individualidad. Un hombre habría aguantado los inconvenientes; de hecho, a menudo lo hace.

Esta personalidad dual, sus luces y sombras, explican en buena medida la formidable fascinación que produce. Siempre existe la posibilidad de una regresión; la visión de una mosca o una cucaracha, una rata o ratón, otro gato o un perro, puede hacer de un animal domesticado una bestia salvaje en un cuarto de segundo. Más aun, si la naturaleza y el destino así lo disponen, es totalmente posible para el gato vivir en cualquiera de ambos estados por periodos prolongados. Y siempre se ha de tener en cuenta que las relaciones de un gato con un humano, a quien por lo general considerará con cierto divertido desprecio, transcurren en un plano muy diferente de sus relaciones con todos los demás animales.

 

El amor del gato por el hogar es una exageración propagada por ese tipo de personas poco inteligentes que constantemente hacen observaciones acerca de un animal que ni la persona más brillante osa comprender del todo. Este afecto por el territorio se considera un rasgo prestigioso, moral y satisfactorio cuando se trata del humano, especialmente cuando toma la forma del patriotismo. Pero cuando es el gato el que ama su casa, el pueblo lo mira con horror. La cuestión ha escalado al ámbito internacional e invariablemente se presenta como un subtema en cualquier conversación profana sobre gatos. “Pero el hogar –dice madame Michelet– suele ser más bien un conjunto de objetos que tienen relación con las costumbres, que incluso son uno mismo… El gato es esencialmente conservador. Sin embargo, se aferra menos a las paredes de la casa que a cierta disposición de los objetos, de los muebles, que exhiben más que la casa misma la huella de una personalidad. De modo que lo que es muy antipático para el gato es la fluidez de nuestra vida actual, con su facilidad para los traslados, las circunstancias cambiantes y los gustos inconstantes”.

El gato piensa que lo que ha sido será. Así como espera por su presa, espera por su dueño. Conoce todas las vías de escape por si hay peligro, escoge una silla favorita para dormir y un rincón familiar para estar al acecho; no cede en estas certezas sin cierta objeción. De hecho, si no ha formado un vínculo con ningún miembro de la familia parece absurdo pedirle que renuncie a estas ventajas. El gato se apega a su amo si este lo acaricia, lo alimenta y lo quiere; pero si se lo ignora le importará más la casa que sus moradores. Por encima de todo debe recordarse que el gato ama el orden.

En A Story Teller’s Holiday, George Moore relata cómo, vagando por las ruinas de Dublín después de la rebelión irlandesa, descubrió una pared rota de la que todavía colgaba la repisa de una chimenea.

Me llegó un lastimero miau, y un hermoso persa negro apareció junto a los restos. Los gatos saben ser muy elocuentes, casi articulados, y este me pidió que le explicara el significado de la escena. Había encontrado su vieja chimenea, le dije, y traté de que se fuera conmigo; pero, aunque contento de verme, no se dejó persuadir y permaneció sobre lo que quedaba de su asiento favorito, donde había pasado tantas horas placenteras. Así, reflexionando sobre su fidelidad y su belleza, continué mi búsqueda entre las ruinas. Encontré gatos por todas partes, todos buscando sus casas perdidas entre las cenizas y todos incapaces de comprender la desgracia que se había abatido sobre ellos. Es cierto que los gatos sufren de una manera imprecisa, pero el sufrimiento no es menor porque sea difuso, y pensé que en las primeras edades del mundo, digamos veinte mil años antes de Pompeya y Herculano, los seres humanos andaban a tientas y sufrían ciegamente buscando sus hogares desaparecidos en medio de terremotos incomprensibles, igual que los gatos de Henry Street. Somos parte de la misma sustancia original, me dije, y de pronto comencé a regocijarme en lo inesperado de la naturaleza y su fecundidad. Nunca es un lugar común, solo tenemos que acudir a ella para ser originales, me dije, mientras regresaba por calles silenciosas. Podría haberme imaginado cualquier cosa, el papel mural, las molduras sobre la chimenea y el reloj francés, pero no a los gatos en busca de su hogar entre las ruinas. Tampoco creo que se le hubiera ocurrido a Turguéniev, a Balzac menos.

Pero no todos los gatos sienten aversión a moverse y algunos se mudan por voluntad propia, como hizo el caprichoso Zut de Guy Wetmore Carryl, de quien hablaré más adelante. Andrew Lang creía que había una francmasonería, una suerte de rosacruz de los gatos: tan extraños son sus movimientos, tan inexplicables. Es posible que el aburrimiento sea un motivo para la peregrinación.

La monotonía –escribe Lindsay– como factor de trastorno mental en los animales inferiores está estrechamente asociada a la soledad y el cautiverio. Detestan la vida y las ocupaciones monótonas tanto como los humanos, sufren tanto como ellos por la falta de novedad y variedad, tienen el mismo deseo de diversión, y en muchos de ellos hay una necesidad igual de relajarse y a la vez de sentir entusiasmo y placer. La uniformidad tiene en animales y humanos la misma influencia deprimente, sea de paisajes, del entorno, del aire o de la comida.

Los gatos persas, condenados a pasarse la vida en edificios citadinos, van de uno a otro sin ninguna incomodidad o infelicidad aparente, sin embargo. De vez en cuando un gato que sienta gran pasión por su dueño lo seguirá adonde sea. Pennant registra que el conde de Southampton –el amigo y compañero del conde de Sussex en su insurrección fatal–, confinado en la Torre de Londres, recibió sorprendido la visita de su gato preferido, que se las arregló para llegar a verlo descendiendo por la chimenea de la estancia.

“Los animales son tan buenos amigos porque no hacen preguntas, no presentan quejas”, escribió en alguna parte una poco esclarecida George Eliot. Ciertamente no es el caso de los gatos. Un gatito común y corriente hará más preguntas que un niño de cinco años. Es el más catequista de los animales, con la posible excepción del mono. La curiosidad es uno de sus rasgos predominantes, y el primer deber de un gato que se cambia de casa es explorar cada centímetro cuadrado de sus nuevos dominios; y no solo examina cada rincón del hogar sino que investiga el entorno en varios kilómetros a la redonda. Según Lane, por eso es que puede encontrar el camino de vuelta a casa cuando el paseo ha ido demasiado lejos. Una vez concluida esta ceremonia de iniciación el gato expresa su satisfacción dando vueltas y más vueltas antes de acomodarse para dormir. Hay quienes creen que si untas las patas de un gato con mantequilla o manteca no escapará de un nuevo hogar, y Ernest Thompson Seton usa esa superstición en su relato “The Slum Cat”. La base de esta creencia popular es sensata: un gato se limpiará de inmediato si le engrasan las patas, y casi siempre después del aseo personal viene una siesta; así, si se puede conseguir que concilie el sueño en cierto lugar casi se puede asegurar que se mostrará satisfecho de su nueva vivienda. La curiosidad, naturalmente, es un instinto propio del estado salvaje en el que la exploración era peligrosa pero necesaria, y se sabe que su costumbre de dar vueltas en círculos y más círculos antes de echarse a dormir es un recuerdo vago de los tiempos en que pisaba la hierba alta en busca de madrigueras. Sin embargo, en un gato la curiosidad va más allá del mero instinto de protección. Ninguna caja, ningún paquete, ni una sola bolsa entra en mi casa sin ser examinada por Feathers, y esa es la norma general. Cualquier gaveta abierta o caja nueva les servirá para dormir la siesta. Pero rara vez aceptarán comer de la mano, y si lo hacen será con gran renuencia, vacilación y tacto: así de preciso es el equilibrio entre la curiosidad y la precaución en la mente felina.

También olfatean los objetos, pero con una vez que lo hagan es suficiente; no volverán para asegurarse de nada. Hay quienes afirman que no tienen muy desarrollado el sentido del olfato;13 yo pienso que en gran medida lo sustituye un sistema nervioso de alto voltaje, sumado a la vista, el oído y el tacto (tienen predilección por ciertas texturas; les gusta el papel o cosas ásperas que se rasgan con un ruido). Madame Michelet decidió que el sentido del olfato en un gatito pequeño estaba más desarrollado que en el gato adulto; según ella, despertaba a los cachorros solo poniendo un cuenco de leche bajo sus narices, pero el mismo experimento con gatos crecidos no tenía efectos.

Siempre he pensado que no hay nada más efímero que la ciencia; los libros que más pronto van a parar al desván o al basurero son los libros serios. Cuando tienen algún valor artístico –un libro de Nietzsche, por ejemplo– la cosa es distinta, pero los profundos descubrimientos de un profesor o un científico cualquiera son absolutamente inútiles al poco tiempo. Solo sirven como muestra de los singulares flujos y reflujos del pensamiento humano. El primero en admitirlo, en todo caso, es el propio científico, quien te dice que solo debes trabajar a la luz de los “últimos descubrimientos”. Ahora, estos últimos descubrimientos suelen ser ideas robadas de algún filósofo, hechicero o monje del neolítico. Los grimorios medievales probablemente sean minas de oro en bruto de “nuevos pensamientos”. La filosofía del siglo xviii prefigura a Freud; ni siquiera la ciencia cristiana es nueva. El germen de casi todas las ciencias y de la filosofía se puede encontrar en Aristóteles, en Paracelso o en Mesmer. Los alquimistas estaban familiarizados con las leyes que los científicos han descubierto no hace mucho. Se dice que Aristeo, alquimista filosofal, dio a sus discípulos lo que él llamó la llave de oro de la Gran Obra, que tenía el poder de volver todos los metales transparentes, pero que yo sepa nunca se habla de Aristeo como el inventor de los rayos equis. Y son pocos hoy en día los que se atreverían a recrear las proezas de ingeniería de los egipcios.

Las personas que dedican su vida a la ciencia por lo general no tienen sentido del humor. Aun diría más: a menudo son imbéciles. A.G. Mayer, según John Burroughs, ha demostrado de manera concluyente que la polilla de Prometeo no tiene sentido del color. El macho de esta polilla tiene las alas negruzcas y las hembras son de color pardo rojizo. Mayer pegó las alas del macho a la hembra y viceversa para ver qué pasaba, ¡y descubrió que se aparearon igualmente! Bien, el profesor Mayer podría llegar a la misma brillante conclusión si pinta de negro un gato amarillo y de verde una gata blanca; hay una pequeña razón por la que una hembra puede distinguir a un macho, pero a ningún científico se le ocurriría pensar en eso. Por lo tanto, los trabajos científicos deberían considerarse minucias, por lo general, pues es imposible acercarse a la verdad corriendo ciegamente en una dirección, clausurando todas las visiones y los sonidos distractores sin importar el peso que tengan sobre el tema; y en segundo lugar porque la verdad no existe. Cualquier filósofo místico puede sentir más de lo que un científico puede llegar a aprender en toda su vida.

Ha habido sectas de somatistas que no creen que el gato esté dotado de un alma. Pero esta discusión está pasada de moda porque los humanos ya no están muy interesados en el alma. Ahora es parte de la conversación inteligente hablar sobre el cerebro. Durante el siglo xix, muchos científicos, psicólogos, naturalistas, zoólogos y otra gente así dedicaron todo su tiempo a desmenuzar el problema de si los animales piensan o no. Darwin, por supuesto, en aras de su teoría de la evolución, abrazó con gusto la causa de las bestias pensantes, y Romanes y otros lo han seguido en esa dirección. Otras personas de mayor o menor importancia han mostrado su desacuerdo hablando del “instinto”, etcétera. Hay toda una literatura de libros olvidados y contradictorios sobre el tema, e imagino que cualquier cosa escrita anteayer será igualmente descartada por inútil en el aula de un profesor que se respete. “No hay libro que no desmienta a otro –observa el sumamente sagaz Sylvestre Bonnard–, de modo que cuando se los ha leído todos no se sabe qué pensar”.

El respetable John Burroughs nos informa que cuando él oiga una risa animal creerá que tienen razonamiento. A los humanos se llega por la mente, dice; al animal, solo por los sentidos. Todo el secreto del entrenamiento de animales salvajes está en crearles nuevos hábitos. Pero cualquier capitán de ejército podrá informar al señor Burroughs que ese es también el secreto entre los hombres. Y hay quien contradice a Burroughs. Havelock Ellis dice en Impressions and Comments que “en verdad no hay nada tan primitivo, incluso tan animal, como la razón. Es plausible, aunque suene insano, que sea por sus emociones, no por la razón, que los humanos se diferencian realmente de las bestias. ‘Mi gato –dice Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida– nunca se ríe o se lamenta; siempre está razonando’”.

 

El señor Burroughs también decidió que los animales no pueden pensar porque no tienen un lenguaje y no es posible pensar sin lenguaje. Pero ¿no tienen? El lenguaje vocal de los gatos es extraordinariamente completo, como lo demostraré en otro capítulo. Lo complementa con un lenguaje gestual que, por cierto, solo pueden comprender a cabalidad otros gatos. Está, por ejemplo, el lenguaje de la cola. El gato con una cola en alto como un estandarte es un gato satisfecho, contento, saludable y orgulloso. Una cola horizontal indica sigilo o terror. Y si la tiene enroscada bajo el cuerpo es que está muerto de miedo. El gato ondea la cola cuando está insatisfecho, molesto o de mal humor; encolerizado, la extiende con el pelaje erizado. La estira a modo de látigo en preparación para la batalla, y la enrosca cuando se divierte o siente placer. Y a veces usa su cola como las mujeres con sus boas y sus manguitos: para mantener el calor.


La variedad de maniobras que es capaz de hacer con la pata es aun mayor. Lindsay nos ha dado todo un catálogo:

No es infrecuente que el gato use una pata para tocar el hombro de su amo cuando quiere atraer su atención. Si le gusta algo que va pasando, una mascota felina sentada a la ventana de un carruaje “pone la pata en mi pecho –dice su ama– y hace un ruidito, como si me preguntara si yo lo he visto también”. Otra posaba la pata en los labios de una señora que tenía una tos alarmante, quizás por piedad, quizás en pos de la supresión física de la tos al cerrarle la puerta. Una tercera gata tocaba los labios de quienes silbaban una melodía, “como si estuviera satisfecha con el sonido”.

Los gatos se “abofetean” unos a otros o a sus crías, es decir se dan golpes con las patas y así regañan a los rebeldes o a las crías molestosas. Calientan las patas frente al fuego y las usan para protegerse la cara de las llamas o del sol. Nos contaron de un gato que daba palmaditas a la nariz de un caballo de compañía. Es bien sabido que nuestros gatos domésticos tienen la costumbre de lavarse la cara con las patas, que también usan para cepillarse y limpiarse las sienes y los ojos. La pata delantera sirve para sondear los objetos, para verificar su dureza u otras cualidades, o para medir la altura de los fluidos que un recipiente puede contener. Así, un gato, cuando quería beber agua de un jarro, usaba su pata para confirmar si estaba lo bastante lleno. O toma leche de un pote angosto metiendo la pata, curvándola para saturarla de líquido y luego lamiéndose. En un caso judicial por robo en Birmingham en marzo de 1877, “el demandante declaró que lo había despertado su gato con golpecitos en la cara al descubrir a los asaltantes hurgando en su dormitorio”.

Podría añadirse que el gato con frecuencia rasguña para llamar la atención. También enumerar las incontables maneras en que se sirve de su cabeza, ojos y hasta pelaje para mantener una conversación.

El profesor Edward L. Thorndike se ha dedicado a hacer algunos experimentos extremadamente ingeniosos y sofisticados con gatos y otros animales y ha escrito un libro sobre ellos: Animal Intelligence: Experimental Studies. Los experimentos con gatos se hicieron con “cajas puzle”. Se los dejaba sin comer un buen tiempo y luego se les encerraba en cajas, encima de las cuales se ponía comida. Había varias maneras de abrir las cajas desde adentro, más complicadas o menos; el punto era ver cuánto tiempo le tomaría a un gato salir de la caja y alcanzar la comida. De los resultados que obtuvo el profesor extrajo conclusiones enteramente vacuas. Que los gatos no hayan podido abrir las cajas del doctor no es ningún punto de partida para fundar un sistema de psicología animal. El experimento me pareció análogo a hacer subir a un hambriento y aterrorizado indio cheroqui a un Rolls Royce y pedirle, en un lenguaje extraño para él, que lo echara a andar si quería cenar esa noche.

Uno de los argumentos preferidos de los promotores del instinto infiere el hecho de que los gatos, acostumbrados a enterrar su excremento en estado salvaje, maquinalmente harán el movimiento de cavar la tierra en un piso de mármol o de madera, memoria instintiva de un acto que ya no es necesario y en consecuencia es impropio en un ser pensante. Pero hasta un niño tonto entiende que esta no es una razón. ¿Por qué todavía estrechamos la mano de otra persona para saludar? Ya no es válido el sentido que este acto tenía, que era asegurarse de que el otro no blandía un arma, pero aun así el impropio instinto sobrevive. Para el gato es un asunto de supervivencia. Bien sabe la naturaleza que las circunstancias o el deseo pueden devolverlo a la vida salvaje, y si eso ocurre, estará preparado para ocultar de sus enemigos todas las pruebas de su paradero.

Otros científicos que sostienen la inferioridad de las bestias argumentan que estas siempre hacen las mismas cosas, los mismos movimientos, que no inventan ni progresan. La abeja construye el mismo receptáculo para la miel, la araña teje redes idénticas y la golondrina arma el nido siempre de la misma forma. Se les ha denegado la libertad individual y la espontaneidad, aparentemente, y parecen obedecer a ritmos mecánicos que se transmiten a través de los siglos. ¿Pero quién puede decir que estos ritmos no son leyes morales superiores? ¿Y si las bestias no progresan porque surgieron perfectas en el mundo y no lo necesitan, mientras que el humano tantea, hurga, cambia, destruye y reconstruye sin encontrar estabilidad en la inteligencia, ni fin a su deseo, ni armonía a su forma? No está de más recordar, oh cristiano lector, que fue a dos personas a quienes Dios expulsó del Paraíso, y no a los animales. Además, es absurdo y estúpido sostener que los animales no tienen libertad de pensamiento, que no piensan, que no pueden resolver problemas concretos.

Personalmente estoy convencido de que todos estos científicos y psicólogos quieren decir más o menos lo mismo. Uno quiere decir instinto cuando dice inteligencia y el otro quiere decir inteligencia cuando dice instinto. Un sistema filosófico muy importante, por cierto, se basa en la teoría de que el instinto animal es de mayor utilidad que la inteligencia y pide a los humanos confiar en él tanto como sea posible. Es popular la idea de que las mujeres se guían enteramente por este principio.

En mi opinión, no son mayores las dudas acerca de que los animales piensan, a su manera, que las sospechas de que el humano, por regla general, no piensa absolutamente nada. Los científicos cometen el error de observar muy de cerca y de escribir lo que ellos piensan que han visto. Estas materias deberían tratarse en cambio con cierto distanciamiento místico. “Veo a autores que hablan de los gatos con una familiaridad de lo más repugnante”, escribe Andrew Lang. Los animales no piensan a la manera del humano; sus procesos mentales son muy diferentes. Hay algo de cierto en la teoría de que piensan en abstracciones, frío, calor, etcétera, pero que más tarde no piensan en ellas como abstracciones, como sí lo hacen los humanos. Sin embargo, no veo ninguna ventaja particular en recordar y discutir tales asuntos. Robert Louis Stevenson dijo una vez que los animales nunca usaban verbos: “Es la única forma en que su pensamiento difiere del nuestro”.

Hay un punto, y solo uno, que nos concierne aquí, y es la inteligencia relativa del gato, que muchos consideran mentalmente inferior al perro y al caballo. Creo que la inteligencia de los gatos ha sido enormemente subestimada.14 “No podemos comprender del todo la mente del gato a menos que nos transformemos en uno de ellos”, escribe St. George Mivart. El gato como un individuo piensa de modos muy diferentes de los de sus compañeros humanos, y por lo tanto es difícil obtener pruebas contundentes, sobre todo porque la mayoría de los académicos juzga la inteligencia de un animal por su susceptibilidad a la disciplina, es decir por su capacidad relativa de convertirse voluntariamente en nuestro esclavo. En este tipo de competencia, por supuesto que el perro y el caballo se llevan todos los honores. No creo que porque el gato se rehúse a aceptar el yugo se pueda probar que es un animal sin inteligencia, más bien lo contrario: es demasiado inteligente para andar haciendo trabajo pesado o bufonadas. Este es el consejo del viejo gato perezoso de una fábula de Florian: