Discursos sobre la fe

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Z serii: Neblí #49
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Es fácil comprobar en último término que, por encima de los resultados definitivos y provisionales de una exposición como la de Newman, se contiene tanta fuerza en las ardientes palabras sembradas por el autor en sus afirmaciones como en el más penetrante de sus mejores argumentos.

9. Pero lo decisivo de estos Discursos no es quizás su vigor polémico, con ser tanto. Cuenta todavía más lo específicamente religioso, la declaración de verdad que contienen, que da sentido a todo lo demás, y lo rescata, si es el caso, de limitaciones coyunturales.

El libro todo es una convencida invitación a la vida cristiana. Se procura que el lector adquiera un sentido para lo importante. En el marco de la fe en Dios, que bien entendida y meditada señala el camino hacia la Iglesia católica a lo largo de un proceso de conversión interior, importa sumamente a Newman destacar los recursos definitivos con que se equipa al viador cristiano para conseguir su fin. Estos recursos son la Eucaristía y la Virgen.

«Es orgullo de la religión católica —leemos al final de los Discursos— poseer el don de mantener puro el corazón joven; y esto es porque nos entrega a Cristo como alimento y a María como Madre solícita. Cumplid ese orgullo en vosotros».

En los Discursos impera consiguientemente una referencia constante al lugar central y poder transformante de la Sagrada Eucaristía. Solo la Sangre de Cristo lava los pecados en la penitencia. Paralela a esta es la afirmación de que solo la Eucaristía puede cambiar terminativamente al hombre en hijo de Dios.

«La admirable presencia que habita nuestros altares» manifiesta bien a las claras que cuando los hombres se le alejan, el Señor, en un acto de inefable condescendencia, los llama, «conquistándonos a su Voluntad, salvándonos a pesar de nosotros, y sin embargo, a través de nosotros».

De acuerdo con esto, el cristiano puede definirse como «un siervo de Cristo, Señor de la Iglesia, unido para siempre mientras viva —esa es su gran esperanza— a los Sacramentos, a la Eucaristía, a los santos, a la Virgen María, a Jesucristo y a Dios».

Llevado de una noble impaciencia, Newman adopta un tono emocionado ante algunos que «no consiguen entender cómo nuestra fe en el Santísimo Sacramento sea una porción viva de nuestro espíritu. Piensan —continúa— que es una simple profesión externa, que abrazamos sin asentimiento interior, y solo porque se nos enseña que nos perderemos en caso de no aceptarla; o bien porque, comprometida la Iglesia católica desde tiempos antiguos en la enseñanza de esta verdad, no tenemos actualmente más remedio que defenderla, aunque con gusto dejaríamos de hacerlo si no nos obligara un cierto sentido de lealtad y un espíritu de partido.

»Creen que si pudiéramos renunciaríamos a la doctrina de la transubstanciación como a una pesada carga. ¡Extrañas palabras! Sería malo usarlas, hermanos míos, si no fueran necesarias para haceros entender los dones que poseéis... ¡Palabras en verdad ofensivas y profanas! ¿Cómo puede ser un alivio renunciar a la enseñanza de que Jesús está en nuestros altares? Sería tanto como renunciar a la fe en la divinidad de Cristo o a que Dios existe».

Se dirige asimismo al hombre de buena voluntad para ilustrarle el misterio de la Eucaristía y decirle que la doctrina católica sobre la Presencia real no es mucho más misteriosa, por ejemplo, que el modo en que pueda existir un Dios que no ha comenzado nunca su existencia.

«Asistid a Misa siempre que sea posible, visitad al Santísimo Sacramento, haced actos frecuentes de fe y amor, y procurad vivir en la presencia de Dios». Es un programa para católicos lleno de resonancias personales, más claras aún en la súplica que el autor sugiere y casi pone en los labios de los lectores: «Que Tu Cuerpo sea mi comida».

10. Además de protagonizar los dos brillantes discursos finales, la figura de María ha estado presente a lo largo de todo el volumen. Ella es toda pura y el pecado no tuvo parte en su vida. María, la más perfecta imagen, después de Cristo, de todo lo bello, tierno, suave y consolador en la naturaleza, nunca necesitó conversión. Es la luminosa Estrella de la mañana, el único consuelo humano importante de Jesús doliente, que no estuvo en Getsemaní porque era precisamente la única que hubiera podido consolar a Cristo.

«Si la Madre del Salvador debe ser la primera criatura en santidad y belleza, si desde el principio de su ser estuvo libre de todo pecado..., ¿qué es propio de sus hijos sino imitarla en su devoción, su mansedumbre, sencillez y modestia? Sus glorias no le han sido concedidas solamente con vistas a su Hijo, sino también por causa y a beneficio nuestros. Imitemos la fe de quien recibió el mensaje de Dios sin sombra de duda; la paciencia de quien soportó la sorpresa de José sin pronunciar una sola palabra; la obediencia de quien subió a Belén en el invierno y dio a luz al Señor en un establo; el espíritu de oración de quien meditaba en su corazón lo que veía y oía acerca de su Hijo; la fortaleza de quien tuvo el corazón atravesado por una espada de dolor; la entrega, en fin, de quien dio a su Hijo durante el ministerio público y aceptó abnegadamente Su muerte en la Cruz».

«María es nuestra Madre. Interesadla —exhorta el autor— en vuestro éxito espiritual. Pedídselo seriamente, pues Ella puede hacer por vosotros más que nadie. Recordadle en vuestra oración los dolores que Ella sufrió cuando una afilada espada traspasó su alma. Recordadle su propia perseverancia, que constituyó en Ella un don del mismo Dios al que pedís la vuestra. El Señor no os lo negará, no se lo negará a Ella, si acudís a su intercesión».

Los Discursos se cierran con un canto mariano, en la esperanza de que la Virgen propicie en el lector los frutos pretendidos por el libro.

Con frecuencia se habla hoy de John Newman como pionero de ideas y corrientes que enriquecen en la actualidad el ámbito de la Iglesia y las actividades de numerosos cristianos. El lector de este libro comprobará por sí mismo en diversos aspectos la verdad y el alcance de estas afirmaciones. El hombre de esta década puede ciertamente establecer fácil comunicación con estas páginas que conjugan, en su letra y espíritu, lo tradicional y lo moderno; y sentirse no solo interpelado sino eficazmente orientado por ellas en cuestiones fundamentales de su existencia.

Vivimos una época de crisis espiritual semejante en muchos sentidos a la que diagnosticó e intentó superar el autor de estos Discursos. Es una crisis en la que el mundo parece desmoronarse y en la que el hombre cristiano está especialmente llamado a reconocer su identidad y a usar todas las energías que se encierran en su condición de hijo de Dios.

N. B. —Los números que a continuación figuran entre corchetes dentro del texto se refieren a las notas editoriales. Los que figuran sin corchetes son las notas del autor.

1 «Descuido de las llamadas y advertencias divinas». Que Newman expuso viva voce el contenido esencial de este texto podría quizás deducirse de una entrada de su diario en el día 12 de febrero. Dice así: «Comencé por la tarde la Conferencia sobre el pecado» (cfr. Letters and Diaries, Londres-Oxford, 1961-1980, XIII, 42). Pero la frase puede también referirse a la composición escrita de la Conferencia.

2 Cfr. Cartas a Miss Giberne (23 de julio: Letters, XIII, 239) y a Mrs. Bowden (2 de septiembre: id., 256).

3 Cfr. Letters, XIII, 396.

4 Conférences adressées aux protestants et aux catholiques, París, ed. Bray, 1850. En 1853 se publicó una segunda edición.

5 Religiose Vortr’àge an Katholiken und Protestanten, Mainz, 1851. En tiempos recientes se ha hecho una nueva edición alemana: Predigten vor katholiken und andersglaubigen, Stuttgart, 1964. En 1924 se había publicado una selección de estas Conferencias: Ausgewahlte Werke Newmans, VI Bd. Predigten der katholiken Zeit, en versión de Franz Zimmer.

6 «Nunca os arrepentiréis de haber buscado perdón y gracia en la Iglesia católica» (p. 87). Es este un pensamiento que retoma bajo formas diversas. Newman se refiere oportunamente en los Discursos a la eficacia de la confesión frecuente (cfr. pp. 86, 218, 258), a la necesidad de evitar confesiones defectuosas (cfr. p. 67), al sentido y naturaleza de la contrición (cfr. pp. 102, 109, 173), a la penitencia como única fuente segura del amor (cfr. página 150). Invita también a no dejar la confesión por falsa vergüenza o por desesperanza (cfr. p. 154), y suministra incluso una suerte de guión para hacer un buen examen de conciencia (cfr. p. 171).

7 Lectures on certain difficulties felt by Anglicans in submitting to the Catholic Church.

8 Lectures on the present position of the Catholics in England, addressed to the Brothers of the Oratory.

9 Newman se refiere a este volumen como «mi refutación del Anglo-catolicismo». Cfr. Letters, XIV, 214 (Carta a A. Allen: 10-XI-1850).

10 En el Prólogo explica Newman el sentido de la obra, y, entre otras cosas, dice: «No ha sido objeto del autor demostrar el origen divino del catolicismo, sino remover algunos de los obstáculos morales e intelectuales que impiden reconocerlo a los protestantes. No cabe esperar que los protestantes hagan justicia a una religión a cuyos miembros odian y ridiculizan» (cfr. Preface, IX).

 

11 Cfr. Letters, XIII, 333-34 (carta a Capes: 8-XII-1849).

12 «La verdad posee el don de vencer el corazón humano mediante la persuasión, o por una suave violencia; y si lo que predicamos es la verdad, se hará algo natural, debe ser y se hará a sí misma popular». Cfr. Vía Media, 3.ª ed., 1877, 15.

13 En Difficulties of the Anglicans, I, pp. 71 s., rebate a los anglicanos que argumentan en favor del anglicanismo a partir de la paz interior y experiencias devotas que aseguran encontrar en su confesión.

14 Cfr. Letters, XII, 289 (A Catherine Ward: 12-X-1848).

15 «Si un hombre religioso se ha educado en una forma de paganismo o de herejía y está sinceramente vinculado a ella, y es llevado luego a la luz de la verdad, será atraído del error a la verdad no tanto mediante la pérdida de lo que tiene como por la ganancia de lo que no tiene. La verdadera conversión es siempre de naturaleza positiva, no negativa». Cfr. Discussions and Arguments, 1872, 200.

16 «Si se presentara la alternativa, yo preferiría mantener que hemos de comenzar creyendo todo lo que se nos ofrece para ser aceptado, más bien que decir que tenemos el deber de dudar de todo. Este parece realmente el verdadero camino de la sabiduría» (Asentimiento religioso, 332).

17 Cfr. Letters, XIII, 319.

18 Cfr. Letters, XXX, 415.

19 Cfr. Letters, XI, 159.

20 Con motivo de la traducción de los Discourses al francés, Newman expresa su temor de que la cuestión no pudiera plantearse así en Francia, donde solo abundan incrédulos o buenos católicos, y que al insistir en las dificultades para probar la existencia de Dios, se llevara a muchos a negar la Divinidad. Cfr. Letters, XIII, 364-65 (A Jules Gondon: 5-1-1850).

DEDICATORIA

Al Muy Reverendo Nicolás Wiseman, Doctor en Teología, Obispo de Melipotamus y Vicario Apostólico del Distrito de Londres.

MI QUERIDO SEÑOR:

Presento a la amable aceptación y al patronazgo de vuestra Señoría la primera obra que publico como padre del Oratorio de San Felipe Neri. Tengo una suerte de pretensión a solicitar este permiso para hacerlo, como prenda de mi gratitud y afecto hacia vuestra Señoría, a quien debo principalmente el hecho de ser, bajo Dios, hijo espiritual de tan gran santo.

Al hacerme católico me encontré en el distrito de vuestra Señoría, y por su sugerencia me trasladé primero a vuestra inmediata vecindad y más tarde os dejé para marchar a Roma. Allí tuve ocasión de ofreceros mi persona, con la benévola aprobación del Santo Padre, para el servicio de san Felipe, de quien os había oído hablar frecuentemente antes de abandonar Inglaterra, y cuyo carácter risueño y atractivo había ganado mi devoción incluso cuando yo era todavía protestante.

Podéis advertir, por tanto, mi querido Señor, lo mucho que tenéis que ver con mi actual situación en la Iglesia. Pero vuestra relación conmigo es mayor aún de lo que he expresado. No puedo olvidar que, cuando en 1839, cruzó mi mente por primera vez la duda sobre la sostenibilidad de la doctrina teológica que sustenta el anglicanismo, esta duda procedía en no escasa medida de la lectura de un trabajo sobre los donatistas, atribuido a vuestra Señoría.

Que la gloriosa intercesión de san Felipe sea la recompensa de vuestra fiel devoción hacia él y de vuestra amabilidad conmigo es, mi querido Señor —mientras pido vuestra bendición sobre mí y los míos—, la intensa oración de vuestro amigo y siervo.

John HENRY NEWMAN

del Oratorio

En la fiesta de san Carlos (1849)

DISCURSO PRIMERO

LA SALVACIÓN DEL OYENTE, INTENCIÓN DEL PREDICADOR

UNA TAREA EVANGÉLICA

Cuando un grupo de hombres llega a un barrio desconocido[1], como hacemos ahora nosotros, que somos extraños ante extraños, y se establece, y levanta un altar, y abre una escuela, e invita a todos a acercarse, es lógico que quienes observan se hagan esta pregunta: ¿qué motivo les trae?, ¿quién les ha hecho venir?, ¿qué quieren?, ¿qué predican?, ¿qué garantías ofrecen?, ¿qué prometen? Tenéis derecho, hermanos míos, a formular estos interrogantes.

Muchos, sin embargo, no se detendrán en la pregunta, y pensarán que pueden contestarla por sí mismos sin dificultad. Hay algunos que la responderán pronta y convencidamente, según su visión habitual de las cosas y sus propios principios, que podríamos denominar mundanos o terrenos. Pues las ideas, los criterios, los fines del mundo[2] son muy específicos, se ven reconocidos en todo lugar, y la gente actúa continuamente en base a ellos. Suministran una explicación sobre la conducta de los demás, sean quienes fueren, siempre a punto, tan segura de su verdad en los casos corrientes como estimada verosímil en cualquier instancia singular. Cuando hemos de explicar efectos que observamos, los referimos, como es lógico, a causas conocidas.

Imaginar causas de las que nada sabemos no aporta explicación alguna. El mundo, por lo tanto, juzga a los demás, natural y necesariamente, según la idea que tiene de sí mismo. Los que conducen una existencia pegada a la tierra y actúan en base a motivos mundanos, y viven con otros que se comportan igual que ellos, atribuirán, como lo más natural del mundo, las acciones de los demás —aunque sean muy diferentes a las suyas— a alguna de las razones que son determinantes para ellos; asignarán siempre los motivos de los que ellos mismos tienen experiencia, pues no son capaces de imaginar otros.

Sabemos cómo es el mundo, especialmente en este país[3]. Es laborioso, activo, infatigable. Emprende tareas con entusiasmo y las lleva adelante con vigor. Observadlo tal como se dibuja fielmente, día tras día, en las publicaciones dedicadas a servirlo, y veréis enseguida los fines que lo estimulan y las ideas que lo gobiernan. Leeréis acerca de grandes y perseverantes esfuerzos, realizados con vistas a un fin temporal, bueno o malo, pero después de todo temporal, aunque no sea siempre un fin egoísta. Generalmente es la fama, la influencia, el poder, la riqueza, la posición social; algunas veces es el remedio de los males que afectan a la vida humana o a la sociedad, como la ignorancia, la enfermedad, la pobreza o el vicio; pero el principio que mueve y anima estos afanes es, a pesar de todo, un fin temporal. Y la excitación producida por estas metas terrenas es tan agradable que constituye a menudo su propia recompensa: en el sentido de que, olvidados del fin por el que luchan, los hombres encuentran satisfacción en las tensiones mismas, y se sienten suficientemente recompensados del esfuerzo por el esfuerzo, es decir, por la pelea para triunfar, la rivalidad de grupo, la comprobación de su capacidad, las vicisitudes, riesgos e imprevistos, y las numerosas exigencias de la batalla que combaten, aunque la batalla nunca termine.

LA MIOPÍA MUNDANA

Este es el talante del mundo, y por tanto, insisto, no es extraño que cuando la gente descubre personas que comienzan a trabajar con energía, tratan de que otros les sigan, y actúan externamente como todos, aunque lo hagan en diferente dirección y con un sentido religioso, les impute, sin dudarlo un instante, los temporales motivos que influencian a los demás. Con frecuencia, a modo de acusación, pero a veces solo como quien registra un hecho juzgado innegable, el mundo da por supuesto que tales hombres son ambiciosos, inquietos o ávidos de prestigio y poder. No sabe pensar mejor, y se molesta e irrita si, a medida que el tiempo discurre, algo se manifiesta en la conducta de los criticados que no es compatible con el presupuesto sobre el que, en primera instancia y sumariamente, se enjuició su actitud y anticipó su trayectoria. Se formó una opinión acerca de ellos, los examinó desde esa perspectiva, y a partir de alguna acción que vino a conocer, les atribuyó sin vacilación un determinado motivo particular como habitual principio de comportamiento. Pero advierte después que debe modificar su juicio, asumir una nueva hipótesis, y explicarse a sí mismo otra vez el carácter y conducta de aquellos. Queridos hermanos, el mundo no puede dejar de actuar así, porque no nos conoce[4]. Se manifestará siempre impaciente con nosotros por el hecho de que no somos mundanos, como él lo es. Está fatalmente ciego a la única razón que nos mueve, y se cansa de buscar en sus catálogos y registros alguna descripción que nos cuadre; se detiene disgustado, luego de hacer muchas conjeturas, y nos deja de lado como fenómeno inexplicable, o nos odia como a gente misteriosa e intrigante.

Hermanos míos, nosotros tenemos miras escondidas —es decir, ocultas por desgracia a los hombres de mundo: ocultas a los políticos, los esclavos del dinero, los ambiciosos, los avarientos, egoístas y voluptuosos—. Porque la religión misma, como su divino autor y maestro, es ya algo escondido a los ojos profanos, y como no la conocen no pueden usarla como clave para interpretar la conducta de los hombres en quienes influye. No saben nada de las ideas y motivaciones que la religión ofrece a los que la reciben y hacen suya. No entran en semejantes cosas ni advierten su sentido, ni siquiera cuando alguien se lo manifiesta; y no creen que un hombre pueda sentirse movido por tales ideas, aunque las profese exteriormente. Son incapaces de ponerse a sí mismos en la situación de un hombre que trata sencillamente, en lo que hace, de agradar a Dios. Son tan estrechos de mente, su contextura espiritual es tan mezquina, que cuando un católico hace profesión de alguna doctrina del Credo —el pecado, el juicio, cielo e infierno, la sangre de Cristo, el poder de los Santos, la intercesión de la Santísima Virgen, o la Presencia Real en la Eucaristía— y dice que estos son objetos reales que inspiran sus pensamientos e impulsan sus acciones durante el día, no pueden aceptar que esté hablando en serio; porque piensan sin duda que esos puntos son precisamente las dificultades que ese católico encuentra para creer y no suponen otra cosa que tentaciones contra su fe, que logra superar con violencia de su razón y pensando en ellas lo menos posible. No imaginan ni de lejos que estas verdades puedan llenar el corazón y ejercer una saludable influencia sobre la vida. No es extraño, por tanto, que la gente sensual e incrédula recele de toda persona a quien no consigue entender, y sea tan enrevesada en sus imputaciones cuando no quiere decidirse a aceptar la explicación más sencilla.

EL DESCUIDO DE LO ESPIRITUAL

Así ha ocurrido desde el principio. Los judíos prefirieron explicar la conducta de nuestro Señor y de su precursor por cualquier motivo excepto el deseo de cumplir la voluntad de Dios. Para los judíos eran ambos, dice Jesús, «como chiquillos que, sentados en la plaza, se gritan unos a otros: os hemos tocado la flauta y no habéis bailado, os hemos entonado lamentos y no habéis llorado» (cfr. Lc VII, 32). Más adelante aclara la razón de este comportamiento: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (cfr. Lc X, 21).

Dejad a los incrédulos que sigan su camino y que digan lo que quieran contra nosotros[5]. Esto no nos impide, sin embargo, decir lo que pensamos, lo que Dios eterno piensa y dice. Tenemos tanto derecho a nuestro juicio sobre el mundo apartado de Dios, como el mundo lo tiene a su opinión sobre nosotros. Y tenemos intención de ejercitar ese derecho, porque mientras sabemos que se nos juzga equivocadamente, poseemos testimonio divino de que nuestro juicio es verdadero. Pues aunque muchos se afanan en atribuir nuestra seriedad a algunas de las razones que les mueven a ellos, escuchadme mientras os muestro —tarea no difícil— que son precisamente nuestro temor y oposición a esos motivos, y la compasión que sentimos por quienes son presa de ellos, lo que nos hace tan activos y fastidiosos, y nos impulsa a instalamos en un barrio desprovisto de atractivos externos pero rebosante de almas.

 

El mundo, que está lleno de cosas temporales y sensuales, se molesta poco por las almas, su estado ante la mirada de Dios, su pasado y las perspectivas de su futuro. Forma por sí mismo y a su manera su propia visión de la existencia, y vive de ella. Nunca se detiene a considerar si es una visión correcta, ni se le ocurre buscar algún criterio externo o fuente de información que ratifiquen la verdad de sus ideas. Se contenta con dar las cosas por supuestas según la primera apariencia, se olvida de pensar en Dios, vive al día, y —en un sentido malo— «no se preocupa del mañana» (cfr. Mt VI, 34). Lo que ve, gusta y maneja le basta; esto representa el límite de sus aspiraciones y conocimiento; solo lo que convence y funciona le parece respetable; la eficacia es la medida del deber, el poder es la regla de lo justo, y el éxito, la piedra de toque de la verdad[6]. Cree únicamente lo que toca y se muestra escéptico hacia lo que no puede demostrar. Afirma, en consecuencia, que un hombre no necesita hacer demasiado para salvarse; que o bien no ha cometido grandes pecados, o bien será, sin duda alguna, perdonado por haberlos hecho; que puede confiar en la misericordia de Dios respecto a su destino eterno; y que debe rechazar todo autorreproche, queja del pasado, penitencia, mortificación y disciplina, como sentimientos ofensivos hacia la divina misericordia. Esto enseña el mundo, a través de sus sectas y filosofías, sobre nuestra condición en esta vida. ¿Qué nos enseña, en cambio, la Iglesia católica?

LA PERSPECTIVA CRISTIANA DEL HOMBRE

Enseña que originalmente el hombre fue creado a imagen divina, hecho hijo adoptivo de Dios, heredero de la gloria eterna, y partícipe en la tierra de grandes dones y gracias, adelanto de la eternidad. Enseña también que ahora el hombre es un ser caído, que se encuentra bajo la maldición del pecado original y privado de la gracia. Es un hijo de la ira que no puede alcanzar el cielo y está en peligro de perecer. No decimos que esté destinado a la perdición por una ley inexorable[7], porque no perecerá sin desearlo realmente y obrar en consecuencia, y Dios le concede, aun en su estado actual, multitud de inspiraciones y auxilios para conducirle a la fe y a la obediencia. No existe un solo hombre nacido de Adán que no pueda ser salvo, por lo que respecta al necesario auxilio divino. Sin embargo, dados el poder de la tentación, la fuerza de las pasiones, la solidez del egoísmo y la soberanía del orgullo y la pereza en todo hombre, ¿quién se atrevería a afirmar que una determinada persona será capaz de mantenerse obediente a Dios, sin una abundancia de gracias que, por ser desproporcionadas a las exigencias —inexistentes— y a las estrictas necesidades de la humana naturaleza, no puede esperar? Podemos normalmente conjeturar de todo hombre venido a este mundo que, si llega al uso de razón y a pesar de la usual asistencia divina, cometerá pecado y comprometerá la salvación de su alma. No es ligero ni corriente el auxilio por el que el hombre es defendido contra sí mismo. Necesita remedios extraordinarios. ¡He aquí un pensamiento que arroja luz clara sobre el estado presente de las personas! ¡Qué diferente a las ideas que el mundo imagina! ¡Qué penetrante e irresistible ha de ser su influencia en los corazones que lo admitan!

Contemplad más detalladamente la historia de un hombre nacido al mundo y educado según sus criterios, y comprenderéis mejor la idea que quiero llevar a vuestra mente. El niño pasa a través de sus dos, tres, cinco años de inocencia, años benditos porque todavía no puede pecar. Pero llega un día decisivo en el que comienza a apreciar la distinción entre el bien y el mal. El día llega antes o después; la edad varía, pero la fecha en cuestión llega en todo caso. El niño tiene ya la posibilidad, terrible y sobrecogedora, de discernir y juzgar que una acción es mala y, sin embargo, ejecutarla. Posee una nítida noción de que ofenderá a su Creador y Juez si hace esto o aquello; es capaz de evitarlo y libre de escogerlo. Tiene, en una palabra, el poder terrible de cometer un pecado mortal. Aunque es joven, percibe verdaderamente el pecado y puede prestarle auténtico consentimiento, igual que hizo el ángel malo en su caída. Ha llegado el día. Nadie es capaz de asegurar si se concluirá, si discurrirán muchas horas, antes de que haya usado ese poder y perpetrado de hecho lo que no debe hacer, lo que no necesita hacer[8], lo que puede, sin embargo, hacer. ¿Conocemos a alguien que, si hubiera permanecido en su estado de naturaleza, habría empleado adecuadamente todas sus facultades para evitar la culpa y la pena de ofender a Dios? No, hermanos míos. Una ciudad como la nuestra es un pavoroso espectáculo. Recorremos las calles y nos encontramos con innumerables personas que no han recibido el Bautismo. El resto está formado en gran medida por bautizados que han pecado contra la gracia recibida y desde jóvenes se han apartado de la única grey donde se encuentra la salvación. Razón y pecado han caminado juntos desde el principio. ¡Pobre niño! A sus padres parece el mismo. No saben lo que ha ocurrido en él, o quizás si lo supieran no lo juzgarían importante, porque ellos también se hallan en situación parecida. Ellos también, mucho antes de conocerse, habían faltado gravemente, y nunca se reconciliaron con Dios. Así han vivido años, inconscientes de su estado. Un día se casaron, ocasión de alegría para ambos, mas no tanto para los ángeles. Eran ricos o pobres, afortunados o no en sus asuntos temporales, pero su unión no fue —por así decirlo— bendecida por Dios. Tuvieron un hijo. El niño bautizado no se vio señalado por el maligno en su nacimiento, pero arrastraba consigo los presagios del mal y seguiría con probabilidad el curso de toda carne. Ha llegado el tiempo; los presagios se cumplen, y el hombre joven se aleja de Dios libremente. El fruto prohibido ha sido por fin devorado; el objeto pecaminoso se ha consumido con fruición; las puertas del infierno le han atrapado silenciosamente[9] y no se ha dado cuenta; no tiene ojos para las llamas, pero los habitantes infernales le observan; no sabe que su sitio está dispuesto. A menos que su Creador intervenga de alguna manera extraordinaria está perdido.

AMENAZA DE CORRUPCIÓN INTERIOR

Su mente, sin embargo, no controla su propio crecimiento, porque él se ha hecho esclavo de sus debilidades. El intelecto se despierta, el tiempo avanza, nuestro joven aprende cosas, posee quizás habilidades, y otros le enseñan a desarrollarlas. Sus modales son atractivos, él es alegre y jovial, como suelen ser los adolescentes. Paso a paso se le educa para la vida, forma sus juicios, escoge sus principios y se moldea un determinado carácter. Este carácter puede ser más o menos bondadoso, puede encerrar poco o mucho de virtud natural; pero todo esto no importa demasiado, porque el mal está dentro, existe e irá a más. El enemigo de su alma anda suelto en torno a él. Durante un tiempo siguió con algunas de sus oraciones, pero ya las ha abandonado. Eran una formalidad y no tenía ganas de rezarlas. ¿Por qué había de continuar con ellas? ¿Para qué servían? ¿Acaso estaba obligado a mantenerlas? Así razona. Ha actuado según su razonamiento e interrumpido las oraciones. Quizás fue esta su primera falta, la falta grave inicial que le arrancó la gracia: un acto de incredulidad en la eficacia de la oración. Siendo todavía un niño se negó a rezar, con el pretexto de que era demasiado mayor para hacerlo y que sus padres tampoco rezaban. Abandonó la oración, y el tentador entró en su alma, tomó posesión de él, se instaló cómodamente como en casa propia y vivió en su corazón sin ser molestado.

¡Pobre niño! Cada día añade nuevas ofensas a su cuenta. Los requerimientos de la gracia consiguen un efecto cada vez menor. Respira el aire del mal y se corrompe día tras día más fatalmente. Ha prescindido del pensamiento de Dios y se ha colocado a sí mismo en lugar del Altísimo. Ha rechazado las costumbres religiosas que ve en torno suyo, y elegido en cambio, como guía de la vida, las tradiciones mundanas, más afines con su carácter. Está seguro de sus puntos de vista y no sospecha que el mal le acompaña. Sabe ya burlarse de los hombres prudentes y de las cosas serias, aprende enseguida las historias que circulan contra ellos, y habla con aplomo de aquello que es incapaz de juzgar o conocer. Cuanto menos cree en la doctrina cristiana, más sabio se estima a sí mismo. Si su buen talante natural le impide hablar con animosidad, se une, sin embargo, por descuido o imitación, al escarnio de cosas y personas sagradas. Es agudo, diligente e ingenioso, y emplea sin darse mucha cuenta estas cualidades en la causa del mal. Alienta una secreta antipatía hacia las verdades y actividades religiosas, así como una repulsión inconsciente, que no conseguiría explicar si alguna vez lo intentara. Así le ocurrió a Caín, primogénito de Adán, que asesinó a su hermano sencillamente porque las obras de este eran buenas. Así les ocurrió a aquellos desgraciados niños de Bethel, que insultaron al profeta Elíseo. Cualquier cosa sirve, en efecto, al propósito ridiculizador y ofensivo del hombre de mundo, que se irrita siempre por la presencia de la religión.