Sueño En El Pabellón Rojo

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A la luz de la luna, el aroma de los lirios flota sobre la isla.

—Muy bien —opinaron los demás—. Lo único que parece inapropiado es el atardecer.

El autor, en defensa de su atardecer, citó un antiguo poema que contenía el verso «Lloran en el crepúsculo los lirios del patio».

—Demasiado triste, demasiado triste.

Otro intervino:

—Señores, someto este otro pareado a su consideración.

Y recitó:

La brisa lleva por los tres senderos [10] la fragancia de las angélicas.

La luna ilumina en todo el patio el dorado de las orquídeas.

Dándose tironcitos de la barba, meditabundo, Jia Zheng parecía estar a punto de proponer él mismo un pareado cuando, al levantar la vista, vio a Baoyu, que ya no se atrevía a decir una palabra.

—¿Y? —le dijo con dureza—. Cuando te toca hablar, permaneces callado. ¿Acaso esperas que imploremos tus enseñanzas?

—Aquí no hay orquídeas ni luna, ni tampoco islas —contestó Baoyu—. Si lo que buscamos son pareados de ese tipo podríamos componer más de doscientos sin problema.

—¿Y quién te obliga a utilizar esas palabras?

—Pues entonces sugiero Puro Aroma de las Alpinias. Y el pareado:

La musa sigue siendo poderosa después de haber escrito bellos versos.

Perfumados serán los sueños si se duermen profundamente bajo los emparrados.

Jia Zheng se echó a reír.

—Eso lo has copiado del verso «Las letras siguen siendo verdes después de haber descrito las hojas del plátano». Es un plagio.

—Plagiar no es malo, siempre que se haga bien —replicaron los demás—. Hasta Li Bai plagió «El pabellón de la Grulla Amarilla» [11] para componer su «Torre del Fénix». Considerando cuidadosamente el pareado propuesto por su hijo, señor, descubrirá en él más vivacidad y poesía que en el original. Incluso parece que el otro pareado fuera un plagio del compuesto por el joven señor.

—¡Pamplinas! —dijo Jia Zheng sin poder evitar una sonrisa.

Dicho lo cual continuaron el paseo hasta llegar a unos altos pabellones rodeados por magníficos edificios conectados entre sí por serpenteantes pasajes. Verdes pinos rozaban los aleros, balaustradas blancas flanqueaban las escalinatas, las figuras de animales relumbraban como el oro y las cabezas de dragones fulguraban con mil colores.

—Éste debe ser el enclave principal —comentó Jia Zheng—. Su único defecto es el exceso de lujo.

—Eso es inevitable —razonó la compañía—. Aunque a Su Alteza le complace la frugalidad, este esplendor es el que corresponde a su elevado rango actual.

Ya estaban bajo un arco de mármol finamente tallado con dragones rampantes y serpientes enroscadas.

—¿Qué inscribiremos aquí? —preguntó Jia Zheng.

—¿Paraíso de Penglai [12] ?

Jia Zheng sacudió la cabeza sin contestar.

Baoyu, por su parte, se sentía extrañamente conmovido ante la visión de aquel paraje, como si ya lo hubiera visto antes. Cuando le fue reclamada una inscripción para el lugar, la desazón le impidió abandonar sus pensamientos. Ignorantes del estado de ánimo del muchacho, los demás supusieron que su ingenio se agotaba y que se encontraba fatigado por el largo paseo, y temerosos de que una excesiva presión tuviera consecuencias desastrosas pidieron a su padre que le concediera un día de plazo.

Jia Zheng, consciente de que la tardanza del muchacho podía tener preocupada a su abuela, le dijo con una sonrisa irónica:

—¡Así que también a ti te faltan a veces las palabras, bribón! Pues bien, te concedo hasta mañana. Pero cuídate como no hayas encontrado para entonces una inscripción. Éste es el lugar más importante del jardín, de modo que esmérate.

Continuaron con la ronda de inspección, y un poco más allá apareció un sirviente anunciando la llegada de un recado de Yucun.

—No tenemos tiempo de ver los demás lugares —dijo Jia Zheng—, pero saliendo por el otro lado nos haremos al menos una idea general.

Dicho lo cual condujo al grupo hasta un gran puente que cruzaba los vítreos cortinajes de una cascada. Este puente era la compuerta por la que entraba el agua desde el exterior. Jia Zheng pidió que se le diera un nombre.

—Ya que ésta es la fuente del Río de la Fragancia que Rezuma, podríamos llamar a este lugar Compuerta de la Fragancia que Rezuma —sugirió Baoyu.

—¡Tonterías! —dijo su padre—. Nada de «Fragancia que Rezuma».

Y así fueron pasando por serenos refugios y cabañas techadas con paja, muros de piedra y pérgolas floridas, un templo retirado entre colinas y un convento medio oculto por la fronda, largos corredores techados, grutas serpenteantes, pabellones cuadrados y quioscos redondos, sin entrar en ninguno de estos lugares. El paseo se había alargado tanto que empezaron a dolerles los pies y se sintieron cansados. Llegaron a un pabellón y Jia Zheng dijo:

—Descansemos aquí un poco.

Pasaron entre melocotoneros en flor y cruzaron un portón en forma de luna, hecho de bambú, por el que trepaban enredaderas en flor. Allí encontraron unas paredes blanqueadas y verdes sauces. A lo largo de las paredes corrían cobertizos, y el roquedal del centro del patio tenía a un lado plátanos y al otro un manzano silvestre con flores de abundantes pétalos rojos, ramas dispuestas en forma de sombrilla, lánguidos zarcillos verdes y pétalos rojos como el cinabrio.

—¡Qué maravilla de flores! —exclamaron—. Nunca las hemos visto tan espléndidas.

—Ésta es una variedad extranjera llamada Manzana Doncella —les dijo Jia Zheng señalando una—. Según la tradición, procede del País de las Doncellas [13] , donde florece con profusión. Pero no pasa de ser una conseja de viejas.

—Y si es así, ¿cómo llegó hasta nosotros el nombre? —preguntaron.

—Es probable que el nombre «doncella» haya sido puesto por algún poeta —observó Baoyu—, pues esta flor tiene el rojo de las mejillas coloreadas y la fragilidad de una muchacha enfermiza. Luego, seguramente, algún bruto inventó esa historia y los ignorantes, con el tiempo, acabaron dándole crédito.

—Explicación plausible —acotaron los demás.

Tomaron asiento sobre unos bancos del corredor, donde Jia Zheng pidió otra inscripción.

—Plátanos y Cigüeñas —sugirió uno.

—Esplendor Poderoso y Tembloroso Fulgor —dijo otro.

Jia Zheng y los demás aprobaron las sugerencias; también lo hizo Baoyu que, sin embargo, objetó:

—Pero sería una lástima…

—¿El qué? —preguntaron a coro.

—El plátano y las manzanas silvestres sugieren el rojo y el verde. Sería una lástima referirse a uno y no al otro.

—¿Qué sugieres entonces? —le preguntó su padre.

—Algo como Fragancia Roja y Jade Verde señalaría el encanto de ambos, me parece.

—¡Demasiado flojo! —opinó Jia Zheng sacudiendo la cabeza.

Dicho lo cual, se dirigió seguido del grupo hacia el edificio, que tenía una disposición extraña, sin divisiones claras entre los diversos cuartos. Sólo había tabiques formados por estantes de libros, trípodes de bronce, materiales de escritura, floreros con dibujos de jardines en miniatura, unos redondos, otros cuadrados, otros con forma de girasol, hojas de plátano o intersecciones de arcos. Tenían bellísimos relieves con motivos tales como «las nubes y los cien murciélagos [14] » o «los tres compañeros del invierno» —pino, ciruelo y bambú—, así como paisajes y figuras, pájaros y flores, volutas, imitaciones de objetos curiosos y símbolos de buena fortuna y longevidad, todos ellos realizados por los mejores maestros, con colores brillantes e incrustaciones de oro y piedras preciosas. El efecto era espléndido; la calidad del trabajo, exquisita. Aquí una franja de gasa multicolor cubría una pequeña ventana, allá una espléndida cortina escondía una puerta. También había en las paredes hornacinas para las antigüedades, liras, espadas, jarrones y otros adornos, que colgaban sin sujeción aparente. La perplejidad y la admiración del grupo por el trabajo de los artesanos no tuvieron límite.

Cruzaron dos tabiques. Y se extraviaron.

A su izquierda vieron dos puertas, y una ventana a su derecha; pero cuando quisieron avanzar, el pasadizo estaba bloqueado por una estantería de libros. Volviéndose, vieron el camino a través de otra ventana, pero al llegar a la puerta se tropezaron con un grupo idéntico al suyo, una inversión de su propia imagen; en realidad estaban contemplando un gran espejo. Lo sortearon y franquearon nuevos umbrales.

—Por aquí, señor —indicó Jia Zhen con una sonrisa—. Permítame llevarlo de vuelta al patio trasero por un atajo.

Les hizo pasar frente a dos biombos de gasa hasta un patio emparrado de rosas. Al pasar junto a la cerca, Baoyu vio ante él un arroyo. Todos exclamaron atónitos:

—¿De dónde viene el agua?

Por toda respuesta, Jia Zhen señaló un punto lejano.

—Llega desde aquella compuerta que vimos en la hondonada —dijo—, luego pasa del valle del nordeste a la pequeña granja, donde una parte del caudal es desviada hacia el sudoeste. Allí se unen ambas corrientes y salen por debajo del muro.

—¡Maravilloso!

Entonces apareció frente a ellos otra colina, y perdieron por completo el sentido de la orientación.

Pero el risueño Jia Zhen les pidió que lo siguieran, y apenas hubieron bordeado la falda de la colina se encontraron sobre un sendero liso, no muy alejado de la entrada principal.

 

—¡Qué divertido! —exclamaron—. ¡Realmente ingenioso!

Y salieron del jardín.

Baoyu estaba deseando volver con las muchachas, pero al no haber obtenido un gesto de su padre en ese sentido tuvo que seguir sus pasos hasta el gabinete de estudio. De pronto Jia Zheng se acordó de su presencia.

—¿Qué haces aquí todavía? —tronó—. ¿Todavía no has vagabundeado bastante? La Anciana Dama debe estar preocupada. Desperdicia su amor contigo. Anda, lárgate rápido.

Y por fin Baoyu pudo retirarse.

* En su origen, este capítulo y el siguiente estaban unidos con el título: «En el jardín de la Vista Sublime, la composición de inscripciones pone a prueba el talento. / Durante la fiesta de los Faroles, Yuanchun visita a sus parientes». Más tarde fueron divididos en dos para facilitar la lectura o mantener el equilibrio con el resto de los capítulos.

En algunas versiones aparecen, encabezando estos dos capítulos, los versos siguientes:

El lujo provoca envidia,

pero duele la separación.

Aunque ganó fama vacía,

quién conoce su aflicción.

Capítulo XVIII

Durante la fiesta de los Faroles,

Yuanchun visita a sus padres.

Daiyu ayuda a su verdadero amor

pasándole un poema.

En cuánto pudo salir del gabinete de estudio, Baoyu echó a correr atravesando el patio, pero los pajes de su padre se abalanzaron sobre él reteniéndolo por la cintura.

—Suerte ha tenido de que el señor estuviese hoy de buen humor —le dijeron—. La Anciana Dama envió varias veces a preguntar cómo iban las cosas. Debería agradecernos que le hayamos dicho que su padre estaba muy orgulloso de usted; si no lo hubiéramos hecho, ella habría requerido su presencia inmediatamente y usted no habría tenido oportunidad de desplegar su talento. Todos han dicho que sus poemas fueron los mejores. Hoy es su día de suerte, así que nos merecemos una recompensa.

—Habrá una sarta de monedas para cada uno —prometió.

—¿A quién le impresiona una sarta de monedas? —exclamó uno—. Regálenos su bolsa.

Y sin decir «con el permiso de usted» lo despojaron de su bolsa perfumada, su estuche de abanico y otros adornos que llevaba colgando del cinturón.

—¡Ahora lo acompañaremos de regreso! —gritaron.

Uno de los pajes se lo echó a las espaldas y los demás, en tropel, sirvieron de escolta. Así llegaron a los patios exteriores del recinto de la Anciana Dama.

Como, en efecto, la anciana había enviado varias veces a preguntar cómo le iba a su nieto en el paseo por el jardín, su entrada le complació mucho; el muchacho volvía fortalecido por la experiencia.

Al ofrecerle el té, Xiren notó que no le quedaba ni uno de los colgantes de su cinturón.

—Así que esos truhanes lo han vuelto a desplumar… —comentó con una sonrisa.

Daiyu se acercó a comprobar la observación de Xiren. Y por cierto, a Baoyu no le quedaba nada.

—¡Y también les has dado la bolsa que te regalé! —exclamó—. ¡Puedes estar seguro de que no volverás a recibir otra cosa de mis manos!

Dicho lo cual regresó airada a su cuarto, cogió unas tijeras y, furiosa, se puso a cortar en tiras una bolsita de polvo perfumado que Baoyu le había pedido que confeccionase para él.

Al verla tan furiosa, Baoyu comprendió que algo andaba mal y corrió tras ella. Demasiado tarde. A pesar de que la bolsita no estaba aún terminada, el finísimo bordado que lucía era un fiel testimonio del trabajo de la muchacha; por eso a Baoyu le molestó verlo destruido sin motivo alguno. Abriéndose el cuello del vestido extrajo una bolsita que llevaba colgando de su túnica roja.

—¿Y esto qué es? —preguntó, mostrándosela a Daiyu—. ¿Cuándo le he dado yo algo tuyo a otra persona?

Cuando Daiyu comprendió que él apreciaba tanto su regalo que lo mantenía a buen recaudo, se arrepintió de su precipitación y agachó la cabeza sin decir nada.

—¡No tenías por qué haberlo hecho trizas! —le reprochó Baoyu—. Puesto que ahora sé que no te gusta darme nada, ahí tienes también esto.

Y le lanzó la bolsa sobre el regazo.

Ahogándose de rabia, Daiyu se echó a llorar. Tomó la bolsita y blandió las tijeras con la intención de reducirla también a tiras, pero Baoyu, que ya se había dado la vuelta para irse, se abalanzó sobre ella diciéndole:

—¡No, prima, primita, no hagas lo mismo con ésta!

Ella dejó las tijeras para enjugarse las lágrimas y le dijo:

—¿Por qué te comportas así conmigo, amable un momento y cruel al siguiente? Déjame en paz. No puedes tratarme de esta manera.

Y se echó llorando sobre su cama, con el rostro vuelto hada la pared, tratando de secar sus ojos anegados. Pero no podía resistir las disculpas de Baoyu, que la llamaba una y otra vez «prima, primita, primita mía».

Mientras tanto, la Anciana Dama había estado preguntando por el paradero de Baoyu, y al enterarse de que estaba con Daiyu dijo:

—Bien. Que se diviertan juntos un rato. Después de haber pasado tanto tiempo bajo la mirada vigilante de su padre necesita un poco de tranquilidad. Pero cuidad que no riñan. No debéis excitarlo.

Como no podía librarse de Baoyu, Daiyu se incorporó.

—Ya que te niegas a dejarme tranquila, me voy —declaró.

Cuando se disponía a salir, él le dijo sonriente:

—A donde vayas, iré contigo. —Y mientras hablaba se colgó la bolsita de nuevo.

Daiyu intentó quitárselo de encima refunfuñando.

—Primero dices que no la quieres, y ahora te la vuelves a guardar. Me avergüenzas —dijo con una risita.

—Primita, hazme otra bolsa mañana.

—Ya veremos.

Desde allí fueron juntos a los aposentos de la dama Wang, donde se encontraron con Baochai. Hacía un momento que habían llegado las doce jóvenes actrices que Jia Qiang había traído de Suzhou, los instructores que había contratado y el vestuario de las óperas que iban a ser representadas. Todo producía la impresión de una excitación generalizada.

La tía Xue se había mudado a unos aposentos tranquilos y retirados en la parte nordeste de la finca, y el patio de los Perales Fragantes había sido acondicionado para los ensayos. El cuidado de las pequeñas actrices se había encargado a algunas sirvientas de la familia que en otro tiempo habían sido adiestradas para cantar ópera, y que ahora eran venerables matronas; Jia Qiang fue encargado de sus gastos diarios y de proveerlas de cualquier cosa que pudiesen necesitar.

En ese preciso momento llegó la esposa de Lin Zhixiao.

—Ya han llegado las veinticuatro monjitas, doce budistas y doce taoístas, que he traído, y sus veinticuatro hábitos nuevos ya están listos. Viene también esa chica que ha tomado los hábitos sin afeitarse la cabeza; procede de una familia de letrados y funcionarios de Suzhou. De niña tuvo una salud muy delicada y de nada sirvió comprarle novicias que la sustituyeran [1] : su salud no mejoró hasta que ella misma ingresó en la orden budista y se convirtió en hermana laica. Este año cumple los dieciocho y ha tomado los votos con el nombre de Miaoyu. Sus padres han muerto y sólo tiene dos viejas amas y una sirvienta que cuidan de ella. Es muy leída y versada en sutras, y además muy bonita. El año pasado vino a la capital, enterada de que aquí había reliquias de Guanyin [2] y cánones escritos en hojas de pattra. Ha estado viviendo en el convento de Sakyamuni, al otro lado de la puerta del oeste. Su tutora fue una excelente adivina que murió el invierno pasado. Miaoyu quiso acompañar el ataúd hasta su provincia natal, pero en su lecho de muerte su tutora pidió a la chica que no volviese a casa y que permaneciera donde estaba, aguardando algo que le había deparado la fortuna. Y así lo hizo la muchacha.

—¿Y por qué no le pedimos que venga aquí? —preguntó la dama Wang.

—No aceptaría —objetó la esposa de Lin Zhixiao—. Temería ser mirada por encima del hombro por una noble familia como ésta.

—Una joven que procede de familia de funcionarios es, naturalmente, orgullosa —asintió la dama Wang—. ¿Y si le enviamos una invitación por escrito?

La esposa de Lin Zhixiao manifestó su acuerdo y partió. A uno de los secretarios se le ordenó que redactara una invitación, y al día siguiente partieron un carruaje y una silla de manos con criados para traer a Miaoyu. Pero dejemos para más tarde lo que ocurrió con este asunto.

Llegó un criado a pedirle a Xifeng que abriese el almacén y autorizase la salida de la seda que necesitaban los artesanos que estaban confeccionando los biombos. Otro le pidió que guardase los utensilios de oro y plata. Mientras tanto, la dama Wang y sus doncellas atendían también sus ocupaciones.

En medio de aquel trajín, Baochai sugirió:

—No nos quedemos aquí, donde lo único que hacemos es molestar. Vayamos en busca de Tanchun.

Y condujo a Baoyu y Daiyu a los aposentos de Yingchun y las demás muchachas para dejar pasar el tiempo.

La dama Wang y sus ayudantes habían pasado días de agitadísimos preparativos, hasta que, hacia el final del décimo mes, todo estuvo preparado. Los mayordomos ya habían entregado sus cuentas, y también habían sido dispuestos los objetos preciosos y las antigüedades; los parques estaban poblados de grullas, pavos reales, venados, conejos, pollos y gansos que serían criados en los sitios convenientes. Jia Qiang ya tenía listas veinte óperas, y las pequeñas monjas budistas y taoístas habían memorizado diversos conjuros y pequeños sutras.

Jia Zheng, que ya estaba más tranquilo, invitó a la Anciana Dama a una inspección final del jardín para cuidar de que todo estuviese en orden y nada cayera en el olvido. Se eligió una fecha propicia y redactó un memorial al cual el Hijo del Cielo [3] tuvo acceso el mismo día de su presentación. La concubina imperial sería autorizada a visitar a sus padres durante la fiesta de los Faroles, el día quince del primer mes del año siguiente [4] . La noticia causó tal conmoción en toda la casa que las tareas diurnas y nocturnas casi les impidieron celebrar el Año Nuevo.

La fiesta de los Faroles ya estaba a la vuelta de la esquina. El día ocho del primer mes del año llegaron de palacio unos eunucos para realizar una inspección general del jardín y de los aposentos donde se mudaría de ropa la concubina imperial, se sentaría con su familia, recibiría su homenaje, atendería a sus parientes y se retiraría a reposar. Los eunucos encargados de la seguridad apostaron a otros más jóvenes como guardias frente a las entradas de biombos y cortinas que conducían a los cuartos privados. Los miembros de la servidumbre de la casa recibieron instrucciones detalladas acerca de dónde retirarse, dónde hincarse de rodillas, servir la comida o traer recados: todos los requisitos del protocolo debían ser observados con exactitud. Los funcionarios de la Junta de Obras y el jefe de la guardia metropolitana hicieron barrer las calles y las despejaron de vagabundos. Jia She supervisó el trabajo de los artesanos que hacían lámparas ornamentales y preparaban los fuegos artificiales. El día catorce todo estuvo listo, pero aquella noche nadie, humilde o encumbrado, pudo conciliar el sueño.

Al día siguiente, antes del alba, todos los que tenían rango oficial, de la Anciana Dama para abajo, se enfundaron el traje ceremonial completo. Por todo el jardín se veían colgaduras y biombos brillantemente bordados con dragones danzantes y fénix voladores; el oro y la plata relumbraban, trémulas vibraban las perlas y piedras preciosas; un incienso de lirio ardía en los trípodes de bronce, y los jarrones rebosaban de flores frescas. Ni una tos interrumpía el solemne silencio.

Jia She y el resto de hombres esperaron fuera, en la entrada de la calle oeste, y la Anciana Dama y las mujeres hicieron lo propio frente al portón principal delantero. Los extremos de la calle y los pasajes que conducían al portón principal habían sido cegados con biombos.

Ya empezaba a fatigarles la espera cuando llegó un eunuco cabalgando sobre un enorme caballo. La Anciana Dama le hizo pasar y le pidió noticias.

—Todavía tardará un buen rato —informó el eunuco—. Su Alteza almorzará a la una; a las dos y media rezará ante el buda del palacio del Espíritu Precioso; a las cinco acudirá al banquete del palacio del Gran Esplendor y presenciará la exhibición de faroles antes de solicitar el permiso del emperador para venir. Le será difícil salir antes de las siete.

 

Ante la perspectiva, Xifeng sugirió a la Anciana Dama y a la dama Wang que entraran a descansar y volvieran más tarde.

La anciana y las demás se retiraron mientras Xifeng, que había quedado encargada de todo, ordenaba a los mayordomos que condujeran a los eunucos donde pudieran tomar un refrigerio. Luego hizo traer velas para los faroles. Cuando estuvieron encendidos se escuchó en la calle un estrépito de cascos, y al momento vieron aparecer jadeando a diez o más eunucos que iban batiendo palmas mientras corrían. Al observar aquella señal, los otros eunucos exclamaron:

—¡Llega Su Alteza!

Todos ocuparon inmediatamente sus puestos: Jia She y los jóvenes de la familia, en la entrada de la calle oeste; la Anciana Dama con las mujeres frente al portón principal, todos en silencio durante un largo rato.

Entonces, parsimoniosamente, se acercaron hasta la entrada de la calle oeste dos eunucos uniformados de escarlata. Desmontaron de los caballos, los situaron detrás de los biombos y, dirigiendo sus rostros hacia el este, aguardaron impávidos. Un momento después aparecieron otros dos, luego otros y otros, hasta que hubo diez pares de eunucos alineados. En la lejanía empezó a oírse una música suave.

Se aproximaba un largo cortejo. Varios pares de eunucos portaban banderolas con dragones; otros, abanicos de fénix, plumas de faisán o insignias ceremoniales, así como turíbulos de oro en donde ardía el incienso imperial. Después hizo su aparición una sombrilla amarilla [5] de mango curvo sobre la que iban bordados siete fénix; a su sombra avanzaban un tocado, una manta, una faja y unas chinelas. Luego venían más eunucos portando un rosario, pañuelos bordados, una palangana, espantamoscas y otros utensilios similares.

Por fin, lentamente porteado por ocho eunucos, avanzó un palanquín con palio de oro y figuras de fénix bordadas.

Todos los reunidos, incluida la Anciana Dama, cayeron de rodillas junto al camino. Los eunucos se apresuraron a levantar a la anciana y a las damas Xing y Wang.

El palanquín cruzó el portón principal y llegó hasta la entrada del patio oriental, donde un eunuco provisto de un espantamoscas se arrodilló e invitó a la concubina imperial a apearse y cambiarse de ropa. Luego el palanquín fue llevado adentro y los eunucos se retiraron. Yuanchun se apeó, ayudada por sus damas de compañía.

Observó que los patios estaban iluminadísimos con faroles ornamentales de todo tipo, exquisitamente confeccionados con las más finas gasas. El más alto, un farol rectangular, lucía la inscripción: «Grávida de Favor, Cálida de Amabilidad».

Yuanchun entró en uno de los cuartos y se cambió de ropa; luego volvió a subir al palanquín y la llevaron hasta el jardín. El perfumado humo del incienso adensaba el aire, las flores estaban espléndidas, fulguraba una miríada de faroles y se escuchaban suaves acordes musicales. Faltan palabras para describir aquella escena de serena magnificencia y noble refinamiento.

Llegados a este punto, amables lectores, recuerdo la desolación del pie del Pico de la Cresta Azul, en la Montaña de la Inmensa Soledad, y no puedo sino agradecer al bonzo tiñoso y al taoísta cojo que me hayan traído a este lugar. ¿Pues de qué otro modo habría tenido acceso a semejante visión? Incluso estuve tentado de rendirle homenaje a la familia escribiendo un poema o un panegírico para un farol, pero me contuve, temeroso de caer en la vulgaridad de otros libros. Por otra parte, una oda o un panegírico habrían hecho escasa justicia al encanto de la escena. Además, no escribiéndolos dejo a mis dignos lectores libertad para que imaginen por sí mismos tanto esplendor. Más me vale, en definitiva, ahorrar tiempo y papel, dejar ya esta digresión y retornar a nuestra historia.

Al contemplar desde su palanquín el deslumbrante espectáculo de dentro y fuera del jardín, la concubina imperial suspiró y dijo:

—¡Esto es excesivamente suntuoso!

Un eunuco que llevaba un espantamoscas se le acercó y le rogó que subiera a una barca. Al apearse del palanquín vio un límpido riachuelo cuyos meandros le daban un aire de dragón nadando. Faroles de cristal o vidrio con mil formas proyectaban una luz plateada, clara como la nieve, desde las balaustradas de mármol de las orillas. En lo alto, las ramas invernales de los sauces y los albaricoqueros estaban festoneadas con flores y hojas artificiales hechas de seda y papel de arroz, y de cada árbol colgaban nuevos faroles. Igualmente adorables eran las flores de loto, las lentejas de agua y las aves acuáticas confeccionadas con plumas y conchas que flotaban sobre el lago. A la orilla del lago y en sus profundidades, los faroles parecían competir en la entrega de su luz. ¡Era en verdad un mundo de cristal y piedras preciosas! También las barcas eran espléndidas, con sus faroles, sus exóticos jardines en miniatura, sus antepuertas de perlas, sus cortinas bordadas, sus timones de cañafístula y sus remos de madera aromática. No necesitamos describirlos con mayor detalle.

Entretanto, habían llegado a un embarcadero de mármol. La inscripción del farol que lo coronaba decía así: «Playa de Hierbas y Puerto Florido».

En relación a este nombre, dignos lectores, y a otros como «Donde se Posa el Fénix», recordarán que ya los vimos en el capítulo anterior cuando Jia Zheng puso a prueba el talento literario de Baoyu. Quizá se extrañen de encontrarlos ahora figurando ya como inscripciones. Después de todo, los Jia eran una familia instruida cuyos amigos y protegidos eran gente dotada; más aún, no les hubiera sido difícil encontrar autores de renombre que compusieran las inscripciones. Entonces, ¿por qué acudir a frases pergeñadas por un muchacho? ¿Eran acaso como esos nuevos ricos que dilapidan el dinero como si fuese polvo, y que después de pintar su mansión de carmesí levantan inmensas inscripciones del tipo «Sauces Verdes y Cerraduras Doradas Frente al Portón», «Colinas Azules como Biombos Bordados detrás de la Casa», y encima las consideran el colmo de la elegancia? ¿Es ése el estilo de la familia Jia que aparece en estas Memorias de una roca? ¿Nos encontramos ante un contrasentido? Permitan, permitan que yo mismo, aun en mi estupidez, les explique la situación.

Antes de ingresar en palacio, la concubina imperial había sido criada por la Anciana Dama desde su más tierna infancia. Tras el nacimiento de Baoyu, Yuanchun se convirtió en su hermana mayor y él en su hermano menor; el hecho de que su madre tuviera ya una cierta edad cuando lo trajo al mundo, había hecho que lo amara más que a sus otros hermanos y que le prodigara todo tipo de cuidados. Los dos hermanos permanecieron junto a su abuela y fueron inseparables. Incluso antes de que Baoyu empezara a asistir a la escuela, cuando apenas tenía cuatro años, Yuanchun le enseñó a recitar varios textos y a reconocer varios miles de caracteres. Más parecía una madre que una hermana mayor. Ya en palacio, escribía repetidas cartas a sus padres pidiéndoles que lo educaran bien, pues sin una estricta disciplina nunca llegaría a ser nada en la vida; ahora bien —insistía— si lo trataban duramente también podría llegar a ser fuente de inquietudes. Nunca había dejado de preocuparse amorosamente por él.

Por otra parte, antes de la experiencia del jardín Jia Zheng nunca había prestado oídos al preceptor de Baoyu cuando le decía que su hijo tenía dotes literarias, pero cuando el jardín estuvo listo para la inspección final exigió al muchacho, con el fin de ponerlo a prueba, inscripciones adecuadas. A pesar de que los esfuerzos infantiles de Baoyu distaban mucho de ser inspirados, eran al menos aceptables. La familia no habría tenido dificultades para conseguir la ayuda de famosos hombres de letras, pero les pareció que los nombres elegidos por un miembro de la familia tendrían un interés especial; además, cuando la concubina imperial supiera que eran obra de su adorado hermano menor, sentiría sin duda que sus expectativas no habían sido defraudadas. Por todo ello, fueron adoptadas las inscripciones de Baoyu. No todas habían sido determinadas el día del paseo; algunas las presentó más tarde. Pero dejemos ya este asunto.

Cuando la concubina imperial vio la inscripción «Playa de Hierbas y Puerto Florido» comentó con una sonrisa:

—«Puerto Florido» es suficiente. ¿Por qué también «Playa de Hierbas»?