Za darmo

Historia de la decadencia de España

Tekst
0
Recenzje
iOSAndroidWindows Phone
Gdzie wysłać link do aplikacji?
Nie zamykaj tego okna, dopóki nie wprowadzisz kodu na urządzeniu mobilnym
Ponów próbęLink został wysłany

Na prośbę właściciela praw autorskich ta książka nie jest dostępna do pobrania jako plik.

Można ją jednak przeczytać w naszych aplikacjach mobilnych (nawet bez połączenia z internetem) oraz online w witrynie LitRes.

Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Por el contrario, la de Harrach se hizo un enemigo en cada una de las damas de Palacio, á causa de haber pretendido que la diesen mayor tratamiento que la correspondía. Y poco faltó para que la Reina se pusiese á la cabeza del partido francés, contradiciendo su naturaleza y los intereses de su casa. El oro francés ganó á la Perdiz y al Cojo, que al ver que se formaban los dos partidos, no pensaron más sino en que ellos les ofrecían compradores, y el Padre Chiusa, confesor de la Reina, abandonó también por un momento la causa de sus compatriotas. Y como al propio tiempo descubriesen los favoritos ciertas inteligencias entre el Embajador imperial y Leganés y Monterrey, encaminadas á apartarlos del lado de la Reina para ser ellos los únicos que predominasen en sus consejos, se decidieron de todo punto por el partido de Harcourt. Aprovecháronse del buen ánimo de la Reina, por las benévolas relaciones que mantenía con la esposa de Harcourt, y la persuadieron de que tuviese una entrevista con este mismo, donde pudieran conciliarse los recíprocos intereses. Harcourt no desperdició la ocasión y manifestó á la Reina que sólo á su mediación quería que el duque de Anjou debiese la Corona, con lo cual halagaba su vanidad; indicóla al propio tiempo que se trataría de desposarla con el Delfín de Francia, muerto su esposo; que se darían ricos heredamientos á su favorita la Berlips y la púrpura cardenalicia á su confesor, concluyendo por prometerla que se devolvería á España el Rosellón y se la ayudaría á reconquistar á Portugal: cosas ambas que se habían dejado ya correr por el pueblo, y que hicieron en este mejor efecto que no en aquella Princesa, sólo ocupada en su particular conveniencia. La Reina, no atreviéndose á abandonar de un golpe al partido austriaco, estuvo mucho tiempo indecisa, aunque más inclinada á Francia que no á Austria. Pero viendo que sus mayores enemigos se ponían en contra de la casa de Austria, se mantuvo firme en este partido. Acompañábanla el almirante D. Tomás Enríquez de Cabrera, antes conde de Melgar, y el confesor Matilla con mucha parte de la grandeza, y Ministros y Magistrados poco amigos de novedades, y que temían ó aborrecían á la casa de Borbón como reformadora y de todo punto extranjera. No pudieron resistir, sin embargo, al impulso de la opinión general, tan enemiga de los austriacos, y tan bien manejada por Harcourt. La especie de neutralidad que guardó la Reina durante algún tiempo, y los recelos de que se inclinase al partido francés, acabaron de poner de parte de éste todas las probabilidades del triunfo, de modo que cuando aquella Princesa, vuelta á sus primeros propósitos, quiso deshacer lo hecho, ya era tarde.

Ya no quedaba más apoyo sólido al partido austriaco, sino la voluntad del enfermizo Carlos II, que como era natural, se inclinaba á los intereses de su familia. Pero la indiscreción y altanería de los agentes imperiales llegaron hasta enajenarles este apoyo. No cesaban de hablar de sus propósitos delante del Rey sin miramiento alguno á su dignidad, ni piedad de su estado, que era ya á la sazón dolorosísimo. Carlos, irritado de que tan codiciosamente disputasen su herencia, como si él ya no existiera, excusaba cuanto podía verse con Harrach y los austriacos. Y Harrach, muy diferente en esto de Harcourt, resentido al punto de que le mirase con despego el Rey, se retiró á Viena, dejando en su lugar á un hijo suyo, mozo inexperto. Con esto, y con haberse puesto el cardenal Portocarrero á la cabeza del partido francés, parecía el triunfo de éste indudable. Era el Cardenal hombre de rápida carrera, gran cortesano y de no vulgar ingenio, el cual, por la reputación que alcanzaba de justo y virtuoso, tenía no poco influjo en el Rey. Sin tomar mucha parte en las cosas políticas, había seguido la voz del Almirante, cuyo amigo era hasta entonces; mas rompiendo con él por motivos privados, fué á tomar puesto en el partido contrario. Su actividad y destreza acabaron de traer las cosas á punto que, como arriba decimos, pudo considerarse como seguro el triunfo del Príncipe francés. Á su ejemplo vinieron á alistarse en este partido el inquisidor general Rocaberti, que había sucedido á D. Diego Sarmiento, y los marqueses del Fresno y de Maceda, con otros muchos señores principales. Y conociendo de cuanta importancia era que poseyese él solo en tal ocasión el manejo de la conciencia del Rey, logró de éste que apartara de sí al Padre Matilla, y llamase á su lado al Padre Froilán Díaz, catedrático de prima de Alcalá, y hombre de más virtud que juicio, dándole por auxiliares á dos frailes hechuras suyas, á los cuales dió cuantas instrucciones necesitaban para favorecer sus propósitos y estorbar los de sus enemigos. Hubiera sido nombrado entonces heredero de España el duque de Anjou, á no aparecer de nuevo en la corte y en los negocios el conde de Oropesa.

Pero este Ministro, dotado de más cualidades que ninguno de sus émulos, acechaba desde la Puebla de Montalbán la ocasión de recobrar lo perdido. Nombrósele Gentilhombre, sin otro intento que el de hacerle con tal honra más llevadero su destierro; pero Oropesa lo entendió de diverso modo, y al punto se vino á Madrid y comenzó á hacer envidiar ó temer sus servicios á los dos partidos contendientes. La Reina, que de antemano le conocía y estimaba sus cualidades, por más que personalmente le aborreciese, se apresuró á echar mano de él, y lo elevó á la presidencia de Castilla. Dió esto algún aliento al partido austriaco; pero antes de mucho riñó Oropesa con el Almirante, que habiendo sido hasta allí el hombre de confianza de la Reina, temía verse suplantado por él y no cesaba de hostilizarle. Entonces, el nuevo Presidente, viendo que en el partido austriaco no cabía y que no era digno para él pasarse al de los franceses, determinó formar un tercer partido con que sobreponerse á los otros dos. Prohijó las pretensiones del duque de Baviera que, aunque apoyadas por los más de los jurisconsultos, no tenían desde que murió la Reina madre quien las hiciese valer en la corte, y tanto hizo, que quedara triunfante en la lucha á no interponerse la contraria voluntad del cielo. Ayudóle en su empresa la conducta de Luis XIV. Este Monarca, no fiándolo todo á las negociaciones y manejos de su Embajador en Madrid, había discurrido vencer á los españoles con ponerlos en la alternativa de dar la Corona á su nieto ó someterse á la desmembración y repartimiento de su Imperio. Para ello negoció tratados con el Emperador y los demás Príncipes más ó menos interesados en la sucesión de España.

Ya en 1668 había habido semejante idea, y aun se añade que llegó á ajustarse sobre el particular un tratado entre el Emperador y el Rey de Francia, que quedó en depósito del duque de Toscana, y que sirvió de norma á los posteriores. Sea esto ó no cierto, el caso es que corriendo el año 1698, se ajustó en la Haya un tratado solemne entre Inglaterra, Francia y Holanda, por el cual se estableció que Nápoles y Sicilia, los puertos de Toscana y el marquesado de Final con la provincia de Guipúzcoa, vendrían á poder del Delfín, ó de otro modo, serían agregados á Francia; que el ducado de Milán quedaría por el archiduque Carlos, y el resto de la Monarquía por el Príncipe de Baviera ó por su padre á falta suya, aunque este no pudiese alegar el más remoto derecho, comprometiéndose las tres potencias á llevarlo todo á efecto por fuerza de armas si era indispensable, secuestrando sus porciones á las casas de Austria y de Baviera cuando no quisiesen admitirlas.

El tratado, honrosísimo para Luis y sus Ministros, era muy ventajoso para Francia. Guillermo de Inglaterra no sacaba de él otro provecho sino que ésta abandonase la causa del pretendiente, y Holanda no debía siquiera tomar parte en él, supuesto que nada le tocaba. Pero el Rey de Francia quería más, que era el total de la Monarquía; desde este punto de vista, el tratado fué una falta que aprovechó diestramente Oropesa. Mientras el Emperador ardía en cólera contra Francia, Carlos II, herido en lo más vivo con ver que así dispusiesen los extranjeros de sus reinos, y el pueblo español, como siempre digno y soberbio, lejos de amedrentarse, protestaron enérgicamente contra el tratado. Todo lo que Francia había adelantado con su destreza, se perdió en un punto; Carlos se determinó á nombrar sucesor de por sí, y el pueblo á no recibir sino al que determinase su soberano, y Oropesa, á favor de la confusión de Harcourt y Portocarrero y del decaimiento en que sin él se hallaba de nuevo el partido austriaco, logró levantar el nombre de su candidato el Príncipe de Baviera. Una junta de Ministros y Magistrados de los diferentes Consejos, resolvió según la común opinión que á éste y no á otro pertenecía la Corona, y el Consejo de Estado votó en pro de lo mismo, sin asistencia de Portocarrero, que aunque era el alma del partido francés, no quiso entonces comprometerse ni con el Rey ni con la opinión pública, demasiado ofendidos. De acuerdo con estos dictámenes, expidió el Rey un decreto nombrando por sucesor y heredero en todos sus estados al príncipe José Leopoldo de Baviera.

Quísose guardar sigilo, pero no pudo evitarse que al punto supiesen el Emperador y el Rey de Francia lo decretado. Protestó el primero con una altivez que acabó de irritar contra él á todos los Grandes y nobleza y pueblo; el segundo, aleccionado en la pasada experiencia, con mucha templanza. Ya parecía resuelta la cuestión y asegurada la paz de Europa, aunque, á decir verdad, no era fácil que se evitase la guerra, cuando el Rey presunto de España murió en Bruselas á la edad de seis años, en 8 de Febrero de 1699. Supúsose que de veneno, y al menos así lo creyó su padre, porque en un manifiesto que publicó con este motivo decía «que la estrella fatal que perseguía á cuantos eran obstáculo al engrandecimiento de la casa de Austria, había hecho que su nieto muriese de una ligera indisposición, que solía atacarle sin peligro, antes de que estuviese nombrado heredero de España». No hay que decir con tales sospechas, la impresión que la muerte del Príncipe causaría en estos reinos. Restablecióse el crédito del partido francés con acrecentarse el odio al austriaco, y como Arias Mon, destituído del Gobierno del Consejo de Castilla por causa de Oropesa, y don Francisco Ronquillo, á quien habían quitado el cargo de Corregidor de Madrid, vinieran á ponerse al lado de Harcourt y Portocarrero, éstos juzgaron llegado el momento de hacer nuevos esfuerzos. El más temible de sus enemigos era Oropesa, que aunque inconsolable por la muerte de su protegido el de Baviera, no había tardado en buscar nuevas banderas, acogiéndose otra vez á las de la casa de Austria. No tardó en sentirse su hábil mano en éstas. El partido austriaco se mostraba de nuevo poderoso; el Rey consintió en que se llamase á Madrid al Príncipe de Hesse-Darmstad, con doscientos caballos imperiales que habían servido en Cataluña durante la última guerra, no con otro objeto, sin duda, que con el de intimidar al pueblo, harto parcial ya de los franceses. No había tiempo que perder, y Harcourt y su partido obraron á punto de evitar que con aquellas disposiciones entrase en los unos el temor, en otros la desconfianza, y sucumbiese su causa.

 

Olvidada de día en día la administración pública con tales contiendas, ya no era que se hiciesen mal las cosas, sino que nada se hacía, y todo quedaba abandonado á la ventura. El Gobierno de los Tenientes generales había caído por sí solo en una especie de desuso, modo inaudito de caer gobernantes. El duque de Montalto y el Condestable no sonaban ya en la política; únicamente el Almirante, más ambicioso que ninguno de sus compañeros, continuaba influyendo y trabajando por influir más todavía. Oropesa y Portocarrero, sin ser ninguno de ellos Ministro, eran los que más importancia tenían en la Corte, y la Reina, ya unida con uno de ellos, ya combatiéndolos á los dos, no deseaba otra cosa sino conservar su funesto crédito y predominio. Como la muerte de Carlos estaba evidentemente tan próxima, nadie disputaba el honor de ser su favorito, sino el de serlo con el futuro Rey, para lo cual pretendía cada cual que se eligiese á su antojo. Por lo mismo, nadie se cuidaba ya, cual en otro tiempo, de que en Madrid no faltasen bastimentos, aunque faltasen en todo el reino, y como hubiese malísimas cosechasen estos años, llegaron á padecerse aquí la escasez y el hambre. No se necesitaba más para promover una sublevación tanto tiempo hacía contenida por el antiguo hábito de obedecer de los infelices ciudadanos. Achacaban la falta al conde de Oropesa, que como Presidente de Castilla debía cuidar de los mantenimientos, y por dondequiera se oían denuestos contra él, acusándole también de que comerciaba con su mujer en trigo y en aceite, beneficiando la carestía.

Tampoco dejaban de oirse quejas contra el Rey, harto injustas por cierto, porque el infeliz no era posible que atendiese á más dolores que los que lentamente iban consumiendo su vida. «De todo aquesto, ¿qué se le da al Rey?», decían ciertos cantares de entonces, después de enumerar cuantas miserias padecía el pueblo. Y Harcourt y sus amigos, para que no pudiera dirigirse contra ellos igual pregunta, y con el objeto también de acusar con sus hechos los de sus adversarios, repartían á manos llenas las limosnas, y afectaban una caridad nimia, que el Tesoro de Francia pagaba y el pueblo agradecía pródigamente. Servíalos en esto don Francisco Ronquillo, que como Corregidor que había sido, conocía mejor que nadie las necesidades y la gente á quien había que excitar y contentar según viniese á cuento. Y no es mucho suponer que el mismo Ronquillo fuese quien preparó los sucesos de que vamos á dar cuenta, demasiado útiles y bien aprovechados para pasar por casuales é imprevistos. Ello es que cierta mañana de Abril, estando en la Plaza el Corregidor, que lo era D. Francisco de Vargas, atendiendo á los deberes de su oficio, uno de sus alguaciles maltrató por pequeña ocasión á una verdulera. Desatóse ella en injurias contra el Corregidor, y la gente que presenciaba la escena tomó al punto una actitud tan hostil, que el de Vargas juzgó prudente retirarse. Siguióle la gente con insultos y amenazas, y en un momento el espacio que media entre la Plaza y el Arco de Palacio se vió lleno de hombres y mujeres, que acudían á porfía de todos los extremos de la ciudad gritando: ¡Viva el Rey! ¡Pan! ¡Pan! ¡Muera Oropesa! La multitud no se detuvo en el Arco, sino que llegó hasta los mismos balcones del Alcázar, redoblando sus gritos. Oyólos el Rey con más amargura que cólera, sin saber qué partido tomaría en el trance. Súpose que Vargas había estado para morir á tronchazos y pedradas, y que se amenazaba con peor suerte á Oropesa.

Creció el miedo, y el cardenal Córdoba, el marqués de Leganés, el conde de Benavente y otros muchos Grandes que acudieron al punto á Palacio, no sabían qué aconsejar ni qué hacer ellos mismos. La Reina, con alguna más presencia de ánimo, se determinó á salir al balcón, y habló á los amotinados diciéndoles que el Rey dormía; pero que no bien despertase le comunicaría sus quejas. «Ya hace mucho que duerme y es tiempo de que despierte» – respondieron agrandes voces. Entonces, se asomó el Rey al balcón; pero no por eso cesaron los clamores. El peligro arreciaba, y el conde de Benavente, que disfrutaba de algún favor en el vulgo, se ofreció al fin á hablarle, saliendo fuera de Palacio. Sus palabras templadas, pero más acaso las inteligencias que tenía con los insurrectos, lograron acallar el tumulto y que el gentío ofreciera retirarse, con tal de nombrar Corregidor á Ronquillo y no castigar á ninguna de las cabezas del desorden. Consintió el Rey en ello; llamóse á Ronquillo á Palacio, y acompañado del conde de Benavente salió á caballo por la Plaza, llenándolos á ambos la multitud de vítores y bendiciones. Si esto no bastara para probar que uno y otro estaban y entendían secretamente en el motín, de todo punto podrían demostrarlo ciertas palabras del conde de Benavente, que volvieron á encender la confusión calmada. «El Rey os perdona – les dijo – ; pero en cuanto á la carestía no puede él remediarla, y será bien que os dirijáis al Presidente de Castilla.» No fué menester más. El vulgo, desatado, dejó desierta en un instante la Plaza de Palacio, y se encaminó á las casas de Oropesa, situadas enfrente de Santo Domingo.

Fué fortuna para éste que el Almirante, con quien á la sazón estaba de acuerdo, siendo los dos jefes del partido austriaco, pudiera avisarle á tiempo, con un billete lo que pasaba. Á la verdad, no habían dejado también de oirse amenazadores gritos contra el astuto Almirante, aunque no tan continuos como contra Oropesa. La casa de éste fué en un momento entrada, á pesar de la resistencia armada que opusieron sus criados, y habiendo muerto algunos de los asaltantes, la muchedumbre destrozó los muebles y los echó por las ventanas; destrozó las pinturas y los papeles, y no hubo, en fin, exceso que no creyese poco para satisfacer su ira. Habíase refugiado Oropesa con el aviso del Almirante en casa de su vecino el Inquisidor general, y el terrible nombre de esta dignidad contuvo á las puertas de aquel asilo á la multitud, que no osó siguiera insultarlas. Aproximábase ya la noche y el tumulto no cedía, sin embargo, pidiendo todos á voces la cabeza de Oropesa, cuando el Cardenal de Córdoba y otros sacerdotes salieron de Santo Domingo con un crucifijo, y sus exhortaciones y las de Ronquillo, que ya debía tener por bastante lo hecho, lograron restablecer la calma y el silencio. Creían, sin duda, los del partido francés que con esto bastaría para que el Rey separase de nuevo á Oropesa; pero se engañaron, porque habiendo éste solicitado su retiro, á causa de que no se castigaba á los culpables en el alboroto, no quiso Carlos consentirlo, mandándole que permaneciese en la Presidencia. Entonces, sus adversarios celebraron una junta en casa de Portocarrero, donde después de oir la opinión del jurisconsulto Pérez de Soto, favorable al duque de Anjou, se acordó echar el resto en alejar á Oropesa de la corte. Fué entonces Portocarrero á ver al Rey, y prevaliéndose de su calidad cardenalicia y del influjo espiritual que en tal concepto tenía con el Rey, le obligó á decretar la vuelta de Oropesa á la Puebla de Montalbán, el destierro del Almirante á treinta leguas de la corte, y el nombramiento de D. Manuel Arias Mon, parcialísimo, como sabemos, del de Anjou, para la presidencia de Castilla. Quedó entonces el partido francés triunfante, y sin más apoyo el austriaco que la Reina, el conde de Frigiliana y de Aguilar y D. Antonio de Ubilla, secretario del despacho universal, que á falta de otros más calificados, llegó á ser uno de sus caudillos.

Un suceso singular, del cual se ha hablado mucho posteriormente, ocupaba á la sazón á nuestra corte. Eran los supuestos hechizos del Rey, cuyo recuerdo podría bastar para comprender á qué punto llegaba la fanática superstición de unos, y la hipócrita maldad de otros en aquella época. Ya hacía tiempo que el vulgo atribuía á hechizos las enfermedades del Rey. Viéndole dotado de entendimiento muy claro, de rectísima conciencia, de tanto amor á sus vasallos, sin que hiciese valer ninguna de estas calidades; no comprendiendo tampoco cómo desde la edad temprana hubiera podido padecer una flaqueza tan extrema que le impedía ejercitar su virtud, dió por cierto que algunos malos hechizos estaban apoderados de su persona. Á punto llegó el rumor que en tiempo del inquisidor Sarmiento y Valladares, el Tribunal Supremo de la fe llegó á intentar algunas averiguaciones. Suspendiéronse por respeto á la persona del Monarca, y así continuaron las cosas, hasta que en los principios de 1698, el mismo Carlos llamó al Inquisidor general Rocaberti y le rogó que indagase si él era ó no víctima de hechizos, como vulgarmente se creía. Oyólo Rocaberti con atención proporcionada á su ignorancia, que era grande, porque de pobre dominico se había visto elevado á tal categoría, más por intrigas que no por fama ó mérito como entonces se solía. Dió parte del asunto al Tribunal, cuyos Ministros, más sabios que él, se negaron á entender en cosa tan inverosímil y ridícula.

No se desalentó con esto Rocaberti, y á poco lo consultó con el Padre confesor Fr. Froilán Díaz, que no teniendo más luces que él, se conformó con sus opiniones y propósitos. Diéronse entonces ambos á cazar los tales hechizos, y no tardaron en saber, casualmente, que un cierto Fr. Antonio Álvarez Argüelles, vicario de un convento de monjas en la villa de Cangas, solía tener gracia particular para exorcizar endemoniados, y platicar con los mismos demonios, de quienes sabía curiosísimos secretos. Escribieron ambos al Obispo de Oviedo para que éste interrogase al vicario sobre los hechizos del Rey: pero aquel prelado respondió con desprecio que el Rey no tenía hechizos, sino flaqueza de ánimo y de cuerpo, y que antes que de exorcismos necesitaba de buenos consejos. Ni Rocaberti ni el confesor se avergonzaron con esta respuesta; llenos de fe se pusieron á buscar otros conductos por donde entenderse con el vicario, y lo lograron, entablándose una correspondencia entre los tres, fecundísima en puerilidades y absurdos y locuras, que asombra que pudiera seriamente seguirse. Notóse, sin embargo, que los demonios á quienes interrogaba el vicario Argüelles, no cesaban de hablar mal de los parciales de la casa de Austria, y principalmente de la Reina y del Almirante, sin perdonar á la Reina madre, por ser ya cosa del otro mundo, ni á ninguno de cuantos antes ó después habían abogado en contra de la casa de Francia. Y dando por ciertos los hechizos, solían proponer para el Rey remedios capaces de causar su muerte aunque estuviese robusto y sano, cuanto más en la situación en que se hallaba. Ni Rocaberti ni Froilán sospechaban por eso de los demonios ni de su interlocutor, y molestaban sin cesar al pobre Príncipe, haciendo las más de las cosas que aquéllos les prevenían, y excusando sólo las que manifiestamente eran dañosas ó impracticables.

Así transcurrió algún tiempo, hasta que los demonios se cansaron de pronto de hablar, y respondieron al vicario que no dirían palabra más si no era en Madrid, en la capilla de Atocha. Asombró al confesor y al Inquisidor tan extraña demanda, y si la dieron crédito no se sabe; pero ello es que no les pareció bien traer tan cerca del Rey persona que poseía el admirable privilegio de andar con los malos, de que á su juicio andaba aquél poseído. Negáronse á su venida, y continuaron carteándose con el vicario hasta la muerte del inquisidor Rocaberti, sin obtener otra cosa que nuevos embustes cada día. Pero este vicario y estos demonios tenían cierto olor francés que puso en alarma á los austriacos, no bien se susurró el caso en la corte. No era este partido menos rico en frailes y demonios que lo fuera su adversario, y antes de mucho se recibió en Madrid una información auténtica del Obispo de Viena, donde se contenían graves respuestas traídas por el demonio á la boca de unos energúmenos, á quienes él y su clero estaban exorcizando en la iglesia de Santa Sofía, sobre los hechizos del rey Carlos II. De ellas se deducía claramente que este Príncipe había sido hechizado por una mujer, de nombre Isabel, que vivía en Madrid, en la calle de Silva. Dió el Embajador imperial la información al Rey; pasó luego al Tribunal, y se hicieron inútiles pesquisas. Parecía ya indispensable exorcizar al Rey, y se llamó para ello de Alemania al mejor exorcista del imperio, por nombre Fr. Mauro de Tenda, capuchino de religión, y dotado de gran torrente de voz, con la cual atormentaba día y noche al Rey, llamando á voces á los demonios que se albergaban en su cuerpo. Empeoró mucho el Rey con el sobresalto, y como estaba en poder de demonios y exorcistas austriacos, era de temer cualquier extravío en su juicio que hiciese venir la Corona á poder del Archiduque. Entonces, un nuevo demonio, más audaz que los otros, se apoderó de una pobre mujer y la condujo al Palacio mismo, donde entró desgreñada y furiosa sin que nadie pudiese contenerla, hasta llegar á la presencia del Rey, el cual no halló más medio de librarse de ella que ponerse por delante un relicario que traía consigo. Interrogóse á este nuevo demonio, y acusó claramente de autores del hechizo á la Reina y al Almirante, de donde se supo ser este demonio francés. Irritóse la Reina; hizo que su marido apartase de su lado al Padre Froilán Díaz, y mandó que se le formase un proceso que duró mucho tiempo, y del cual resultó que él, como Rocaberti, no eran culpables sino por ignorantes y fanáticos. No de todos los cortesanos se pudo decir lo mismo; porque sin acusar de tan indigna farsa á ninguna persona determinada, parece fuera de duda que fué obra de los partidos, que con tanto encarnizamiento se disputaban la herencia de Carlos II.

 

La muerte estaba tan cercana del desdichado Príncipe, que no podía ya perdonarse ningún esfuerzo, y desde la primavera de 1700 á 1701, ni dentro ni fuera de España se habló apenas de otra cosa que de la resolución de este grande asunto. Luis XIV, viendo que en Madrid tenía ya recobrado lo perdido, comenzó á moverse por fuera con nuevo empeño. Persistía en el propósito de hacer entender á los españoles que tenían que darse á él ó someterse á la desmembración del reino. Para ello negoció un nuevo tratado de repartición con el rey Guillermo III en Londres. Disponíase en él que por muerte del Príncipe de Baviera pasasen al archiduque Carlos los estados que á aquél estaban asignados, añadiéndose la Lorena á los que debía recibir Francia, y dándole en cambio al poseedor de aquel ducado el de Milán. Y si el Archiduque no admitía el tratado en el término de tres meses, determinábase que toda su parte sería secuestrada, nombrando los aliados Príncipe que ocupase su puesto. Protestó el Emperador contra el tratado, y el Rey de España hizo fuertísimas reclamaciones en Londres y París, de cuyas resultas el marqués de Canales, nuestro Embajador, fué expulsado de Inglaterra y se rompieron las relaciones entre las dos Coronas. Aprovechóse el partido austriaco de esta nueva falta de Luis XIV, y puso en tal disposición el ánimo del Rey, que Harcourt tuvo que volverse á Francia, llamado por su Soberano. Ubilla ayudó poderosamente á la Reina. Prometióse á esta casarla con el heredero imperial, si lograba que fuese nombrado heredero el Archiduque, y Doña Mariana no sólo admitió el partido, sino que delató á su marido la promesa que le había hecho Harcourt de casarla con el Delfín, después que él muriese. Ya se habían dado órdenes á los Virreyes de Italia para admitir guarniciones imperiales, y el partido francés parecía del todo perdido. Estorbó lo de las guarniciones la amenaza que hicieron Francia é Inglaterra de declarar inmediatamente la guerra, y la habilidad de Portocarrero y los demás españoles que seguían el partido del duque de Anjou, puso definitivamente de su parte la victoria.

Porque en el verano de 1761, después de una excursión al Escorial, donde sintió algún alivio, cayó Carlos en el lecho de que no había de levantarse jamás. Instalóse Portocarrero en su aposento, y sin hablarle más que de cosas religiosas, logró ahuyentar á la Reina y á Ubilla y á todos sus parciales, incluso el confesor Torres Padmota y el inquisidor Mendoza, pues para la asistencia espiritual del enfermo traía ya él consigo dos frailes que suponía en olor de santidad. El Rey, que veía ya su muerte inmediata, entregó á Portocarrero el cuidado de su salvación, que fué entregar su Corona á la casa de Francia. Indújole el artificioso Cardenal á que hiciese testamento que él no quería; luego lo persuadió de que pidiese dictamen á los diferentes Consejos sobre el nombramiento de heredero. La mayoría del de Castilla, ganada ya, opinó porque fuese preferido el francés. En el Consejo de Estado fué la discusión muy viva. El duque de Medinasidonia, los marqueses de Villafranca, Maceda y el Fresno, y los condes del Montijo y de San Esteban, opinaron con Portocarrero en favor de la casa de Anjou; el conde de Frigiliana y Aguilar y el de Fuensalida se opusieron á ello, pidiendo que se convocasen unas Cortes generales del reino, donde se eligiese sucesor libremente. Apoyábanse en muy sólidas razones, en especial aquella de que no era fácil conciliar en ninguno de los pretendientes las distintas leyes de Aragón y Castilla. Desechó la mayoría todo pensamiento de convocar Cortes, y el de Frigiliana, levantándose conmovido, pronunció estas nobles palabras, dignas de más pura lengua: «hoy destruís la Monarquía.» Acordóse que el duque de Anjou debía ser nombrado heredero. Resistía, sin embargo, el Rey, y sabiendo Portocarrero que el Papa estaba muy irritado contra el Emperador, aconsejó que se sometiese á su decisión el caso. Gustó Carlos del Consejo, y la respuesta de Inocencio XII fué, como esperaba Portocarrero, favorable al francés.

Entonces, Carlos no resistió más, y llamando á Ubilla, en presencia de Portocarrero y de D. Manuel Arias Mon, le hizo que extendiera un testamento, nombrando por heredero en todos sus estados y señoríos al duque de Anjou, «reconociendo – decía – que la razón en que se funda la renuncia de las señoras Doña Ana y Doña María Teresa, Reinas de Francia, mi tía y hermana, á la sucesión de estos reinos, fué evitar el perjuicio de unirse á la Corona de Francia, y reconociendo que viniendo á cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho á la sucesión en el pariente más inmediato, conforme á las leyes de estos reinos, y que hoy se verifica este caso con el hijo segundo del Delfín.» Nombró una Junta para que gobernara sus reinos durante la ausencia del de Anjou, compuesta de la Reina su esposa, Portocarrero, Montalto, Arias, Frigiliana, Benavente, el Inquisidor general Mendoza y D. Antonio de Ubilla como secretario. Y hecho esto, exclamó con los ojos llenos de lágrimas: «Dios es quien da los reinos.» Con que manifestó la repugnancia que le costaba el desheredar á su familia. Cerróse el testamento solemnemente, y Portocarrero y los suyos lo notificaron al punto al rey Luis, cerciorándose de que estaba dispuesto á tomar entera la herencia y á defenderla con las armas, á pesar de los tratados de repartimiento que había hecho. Pocos días después, Carlos se halló incapaz de entender en asunto alguno de gobierno, y expidió un decreto confiándolo en lo civil y militar al cardenal Portocarrero, hasta su muerte. Quiso éste por cortesanía que se le asociase la Reina; pero Carlos no consintió en ello, mostrando así que había llegado en sus últimos momentos á aborrecerla. Al fin, el día de Todos Santos de 1701, después de haber recibido muy devotamente los sacramentos, expiró el desdichado Carlos, repitiendo: «ya nada somos»: Príncipe, como dejamos indicado, digno de lástima y amor, no de odio y desprecio.