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Historia de la decadencia de España

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Á la verdad, el proyecto de formar un ejército en Aragón que sirviese de reserva al que mandó el marqués de los Vélez y divirtiese por aquella parte al enemigo, no era nuevo. No bien el de los Vélez cambió su nombre de Virrey de Aragón por el de Virrey de Cataluña, y vino á sucederle en aquel puesto el duque de Nochera, gran señor napolitano, comenzó éste á juntar soldados, amagando á los pueblos fronterizos de Cataluña; pero de una parte su humor extraño, y de otra la insubordinación de los capitanes que tenía á sus órdenes, le impidieron salir formalmente á campaña y hacer la división que estaba determinada. Fué esta la causa principal de que á poco se le separase del mando y se le encerrase en una fortaleza, donde murió, sucediéndole el marqués de Tavara en el mando, y en el ínterin fueron los enemigos quienes intentaron por aquella parte divertir la atención de los nuestros. M. de San Pol gobernaba en Lérida: reunió un grueso de catalanes y cayó sobre Tamarit de Litera, villa situada en la ribera del Cinca, donde se alojaban algunos tercios navarros destinados ya al proyectado ejército. Sorprendióla; degolló alguna gente; hizo bastantes prisioneros y se volvió sin que la gente que salió de Fraga en su persecución pudiera alcanzarle. Tomaron también los catalanes la villa de Orta, que estaba fortificada, sin que los nuestros pudiesen socorrerla. Hubo reposo en aquella frontera mientras duró el bloqueo de Tarragona; pero forzado La Motte á levantarlo y falto de dinero para pagar sus tropas, se acercó de nuevo á Tamarit de Litera, y entrando en ella como amigo, la saqueó luego horriblemente.

Algo pudiera remediar de este daño D. Francisco de Toralto y Aragón, luego Marqués de este título, que mandaba un trozo de cerca de cinco mil hombres en la ribera del Cinca; pero no quiso, para castigar á los de Litera de haber recibido como amigos á los franceses. Lo que hizo para vengar el insulto fué enviar uno de sus capitanes á que tomase la villa de Almenara, donde tenían guarnición los enemigos; mas no pudo conseguirlo, aunque lo intentó por dos veces. Tan tibiamente corrían las cosas cuando el D. Pedro de Aragón, marqués de Pobar, vino á Aragón á formar el ejército destinado al socorro de Tarragona. Costóle mucho trabajo ordenarlo, y al fin, apretándole la Corte para que marchase, con seis mil infantes y mil doscientos caballos que tenía reunidos, pasó los confines de Aragón y entró en Cataluña.

Dejamos mandando por muerte del de Buttera las tropas de Tarragona al marqués de la Hinojosa, más conocido por este título, que tenía de su esposa, que por el conde de Aguilar y Sr. de Cameros, que era el propio, capitán no vulgar, aunque un tanto corrompido por la vanidad y la envidia, pasiones viles de la época. Á pesar del mal estado de sus tropas, no bien se alzó el bloqueo, mientras los generales enemigos se encaminaban al Rosellón y á la frontera aragonesa, salió de Tarragona, tomó á Reus y la Selva, rindió en Alcover un tercio de catalanes, apoderándose de la villa, y se enseñoreó de casi todos los lugares de aquel campo. Alentado con estas ventajas se acercó al Vendrell, donde tenían sus almacenes los catalanes, y embistiendo la villa por dos partes, después de cuatro horas de combate la entró sin mucha pérdida. Ganó en seguida á Vallmol; y estando para emprender nuevas conquistas fué acometido sobre la ermita de Villalonga por el general francés La Motte-Hadancourt, que acudió al opósito de sus empresas, y venía observándole y espiando la ocasión favorable de acometerle. Hubo un combate sangriento, porque los franceses eran doblados en número que los nuestros; pero al fin fueron rotos con mucha gloria de nuestra parte y pérdida de cuatrocientos hombres en los enemigos. Después de esta victoria se rindieron algunos castillos, nidos funestos de almogávares.

Ya en esto el marqués de Pobar con su ejército había pasado el Segre por el lugar de Escarpe, apoderándose de la villa, y encaminándose á Sarroca, rindió el lugar y no el castillo, por carecer de artillería. Con esto y haber tomado el de Aguilar é Hinojosa el castillo de Constantí y el Coll de la Alforja, pasando en aquél á cuchillo á toda la guarnición por no querer darse á partido, y dando éste á las llamas por la obstinación de sus moradores, se pusieron en comunicación los dos ejércitos. Mas, juntos los generales, no tardaron en suscitarse entre ellos grandes contiendas, principalmente sobre la materia de mando, no queriendo ni uno ni otro reconocer superior. Careciendo de órdenes suficientes para resolver el caso, hubo que consultar á Madrid, cuando todo debió estar provisto de antemano, y mientras venía la contestación se desaprovecharon las ocasiones de lograr algunas ventajas con aquellos ejércitos, que reunidos y reforzados con la gente que trajo de Rosellón Torrecuso, formaban un grueso considerable. Llegó la resolución de Madrid, y fué tal, que más descompuso que acomodó á los generales; nueva dificultad para las operaciones, viniendo la mayor parte de la culpa del de Hinojosa, pues el marqués de Pobar á todo se prestaba dócilmente. No hubo más medio que sacar de Cataluña á uno de los dos generales, y cierto que no pudo ser peor el modo y la ocasión que se eligió para ello.

Habían los franceses invadido el Rosellón de nuevo, como arriba indicamos, con más fuerzas que nunca, no bien se retiró Torrecuso. Era tan fácil de prever esto, que no se comprende cómo nuestra Corte pudo ordenar la retirada; pero aún es menos fácil de comprender el modo con que ahora acudió al remedio. Ordenóse al marqués de Pobar que recogiendo hasta dos mil corazas y mil dragones, se encaminase desde Tarragona al Rosellón. La distancia entre estos parajes llega á cincuenta leguas de tierra, todo á la sazón poblado de castillos y pueblos fortificados, con muchas plazas fuertes é innumerables cuadrillas de almogávares y miqueletes, sin contar el ejército enemigo del mando de La Motte-Hodancourt, situado en Montblanch en acecho de las operaciones de los nuestros. Desde luego todos los capitanes experimentados dieron la empresa por imposible, y el marqués de Pobar envió á la Corte para que lo representase á D. Martín de Mójica, su Maestre de campo general, proponiendo que se embarcaría en Tarragona y haría el socorro por mar, como lo hizo Torrecuso; fácil intento, por andar señoras de él nuestras armadas. Mas no se dió oídos en la Corte al enviado del de Pobar y fuéle preciso á éste ejecutar el mandato. Púsose en marcha con su caballería, que era el mayor número de corazas, y como tal, doblemente pesada é impropia para hacer tan difícil marcha por tierra de enemigos. Debía el marqués de Hinojosa proteger el movimiento del de Pobar, amagando hacia el Coll de Cabra á los franceses, para que viniendo sobre él dejasen al otro libre el paso; mas no quiso ó no supo ejecutarlo, ó lo que es muy probable, no logró que los capitanes enemigos, prácticos en la guerra, se separasen de su principal intento. El hecho fué que éstos ocuparon todos los pasos. La Motte-Hodancourt, desde Montblanch, comenzó á picarle la retaguardia. Se levantaron los somatenes en toda la comarca, y los caudillos más osados y prácticos de los almogávares ocuparon con sus gavillas los caminos por donde forzosamente tenía que pasar el ejército. Así, desde el primer día de su marcha nuestros soldados no descansaron un momento, siempre hostigados y perseguidos, y lo que es peor, sin víveres, ni agua, ni forraje. Todo estaba seco, todo exhausto, todo desierto á su paso, y sólo los alaridos de los almogávares venían á recordarles espantosamente que iban caminando por lugares habitados. Dejábanles pasar, sin embargo, tranquilamente sin emplear las armas; pero no era sino con intento de traerlos más adentro, cerrándoles la retirada.

Llegaron de esta suerte por el Coll de Balaguer hasta Villafranca del Panadés y Esparraguera, pasando tres leguas distante de Barcelona. Allí ya supieron que el enemigo venía sobre ellos por todas partes; que los pasos estaban completamente cerrados y que era imposible de todo punto seguir adelante; y habido consejo de los capitanes, convencido el de Pobar de que había hecho todo lo humanamente posible por obedecer á la Corte y que era delirio pensar en ejecutarlo, ordenó la retirada. Fué ya á deshora. La Motte-Hodancourt se echó con todas sus fuerzas sobre la retaguardia, que gobernaban Frey Vicencio Gamarra y D. Antonio Pellicer. Eran los nuestros quinientos caballos; los contrarios ochocientos y además quinientos mosqueteros catalanes: rompieron los caballos españoles á estos mosqueteros; pero embestidos luego por la caballería enemiga tan superior, sucumbieron, no sin pelear valerosísimamente, quedando prisioneros los capitanes y muchos soldados. En seguida, no queriendo aún aventurar el francés un combate general, se puso á seguir á los nuestros sin perderles ya de vista un instante.

Apresuraban el paso los españoles; pero más aún lo apresuraban los enemigos, y principalmente los del país, como más prácticos y más hechos á la fatiga. No había infantería con que ir apartando los almogaváres de los caminos, porque los dragones, desmontados, no bastaban para semejante servicio; los caballos, faltos de forraje y sedientos, caían aquí y allá muertos ó rendidos, y los jinetes, no más afortunados, apenas podían llevar sobre sí el peso de las armas. Hogueras encendidas por los catalanes en lo alto de los montes iban avisando al país que se pusiese en armas, ocultando los víveres y las provisiones; y en tanto los franceses no dejaban de distinguirse al lejos un solo punto, amagando la batalla. Al fin, un día que nuestros infelices soldados habían corrido veinte horas seguidas sin comer ellos ni los caballos, vagando de acá para allá, y hallándose al fin en el punto de donde salieron, que era el lugar de Granata, media legua de Villafranca, engañados por sus guías y sin acertar con el camino, hallando algunas provisiones, hicieron alto un momento para cobrar fuerzas y seguir la marcha. Mas no le dieron tiempo los contrarios: en el mismo punto cayeron sobre ellos franceses y almogávares en muchedumbre, y hallándoles desmontados á los más y á todos desfallecidos, sin cruzar la espada ni hallar la menor resistencia, hicieron á generales y soldados prisioneros, sin escapar alguno19.

 

Causó tal desastre en Madrid horrendo espanto; culpábase al General, pero no era sino el Conde-Duque quien tenía la culpa de todo, por la elección que en él hizo y más aún por su absurdo mandato. Era el D. Pedro de Aragón, marqués de Pobar, poco capitán, como tan inexperto en tal ejercicio; pero nunca desmintió en sus intenciones lo honrado de su cuna, y parece aún respetable en su desdicha. Malogrado con este suceso el socorro del Rosellón, no tardaron en venir de allí mayores desastres, perdiéndose para siempre toda la provincia. Un ejército francés, compuesto de más de veinticinco mil hombres, mandado por los Mariscales de Schomberg y de la Meillerai, sitió sucesivamente á Colliure, á Perpiñán y Salsas, que eran las plazas que defendían la provincia, viniendo el mismo cardenal Richelieu con el rey Luis á los campamentos para dar mayor estímulo á los soldados. Colliure, donde estaba el de Mortara, se defendió valerosamente. La guarnición peleó varias veces con los franceses fuera de los muros, y en una de ellas entró uno de los cuarteles, y tomó y clavó seis piezas de artillería, haciendo gran destrozo en los enemigos. Logró éste al fin ocupar la plaza; pero el castillo, que era lo principal, quedó por los nuestros, hasta que luego, falto de agua á causa de haber destruído las bombas la cisterna, se rindió bajo honrosas condiciones, saliendo el marqués de Mortara con sus soldados para Fuenterrabía.

Perpiñán tuvo también que rendirse al cabo de tres meses de trinchera abierta y más de estrecho bloqueo, por falta de bastimentos, no sin consumir antes la guarnición todos los animales que se hallaron en la plaza, el pergamino, la lana y hasta algunos cadáveres, quedando reducida de tres mil hombres de que contaba á solos quinientos. Portóse como quien era el marqués de Flores Dávila, que allí mandaba, y bajo su mando, D. Antonio Caballero de Illescas comenzó á acreditarse de capitán esforzado. Perdióse con la plaza el mejor arsenal que entonces hubiera en España, tan falta de pertrechos y armas, pasando de veinte mil las de fuego que allí se contaban. Poco después entregó á Salsas sin mucha espera su gobernador D. Benito de Quiroga, pretextando falta de recursos. Tras esto se dieron todas las demás villas y lugares, y el Rosellón quedó hecho provincia francesa. Mientras esto pasaba del lado allá del Pirineo, fueron muy varios del lado acá los accidentes de la guerra, y si no tan desdichados, no tampoco muy favorables. Peleóse heroicamente en Tortosa, porque habiendo intentado apoderarse de esta plaza importantísima el mariscal de La Motte-Hodancourt, después de la destrucción del ejército del marqués de Pobar, fué derrotado, en tres asaltos consecutivos que dió, por su gobernador Bartolomé de Medina, asistiendo hasta las mujeres á las murallas: tanto era por España el amor de los moradores. Buen desengaño llevó también el francés en la villa de Tamarit de Litera; pues escarmentados los moradores con el saqueo horrible que ejecutó en ellos cuando como amigo lo recibieron en la villa, defendieron esta vez la entrada con tal esfuerzo, que no la logró sino á costa de muchas vidas, y aun así no pudo rendir á algunos de ellos que se encerraron en la torre: en cambio se apoderó de Monzón, defendida por D. Martín de Azlor, por falta de víveres, amenazando las provincias aragonesas.

Al propio tiempo D. Vicente de Aragón, enviado á la Conca de Tremp para promover algún favorable levantamiento entre los vasallos de su casa, tuvo que retirarse sin fruto alguno. Mil caballos franceses llegaron hasta dar vista á Vinaroz y llenaron de terror toda la comarca hasta Valencia; y el mismo La Motte-Hodancourt hizo una correría por el condado de Ribagorza con casi todo su ejército, aunque fué resistido de tal manera por los paisanos aragoneses, que tuvo que tornarse sin botín y con pérdida. También los navíos españoles de la escuadra de Dunquerque, que al mando del Almirante Feijóo estaban en las costas de Vinaroz desde que se deshizo la gran armada que hubo el año antes, pelearon con un trozo de armada francesa, y echaron á pique algunos buques y maltrataron otros después de diez horas de combate; pero acudiendo el resto de los bajeles enemigos, que eran muchos, tuvieron los nuestros que recogerse al puerto, y quedaron dueños del mar los franceses. Por tierra no había otro ejército que oponerles sino el del marqués de la Hinojosa, encerrado de nuevo en Tarragona y su campo; y aunque no dejaba su General de molestar á los enemigos con frecuentes algaradas y escaramuzas, todavía eran éstas insuficientes para traer alguna ventaja importante. En una de tales algaradas destrozaron los nuestros mil quinientos franceses y catalanes, degollando mucha parte, haciendo muchos prisioneros y tomando una gruesa cantidad de dinero que iban escoltando. Descubrióse por aquellos días en Tarragona una conspiración urdida por los frailes carmelitas descalzos para entregar la plaza al enemigo, los cuales se defendieron hasta morir los más en sus celdas cuando se les quiso prender. Pero ya en esto los franceses y catalanes, triunfantes en el Rosellón y en Cataluña, amenazaban por toda la frontera penetrar en el corazón de la Monarquía.

Clamaban los leales aragoneses, clamaban los valencianos, clamaba el mismo pueblo de Madrid porque el Rey saliese al opósito de los enemigos; sabíase que sólo alrededor de su persona podían ya juntarse ejércitos tan numerosos como se necesitaban; sabíase que sólo su presencia era capaz de infundir respeto en los rebeldes y de alentar á los leales; teníanse, en fin, las mayores esperanzas en aquella jornada, pedida, solicitada por todos desde el primer grito de rebelión que hubo en Cataluña, y ahora por la Reina misma y los principales señores de la Corte. Sólo el Conde-Duque se oponía á ella, temiendo que viendo de cerca las cosas sospechase el Rey su ineptitud para el mando, y que con el trato de los generales y las libertades que ofrece la campaña, tomase afición á otras personas que él, ó despertase de su ceguedad y letargo. Pero no pudiendo resistir al clamor de tantos, dispuso en fin la jornada; que para ser como el Conde-Duque hizo que fuera, más valía que no se hubiese ejecutado.

Convocóse de nuevo á todos los caballeros, hijosdalgos y nobles á fuero de España para que saliesen con el Rey al ejército, ordenando que los hijosdalgos llamados de privilegio que no asistiesen lo perdieran por su vida, que los dichos de sangre no pudiesen gozar en ningún lugar del reino oficio de tales ni tener hábitos en las órdenes, y que en los libros de cabildo y Ayuntamiento se apuntasen los nombres de los que habían cumplido con su obligación y de los que habían faltado á ella para que en todo tiempo constase. Mandóse al propio tiempo que no se diese licencia á los soldados, que se castigase severamente á los que huyesen de sus compañías para sentar plaza de nuevo, y que se registrasen todas las armas ofensivas y defensivas que poseyesen los moradores, así naturales como extranjeros, so grandes penas, sin duda con el fin de tomarlas para los ejércitos si hiciesen falta. Por último, se hicieron tales levas y enganches y requisas, que en Madrid, particularmente, no hubo en muchos días quien desempeñase ciertos oficios, ni quedó caballo en coche ó caballeriza.

Todo era menester y ojalá que con más rigor se hubiese celado el cumplimiento de las órdenes. Pero faltaba dinero para todo, y el Rey tuvo que rogar á los Grandes que hiciese cada uno un donativo para los gastos, según el patriotismo y riqueza de cada cual, por cuyo medio se juntó algún tesoro. Señalóse entre todos los Grandes el almirante de Castilla, Enríquez de Cabrera, el mismo que ganó la victoria de Fuenterrabía, olvidado del Conde-Duque por sus grandes merecimientos, el cual rogó al Rey que le diese permiso para enajenar su mayorazgo y destinar todo el producto al servicio de la patria. No se le dió; de suerte que no pasó de generoso el ofrecimiento del Almirante, que con esto añadió un título más á los muchos de patriotismo y de gloria que ya llevaba sobre su persona y nombre. Luego el Rey, con el dinero y gente reunidos, comenzó su jornada: salió de Madrid, llegó á Aranjuez, y no sin detenerse algunos días en aquellas delicias, pasó á Cuenca, donde también gastó mucho tiempo en placeres y festejos con que el Conde-Duque procuraba todavía deslumbrarle. Por fin, después de detenerse aún bastante en Molina de Aragón, llegó á Zaragoza. Al propio tiempo, aunque muchos títulos y Grandes, ó tibios patricios, ó sobrado airados contra el Conde-Duque, dejaron de concurrir á la jornada, con sus gentes se formó en el Ebro el nuevo ejército de hasta diez y ocho mil infantes y seis mil caballos, número grande después de tantos desastres, con veintidós piezas de artillería sacadas del castillo de la Aljafería, donde estaban para tener en respeto á la ciudad desde el tiempo de Felipe II, y algunas otras que quedaban en los tercios.

Llamóse para que mandase todas estas fuerzas al marqués de Leganés, que estaba de gobernador en Valencia; porque aunque muchos, recordando sus campañas de Italia, murmuraban que no convenía, amábale el Conde-Duque sobremanera, y esa era entonces razón que se prefería á todo. Por Maestre de campo general de aquel ejército fué Torrecuso, que era acaso más capaz que el de Leganés para mandarlo. Hubo esperanzas de que podría hacerse una campaña ventajosa. Á la par que el ejército, habíase equipado en Cádiz una armada compuesta de treinta y tres navíos de guerra, seis de fuego y cuarenta buques menores con nueve mil hombres de tripulación, la cual, reuniéndose con las galeras y los navíos de Dunquerque y Nápoles, que eran veinte, se presentó poderosísima en las costas de Cataluña á echar de ellas á los franceses y dar calor á las operaciones de tierra, mandada por el duque de Ciudad Real, separado ya del mando el duque de Fernandina, y aun alejado de la corte y preso el genovés Juanetín Doria por los enemigos á causa de haber naufragado en sus costas: de esta suerte, tanto por mar como por tierra nos hallamos iguales ó mayores en poder á los catalanes y franceses coaligados. Pero no quiso Dios, ó no permitieron las más veces los desaciertos del Conde-Duque que las imaginadas esperanzas se realizasen. El Rey no pasó de Zaragoza, preso casi en sus aposentos por el Conde-Duque, y no se mostró una vez siquiera al ejército, con vergüenza de la Corona y mengua de la persona del Rey, públicamente motejado de cobarde. Allí se entretenía Felipe en ver jugar á la pelota y en pasear en el río, mientras por mar y por tierra se jugaba á los trances inciertos de la guerra la suerte de la Monarquía.

Algo mejor se conducía que él la reina Isabel, que durante su ausencia había quedado de gobernadora en Madrid. Recorría los cuarteles; animaba á los soldados que iban á salir á campaña; vigilaba y apresuraba la organización de los tercios y compañías que se hacían en Madrid para el refuerzo de Cataluña, y buscaba dinero á toda costa. Entonces fué cuando D. Manuel Cortizos de Villasante, rico negociante de Madrid, á quien la Reina fué en persona á pedirle dinero sobre sus joyas, se negó hidalgamente á recibirlas, y sin alguna garantía la entregó hasta ochocientos mil escudos para que los enviase al ejército, que era entregarlos para no obtener más el cobro; acción loable y que honró tanto al vasallo como á la Reina.

Era el intento partir en dos trozos el ejército de Cataluña, el uno compuesto de las tropas que defendieron á Colliure, traídas por Mortara, y otras al mando de Torrecuso; y el otro trozo al del Capitán general marqués de Leganés, el cual debía bloquear á Lérida, mientras aquéllos iban al socorro del Rosellón. Pero sabida la rendición de Perpiñán y Salsas y la pérdida de toda la provincia, se puso toda la atención en Lérida. Salió el de Leganés propuesto á sitiarla con el ejército entero: ganó el lugar de Aytona; pasó el Segre y fué á sentar su campo delante de Lérida en el llano dicho de las Horcas. Halló ya al mariscal de La Motte al amparo de los muros con hasta dos mil infantes y tres mil caballos franceses y catalanes, fortificado en unas alturas que caen poco distantes de la ciudad. No era posible emprender el sitio sin desalojarlo, y por lo mismo no se dilató el ataque, mas fué con poca fortuna.

 

Pecaba el de Leganés de soberbio, y con su experiencia de la guerra despreciaba todo otro consejo y opinión que no fuese la suya, y más que teniendo tan por amigo al Conde-Duque, no reparaba en respeto alguno; por lo cual se condujo de tal suerte con Torrecuso, que al fin tuvo éste que abandonarle, viniéndose á Zaragoza con el Rey. Solía decir que renunciaría á la conquista de Francia si hubiera de hacerla por los consejos de un italiano. Con esto, mandaba solo el Marqués cuando se empeñó la batalla. Comenzóla Don Rodrigo de Herrera, Comisario general de la caballería, apoderándose con trescientos jinetes de una de las colinas y de una batería puesta en ella por los contrarios; pero acudiendo al refuerzo de éstos nuevas tropas, no tardaron en rechazar á los españoles. Entonces se hizo el combate general en toda la línea del enemigo, atacada vigorosamente por los nuestros, desde las diez de la mañana hasta bien anochecido, pero sin fruto alguno. Los franceses, como inferiores en número, no osaron tomar la ofensiva, y los españoles no supieron aprovecharse de sus fuerzas. Cometiéronse grandes desaciertos: ninguno supo á quién mandar ni á quién obedecer; todo era confusión, todo dar y deshacer órdenes; así se pasaron las horas, perdimos quinientos hombres muertos y muchos heridos, y llegada la noche se ordenó la retirada. No puede decirse que padeciéramos una derrota, porque tomamos tres cañones al enemigo, que no pudo quitárnoslos, ni osó luego perseguirnos, y porque el enemigo estaba fortificado y en lugar eminente; pero siempre fué desventaja notable el haber de renunciar al propósito de tomar á Lérida. Ni fué esto lo peor; sino que el ejército, metido de nuevo en sus cuarteles, se fué lentamente disipando; de suerte que al comenzar la siguiente campaña, de aquellos veinticuatro mil hombres apenas cinco mil quedaron en armas.

Acusóse también por ello al de Leganés, diciendo unos que no sabía mantener en los soldados la disciplina, y otros, menos piadosos aún, que los afligía con hambre continua, á fin de saciar á su costa la codicia desordenada que en él se había despertado. Pasión indigna de su valor, que sin duda lo tenía Leganés. También fué reprensible la vanidad con que se dió por vencedor de la batalla de Lérida, logrando engañar al principio al Rey; pero no tardó en venir el desengaño; y reunidas todas sus culpas, á pesar del parentesco y amistad del Conde-Duque, fué separado del mando y confinado á Ocaña, donde comenzó á formársele proceso por su conducta. Enseguida, avergonzado del espectáculo que estaba allí ofreciendo, se volvió el Rey á Madrid. Y entretanto la escuadra española, al mando del duque de Ciudad Real, queriendo ir al socorro del Rosellón, había pasado por delante de Barcelona, donde estaba M. de Brezé con la francesa, compuesta de cincuenta y nueve bajeles y veinte galeras, por habérsele incorporado la que mandó el Arzobispo de Burdeos, igual en poder á la nuestra. Salió Brezé del puerto, formó sus bajeles en línea y se empeñó un combate que duró todo el día, sin que la victoria se decidiese por alguna de las partes: al día siguiente volvieron á encontrarse también sin ventaja, quemándose y perdiéndose algunos bajeles, y quedando tan maltratadas ambas, que ni los españoles pudieron llegar al Rosellón, volviéndose á las Baleares, ni pudieron los franceses en mucho tiempo salir de Barcelona. Después de esta batalla, ni por mar ni por tierra volvió á emprenderse nada en mucho tiempo.

El conde de Monterrey, con D. Juan de Garay por Maestre de campo general, acabó de reunir en tanto su ejército en la frontera portuguesa. Pero como ni el estruendo de las armas pudiera hacerle olvidar sus comedias y lascivias, las operaciones de aquel General fueron muy lentas. Envió partidas ó escuadrones que hiciesen correrías desde Mérida y Badajoz, donde tenía acuarteladas sus tropas, á Olivenza y Elvas, haciendo algunos daños, sin que los enemigos, faltos al principio de toda ordenanza y disciplina, osasen oponerse á campo raso. Mas su principal ocupación fué mover tratos en las plazas para que las entregasen los moradores. Adelantólos en Olivenza, y aún se creyó que llegaría á rendirse la plaza, para lo cual fué á presentarse delante de sus muros D. Juan de Garay con un buen trozo de gente; pero llegando más tarde de lo convenido, descubrióse en tanto la trama y se frustró. Entonces el de Monterrey en venganza hizo quemar y talar todos aquellos confines y campañas, robándolo y abrasándolo todo, y los portugueses en cambio entraron en Galicia en número de más de seis mil hombres para arrasar el país. Salió á ellos D. Benito de Abraldes con poca gente, los detuvo y dió tiempo á que, llegando tropas de refuerzo, los pusiesen en fuga, persiguiéndolos hasta muy adentro de sus tierras. Intentó de nuevo el conde de Monterrey tomar á Olivenza de rebato, encomendándose la facción á D. José de Pulgar, hombre poco afortunado, el cual llegó de noche delante de los muros, y errando el petardo con que pensaba forzar la puerta, fué sentido y derrotado con pérdida de doscientos hombres.

No se tardó en acometer de nuevo á Olivenza, pero no con más fortuna, y en el ínterin los portugueses rindieron y saquearon á Valverde, valentísimamente defendida por D. Juan de Tarrasa, y entrando más adentro en la sierra, se apoderaron del lugar de Seijas con su castillo, bastante bien guarnecido. Hubo también no lejos de Olivenza un choque entre D. Juan de Garay y Antonio Gallo, portugués, en el cual uno y otro se atribuyeron jactanciosamente la victoria, y el Prior de Navarra, que mandaba en Galicia, obligó á retirarse á un Cuerpo muy numeroso de portugueses, que al mando de D. Manuel Téllez de Meneses y Don Diego de Pereira, entró á correr aquella provincia, sosteniendo algunos choques parciales con ellos en que hubo pocas pérdidas de ambas partes.

Estos fueron los hechos más brillantes de aquella guerra, reduciéndose todo lo demás á feroces correrías donde unos y otros quemaban sin piedad los pueblos, talaban los campos y degollaban á los habitantes con el mayor encarnizamiento. Los capitanes de uno y otro bando dejaban casi siempre á los contrarios hacer impunemente tales correrías, ó si acudían al reparo, era por lo común sobrado tarde. Al fin nuestra Corte, que era quien perdía con aquella inacción, porque en el ínterin los portugueses se fortificaban más y más, recibiendo tropas y auxilios de las naciones extranjeras y organizando su gobierno y ejércitos, determinó separar del mando de las armas al conde de Monterrey, y en su lugar envió al de Santisteban, que no mucho más experimentado y con tan insignificante fuerza como componía aquel ejército, no alcanzó tampoco ventaja. De nada sirvió la asistencia y práctica de D. Juan de Garay. El cardenal Spínola, que fué á Galicia á juntarse con el Prior de Navarra, no hizo tampoco más que él, ni el duque de Alba, que estaba á la parte de Ciudad Rodrigo, logró ejecutar cosa digna de su nombre. Todo se volvía cambiar de caudillos en aquella frontera; todo repartir trozos é imaginar acometimientos; pero la verdad era que no se hacía nada de provecho, ni eran las fuerzas tampoco para que se hiciese.

Por este tiempo ya todas las posesiones portuguesas en América, África y Asia habían reconocido por Rey al duque de Braganza. Gobernadas por portugueses, y no habiendo en ellas más que tropas portuguesas que las defendieran, unas primero, otras después, se fueron alzando contra España sin resistencia alguna: Ormuz, Goa, Pernambuco, el Brasil, tan azotado de los holandeses, Angola y las Islas Terceras: sólo Ceuta quedó en nuestro poder por lealtad del Gobernador el marqués de Torresvedras al Rey de España. Pudo decirse que sólo por mar nos sonrió la fortuna contra portugueses, porque habiendo encontrado el duque de Ciudad Real con la armada de España á una holandesa que había venido en ayuda de ellos, la derrotó, echándola algunos navíos á pique y obligándola á refugiarse en sus puertos: fué este combate á la vista del Cabo de San Vicente.

19Felíu de la Peña: Anales de Cataluña.